IV. LA LLAVE DESAPARECIDA

El profesor Bello, mientras se repartía café con leche entre sus ateridos alumnos, no cesaba de repetir para la señorita Elisa:

—Es usted nuestra buena samaritana… sí, sí, nuestra samaritana…

Dijo también algo de ángel tutelar, pero no se oyó muy claro; cierto que Eugenia lanzó una de sus risitas malévolas. Por último, profesor y alumnos, con los sacos de dormir en las manos y algunas mantas, cruzaron el patio en dirección a la cuadra.

Por fortuna, en la actualidad no tenía más uso que almacenar en un lado cajones de botellas y estaban tan rigurosamente limpias como su dueña había dicho. Además, contaba con luz eléctrica y una vieja estufa de carbón, en la que el profesor quemó unas tablas procedentes de cajones, de modo que la temperatura se hizo más tibia.

Una hora después, las luces se apagaban y todo quedaba en silencio.

A la hora del desayuno, Eugenia la tomó con Verónica y Sara… por supuesto, también con Petra, como autora de los chillidos nocturnos.

—Lo sucedido —dijo Sara, quitándole importancia—, es uno de los muchos pequeños accidentes caseros que ocurren todos los días.

—¿Con ardilla incluida? —se burló la terrible Eugenia.

Como no era cosa de hacerle caso, se hizo la desentendida. Por otra parte, Petra y León andaban correteando por el comedor y como sus saltos y gestos eran tan graciosos, las colegialas reían a carcajadas.

—Puede decirse que el día empieza alegremente —dijo la señorita Elisa—, lo que es un buen augurio.

El señor Bello entró a darles los buenos días, pero como no deseaba molestar a la dueña de la casona, explicó que, ya que el viento había cesado, plantarían las tiendas inmediatamente.

—Se volverán a caer —zanjó Eugenia. Y por lo bajo—: ¡Buena peste nos ha salpicado!

También apareció Oscar para decir que, como en la cuadra había un grifo, sus ayudantes en la sección de aguas se habían ahorrado por aquel día un gran trabajo.

La señorita Elisa no debía suponer acertada la medida de efectuar una acampada en zona tan fría, porque se llevó aparte a doña María para convencerla de que cediera la cuadra a los colegiales y su profesor: tenían agua y estaban calientes.

—No tolero a los chiquillos, lo destrozan todo —dijo la señora—. En fin, si prometieran no pasar continuamente por aquí, yendo y viniendo a la cuadra, y se comprometen a abonar un precio por su alquiler… El señor Albert entiende que es un disparate vivir en tiendas de campaña con este tiempo.

La cuestión se solucionó con la promesa, por parte de Bello, de hacer sus comidas en el reconstruido campamento (iba a estarlo aquel mismo día) y no entrar en la casa más que para dormir. También, con un suspiro de resignación, aceptó el precio del alquiler.

Cuando se disponían a salir, la señorita Elisa advirtió que, por aquel día, al menos ellas, no podrían alejarse mucho, pues Sara cojeaba un poco a causa de su herida del pie.

—De todas formas, ustedes pueden alejarse… no se preocupen por nosotras…

—Creo que nuestro compañerismo no es tan débil como para eso —aseguró Bello—. Donde vayan ustedes, iremos nosotros. Cualquier lugar es bueno para aprender, si se tiene voluntad.

—¡Ya decía yo que nos había caído la peste! —murmuró Eugenia.

A Oscar le preocupaba mucho la herida del pie de Sara y quiso informarse de lo ocurrido, sin llegar a entender muy bien la causa de que sus dos compañeras se hubieran levantado, yendo a chocar.

—Que a oscuras hayas tirado la lámpara al suelo sí que lo comprendo —dijo—. ¿Se puede saber por qué se asustó Petra?

—No sé si Petra estaba asustada: ha chillado, eso es todo.

—Se ha puesto a chillar porque estaba asustada —insistió el chico—. ¿Qué crees que puede haberla asustado?

Lo consultaron con Verónica.

—No lo sé —dijo ésta—, yo no recuerdo nada hasta el topetazo. Debía de estar profundamente dormida.

—¡Ésta sí que es buena! Tienes que recordar también los chillidos de Petra —protestó Sara—. De lo contrario ni te hubieras levantado ni hubiera habido topetazo.

—Pues… quizá sí… ¡que no, ea! Lo primero que recuerdo es el topetazo.

Lo dejaron por imposible y se pusieron en marcha. Andrés Bello, que era realmente atento, se empeñó en que Sara se apoyase en su brazo.

—Si notas la menor molestia, dilo, porque nos detendremos en seguida.

Luego Sara observó que sus buenos servicios no eran totalmente desinteresados, pues dirigía la conversación casi exclusivamente hacia la señorita Elisa, que iba adelantada, con alumnos y alumnas en torno.

Todo lo que ella pudo decirle fue que no conocía a la profesora más que del colegio, que cumplía muy bien con su obligación y se hacía querer por sus alumnas, pues era comprensiva y se preocupaba mucho por todas.

—Se ve, se ve… me lo figuraba…

Para un ratito bien, pero para mucho era demasiada lata y empezó a dirigir desesperadas señas a Verónica para que acudiera a sacarla del atolladero. Y la otra en la luna. Menos mal que Oscar le había dirigido varias veces un vistazo con el ojo no tapado por el flequillo y acudió con gesto de complicidad:

—Profesor, si se digna nombrarme delegado de alumnas «taraumadas», Sara podría apoyarse en mi brazo y así usted puede dirigir mejor esto de los bichos.

—Querido muchacho, no se dice «taraumadas», sino traumadas, de trauma. Por otra parte, lo de tu amiguita no es un trauma, sino una pequeña herida. De todas formas —le miró con simpatía, con sus manos en los hombros del chico—, eres servicial y te estoy agradecido.

Aquella mañana, el señor Bello les dio una lección magistral, luego de seguir a una abeja en sus vuelos, con la debida circunspección y sin ruido. Señaló al ejemplar como una de las abejas llamadas «cortadoras de hojas», cuyas mandíbulas eran unas verdaderas tijeras en forma de compás, que les permitían cortar en pedazos de perfecta regularidad, tanto redondos como ovalados, las hojas de los arbustos. Dijo que utilizaban aquellos trozos para formar los odres de miel en los que alojarían sus huevos y cuyas diferentes partes eran ensambladas por medio de un hilo sedoso.

—Todo ello tiene el tamaño de un dedal de costura. Lástima que no tengamos caretas, para que podáis comprobarlo en el panal.

Todavía precisó que aquellos pequeños odres de hojas eran colocados en filas, como en una pequeña sala-cuna, dentro de un tallo hueco o agujero practicado en el terreno…

Incluso la señorita Elisa se dedicó a tomar notas, según él iba nombrando las veinte variedades diferentes de abejas.

Cuando regresaban para comer, señaló que por la tarde podrían tratar de las abejas albañiles. Seguramente hallarían alguna por los ángulos exteriores de la casona o del Parador, ya que el interior se hallaba demasiado limpio para darles cabida, mejor dicho, permitirles vivir.

—Querría saber qué charapote tienen ésos para comer —dijo Eugenia, bizqueando uno de sus ojos, al entrar en la casona.

Terminada la comida (el señor Albert debía hacerla en su habitación, pues no se presentó en el comedor), alumnas y profesora se lanzaron al exterior.

—Empecemos la búsqueda de la abeja albañil —decidió el sonriente Bello.

El grupo juvenil, con la mirada en alto, fue repasando los rincones externos de la casona por si la descubrían junto a los aleros, pero sin duda la larga escoba de la cocinera, que era también la encargada de la limpieza, no había permitido tal desmán.

—Puede que encontremos alguna en el Parador o bajo el Arco del Arzobispo —sugirió Sara, que se apoyaba en un palo.

No era fácil, puesto que el edificio estaba recién restaurado, así que empezaron por el arco, cuyas piedras acusaban el peso de siglos. Y recorriendo el arco, acabaron junto a la pared del Parador, que daba a la casona.

Un individuo con cara de pocos amigos, lanzó inesperadamente:

—¿Qué hacen ustedes aquí?

El señor Bello tomó la iniciativa:

—Le presento mis excusas, señor. Nuestros alumnos, la profesora Torres y yo estábamos tratando de encontrar cierto ejemplar de abeja que suele aposentarse en los ángulos de las paredes…

El otro le interrumpió sin gran cortesía:

—Aquí no hay abejas y este edificio está alquilado, de modo que no se encuentra a disposición de ustedes…

—Pero tratándose del exterior… —objetó Andrés Bello.

—El exterior es también el edificio.

Tuvieron que alejarse, pero el profesor no desistía de buscar su abeja albañil que, según él, también anida en huecos de tierra, que llenaba de miel y entre las piedras. Sin embargo, no tuvieron suerte; una hora después empezaba a caer una suave lluvia y las chicas optaron por regresar a la casona para protegerse, mientras los niños se dirigían a sus tiendas.

—¡Es una lástima que la señora de la casa sea tajante, pues podíamos haber compartido una clase en la sala! —se quejó el señor Bello.

La señorita Elisa hizo un gesto dando a entender que ella no podía hacer nada y se separaron. Luego reunió a sus siete alumnas en la sala y dieron la clase bajo techo y en peores condiciones que en el aula del colegio.

Cuando la fina lluvia cesó, ya era demasiado tarde para andar por el campo. Y entonces el señor Albert se presentó en la salita con su juego de ajedrez.

—¿Alguien quiere tener la bondad de acompañarme?

Eugenia estaba escarmentada y no se brindó. Sara, menos y Verónica, por su parte, se hacía la distraída.

—Vamos, rubita, anímate —la llamó el hombre de la silla de ruedas—. Ayer demostraste tu valía.

Como no tenía ninguna excusa que poner, pues la clase se había dado por concluida, aceptó sentarse frente al señor Albert y comenzar la partida. Sara y la señorita Elisa tomaron asiento cerca, para presenciar el juego.

En el rincón opuesto de la sala, las demás escuchaban las truculentas historias que Eugenia les contaba en voz baja.

«Hoy perderé», pensaba Verónica. Y empezó a sucederle algo raro, ya que, antes de mover cada pieza, miraba subyugada a su contrincante y tuvo la impresión de que sabía leer en sus ojos y acertar en ellos la pieza que a su vez iba a mover, pero de una manera muy vaga…

Casi se puede decir que el señor Albert ganó la partida de casualidad.

—Eres muy buena, te felicito, a pesar de todo. Me ha costado ganar la partida —confesó el caballero.

—Yo… casi no sé jugar.

—Por cierto, muchachitas, ¿se dedicará vuestra ardilla a oficiar de despertador esta noche?

—¡Oh, no! —se apresuró a replicar Sara—. Lo de anoche no es normal.

—De todas formas y, para evitar que se repita, debíamos buscar un buen dormitorio para Petra —insinuó la profesora.

—No le importará irse con Oscar —propuso Verónica—. Ahora mismo se ha ido con él; se quieren mucho y ella se divierte bastante andando a la greña con León.

—¡Espléndido! —comentó el señor Albert, como de pasada.

La dueña de la casa apareció de pronto en la sala. Parecía disgustada y como la señorita Elisa se interesara por ella, explicó:

—He recordado que la cuadra tiene una entrada independiente por la calle y ésa es la solución ideal para que esos niños no tengan que entrar en la casa y atravesar el patio. Lo malo es que hoy la llave ha desaparecido. ¿Ustedes no la habrán encontrado, verdad?

Las presentes negaron.

—En realidad, la llave no ha podido marcharse sola del clavo en que siempre está colgada; alguien se la ha llevado.

—Señora —opuso la señorita Elisa—, debe comprender que ni las muchachas ni yo conocíamos esa llave ni sabíamos dónde la guardaba usted.

—Es muy raro que el señor Bello no haya comprendido que esa puerta es la solución ideal para él y los niños, que podrían utilizar independientemente la cuadra… Quizá no le interese utilizarla independientemente…

Y miró a la señorita Elisa con tanta intención que, en el rincón de la sala, Eugenia cuchicheó para sus fieles:

—Está claro que el Bello lo que quiere es pasar por aquí y que le inviten a quedarse. Esta mañana temprano habrá descubierto la llave y la ha escondido, porque la entrada independiente no le interesa ni pizca y todas sabemos la razón, ¿no?

Las otras, con muchas risitas, afirmaron.

Cuando el señor Bello y sus alumnos entraron en la casona, doña María se encaró con él, preguntándole si había tomado la llave de la puerta de la cuadra que daba a la calle.

—Señora, ignoraba que existiera tal llave, aunque, desde luego, he visto esa puerta. Como usted no nos la indicó para nada, supuse que no deseaba que la utilizáramos al objeto de… poder controlarnos.

La más sorprendida fue Eugenia. ¿Así que Bello era más enérgico de lo que parecía?

La señora murmuró una excusa y se retiró. Cuando las alumnas se dirigían al comedor, el profesor y los niños cruzaban el patio para entrar en la cuadra, llevando con ellos a Petra y a León.