Con las mochilas a la espalda, colegiales y colegialas, con sus respectivos profesores, emprendieron la marcha para comenzar las lecciones sobre el terreno. El contenido más importante de las mochilas eran las meriendas, pero no faltaban blocs, bolígrafos y cajitas destinadas a insectos.
Al rato, el señor Bello, con la nariz sobre unos espinos, indicó a todos que el primer descubrimiento importante acababa de producirse.
La insolente Eugenia, que se había apresurado a poner la cabeza exactamente junio a la del señor Bello, exclamó descontenta:
—¡Bah! Es una araña… No es preciso venir aquí para conocerlas.
—Pero es interesante observar su trabajo —explicó Andrés Bello—; vean con qué perfecta disposición geométrica ha dispuesto sus hilos. Y observen que ellas no cazan con lazo, sino con liga. Sus telas están hechas de un hilo gomoso salido de una especie de bolsa que se encuentra bajo su abdomen…
Le pasó a Eugenia la lupa con la que había estado observando a la araña para que pudiera cerciorarse por sí misma, pero ella la rechazó con gesto de asco. Los demás, alumnas y alumnos, se fueron pasando la lupa y observando al bichillo con todo detenimiento.
Resultó que aquellos pequeños daban ejemplo a las chicas con su disciplina y todos en sus blocs fueron tomando notas de lo que veían. Luego ellas, avergonzadas, les imitaron.
El señor Bello les hizo notar que la araña aquella era joven, porque las viejas sólo trabajan de noche, mientras que las primeras lo hacían de día. A pesar de la luz, la tela de las jóvenes era más frágil y los sobresaltos de sus presas pueden desgarrarlas.
—Jóvenes o viejas —concluyó el profesor Bello—, son tan hábiles que muy pronto reparan las telas rotas y el hilo fuera de uso lo reemplazan por uno nuevo. Cada una de estas obreras, en dos meses, produce más de un kilómetro de hilo…
Las alumnas, sin darse cuenta, empezaron a sentir cierto respeto por el miope Bello y Sara le confesó a Verónica:
—Me parece que ve más de lo que habíamos supuesto, quiero decir, que no parece nada tonto.
Los pequeños menudeaban las preguntas y Bello tuvo que explicarles cómo iniciaban las arañas su trabajo, comenzando por lanzar un primer hilo a través de un espacio entre ramajes; después hilaban el marco de la tela, a partir de un espeso cojinete de seda blanca, situado en el centro, punto de mira que guiaba a la hilandera en su trabajo.
—Observen que la araña tiende sus hilos en todas direcciones, pero conservando siempre una alternancia destinada a asegurar el equilibrio de la construcción. Los rayos que forman el hilo, rigurosamente equidistantes, componen una especie de sol, cuyos radios son de un número determinado para cada especie.
Hizo un alto para que los alumnos pudieran tomar nota de los datos y luego añadió:
—Una vez establecido el cuadro, la araña teje la trama, yendo en espiral sobre estos rayos y el hilo aumenta de grosor cuando llega a los ángulos, para consolidarlos. Después de esto, la hilandera se instala en el centro de su tela, o bien se esconde en una esquina cercana, pero teniendo cuidado de atarse al centro de su trama por un hilo que le sirve de advertencia, ya que es demasiado miope para ver llegar a su presa desde lejos…
Se habían escuchado algunas risitas, pero si Bello las escuchó, simuló lo contrario. Hizo notar cómo la araña no se molestaba más que por la llegada de una presa viva y no se dejaba engañar si era el viento quien agitaba la tela, lo que pudieron confirmar todos sin lugar a dudas.
El estudio de la araña y su tela, maravilla de delicadeza, les llevó hasta la hora de la merienda, con gran satisfacción de ardilla y mono, que habían estado haciéndole bastantes ascos a la araña.
Sentados sobre matorrales bajos, se dedicaron a reponer fuerzas y luego estuvieron jugando a la pelota, juntamente con los dos profesores. El pobre señor Bello nunca sabía dónde estaba el esférico y Eugenia pudo lucir su maligno ingenio burlándose de él.
A las siete, cansados y felices, regresaron a sus respectivos alojamientos. Entonces el director de fogatas cursó órdenes a sus ayudantes para que procediesen al encendido de un par de ellas y las chicas, con la señorita Torres, entraron en la casona, dispuestas a poner en orden sus notas del día.
En la sala les aguardaban dos sorpresas: la primera, un buen fuego en la chimenea y, la segunda, un huésped del que no tenían noticia. Era un señor mayor, de facciones correctas y ojos negros, inquisitivos, que contempló con curiosidad a alumnas y profesora. Ocupaba una silla de ruedas y su condición de paralítico despertó generales simpatías, incluyendo a Eugenia.
Sólo Petra, sin duda asustada de las enormes ruedas del sillón, se retiró asustada. Momentos después, escapaba de la casona, para ir a reunirse con León.
Amablemente, aquel caballero les explicó que pasaba allí una temporada de descanso sin otra compañía que la de su anciano criado. Se llamaba Felipe Albert y dijo que celebraba su buena suerte por tener en la casona a un grupo tan juvenil y agradable.
—Si no causo molestias, podríamos compartir esta sala —concluyó.
La señorita Torres se apresuró a hacerle saber que se sentían encantadas, aunque temía que sus bulliciosas chicas fueran en realidad las que le molestasen a él.
El caballero se limitó a replicar:
—Espero que no sea así…
A pesar de su amable presentación, a Sara se le antojaba muy misterioso.
—¡Qué tontería! —replicó Verónica.
El señor Albert se quejó de que no tenía con quién jugar al ajedrez.
—Yo sé algo, pero muy poquito —confesó Sara.
Verónica tenía unas ligeras nociones y Eugenia aseguró que se le daba muy bien.
El señor Albert hizo llamar a su criado, un ancianito que casi arrastraba los pies y éste se presentaba poco después con un magnífico ajedrez cuyas figuras de marfil eran verdaderas obras de arte.
La primera partida tuvo lugar entre Eugenia y el caballero y las demás se instalaron en torno para seguir el juego.
El señor Albert no parecía poner gran atención en el mismo, pero estuvo mirando con insistencia a Eugenia, de modo que la puso nerviosa y le ganó en un abrir y cerrar de ojos. De vez en cuando hacía preguntas sobre la forma en que estaban instaladas y si las habitaciones eran de su agrado.
—La puerta parece de convento, pero nos gusta —contestó Sara—. Tiene unas vistas preciosas… es la que tiene la ventana más cerca del arco del Arzobispo.
—¿Por qué lo llamas así? —quiso saber la profesora.
—¡Qué risa! —Sara se reía en realidad de sí misma—. Me ha salido sin pensar, quizá porque en alguna parte he visto uno muy parecido que se llama así.
—¿Quieres emprender una partida conmigo? —le propuso el señor Albert.
Ella se defendió alegando que era muy mala y no estaba a su altura, pero el caballero insistió, a base de que así iría aprendiendo a dominar el juego.
Le estuvo dando explicaciones, mirándola fijamente, pero Sara se distraía de continuo, pues Petra había regresado y, sin duda, porque estaba fatigada de las correrías del día, se mostraba inquieta y chillona. Ni qué decir, su derrota fue sonada.
—Prueba tú —le propuso a Verónica.
Ésta aceptó, aun sabiendo lo que le aguardaba. Eso sí, se mostró muy sumisa para atender las indicaciones del caballero, tan sumisa, tan interesada en el juego, que movió magistralmente sus piezas y la partida terminó en tablas.
—¡Pero si habías dicho que sólo sabías un poquito! —se admiró la señorita Elisa—. Y tú contrincante es todo un maestro.
—Pues nunca le había ganado ni siquiera a mamá, que apenas sabe jugar —replicó Verónica, sorprendida.
A las diez en punto, la señorita Elisa dio la orden de ir a la cama.
—Vamos a dormir bien tranquilamente, chicas, en esta paz del campo y sin los ruidos propios de nuestras bulliciosas calles.
Parecía que iba a ser así, pero no resultó exacto…
No debía hacer mucho que se habían acostado, cuando Petra, que dormía sobre un cojín en un rincón del cuarto de las chicas, empezó a chillar. Sara se despertó asustada, quiso encender la luz y, como no estaba familiarizada con la habitación, tiró la lámpara de la mesita de noche, antes de conseguir encenderla. Se lanzó entonces de la cama, con la intención de ir hasta el interruptor, pero tropezó con lo que le pareció un fantasma… y no era más que su compañera de habitación, que sin duda había tenido el mismo pensamiento. Como resultas del encontronazo, ambas salieron despedidas violentamente y la cabeza de la «jaguar» rubia fue a chocar contra una de las bolas doradas que remataban los pies de la cama. Entonces empezó a gritar.
Casi al instante, la señorita Elisa, poniéndose una bata y descalza, aparecía alarmada. Ella sí, por fin, encendió la luz.
—¿Qué os sucede? —preguntó.
—¡Ay! ¡Ay! —Verónica se quejaba, frotándose la cabeza.
—Petra se ha alarmado por algo y sus chillidos me han despertado —explicó Sara—. ¡Ay! ¡Ay! Creo que me he cortado en el pie con un cristal…
Las restantes alumnas aparecieron asimismo en la habitación. O el barullo las había despertado o se despertó una nada más y fue avisando a las otras.
—No es nada, no es nada, chicas, volved a la cama —dijo la señorita Torres a las curiosas.
—Ya, no es nada —sentó la terrible Eugenia—. Esta pareja, como siempre, haciéndose las interesantes.
Lo de Verónica se había reducido a un chichón. La profesora desinfectó el leve corte que Sara se había producido y luego le puso un pequeño apósito.
—Bueno, chicas, ahora a dormir.
Poco después, la casa quedaba en el más absoluto silencio y eso que, desde la planta baja, el señor Albert había enviado a su anciano criado para que le informara de lo ocurrido.
Es posible que los durmientes ni siquiera escucharan el ventarrón que soplaba con fuerza en torno a la casona, estrellándose contra las ventanas, algunas de las cuales vibraban por la fuerza del empuje.
De pronto, terribles golpes resonaron en la gruesa madera de la puerta, tachonada con clavos del mejor hierro antiguo:
—¡Abran! ¡Abran, por favor!
Por segunda vez en aquella noche, la señorita Elisa se puso la bata, ahora también las zapatillas y se dirigió a la planta baja. La cocinera asomó por una de las puertas de la misma, mientras que en el corredor tropezaban Sara y Eugenia.
—Vamos, que esto parece la mansión de Drácula —dijo ésta.
Verónica, medio dormida, las seguía. Las restantes alumnas también fueron apareciendo por las diversas puertas.
Resultó que la señorita Elisa no sabía entendérselas con aquellas compactas hojas de madera y tuvo que esperar a que la cocinera descorriese dos pesados cerrojos, diera la vuelta a una llave que tendría su buen palmo de largura y retirase la enorme tranca que la cruzaba. En el umbral, sujetándose al cuerpo una manta que el viento se empeñaba en arrancar, se hallaba el profesor Bello y tras él, en igual situación, sus catorce alumnos, algunos descalzos y todos tiritando. Bajo la manta del señor Bello se veían las escandalosas rayas de cebra de su pijama.
—¡Oh, perdón! El viento y el frío son terribles…
El primero en entrar, con chilliditos de placer, aunque temblando de frío, fue León.
—Pero… pero… —era lo único que la señorita Torres podía argumentar.
—Perdón… el vendaval ha tirado abajo todas las tiendas y quería suplicar, por esta noche, refugio para los niños, o pillarán una pulmonía…
—Es que yo… no sé…
La cocinera había ido en busca de la dueña de la casona, que se presentó con aspecto de mal genio y la cabeza llena de papelitos con pelo enrollado.
—¿No se han enterado de que ésta es una casa seria? ¿Qué significa este allanamiento de morada?
—Señora, a sus pies —dijo Bello, inclinándose con poca gracia ante ella, quizá por culpa de la manta.
En seguida, relató lo ocurrido.
—Imposible, no pueden quedarse aquí —objetó doña María—. Soy muy rigurosa.
Las colegialas, apiadadas de los temblorosos chiquillos, suplicaban por ellos. Al fin, con gesto digno, la propietaria de los papelitos, propuso:
—Si quieren, pueden utilizar la cuadra por esta noche. ¡Oh, está escrupulosamente limpia, como todo en esta casa! Naturalmente, no puedo proporcionarles colchones…
—Traeremos los sacos de dormir —decidió Bello—. Es decir, yo los traeré; no consiento que los niños se expongan al frío.
Antes de retirarse olímpicamente, doña María ordenó a la cocinera que saliera al patio y les mostrase el lugar donde se hallaba la cuadra.
—Y que sea la última noche que en esta casa se oye un ruido o no podrán permanecer aquí —declaró.
Mientras el profesor Bello salía de nuevo en busca de los sacos de dormir de sus alumnos, luchando contra la fuerza del viento, la señorita Elisa fue a la cocina para hacer café y calentar leche para toda aquella chiquillería asustada y friolera. Por cierto, el director de fogatas, amén de otras cosas, no había abierto los labios.
Sara, que cojeaba, acogió en sus brazos a León; Verónica, que estaba todavía aturdida a causa del chichón, trató de abrigar mejor a Oscar.