II. LOS MIL COMETIDOS DEL IMPRESCINDIBLE OSCAR

La mañana de primavera era bastante fresca cuando el autobús del colegio, luego de atravesar parte de la provincia de Segovia, se detuvo ante una antigua casa de piedra, bastante destartalada, con su escudo de armas sobre la puerta. Se llamaba en la actualidad «La Residencia» y su dueño obtenía cierto provecho de ella alquilando las habitaciones con derecho a cocina.

Pero no fue «La Residencia» la que atrajo la atención de las recién llegadas, sino el edificio que se hallaba unos metros más allá, antiguo, aunque remozado, mitad castillo, mitad casona. Eran las únicas casas situadas al pie del monte, en un terreno donde predominaba el romero.

Más lejos se veían casitas de veraneantes que luego comprobaron estaban cerradas en aquella época del año.

Cuando el autobús daba la vuelta para marcharse, apareció la dueña de la casa quien, al descubrir la admiración de las recién llegadas por la casa de al lado, explicó:

—¿Les gusta, verdad? Hace unos años era un montón de ruinas, pero la han arreglado para Parador. Cierto que en invierno no suele venir nadie y sólo se abre en verano. Ahora parece que está reservada a un grupo de técnicos o algo así… pero, pasen ustedes.

La señorita Elisa, la profesora, animó a sus alumnas y las siete colegialas, armando un barullo espantoso con su equipaje, entraron en la casa, con Petra saltando entre ellas y muy feliz desde el momento de emprender el viaje, tan celebrada por las muchachas. La señorita Elisa era una profesora joven y muy agradable, que también sentía satisfacción por aquella inesperada estancia en el campo.

El interior de la casona presentaba un aspecto bastante conventual y Sara recordó las frases irónicas de Julio, pues era bastante fría y oscura, con pequeñas ventanas de postigos casi cerrados y rejas en el exterior. Constaba de dos plantas y las alumnas con su profesora fueron conducidas al piso superior. Naturalmente, Sara y Verónica se las arreglaron para no verse separadas y ocuparon un monacal dormitorio de dos camas por cuya estrecha ventana se divisaba la complicada arquitectura del Parador, con sus ángulos y recovecos.

Tras tirar sus cosas sobre la cama, Sara se dirigió a abrir aquella ventana y aspiró a pleno pulmón el aire que olía a romero. Petra se asomó, curiosa.

—Me parece que aquí lo mejor va a ser el aire —dijo aquélla.

—Desde el frente de la casa, el Parador parece más distante, pero la verdad es que, con los salientes de ambas, por aquí están próximas.

—¡Qué precioso arco! —exclamó Sara, señalando un airoso trabajo en piedra labrada que, saliendo del muro de la casona, se aposentaba sobre una columna del Parador—. Puede ser árabe o mudéjar, o gótico…

—¡Pues sí que entiendes! —rió Verónica—. Quizá en tiempos, los dos edificios se comunicaban, aunque no por ese arco, que apenas tiene unos centímetros de ancho.

—¿No se te ha ocurrido que si esos pasmarotes de Héctor, Julio y Raúl hubieran sabido inventar como Oscar, podían también estar aquí? —suspiró Sara, retorciéndose la punta del pelo—. Lo malo es que esto a lo mejor se nos llena de críos medio salvajes…

—¡Bah! No va a dar la casualidad de que acampen cerca, ya lo verás. A lo mejor ni les vemos.

Si se trataba de una esperanza, era muy aventurada, tratándose de Oscar.

Muy pronto salían al corredor para reunirse con sus compañeras y la profesora. Doña María, la anciana dueña, les recordó las condiciones en que se les habían alquilado las habitaciones: tenían que encargarse de su limpieza, como asimismo de comprar lo que fueran a comer. La cocinera, única empleada del establecimiento, se encargaría de condimentarlo.

A la señorita Elisa le preocupaba Petra.

—Sara, ¿ya has pensado en tu ardilla?

—Sí, señorita Elisa; traigo su comida y, además, ella se ha acostumbrado a diversos alimentos.

Poco después, el grupo de ocho, además de Petra, se alejaba de la casa. Según dijo la señorita Elisa, aquel primer paseo sería una misión de reconocimiento nada más, de modo que dejaron en la casona los frascos y el resto del material de que iban a servirse.

Sara y Verónica llevaban gorros de punto, lo mismo que la mayor parte de las chicas y largas bufandas, para soportar mejor el fuerte viento. La primera murmuró para la otra:

—Veo a Oscar volando por los aires con su tienda de campaña. ¡El muy entrometido…!

—¿Dónde habrán acampado? A lo mejor, a orillas del río…

Habían recorrido parte del monte bajo, cubierto de matorrales, entre el que abundaba el romero. Por lo menos, olía muy bien. Las alumnas no cabían en sí de gozo.

Y acabaron dando una gran vuelta hasta llegar a la parte ocupada por los chalets de los veraneantes. Ni uno permanecía abierto, pero sí una pequeña tiendecita en la que adquirieron algunos comestibles que podían venirles bien.

Fue cerca ya de la casona cuando descubrieron el enjambre de críos, no bajarían de quince, armando sus tiendas de campaña a unos cincuenta metros de aquélla. Naturalmente, Oscar las divisó en seguida, pero León, el mono, se le adelantó. Petra corrió hacia él y, de la primera embestida, le arrancó el gorro de punto y la bufanda, prendas que Oscar no le quitaba más que en verano, pues era muy friolero.

Inmediatamente se producía un tumulto más que regular. Los compañeros de Oscar, hinchas todos del mono, cercaron a la ardilla para arrebatarle los objetos hurtados; las compañeras de Sara y Verónica, encaprichadas con la ardilla, formaron corro para defenderla. Y hubieran unos y otros llegado a las manos si la señorita Elisa por un lado y el profesor de los niños por otro, no hubieran puesto autoridad en ambos bandos. Sara contribuyó a la pacificación final arrebatándole a Petra las prendas y poniéndolas en manos de Oscar. Luego éste se dirigió al profesor, que representaba algo más de veinticinco años y llevaba gafas de gruesos cristales.

—«Profe», éstas son mis amigas, de las que ya le lie hablado: la pelirroja es Sara y la rubia, Verónica.

El profesor, que se llamaba Andrés Bello, estrechó las manos de ambas. Entonces ellas le indicaron a su profesora con la intención de presentarlos.

—Señorita Elisa, ya le habíamos hablado de los que iban a venir de acampada, ¿verdad? El profesor, señor Bello…

Se escucharon risitas malignas y nada disimuladas que, visiblemente, produjeron bastante confusión en el profesor. Ser enseñante y llevar tal apellido, cuando se es miope y algo encogido, acarreaba resultados de aquella índole.

—Creo que ya conozco a la señorita Torres… hemos coincidido en alguna conferencia —murmuró torpemente el pobre señor Bello.

—¿De veras? —preguntó la señorita Elisa.

Las cinco compañeras de Sara y Verónica obtuvieron de aquello todo un argumento: a) el profesor se había fijado en la Torres, una joven encantadora; b) la Torres no había reparado siquiera en el Bello. Y prosiguieron las risitas…

—De momento estamos un tanto ocupados levantando el campamento —dijo la persona objeto de burlas—, pero puesto que nuestro objetivo es el mismo, quizá fuera interesante trabajar en equipo, ¿no le parece, señorita Elisa?

—¡Oh, sí, claro! —respondió ella—. Sólo que mis alumnas son mayores que sus chicos y quizá el nivel de conocimientos y asimilación resulte dispar.

—Pero en cuestiones de la Naturaleza —alegó el señor Bello, dejando atónita a la parte femenina de la reunión—, los muchachos van siempre por delante, quizá porque les interesa más. Estoy por afirmar, señorita Elisa, que la colaboración será positiva.

—Siendo así… Nosotros pensábamos salir nada más comer para empezar a tomar notas y ver de hallar algún ejemplar interesante. Supongo que tendremos que recogernos pronto, pues, aunque la primavera ha empezado, según el calendario, el frío invernal continúa.

—Muy bien, procuraremos no hacer esperar. Chicos, sigamos con el trabajo.

Petra y León habían hecho las paces y formaron en primera fila, tomados de las manos, al objeto de contemplar la interesante operación del clavado de estacas y el levantamiento de tiendas. Las compañeras de Sara y Verónica eran muy aficionadas a los secretos y cuchicheaban entre ellas:

—Como venga un viento de la sierra, no queda una en pie…

—Y dejando al Bello debajo…

Una tosecita discreta, procedente de la profesora, intentó dar fin a los comentarios insidiosos.

—¡Tienda número 1 lista! —anunció Oscar, que no paraba de darse importancia ante las chicas.

—¿Las estacas están seguras? —preguntó el señor Bello.

—Como la muralla china —contestó el chico.

—La tienda número 1 estará lista ahora, pero dentro de unas horas va a estar más lista todavía —comentó por lo bajo una tal Eugenia, fea como un pecado, además de mordaz.

Los compañeros de Oscar sudaban como enanos, suponiendo que los enanos suden, y apenas conseguían levantar una lona se volvía a caer. Oscar los defendió, parándose ante el grupo de alumnas de la Torres:

—Los pobres son pequeños todavía y nuevos en estas cuestiones, pero no les falta voluntad.

—Pues van a dormir al raso, abrigados por la voluntad —comentó la horrenda Eugenia.

Andrés Bello había acudido al punto más conflictivo, dando instrucciones. Sus alumnos las entendieron al revés y palos y lona se le vinieron encima. Tuvo que salir gateando, entre las risas de las chicas. La señorita Elisa tenía un aspecto muy raro, empeñada en sonarse la nariz.

Cuando se repuso un poco (¿sería de la risa ella también?), se despidió de los futuros acampados:

—Tenemos que dejarles, porque nuestra comida debe estar preparada y no les gustará que hagamos esperar.

—¡Oh, sí, sí, vayan! —se apresuró a contestar el señor Bello—. Y si nos necesitan para algo, no tienen más que mandar.

—Gracias; lo mismo digo —replicó la profesora.

—Por favor, señorita Elisa —susurró la demoníaca Eugenia—, no se ofrezca o tendremos que pasarnos el tiempo de salvadoras… ¡Y con esos mocosos! ¡Si al menos fueran algo mayorcitos y guapos…!

—¡Eugenia! —se escandalizó la señorita.

Resultó que disponían del comedor de la casona para ellas solas porque, si había algún otro huésped, no se presentó.

—Esto no va a ser muy divertido —comentó Eugenia a mitad de la sopa—, nuestra única diversión van a ser los insectos del campamento…

La señorita Elisa (a lo mejor le tenía miedo) se hizo la desentendida.

—En los días que estemos aquí podemos cubrir una zona bastante más amplia —se limitó a decir.

—A mí me entusiasma el campo —comentó Verónica—, aunque me dejaran sola durante varios días en un descampado no me aburriría.

—¡Qué lástima que no fuera verdad! —dijo la maligna Eugenia, que no la podía ver ni en pintura, quizá por aquello de ser ella la fea y la otra la hermosa de la clase.

Por cierto, como a Eugenia no le faltaba iniciativa, picardía y era tan mordaz, tenía su corte de fieles seguidoras. Era una cabecilla auténtica y, lo que resultaba peor, sus incondicionales estaban todas allí.

La señorita Torres cambió la conversación, dirigiéndose a Sara y Verónica:

Ese amiguito vuestro es un muchacho muy simpático…

Petra, encaramada en el armario del comedor, aplaudió, como casi siempre que se mencionaba al menor de los Medina.

—¡Oh, sí! —exclamó Sara—. Y terriblemente listo, aunque una no se dé cuenta hasta conocerle un poco, porque tiene la manía de las grandes palabras y las frases altisonantes y a veces aporrea la Gramática. Pero es muy gracioso.

—El típico y repelente repipi —comentó Eugenia.

La señorita Torres la amonestó suavemente por la poca caridad de sus juicios.

Cuando salieron de la casona, terminada la comida y ya lavada la vajilla, se encontraron con ocho tiendas armadas, en apariencia perfectas. También descubrieron un camión blindado ante el Parador, del cual estaban descargando unas cajas. Pero esto no les interesaba demasiado, especialmente cuando el señor Bello se dirigía hacia ellas con sonrisa radiante.

—Mis chicos se han portado —explicó—. El campamento está listo para funcionar y, además, nos ha dado tiempo de comer.

—¿No pasarán frío? —preguntó la señorita Torres.

Oscar, algo entrometido, se ocupó de responder:

—¡No, qué va! Podremos encender hogueras. Yo soy el director de hogueras y éstos los «atizafuegos» —señalaba a dos chiquillos más bajos que él, aunque seguramente tendrían su edad, que enrojecieron de placer, sin duda por el alto honor de que habían sido investidos.

Como la señorita Torres alabara aquel reparto de funciones entre los acampados, Oscar añadió:

—También he sido nombrado director de sanidad, no sé si me entienden: debo evitar que haya porquerías en el campamento y estos otros dos muchachos son los encargados de realizar el trabajo.

—¡Se ve que vales mucho! —se admiró bondadosamente la señorita Torres.

—También soy director de aguas y he nombrado a otros dos ayudantes que se encargarán de traer al campamento toda la que haga falta —explicó el chico, alzándose sobre los talones.

—¡Pues qué bien! —exclamó Eugenia—. Te vas a dar la gran vida con tanto ayudante.

Andrés Bello explicó que era conveniente permitir que los alumnos se responsabilizaran.

—Ellos lo hacen del mejor grado y yo no intervengo para nada en el reparto de cargos: es cosa de ellos —concluyó.