I. LA IMPORTANCIA DE LOS INSECTOS

El local de la heladería, fuera de la época del calor, resultaba realmente agradable para pasar el rato; sin codazos, sin apreturas y sin exponerse a que alguna chorretada procedente del helado de cualquier descuidado se le viniera a uno encima. Se podía ocupar a placer la mesa del rincón, a la que los ruidos de la calle llegaban ya bastante amortiguados y eternizarse en ella sin que el dueño tuviera que disimular su descontento por la retención de una parte del local más tiempo del debido sin la consiguiente compensación económica.

Ésa era, por lo menos, la opinión de «Los Jaguares».

Y allí estaban cinco de ellos. Por aquél día, y a causa de que Oscar tenía precisamente a esa hora una clase extra de idiomas, se habían librado de él.

—Los internados antiguos debían de ser una pesadilla —acababa de decir Sara.

—¡Uh! Lo mismo que los colegios —añadió Verónica, soltando por un momento la paja que tenía entre los labios y con la que había estado sorbiendo su batido.

—Sí, sí, pero ahora tenemos una acumulación de materias… —sopló Raúl, pensando en una determinada que después de todo no tenía nada de moderna y le llevaba de cabeza. Sólo con ver un logaritmo ya se tambaleaba…

—Estoy con las chicas —razonó Héctor—. Es agradable poder disfrutar de una mayor libertad, dentro de la necesaria disciplina y los estudios no resultan ninguna tortura.

—Será para ti —rezongó Raúl, pidiendo una segunda copa de helado sin concederse un respiro—. Desde luego, ¡vaya chollo el vuestro! En pleno curso, irse fuera a disfrutar de la naturaleza, con la excusa de meter las narices en plantas y bichillos.

—¡Es que las ciencias de la Naturaleza son importantísimas! —exclamó Verónica con calor—. Y, después de todo, no son tantos días… sólo una semanita. ¡Ay! ¡Qué bien me cae esta fundación «M.E.P.N.»!

—¿Cómo has dicho? —inquirió Raúl, alargando mejor el oído.

—Se traduce por: «Movimiento Estudiantil Pro Naturaleza».

—¡Qué chollo! —repitió por segunda vez el fuertote.

Julio había permanecido callado hasta entonces. De pronto soltó:

—Eso depende de la «G.I.A.».

—¿Gía? ¿Qué galimatías es ése? —preguntó Sara, un tanto «mosca».

—Querrás decir C.I.A. —le corrigió Verónica.

Julio apuntilló:

—Quiero decir lo que he dicho: G.I.A. o Ganas Individuales de Aprovechar.

—¡Ya salió Sócrates! —protestó Sara, levantando un hombro con desdén.

—A la vuelta os vamos a dejar atónitos —se le ocurrió a la otra chica.

Julio murmujeó que «entraba en lo posible».

—Todo está muy bien organizado, no vayáis a creer —explicó la pelirroja del grupo—; por las mañanas, lecciones prácticas en el campo…

—¿Y si llueve? —quiso saber Julio.

—¡Gafe! Ya no cuento nada —se enfadó Sara.

Como Verónica no se había enfadado, decidió ser ella quien siguiera con la explicación de maravillas:

—Los días que nos alejemos de la residencia, comeremos en el mismo campo.

—Las hormigas están empezando su actividad anual —sentó Julio.

Sara se desenfadó lo suficiente para rebatirle.

—Pero, como todo está programado, llevaremos D.D.T.

—¿Y qué es eso? —preguntó ingenuamente Raúl, creyendo que seguían con el juego de las siglas.

—Podíamos echarte un poco a ti, para que te enteraras —se burló Héctor.

Julio seguía en plan plomo.

—¿Y la tal residencia lo es en realidad o se trata de una tienda de campaña colectiva con agujeros?

Entonces Sara se tomó tiempo para responder, arreglándose la goma que sujetaba en la nuca la llamarada de su pelo.

—¡Ja! ¡Una tienda de campaña! —se limitó a responder.

—¿Qué os habéis creído? —protestó asimismo su compañera—. Nos han explicado bien cuál va a ser nuestro alojamiento y vamos a estar como reinas, pues el cursillo es voluntario y no nos hemos apuntado más que siete, aparte la «profe» de Naturales. Se trata de una mansión solariega de esas de piedra sobre piedra con su escudo en la fachada y todo. ¡El orgullo de Segovia! Con deciros que durmió en ella no sé si el Cid o don Pedro «el Cruel»…

Héctor y Julio soltaron la carcajada.

—¡Mira que si se trata del último y se os aparece por la noche…!

—¿Así que siete nada más…? ¡Hum…! Estoy sospechando que las tales siete lo que en realidad pretenden es huir como sea de la clase formal —deslizó Julio, con cara de palo que, no obstante, dejaba traslucir intenciones retorcidas.

Sara giró en su silla y se le enfrentó como un gallito de pelea.

—¿No será que tienes envidia?

—¡Seguro…! Debe ser tan agradable ir a vivir en una casa antigua de ésas que se cuela el aire por todas partes… ¡Y en Segovia! Seguro que os habrán asegurado contra las pulmonías.

Raúl puso paz con su sinceridad.

—Yo sí que tengo envidia. ¡Me gustaría tanto ir…! Sería maravilloso llevar chirimbolos para cazar insectos y descubrir especies nuevas y corretear de un lado para otro…

—Sobre todo lo último, ¿eh? No estaría mal —reconoció Héctor—. Pero no hay que hacerse ilusiones: nosotros tenemos clases: clases de las de verdad.

—Es una lástima que aunque fuera el fin de semana… —dejó caer Raúl, con la mirada puesta en Julio, que «a lo mejor inventaba algo».

—No hay nada que hacer —repuso éste, tajante—. El «diplomático» (se refería a su padre) es intransigente por lo que se refiere a las clases.

—¡Anda, y el «comandante»! —saltó Sara, refiriéndose al suyo—. ¡Bueno es! ¡Le tiene un miedo la tropa!

—La tropa puede, pero su hija ni pizca —decretó Julio.

—Chicas, es un hecho, os envidio —suspiró Héctor—. Y que conste que os vamos a echar en falta…

Tal clase de declaración les encantaba a las chicas. Raúl seguía dándole vueltas a la cabeza:

—Tendría que haber algún medio para poder ir todos…

La mano de Julio cayó en su hombro:

—Que no, coloso, que no; que tienes un compromiso muy serio con las Matemáticas. O haces un esfuerzo de gigante o te tumban…

—Es que yo, pudiendo ir a ese lugar de la provincia de Segovia, haría el esfuerzo sin que me costara nada.

—Tendrás que hacerlo sin ir —le recordó Héctor. Iba a añadir algo, pero le detuvo el ciclón que había entrado por la puerta del establecimiento y se dirigía hacia aquella mesa, llevándose por delante varias sillas.

—¡Oh, no! —masculló Julio, que no esperaba a su hermano.

—Me figuraba que os encontraría aquí, «Jaguares». ¡Qué notición tengo que daros! ¡Pero qué notición! Uno, ya se sabe… —explicó Oscar con gesto grandilocuente.

La última era una de sus frases predilectas.

—¿Te ha tocado un pelotón en una rifa? —le preguntó Verónica.

—¡Oh, eso no me emocionaría! Pero esto… esto… y todo gracias a mis especiales dotes de organizador…

Había logrado intrigar a las chicas y, muy especialmente, al crédulo Raúl. Héctor tenía una sonrisa divertida.

—¡Eh, no nos dejes con el «suspense»! —le gritó Sara, viéndole correr hacia el mostrador.

Pero tuvieron que esperar a que regresara con una copa de nata entre las manos y un buen montón de barquillos.

—¿Nos vamos? —preguntó Julio.

—¿Sin esperar a saber lo que estáis deseando saber? —farfulló el pequeño.

—Te he dicho mil veces, mico, que no hables con la boca llena —le amonestó el hermano mayor.

—¡Je…! Yo también voy al Romeral…

El Romeral era el punto donde el cursillo de las chicas iba a celebrarse. Raúl y Héctor, que se habían levantado de las sillas, se dejaron caer de nuevo en ellas, realmente atónitos.

—¿Con qué permiso? —preguntó Julio severamente.

—¡Jul, qué día más tonto tienes! Con el del mandamás, naturalmente. El director está que no sabe qué hacerse conmigo y, claro, todo porque esos microbios de mi clase son de lo más cegato, pero yo brindo ideas y eso siempre se le tiene a uno muy en cuenta…

—¿Quieres insinuar que le has propuesto al director el safari de insectos? —preguntó Julio, enojado.

—¡Qué despistado estás, Jul! Al director no se le pueden proponer de sopetón cosas así, en primer lugar, porque no me falta «pisilogía» y…

—Psicología, querrás decir —le corrigió Héctor, divertido.

—Sí, eso. Sabrás que me he limitado a contarle la estupenda idea que ha tenido la dirección del colegio de las chicas y como me ha visto tan entusiasmado con los insectos, la idea le ha parecido colosal. A él también le entusiasman y me ha confesado que en tiempos fue… fue… «antomólogo» o algo así…

—En-to-mó-lo-go —silabeó Julio con gesto aburrido.

—Sería gracioso que coincidiéramos —se le ocurrió a Sara—, aunque ya comprendo que eso es muy difícil.

Todos estaban pendientes de Oscar, cuyo ojo visible bajo el flequillo chispeaba.

—¡Pero es que vamos a coincidir! —exclamó—. En un principio el «dire» pensó hacer la excursión dentro de dos semanas, pero nuestro «profe», el que va a acompañarnos, tenía para entonces unas conferencias, así que se ha adelantado y saldremos el lunes.

Héctor lanzó un puñetazo a la espalda de Julio.

—Una semana por delante para ir solitos, como personas mayores, sin oficiar de niñeras…

—¿Lo decís por nosotras? —se picó Sara, levantando la cabeza como un gallito de pelea.

—No, mujer, ¡por el mico! —repuso Julio.

—¡Ah! —exclamaron a dúo las chicas.

En la copa de Oscar ya no había rastro de nata. Muy satisfecho, reanudó el hilo de sus historias.

—Además he tenido otra de mis ideas geniales y he propuesto al «dire» llevar a León, para que todos mis compañeros puedan estudiar las reacciones de un mono del Brasil en tierras castellanas. Total, que el «dire» me tiene por un portento y todas estas cosas me valdrán unas monstruosas evaluaciones que con papá me valdrán…

—No nos coloques el cuento de la lechera…

Julio se sacudió la mano con asco, pues por taparle la boca a su hermano se había pringado de nata.

—¡Qué casualidad! Yo llevo a Petra por similares motivos. Es un ejemplar de ardilla muy interesante —alegó Sara.

—¡Ja, ja! —exclamó Héctor entre carcajadas—. Llevas a Petra a propuesta de tu madre, que se queda muy ancha sin ella…

—Sin las dos —susurró Julio por lo bajo, pero no tanto que la interesada no lo oyera.

—¿Va por mí?

—¡Oh, no, de ningún modo!

Oscar, apoderándose con los brazos de la mitad de la mesa, siguió con su exposición:

—Habéis de saber que me han nombrado «ayudante de Expedición» y ya tengo hecha una lista con todo lo que vamos a llevar: tiendas, sacos de dormir, resto del equipo…

—¿No te habrás olvidado de algo? —preguntó Sara.

Oscar se jactaba de lo contrario. Héctor, burlón, inquirió:

—Entonces, ¡habrás pensado en algodón, vendas y demás material de cura!

—¡Oh, cielos! —Como alguien riera, añadió—: Es que se me había terminado la hoja de la lista, pero pondré otra. De todas formas, no pasará nada y, por el contrario, podremos velar por las chicas y su profesora; de otro modo ya sabéis, iban a pasarlo muy mal…

Héctor soltó la carcajada a todo trapo y Raúl le imitó. Julio continuaba en apariencia inexpresiva, pero en el fondo de sus ojos lucía una expresión regocijada. De pronto, dijo.

—Realmente, mico, no te falta razón. Aquélla es zona de caza salvaje, ya sabes, jabalíes y osos, conque tu presencia como defensor de las chicas la encuentro muy indicada.

El pequeño perdió parte de su alegría.

—¿De veras? Creí que sólo eran insectos…

—Sí y los insectos no respetan mucho las tiendas de campaña, ni tampoco las respeta la caza mayor… —añadió Julio—. Porque como vosotros no tendréis una casa de piedra con escudos nobiliarios…

—Bueno, para empezar, plantaremos bien las tiendas y después ya veremos —decidió Oscar.

Realmente, era un chico notable a sus diez años y, aunque su lengua era un tanto enredada, no se le podían negar ideas chispeantes. Raúl hubiera dado parte de su nada despreciable musculatura por algunas de ellas.

—A lo mejor no nos vemos —dijo Verónica, tanteando el terreno—. La provincia segoviana es grande…

—¡Oh, claro que nos veremos! Lo malo son esos mocosos de mi clase —repuso el chico.

—Podréis acampar regular de cerca nada más —sugirió Sara.

—Y nosotros, ¿qué? —preguntó Raúl pensativo.

—Nosotros a esperar el regreso de los viajeros —contestó Héctor—. En cuanto a ti, Raúl, estudia Matemáticas.

—Un consejo, chicas —dijo de pronto Julio—, no os metáis en líos…

—Exacto: porque en cuanto se os deja solas… —ironizó Héctor, para terminar imitando a Oscar—… ya se sabe.

—¡Oh, yo estaré allí! —sentenció el propio Oscar.