XII. UN REPIQUETEO INDISCRETO

Héctor había recomendado a sus compañeros que acudieran a clase e hicieran vida normal. Después de todo, nada podían solucionar, aparte de faltarles la excusa para ello, puesto que mal podían hablar del secuestro de su padre.

Pasó el lunes de forma desesperante. Los que estaban en clase sólo lo estaban de una forma material, pues tenían la mente y el corazón en otro lado. En cuanto a Héctor, pasaba el tiempo con su madre, o recorría las calles con la esperanza de avistar el M-9685-FJ, o bien los rostros de Claudia y el hombre que le hizo prisionero.

Y así fueron pasando los días desesperantemente. El doctor telefoneó en un par de ocasiones para tranquilizar a su familia. Aseguró que estaba bien, pero que no podía precisar la fecha en que regresaría a casa. Y siempre insistía en que no debían avisar a la Policía.

La última llamada se recibió el jueves por la tarde y fue Héctor quien atendió el teléfono. Con su fina percepción, creyó notar que la voz de su padre sonaba desalentada, aunque procuraba disimular su estado de ánimo. Cierto que tampoco podía ser expresivo, ya que, indudablemente, estaba bien vigilado por sus raptores.

El doctor dijo:

—Hijo, procura animar a tu madre y distraerte. Estudia y lee, por ejemplo, aquella obra tan buena que te indiqué, y es la segunda de la primera estantería de la biblioteca de mi despacho…

Se escuchó un golpe al otro lado del hilo y una voz en la que Héctor reconoció al hombre que le condujo a la casa de la calle Brancas.

—¡Maldita sea! ¿Intenta enviar mensajes? ¡Fuera!

La comunicación se cortó y la señora Bellido acudió junto a su hijo, preguntando con los ojos muy abiertos:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué dice?

—Tranquilízate, mamá. Papá quiere que hagamos vida normal…

En aquel momento apareció Julio y fue introducido en la salita.

—Acabo de hablar con papá. Ha intentado decirme algo de un libro: el primero de la segunda estantería de la biblioteca de su despacho. ¡Vamos a verlo!

Los tres se dirigieron precipitadamente a la habitación contigua y Héctor alcanzó el volumen mencionado por su padre, cuyos libros estaban cuidadosamente clasificados. Los tres dirigieron sus ojos al título: «EL HOMBRE DE LAS DOS CARAS».

—¿Es una novela policíaca? —preguntó Margarita.

—No —sentó Julio—. Es la razón de su secuestro. El hombre de las dos caras es Donato Álvarez, el que yo conocí en su consulta, el mismo que estaba en la habitación número seis del primer piso de la clínica con la cara vendada. ¿No lo comprenden? Ese hombre quería cambiar de rostro; el doctor Bellido se negó y secuestraron a Héctor para obligarle, como así sucedió. Pero al liberar a Héctor, temiendo la denuncia de su padre, se apresuraron a secuestrarle, ya que el doctor es el único que conoce la segunda cara, la «actual», de ese individuo. Por otra parte, le necesitaban para terminar las curas y dejarle a punto.

—¡Pues claro! ¡Eso es lo que ha ocurrido! —reconoció su amigo.

A pesar de todo, para no descuidar ningún detalle, leyeron el libro con atención, rápidamente, pero fijándose en ciertos pasajes. Se trataba de un volumen médico, a pesar del título, y en él se relataba la operación llevada a cabo por un cirujano inglés para cambiar totalmente el rostro de un hombre. La operación se había realizado con tal éxito que el paciente, a los siete días, pudo presentarse en público, sin apenas señales de la operación y sin que fuera reconocido por sus íntimos.

Julio trató de hacer un aparte con su amigo, lejos de los oídos de la señora Bellido.

—Tu padre no sólo ha querido hacerte saber la razón del secuestro, sino también el plazo con que cuenta. ¡Y su plazo está próximo a finalizar! Lo siento, Héctor, pero puede significar algo grave.

—Sí —confirmó el muchacho, pasándose la mano por la frente—. Me secuestraron el viernes pasado por la mañana y estamos a jueves. Creo que papá operó el viernes pasado por la tarde. ¡Dios mío! ¿Qué podemos hacer? ¿Y si desobedeciéramos a papá y avisáramos a la Policía?

—No sé… no sé… es arriesgado. Quizá precipitáramos el final…

En la duda, decidieron aguardar hasta la mañana siguiente.

—Mañana no iré a clase —prometió Julio—. Si no puedo hacer otra cosa, al menos te serviré de compañía.

—Julio… —Héctor bajó la voz, como si temiera que alguien pudiera oírle—. Han pasado demasiados días. Mi criterio es que debemos avisar a la Policía. Ya se me ha pasado por la mente antes de ahora, pero tengo la impresión de que me siguen a todas partes… No, no puedo decir quién; nunca veo detrás de mí a la misma persona dos veces. Es como si se turnaran para espiarme. Hoy los nervios han estado a punto de hacerme traición. No voy personalmente a la Policía por si me siguen, se dan cuenta de mi propósito y papá paga mi temeridad.

—Puedes hacerlo por teléfono.

—Tengo el temor de que esté intervenido. Hoy he sabido que anteayer estuvieron en el patio unos empleados de la telefónica, probando líneas o algo así. ¿Y si formaran parte de esa banda?

Entraba en lo posible y Julio aceptó la idea.

—No creo que yo ni el resto de la pandilla tengamos el teléfono intervenido.

—Puede que no, pero vienes continuamente aquí y estoy seguro, asimismo, de que te tienen bajo vigilancia. A Oscar y las chicas será distinto. No representarán para ellos, con toda seguridad, ningún peligro.

—Siendo así, habrá que engañarles. Estoy pensando que no podemos aguardar a mañana para dar cuenta del secuestro. Vamos contra reloj, Héctor. Se me ocurre ir a la Policía esta misma noche. Claro que, si ellos empiezan a actuar, los individuos esos pueden entrar en sospechas.

—¿Cómo saldría sin que me vieran? Me conocen muy bien, lo mismo que a mamá. Además, la Policía vendrá aquí para iniciar las averiguaciones.

—Se me ocurre una idea. He observado que la terraza de esta casa da sobre un patio interior, al que concurren varias otras casas de la calle lateral. Podríamos saltar a ese patio, si existe algún medio de escurrirse a través de los bajos…

Héctor no le dejó terminar. Una determinación fría lucía en su rostro. Naturalmente, tuvo que dar cuenta a su madre de lo que intentaban. La mujer se dejó convencer fácilmente, pues sentía el oscuro temor de que las cosas iban mal y sólo les recomendó que no tardaran mucho.

—Mamá, quizá podamos salir, pero alertaría a esa gente si me vieran regresar, de modo que no te intranquilices si tardo.

—Escuche —se interfirió Julio—. Yo la telefonearé. Me limitaré a preguntarle si han sabido algo nuevo, con lo cual le expresaré que Héctor está bien.

Para aquellos dos atletas, saltar de la terraza al patio no ofrecía el menor inconveniente. Y una vez allí, levantando el bastidor de una ventana, pasaron al almacén que daba a la calle de al lado, propiedad de un mayorista de vinos. Por otra ventana, salieron a la calle. Y sin más problemas llegaron a la comisaría más cercana, donde contaron todo lo ocurrido a un inspector.

La entrevista fue larga, pues tuvieron que firmar sus declaraciones, una vez mecanografiadas y proporcionar infinidad de detalles, desde la descripción de Donato Álvarez y los demás personajes que figuraban en el secuestro, sin olvidar el coche y la casa de la calle Brancas.

El inspector prometió iniciar inmediatamente las averiguaciones, con efectividad no exenta de discreción. No obstante, los muchachos tuvieron la impresión de que el caso no se resolvería con rapidez e hicieron notar la urgencia con que debían actuar.

Luego Héctor decidió regresar a su casa por el mismo camino utilizado para la salida, pues le apenaba saber sola a su madre.

Julio se encaminó a su domicilio. Al pasar camino de su dormitorio, descubrió que en la salita el televisor se hallaba encendido.

—¡Este Oscar…! Siempre hace lo mismo. Se va a la cama sin apagar…

Estaban dando el último boletín de noticias. Iba a celebrarse en Madrid una importante reunión de los principales ministros de los países occidentales, reunión que tendría lugar a puerta cerrada y varios periodistas habían aventurado cábalas sobre su importancia, deduciendo que iba a referirse a graves cuestiones de defensa. En aquel momento, en la pantalla aparecía la escolta del principal de aquellos ministros y el periodista hacía preguntas al jefe de la misma que, por cierto, las contestaba a medias. La escolta se hallaba compuesta por varios individuos con aspecto de gorilas. El jefe de escolta los fue presentando una a uno. El último, que parecía esconderse entre los demás, parecía molesto de que se le señalase.

Aquel hombre estaba diciendo: «Míster Kramer se ha incorporado hoy a nosotros. Acaba de sufrir un accidente de automóvil, en el cual halló la muerte otro de nuestros compañeros. Ahora el señor Kramer ocupa el lugar del fallecido».

Julio había estado al tanto de aquella trascendente reunión internacional, quizá porque su padre jugaba un importante papel en el mundo de la diplomacia. Pero estaba cansado y ya iba a apagar la «tele» cuando se inmovilizó, dominado por el estupor. El llamado señor Kramer, sobre el que la cámara se centraba, presentaba unas ligeras cicatrices en el rostro, apenas perceptibles. Pero tampoco era eso lo que le había llamado la atención, sino la forma huidiza en que aquel individuo parecía querer hurtarse a la cámara. Y mientras tanto, con indudable nerviosismo, tamborileaba con los dedos sobre la mesita que tenía al lado: dos golpecitos con la uña del dedo meñique; dos con la del anular… y vuelta a empezar…

A Julio le dio un vuelco el corazón. ¡Tenía que ser Donato Álvarez! Acababa de delatarse por la forma particular del tic de sus dedos en momentos de nerviosismo.

—¡Esto ha sido un milagro! ¡Maravilloso mico!

Ahora ya estaba en condiciones de aportar una pista concreta a la Policía. Pero… ¿le darían ellos la suficiente importancia a aquel tic?

En un momento, decidió lo que debía hacer: acudir a más altas instancias. Y puesto que su padre contaba con excelentes amigos en el Ministerio de Asuntos Exteriores, telefoneó a uno de los más altos cargos, rogándole, en nombre de su padre, que acudiera inmediatamente a verle.

Aquel caballero estaba ya en su cama, después de un día agotador, pero tampoco podía negarse a la solicitud del diplomático sudamericano. Media hora después, se hallaba en casa de los Medina y Julio le relataba todo el caso, desde el momento en que conoció al llamado Álvarez, actualmente Kramer.

—Muchacho, ese tic es revelador, pero no un dato definitivo —opuso el alto funcionario—. De todas formas, el espionaje internacional se ha centrado sobre esta reunión. Existen importantes planes de defensa que algunas potencias desearían conocer… De todas formas, voy a levantar de la cama al Ministro del Interior y a lanzar a la Policía sobre el hotel donde se halla esa delegación extranjera. Espera mis noticias.

—¿No puedo ir con usted?

—Bien, si estás dispuesto…

En plena noche, con la ciudad dormida, un ejército de hombres entró en acción. En el hotel donde descansaba el Ministro de Exteriores de una superpotencia, todo el personal fue convocado. Las documentaciones de cada uno de los miembros de la escolta, pasada por tamiz. Se reveló que la del señor Kramer era falsa. Kramer negaba las acusaciones.

—No siga, señor Donato Álvarez —se interfirió Julio—. Ha sido muy listo, pero no demasiado. Usted obligó bajo coacción al doctor Bellido a transformarle el rostro y ahora lo tiene secuestrado, como tuvo a su hijo y… ¿puede decirnos qué han hecho con el hombre al que está sustituyendo?

Acosado por sus compañeros, la Policía española y el propio personaje de la superpotencia, Kramer no supo responder debidamente al interrogatorio. Viéndose perdido, acabó por confesar su dependencia de una potencial rival, a la cual esperaba haber proporcionado sustanciosa información. También reveló el lugar donde el doctor Bellido se hallaba prisionero. Por cierto, aquella tarde le había efectuado la última cura.

El cielo se teñía de una neblina gris, preludio del amanecer, cuando Julio, en compañía de su hermano, llamó en casa de Raúl, causando la alarma en la familia.

—Ustedes perdonen —dijo ante la familia adormilada que le recibió—, pero me llevo al grandullón de su hijo. Tenemos algo que celebrar.

Naturalmente, tuvo que dar unas cuantas explicaciones y al fin se salió con la suya. En la puerta les aguardaba un coche del Ministerio con su correspondiente chófer, cedido amablemente por el amigo de su padre, en el que se trasladaron hasta casa de Sara.

El comandante empezó a poner el grito en el cielo, mientras su mujer, a hurtadillas, se quitaba los rulos, ya que estaba dispuesta a formar parte en la expedición.

Cuando el comandante comprendió de lo que se trataba, quiso ser de la partida, para recibir al doctor Bellido en el momento de la entrada triunfal en su domicilio y su mujer se le agregó. Verónica y su madre aumentaron el grupo.

En aquel frío amanecer, calurosos parabienes se prolongaron durante bastante rato, cuando el doctor Bellido apareció de sorpresa en su casa, en la que halló a un montón de gente que no aguardaba, pero que se mostraban tan alegres y satisfechos…

—¡Hurra…! —gritaban «Los Jaguares», sin pensar para nada en la dormida vecindad.

Héctor, emocionado pero feliz, anunció:

—Tendremos que darle a Julio la patente de brujo.

Éste se echó a reír:

—De brujería, nada. He estado de suerte, pues todos mis descubrimientos se han debido a la casualidad.

El doctor Bellido repartía en torno abrazos y apretones de manos, prodigados con especial afecto a todos «Los Jaguares».

—Es maravilloso contar con tan magníficos amigos —repetía.

Y el fiero comandante le daba la razón.