XI. DESGASTANDO SUELAS PARA NADA

La ficha del paciente Álvarez asombró a Mercedes, pues no contenía apenas datos, lo que no era usual allí. Ni dirección, ni teléfono. Ni siquiera el tipo de operación realizado.

Entonces Julio recordó la ficha que existía en la consulta y fueron allí. Rebuscando en el fichero bien clasificado, no tardaron mucho en hallarla. La esperanza prendió en los muchachos, pues estaba completa, con los datos que necesitaban, e incluso su profesión: representante de artículos fotográficos.

Los dos muchachos marcaron el número aparecido en la ficha y una voz de jovencita respondió:

—¿El señor Donato Álvarez? Lo siento, está equivocado…

—Un momento, por favor… me estoy refiriendo a un señor que es representante de artículos fotográficos.

—Aquí vive el abogado Val verde.

Los dos investigadores se miraron con desaliento.

—Me temo que la dirección es tan falsa como el número de teléfono y el nombre. De todas formas, iremos a comprobarlo —decidió Héctor.

La dirección, en el barrio de Salamanca, correspondía a un edificio algo antiguo, aunque lujoso. Recorrieron con la vista las tarjetas de los buzones, pero en ninguno figuraba aquel nombre. A pesar de todo, para no dejar nada al azar, fueron de piso en piso, preguntando. En todos les respondieron que no se le conocía. Los propietarios de las diferentes viviendas llevaban muchos años ocupándolas y fueron rotundos al afirmar que sufrían un error.

—Estamos como al principio —murmuró Héctor, desalentado—. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

—No desalentarnos —le respondió su compañero, tomándole del brazo—. Creo que deberíamos volver al piso de la calle Brancas. Quizá, a la luz del día, reparemos en algo que anoche nos pasó inadvertido.

—¿Por qué no nos llevamos a Petra? Confío en su olfato.

Actuaban con prisa y en un taxi fueron a buscar a Sara y luego, con ella, a recoger a la ardilla. Y de allí, al misterioso ático. La primera sorpresa corrió a cargo de la puerta de entrada. Estaba cerrada con llave.

Los tres se miraron asombrados.

—Anoche la dejamos entornada, tal como la encontramos —susurró Julio.

Pegaron el oído a la madera, aunque no pudieron sorprender ningún movimiento al otro lado. Desde la ventana de la escalera atisbaron en dirección a las de la vivienda que daban a aquel patio. Permanecían cerradas.

Decididos a jugarse el todo por el todo, enviaron a Sara a la calle.

—Si dentro de un cuarto de hora no hemos bajado, da la alarma.

Con habilidad y fuerza, sirviéndose de un cortaplumas, Héctor descerrajó la puerta. Julio, persuasivo, le hablaba a Petra:

—Adelántate, ve… chilla, si encuentras a alguien.

El portentoso animalito le miraba muy fijamente. ¿Habría comprendido? Desde luego, se lanzó pasillo adelante y regresó pasados unos instantes para quedarse en pie sobre sus patitas traseras, levantando alegremente la cola.

—Creo que podemos pasar —susurró el muchacho.

Él interior se hallaba tal cual lo dejaron la víspera. Pero entonces, ¿para qué habían ido al piso? Porque tenían que haber sido sus antiguos ocupantes.

La inspección no parecía revelarles nada nuevo. De pronto Julio, que tenía memoria fotográfica, se dio un puñetazo con la mano derecha en la palma izquierda.

—¡Seré cretino! En la repisa de la cocina falta algo… ¡Ya sé! Una lata de harina, ¡peste, que diría Oscar! No la abrimos y debía contener algo importante. ¿Te das cuenta? Han regresado a buscarla. Sólo con que hubiéramos montado guardia en los alrededores…

—Sin duda habrán vuelto a medianoche —objetó Héctor.

—Lo que significa que horas después de llevarse a tu padre, con toda probabilidad, continuaban en Madrid.

Bajaron a la calle cuando ya Sara comenzaba a impacientarse. Con gran paciencia, habían obligado a Petra a olisquear todos los rincones.

La inspección les había servido de poco, aparte establecer que aquel bote de harina que la precipitación con que abandonaron la vivienda les hizo olvidar, era importante para los malhechores.

Regresaron a casa de Raúl, bastante cariacontecidos. No podían perdonarse su imprevisión durante el primer registro.

—¡Tuvimos que ir tan rápido! Ellos podían regresar —dijo Verónica en su descargo.

El pobre Raúl quería salir, hacer algo… Insistía hasta el agobio. De pronto, Héctor levantó la cabeza y expuso, más animado:

—Vas a tener el importante papel de enlace, si es que los demás se prestan voluntariamente a cooperar.

—¡Peste! ¿Es que puedes dudarlo? —lanzó Oscar, apartándose el flequillo de los ojos—. ¿Qué hay que hacer?

—Tirarnos a la calle. No confío que el ir por ahí dé resultado en una ciudad con varios millones de habitantes. Pero vamos a repartirnos y, con cien ojos, mirar coches y personas. Conocéis a Claudia. Si la vierais, a seguirla sin pérdida de tiempo y a telefonear a Raúl en cuanto os sea posible. Por mi parte, conozco a uno de los dos hombres que me secuestraron: al otro no le vi la cara. Y Julio conoce el coche y la matrícula. Conque ya tenemos trabajo. Trabajo para todos.

Antes de lanzarse a la calle, se aseguraron de que recordaban a la perfección el teléfono de Raúl y también el de casa de Héctor. Su madre podría prestarles ayuda, aunque fuera para avisar a la Policía si encontraban el paradero de los secuestradores.

Los pobres «jaguares» tuvieron un día muy ajetreado. Situaron a Oscar en la Puerta del Sol. Y por la tarde, a Sara y Verónica en torno al estadio Bernabéu, donde se celebraba un partido importante de primera división. La riada humana empujaba, arrollaba, desplazándolas. Permanecer donde estaban constituía ya una verdadera heroicidad.

—Nos han tomado por el balón —sopló Sara, aporreada de un lado para otro.

—La gente «forofa» del fútbol está de atar; todos parecen locos —comentó Verónica—. He recibido ya tantos pisotones que he perdido la cuenta. Casi no puedo tenerme en pie.

—Pero no podemos desertar —la animó su compañera, quitándose en el último instante del camino de un gordinflón, con la insignia del Real Madrid—. Y después de todo, no hemos contribuido con la menor heroicidad a resolver todo esto.

—Yo creo que los tipos que se dedican al crimen, pues el secuestro no es otra cosa, no están para entretenerse viendo fútbol.

—¡Quién sabe! Deben carecer de sensibilidad y todo les dará lo mismo.

Por suerte, la tranquilidad renació cuando comenzó el partido, aunque sólo hasta que se oyó vociferar «¡goool!»

—¡Dios mío! Parece una gigantesca jaula de leones en la que todos se hayan puesto a rugir a la vez.

En aquel tiempo, cada una mirando en dirección contraria, fueron fijándose en los modelos de coches que pasaban y muy especialmente en sus matrículas. Cuando el partido se hallaba en las postrimerías, las chicas se pusieron codo a codo.

—Ya no puedo más. Tanto mirar y escudriñar en las matrículas de automóviles que aparecen y desaparecen como rayos, me ha dejado agujetas en los ojos —gimió Sara.

En aquel momento empezaron a salir los espectadores y de nuevo fueron blanco de continuos empujones.

—Ya no sé si me quedan costillas o se me han convertido en un despreciable montón de polvo. ¡Ay, vámonos! —se lamentó la rubia y bonita «jaguar».

Y todavía, aguantando con esfuerzo, se entregaron a la tarea de desgastar aceras, sin el menor resultado.

El secuestro del doctor Bellido no parecía presentar fácil solución. Al día siguiente poco podrían hacer, pues, como lunes, deberían ir a clase. Y con la mente en blanco, porque no habían mirado un libro.

El pobre Oscar no había tenido más suerte. Situado en la Puerta del Sol, se encontró aporreado por los habituales del «Metro» y en algunos momentos llegó a parecer un muñeco del pim-pam-pum. Empujón aquí, empujón allá… Y ni siquiera tenía con quien comentar su escasa fortuna, limitándose a triturar entre los dientes sus consabidos «¡peste!»

Sobre las ocho, con el estómago en los talones, se acercó a una de las cafeterías de aquel lugar para comprarse un paquete de patatas fritas. Ya lo tenía en la mano cuando empezó a rebuscarse en el bolsillo para extraer dinero. Buscaba aquí… buscaba allá…

Y de repente, sus ojos, que por una rara casualidad estaban ambos bajo el flequillo, bizquearon.

—¡Peste! ¡Ya me han dejado sin blanca! —exclamó—. ¡Me han robado!

—¿Conque te han robado, eh, granujilla? —gritó el camarero desde el otro lado de la barra, arrebatándole el paquete de patatas fritas—. ¡Pues si no hay dinero no hay nada! Y largo de aquí, o saldrás del puntapié que voy a propinarte en…

Oscar salió a la carrera, antes de que el puntapié fuera una realidad. ¡Se había dejado robar, él! ¡Él, que repetía hasta el cansancio y a todas horas el famoso estribillo de que «no se la daba nadie»!

—¡Peste! No creo que sea conveniente comentar este pequeño incidente con «Los Jaguares» —se dijo—. Me mandarían a jugar con los chicos de mi clase… ¿eh…?

En aquel preciso instante, un número de matrícula que sabía de memoria, pasó como una centella ante sus ojos, hasta perderse calle de Alcalá adelante. Y Oscar, con la mano en el bolsillo, gimió. ¡No podía tomar un taxi! Es decir… Paró uno que pasaba en aquel preciso momento.

—Siga a aquel coche, el azul y no lo pierda de vista.

El taxista dirigió una mirada de rechifla al caballerete que le había tocado en suerte.

—Enséñame primero el dinero, «agente 09».

—¡Oh, pues…!

Oscar se encontró de nuevo en la acera, tratado por el taxista como un delincuente juvenil y con la amenaza de entregarlo a un agente, así que se dio prisa a desaparecer entre los peatones. ¡Se moría de rabia! ¡Haber estado a un paso del éxito y haberlo dejado escapar!

A las nueve de la noche, molido, desgreñado, con un calcetín «comido» que le estaba destrozando la punta del pie, apareció en casa de Raúl, centro de las operaciones.

Entraba en el portal, pero le llamó la atención el taxi detenido junto a la acera. Héctor descendió, fue hasta él y le puso amigablemente la mano en un hombro.

—¡Hola, valiente «jaguar»!

¡Ah!, qué bueno era. Oscar había decidido callarse el robo de que había sido objeto y su posterior descubrimiento, pero le iba a costar, sí…

—¡Ah! ¡Eh!

La voz de Sara llamaba desde lejos. Verónica llegaba rezagada tras ella, arrastrando un zapato y con cara de sufrimiento. Cierto que la otra no presentaba mejor aspecto: había perdido la cinta con que sujetaba su pelo rizado y rojo en la parte de atrás de la cabeza y parecía una indómita llamarada moviéndose a su aire.

—¡Oscar! —exclamó ésta, señalando la corbata que el chico llevaba colgada del cinturón del pantalón.

Otro taxi le libró de responder. Julio, atildado, impecable, cartera en mano, elegía unos billetes para abonar la carrera. Debió entregar una espléndida propina al conductor, que dio las gracias con entusiasmo y le llamó «señor».

La sonrisa de Julio se heló en sus labios.

—¿De dónde habéis salido? ¿Qué fachas son ésas?

Sara suspiró. El «señor», que bajaba de un taxi último modelo, mal podía saber de las angustias de la gente de a pie.

—Bueno, vamos; Raúl nos estará esperando —zanjó Héctor.

Verónica decidió que el zapato que llevaba tras sí sería más cómodo de llevar en la mano y lo recogió. Raúl, que les aguardaba en la puerta, todo ojos y oídos, se olvidó de la importante cuestión que les preocupaba.

—¡Ha debido ocurrirte algo terrible, Vec! Ven, pasa, siéntate…

—¿Puedo sentarme yo también? —preguntó Sara.

—Al grano —dijo Julio, mirando en torno de una forma inquisidora—. ¿Quién aporta una pista?

—Pues, naturalmente, el «señor» bien provisto de billetes será quien más probabilidades a favor haya tenido —repuso Sara de mal humor.

—No he estado de suerte —repuso Julio.

—Yo tampoco —confesó Héctor.

—Nosotras hemos… combatido como las buenas, pero sólo hemos recibido empujones. ¡Oh, qué tarde! —gimió Verónica—. ¿Alguien podría darme un trozo de pan?

Sara y Oscar se lanzaron sobre la barra que Raúl presentó poco después. El último había permanecido mudo y tratando de no llamar la atención sobre sí. Pero una mano implacable cayó en su hombro.

—Mico, estamos esperando tus informes…

—¡Oh, yo! Como ver gente, he visto mucha gente, pero en cuanto… —farfulló a boca llena.

Sus ojos huidizos fueron a caer sobre el rostro agraciado de Héctor, que reflejaba una tristeza serena, pero profunda. Y ya no pudo decidirse a mentir.

—Yo… he visto el coche M-9685-FJ.

Una exclamación colectiva llenó con sus ecos la estancia:

—¿Cómo…?

—¡Eso quiere decir que siguen en Madrid! —exclamó Héctor, transfigurado el rostro.

Julio seguía teniendo bajo su mano el hombro de su hermano:

—¿Cuál ha sido su destino? Porque, naturalmente, lo sabrás…

—¡Oh! Yo… ¡Peste!

Con la mirada en la punta de los zapatos, contó lo sucedido.