Petra se había acomodado en el mejor almohadón del sofá y nadie pensó en reprochárselo, pues para eso era la protagonista del día y lo sabía.
—Julio, no sé qué decirte, pero tu acción de hoy es más de lo que puede pedirse a nadie. Has ido más allá de la amistad y nunca podré olvidarlo.
—El encierro te ha reblandecido los sesos —se burló éste, echando una miradita disimulada sobre las chicas.
—Has estado impresionante. Margarita, si le hubiera visto suspendido sobre el vacío, marchando por la pluma de la grúa hacia la ventana —contó Sara, todavía explotando los nervios— se hubiera muerto.
—¿Pues cuando los dos han vacilado y a poco si se estrellan? —añadió Verónica—. Pero no, son perfectos…
—¡Ah, qué feliz me siento! He pasado unos días espantosos —explicó la señora Bellido—. Os suplico que perdonéis mis mentiras, pero nos habían amenazado con la vida de nuestro hijo si no seguíamos en todo las indicaciones de los secuestradores.
—¿Y quiénes son? —preguntó Sara.
—Hijitas, ni siquiera lo sé. He hablado con ellos por teléfono y también mi marido. ¡Dios mío! ¡Debe seguir en la clínica! Vamos a darle la buena noticia inmediatamente…
Se dirigió a la mesita donde estaba el teléfono. En el momento en que alargaba la mano para marcar, sonó el timbre. Debía de haber vivido los últimos días dominada por el terror del aparato, porque el gozo de su semblante se transformó en miedo.
—¿Quién llama?
Respondieron del otro lado y la mujer gritó:
—¡Usted!
Transcurrieron unos segundos, durante los cuales ella estuvo escuchando atentamente.
—¡Oh, no! Son ustedes… unos mal nacidos. Ahora que tengo a mi hijo conmigo, avisaré inmediatamente a la Policía.
Sara y Verónica se habían pegado a la madre de su amigo y los dos muchachos saltaron como cohetes de su asiento.
—Sí… sí… por favor, no le hagan daño, por favor… Sí, haremos todo lo que me pide, pero no le hagan daño.
La temblorosa mujer, cuando cortaron al otro lado, no pudo ni colocar el auricular en el aparato.
—¿Es… papá? —preguntó Héctor pálido.
Ella afirmó. Tardó unos instantes en encontrar su voz y luego dijo:
—Se han apoderado de él, pero prohíben que llamemos a la Policía o… o…
No pudo terminar. Héctor, aunque seguía demudado, trató de levantar el ánimo de su madre.
—Espera, puede que sea una bravata. Llamaré a la clínica. Quizás todavía sigue allí.
Marcó un número y cuando respondieron, Héctor preguntó si estaba su padre y dio su nombre. La persona que atendió la llamada explicó que se había marchado minutos antes juntamente con el paciente del número seis, la enfermera Claudia y un familiar del paciente.
—¡Era verdad! —gimió su madre—. Esa gente carece de sentimientos. Y el caso es que no me decido a llamar a la Policía, por el temor de siempre.
Se miraron desalentados. La pobre ardilla debía intuir que algo no iba bien, pues parecía muy compungida.
—Puede que sea inútil, pero vamos a volver a la casa de la calle Brancas. Si no están allí —expuso Julio—, es probable que encontremos alguna pista.
Héctor rogó a las chicas que se quedaran con su madre.
—Son unos brutos —zanjó Sara, muy combativa— y cuantos más vayamos, mejor podremos defendernos —se volvió hacia Margarita—. ¿Le importa que me lleve esta figura de bronce?
—¡Llévate lo que quieras, hijita!
Verónica se apoderó del atizador de la chimenea, mientras Héctor recomendaba a su madre:
—Tranquilízate. Te llamaremos en cuanto sepamos algo. Si dentro de media hora no lo hemos hecho…
—Telefonearé a la Policía —prometió ella.
En una fracción de segundo, Julio destrozó una hermosa silla de caoba. Tomó una pata y entregó otra a Héctor. Después se fueron, seguidos de cerca por Petra. Margarita prometió pegarse al teléfono, para esperar la llamada que fuera.
La circulación de las horas punta había dejado paso a otra más fluida y en un taxi no tardaron ni un cuarto de hora en llegar ante la casa de la calle Brancas. Era un edificio viejo, que carecía de ascensor, y atacaron con brío las escaleras, frenando los ímpetus en el tramo final, para no hacer ruido.
Cada uno de los cuatro, empuñó su circunstancial arma ofensiva. Encontraron la puerta entornada y se adentraron por un pasillo vacío de muebles, casi como el resto de las habitaciones. ¡No había nadie! Cosas tiradas aquí y allá, ponían de relieve la precipitación con que había sido abandonado.
—¡Lo que nos figurábamos! —masculló Julio.
Petra, que andaba de búsqueda, trajo entre las manos las cortadas ligaduras que Héctor arrojó en el cuartucho donde estuvo prisionero.
Tras la primera carrera, registraron el piso más despacio, por si encontraban algún documento o pista que pudiera servir.
—¡Nada de nada! ¡Esto es desesperante! —se quejó Héctor.
—Pero tú conocerás a los raptores —se le ocurrió a Julio, dirigiéndose al liberado.
—Sí, a un hombre y una mujer.
Describió a la mujer, en quien reconocieron a Claudia. Al otro no le habían visto.
Se marcharon y en la cabina telefónica más próxima, telefonearon a casa de los Bellido.
—Mamá —dijo Héctor—. Estamos bien. Ya hemos registrado la casa, pero sin resultado. Han volado.
—Me lo imaginaba. «Ellos» han vuelto a telefonear y tu padre ha hablado conmigo. Me ha rogado que no hagamos nada, que seamos discretos y no avisemos a la Policía, pues en este caso su vida peligraría. Como ya comprenderás, no le han permitido ser muy explícito. Por favor, Héctor, ven pronto.
—Ahora mismo, mamá.
Dominando su angustia, el muchacho se volvió hacia sus compañeros:
—Regreso a casa y vosotros, por favor, a la vuestra. Creo que el día ha sido de prueba para todos.
En otro taxi, acompañaron a las chicas hasta cerca de casa de Sara. Con todo género de precauciones, ellas entraron por la ventana. Luego, en el mismo vehículo, Julio siguió con Héctor, le dejó en el portal y continuó hasta su domicilio. Oscar dormía como un bendito.
En casa del comandante, éste y su esposa habían estado viendo una película en la «tele». Al terminar la proyección, la joven y hermosa madre de Verónica se presentó en busca de su hija.
—Las pobrecitas se matan a estudiar —le explicó Sarabel, la esposa del comandante—. Vamos a buscarlas.
Abrieron la puerta despacio. Las dos chicas, tiradas sobre la cama, vestidas y calzadas, dormían a pierna suelta. Y dormían de verdad, porque estaban al cabo de sus fuerzas, vencidas por las emociones del día. Su único cuidado, antes de dejarse caer sobre el lecho, fue esconder los mojados impermeables.
—¡Pobres criaturitas! —dijo Sarabel—. ¡El estudio las ha agotado!
—Son unas niñas tan tranquilas —acertó a decir el comandante, quitándose la pipa de la boca y quedándose con ella en el aire, en pleno éxtasis—. Miradlas, parecen dos ángeles. ¡Queridas mías!
Después hizo una señal a las dos mujeres para que le dejaran hacer y, con todo cuidado, del cual se hubiera asombrado bastante su tropa, ya que era el terror del cuartel, las puso bien en la cama y las cubrió con una manta.
—Luci, deja a Verónica que duerma aquí. Ya te la mandaremos por la mañana. Y no te olvides darle un premio a tu hija; ya sabes, un regalito que le agrade, por ser tan trabajadora y modosita. Nosotros haremos lo mismo con Sara —anunció Sarabel.
Petra, enroscada sobre un almohadón, roncaba a los pies de la cama.
En la fría mañana de aquel domingo, Julio se lanzó pronto a la calle. ¡Tenía tantas cosas por hacer!
Pero tuvo compañía. Oscar, que debía estar preocupado, le oyó y, según su costumbre de los días normales, se le pegó a los talones, en tal ocasión con mayor motivo. Entonces, haciéndose lenguas, supo todo lo ocurrido la víspera por boca de su hermano.
Cuando llegaron a casa de los Bellido, el propio Héctor les abrió la puerta. No habían vuelto a tener noticias de su padre y, claro, tampoco de los secuestradores.
—Si te parece, podíamos ir a ver a Raúl —propuso Héctor.
Margarita animó a su hijo. El sacrificio de Raúl bien merecía que la dejaran sola. Por otra parte, deseaba que su hijo se repusiera de los malos días pasados, disfrutando de la compañía de sus amigos. Y, ¡cómo no!, avisaron a las chicas para ir juntos.
Sara y Verónica se presentaron de domingo, más compuestas de lo habitual y sin poder disimular el chorro de su loca alegría. Sentían mucho el secuestro del doctor Bellido, pero, aunque no lo decían, se sobreentendía que preferían a Héctor en libertad.
Encontraron a Raúl bastante repuesto y sólo se quejaba de hambre, y esto después de haber dado rienda suelta a su felicidad por tener al jefe de «Los Jaguares» entre ellos.
Héctor ni siquiera encontraba palabras para agradecer el inmenso sacrificio personal que el fuertote había hecho por él.
Y también hablaron mucho de cuanto había sucedido, agregando detalles a las explicaciones.
—Y a todo esto, ¿se puede saber por qué te secuestraron, Héctor? —preguntó Verónica.
—No lo querrás creer, pero todavía lo ignoro, aunque creo entender que por algo que se relaciona con la profesión de papá. Le necesitaban para operar y él se negó. Por eso cayeron sobre mí, para obligarle con amenazas.
—¡El doctor Bellido es un santo! —proclamó la pelirroja—. Todo el que necesite de él lo ha de encontrar dispuesto a ayudarle.
—Pues en este caso, papá se negó. Es lo que no acabo de entender, aunque sospecho que tendría serias razones para ello.
—Tenemos que volver sobre la pista que seguíamos ayer: el hombre de la cara vendada, llamado Donato Álvarez, y la enfermera Claudia. Han volado y debemos encontrarlos. Y no olvidemos que fueron ellos los que se llevaron al doctor —Julio iba exponiendo sus pensamientos en voz alta—. Seguramente bajo la amenaza de un arma, pues de otro modo él no hubiera accedido.
A pesar de sus pocos años, Oscar demostró ser muy práctico al decir:
—Pues tenemos que encontrarlo; y no sólo por él, sino porque tiene que curar la herida de Raúl.
—¡Oh, por eso no! Aunque no sean tan buenos, otros médicos podrán hacerlo. Hasta pasado mañana no tenían que levantarme la cura.
—¿De veras? ¡Qué suerte! Para pasado mañana ya lo hemos repescado —aseguró el pequeño, con fe ciega en su pandilla.
—¡Dios quiera que aciertes! —musitó Verónica.
La desaparición del padre de Héctor era una losa pesando sobre la pandilla. Héctor, que había estado silencioso después de haber explicado lo sucedido, dijo de pronto, invitando a Julio con el ademán:
—Vamos, anda. Empecemos por la única pista que tenemos: la clínica.
—¡Oh, Jul tiene allí muy buenas amistades, que no dejarán de cooperar! —El gesto de Oscar era más malicioso que nunca.
—Pero no podemos ir pregonando nuestras intenciones —le recordó su hermano.
Recomendaron a las chicas y al pequeño que se quedaran acompañando a Raúl y se fueron. Una vez en la clínica, Héctor informó a la jefe de enfermeras que su padre no podría ir por allí aquel día.
La enfermera se le quedó mirando con sorpresa:
—Ni tampoco mañana. El doctor me ha advertido que estará ausente varios días para que lo haga saber a su ayudante. Me ha explicado que debe realizar una operación muy delicada fuera de Madrid. Naturalmente, de tener pacientes graves, el doctor no se hubiera marchado.
Para descubrir el paradero de su padre, Héctor empezó a indagar por la clínica. La enfermera jefe poco podía decir.
Plantado ante ella, Héctor preguntó:
—¿Quedan muchos pacientes?
—No y casi todos en franca convalecencia.
La expresión de Héctor parecía indiferente al comentar:
—El señor Álvarez, el de la habitación número seis, se ha ido con él, según creo.
—Sí, iba muy bien, aunque en realidad no puedo decir con exactitud el tipo de intervención que realizó el doctor, pues le ayudó Claudia…
La enfermera se tomó un respiro, y prosiguió:
—El doctor nunca se había portado así. Quiero decir, que fue Claudia la única que estuvo presente en la operación y ni siquiera intervino el anestesista. Bueno, el doctor tendría sus motivos para ello.
Hasta entonces, Julio había permanecido callado, pero rió brevemente y se dispuso a intervenir.
—Ya conozco a Claudia. Ayer estuvimos aquí con un amigo que había sufrido un accidente y, la verdad, no fue muy simpática con nosotros… creo que no lo es con nadie, ¿no?
—Quizá —se limitó a decir ella. Estaba claro que no le parecía conveniente criticar a una empleada elegida por su jefe—. De todas formas, creo que Claudia no volverá.
Julio decidió pasar a saludar a Mercedes. La interrogó hábilmente, pero nada más pudieron saber. Héctor realizó otra intentona.
—Tengo un encargo para el señor Álvarez —dijo a Mercedes—. ¿Podrías proporcionarme su número de teléfono y dirección?
—Sí; miraré su ficha.