IX. ¡QUE VENGA PETRA!

Habían estado acertados al no comunicar desde la clínica con los padres de Raúl, pues la presencia del muchacho, de pie y sonriente, restaba importancia a lo ocurrido. Cierto que el señor Alonso, muy en su papel de padre, no les ahorró un severo discursito afeando la conducta irreflexiva de su hijo. Y los jóvenes se excusaron presentando el accidente como «casual».

Después, Oscar y las chicas regresaron a casa de Sara, ya que el primero tenía la intención de recoger a su monito. Éste debía haber pasado el tiempo enzarzado con Petra, pues, además de tener mal aspecto, con el gorro ladeado, ambos habían sembrado el caos en el garaje y el comandante estaba furioso. Para librarse del rapapolvo, Sara se comprometió a reparar las averías con la colaboración de Verónica. Y el comandante hubo de aceptar el ultimátum pensando que, por fortuna, sus subordinados no podían enterarse de lo «blando» que era en casa, donde siempre tenía que capitular ante su mujer y su hija.

En realidad, los arreglos de las dos chicas fueron muy «ligeritos», pues sus pensamientos estaban en otra parte la preocupación no las dejaba vivir… sin olvidar su indignación por la deserción de Julio.

—¡Total, para lo que hemos hecho por Héctor…! —suspiró largo Verónica, apoyada en la escoba—. Y el pobre Raúl está fastidiado con los pespuntes del hombro, pero al menos nos queda el consuelo de que a Julio se le terminó su palique con su admirada Merceditas.

Lo que Sara iba a responder siguió en secreto, pues escucharon la voz de su madre, apremiante:

—Sara, te llaman al teléfono. Es Julio.

Las dos chicas emprendieron la gran carrera, muertas de curiosidad. Cuando Sara tomó el auricular, hizo una seña a su compañera para que cerrase la puerta, de modo que el curioso comandante y su curiosa mujer no pudieran saber lo que hablaban, ya que quizá fuera secreto.

—¡Ya es hora! —se quejó Julio—. Has de saber que estoy en una cabina telefónica y tengo urgencia de Petra.

—¿De Petra?

—No repitas como un loro. He dicho «de Petra». Vente con ella inmediatamente a la esquina de la calle Brancas y Castillo y, si no sabes dónde está, toma un taxi.

—¿Se puede saber por qué tengo que obedecerte?

—Creí que querías hacer algo por Héctor. Esto es por él, por su liberación. Trae unas buenas tijeras y un cuchillo o navaja que corte bien…

—¡Dios mío! ¿No podías ser más explícito?

—No. Estoy en una cabina pública y sin cambio. Vente a la carrera y en secreto. No te dejes a Petra.

—Pero es que…

«Clic… clic… clic…»

Se había cortado la comunicación. Verónica la miraba con los ojos muy abiertos, pero tuvo que guardarse su curiosidad, pues Sarabel, la madre de Sara, entró en la estancia.

—No sé qué tejemanejes os traéis. ¿Qué quería Julio?

—Quedar para mañana, mamá. Es domingo…

El comandante había seguido a su mujer. Tenía espesas cejas y un semblante tan severo que daba un susto al miedo, pero no a su hija, que lo manejaba a placer.

—Comandante, cariño, Verónica y yo nos vamos a estudiar a mi habitación para estar libres mañana, así que no vengáis a interrumpir.

—¡Tenéis que cenar! —alegó a su madre.

—Nos llevaremos unos bocadillos a mi cuarto.

—Bien, bien…

Aguantando su nerviosidad, las chicas tuvieron que ir a la cocina, poner varias cosas en un plato, fingir una placidez que estaban lejos de sentir y sonreír como si tal cosa antes de encerrarse en su habitación.

—¡Ah, qué chica tan cumplidora e inteligente! —exclamó el comandante para su mujer—. Se parece a mí, cuando tenía su edad.

—Querido, debes estar confundido —replicó su mujer—; aparte de que ella nunca ha tenido tus cejas, es mi vivo retrato.

—¡Oh, estoy en poder de dos pelirrojas! —bromeó el fiero jefe de la tropa.

Se había hecho de noche y llovía torrencialmente. Las dos chicas se equipaban convenientemente, porque no sabían lo que les aguardaba.

—¡Pobre comandante! Me da una pena engañarle de este modo… —susurró Sara, mientras se enfundaba en el impermeable—. Si no fuera porque sospecho que todo esto es en favor de Héctor, me remordería la conciencia.

—Pero estamos que no vivimos. Anda, vamos.

Descolgarse por la ventana era fácil, puesto que la habitación se hallaba en el primer piso. Luego tuvieron que perder un tiempo precioso, pues Verónica se quitó el impermeable (uno de cuando Sara era más baja y le quedaba corto) y entrar en su casa fingiendo calma para colocar allí por segunda vez el cuento de que iba a estudiar con su amiga.

Después salió a reunirse con ésta. Cuando esperaban un taxi, tuvieron que volver al garaje, pues se habían olvidado de Petra, aunque no del cuchillo y las tijeras. Y todo ello utilizando un sigilo en el que consumían muchos minutos.

Después, como es usual en los días de lluvia, los taxis pasaban ocupados. Les pareció un milagro que por fin apareciera por la esquina uno libre.

Le dieron la dirección indicada por Julio, mientras el conductor del vehículo contemplaba con curiosidad a la ardilla, motejando para sus adentros a las chicas de raras.

En medio de su nerviosismo, Verónica se sentía dolida por haber tenido que engañar a su madre, y a Sara le ocurría lo mismo con respecto a sus padres. Pero ¿qué otra cosa podían hacer?

Se apearon en la esquina de las dos calles mencionadas por Julio, sin que vieran a nadie, aparte algún peatón presuroso bajo su paraguas.

—¡Chits… chits…! ¡Aquí!

Oían, pero no veían al mayor de los Medina. Petra, escapando de las manos de Sara, se introdujo por la grieta de una valla, tras la que había una casa en construcción. Desde el otro lado, Julio empujó una tabla y ellas entraron, poniéndose perdidas de barro, pero quedando al abrigo de miradas curiosas.

—¿Por qué nos has hecho venir? —empezó Verónica.

—En realidad, sólo necesito a Petra. Vamos a sacar a Héctor de su prisión —dijo Julio, como la cosa más natural.

Ellas apenas pudieron reprimir un grito.

—¿Es que lo has encontrado?

—Sí. Siguiendo a Claudia, la enfermera, he dado con su escondrijo. Está en el desván de aquella casa.

Señalaba hacia la que estaba al otro lado del edificio en construcción y que contaba seis pisos.

—¿Has hablado con él? —preguntó Sara, que recibía la lluvia en la cara, sin darse cuenta.

—Héctor ignora que nos encontramos aquí. En realidad, ha tenido bastante suerte, pues cuando he visto a Claudia entrar en esa vieja casa, he decidido hacerlo yo desde las alturas y averiguar a qué piso había ido.

—¿Qué es eso de las alturas?

El joven se volvió, señalando la grúa, cuya pluma quedaba en su extremo casi tocando las ventanas del piso alto de la vieja casa.

—Me he encaramado por ahí y visto a Héctor en un cuartucho, a la luz de una bombilla. Está atado de pies y manos.

Con la cabeza levantada, las dos chicas contemplaban con horror la pluma de la grúa. ¿Cómo había podido trepar hasta allí? ¡Era increíble!

—Vamos, tenemos que darnos prisa. He visto salir al vigilante nocturno de la obra. Acaba de entrar en la taberna que hay dos manzanas más allá para cenar y tenemos que ultimar el trabajito antes de que regrese.

Pidió las tijeras y el cuchillo; envolvió todo en un pañuelo y lo ató al cuello de Petra con ayuda de la bufanda de Verónica. Luego se guardó un cascote en el bolsillo y advirtió:

—Escondeos detrás de esos materiales y no salgáis para nada, pase lo que pase.

Se apretaron una contra la otra y Julio se dirigió hacia la grúa. Naturalmente, no podía utilizar el ascensor, porque hubiera resultado visible, aparte del ruido que pudiera producir, y empezó a trepar de hierro en hierro, a marcha igual, con seguridad asombrosa, llevando a la ardilla en el hombro.

—Me pregunto qué hará para sacar a Héctor de la casa —dijo Verónica como para sí—. La pluma no llega a la ventana…

—Él lo hará —aseguró Sara con profundo convencimiento.

Diez minutos después, Julio estaba arriba y se deslizaba en horizontal, a través de la pluma, suspendido sobre el espacio. La lluvia debía dificultar sus movimientos y volver resbaladizos sus asideros, pero también impedía que las pocas personas que iban por la calle, cubiertas por los paraguas, levantasen las cabezas y pudieran verle.

Casi no podían las chicas con los latidos de sus corazones, cuando vieron que Julio arrojaba algo a la ventana. Era el guijarro que llevaba en el bolsillo El cascote rompió el cristal y entonces el muchacho instó a Petra para que saltara. El espacio que mediaba entre el extremo de la pluma de la grúa y la ventana no era mucho, cosa de medio metro. ¡Pero debajo estaba el vacío!

La ardillita, con sus portentosos reflejos, obedeció. Héctor, que estaba sentado en el suelo, creyó en un primer momento que aquello era producto de su imaginación. Luego comprendió que, fuera cual fuera el medio, sus amigos estaban cerca e intentaban su liberación.

Petra se aplicó al trabajo, desatándose la bufanda y dejando caer el pañuelo, del que rodaron el cuchillo y las tijeras.

Sin perder un segundo, el muchacho rodó sobre sí mismo y atrapó con la boca las tijeras. ¡Ay! No podía manejarlas y las soltó para apoderarse del cuchillo por el mismo procedimiento. Con él entre los dientes, empezó a forcejear con las ligaduras de las muñecas, apremiado por Petra. Al cabo de un minuto, ¡consiguió cortarlas!

Y ya con las manos libres, en un santiamén, hizo lo mismo con las de los tobillos. Estaba envarado, pero llegó de un salto a la ventana, la abrió de par en par y descubrió a Julio, que parecía un equilibrista balanceándose del extremo de la pluma con una mano, mientras le alargaba la otra.

—¡Sujétate a mí y salta!

Héctor dudó un momento, sopesando sus posibilidades. Por un instante había dirigido su vista hacia abajo y la apartó rápidamente. Luego se frotó las muñecas. Creyó sentir pasos por el pasillo, al otro lado de la puerta de su prisión y se decidió sin una vacilación.

—¡Voy! —anunció, alargando su mano, sentado ya sobre el alféizar.

Julio estiró la suya y aferró con toda su alma la del amigo, pensando en el fuertote Raúl, que podía haber hecho aquello con más probabilidades de éxito que él.

Héctor saltó. Su impulso y el consiguiente tirón, casi arrojaron a Julio de su asidero y durante unos instantes los dos patalearon en el aire como peleles. Sara y Verónica rezaban con toda su alma, como no lo habían hecho nunca en la vida. O el cielo se apiadaba de los muchachos, o los dos perecerían.

En tal difícil momento, Julio vio la bufanda pendiente del barrote. Petra, la inefable y nunca bien celebrada Petra, la había colocado allí, con los dos puntos a la par y Julio pudo salvar el difícil momento asiéndose a ella como a su tabla de salvación. Al inmovilizarse, permitió que Héctor, con su mano libre, pudiera aferrarse a los barrotes y, casi en seguida, soltar la mano de Julio.

Era un trabajo apto únicamente para consumados atletas y ellos lo eran. Mano tras mano, alcanzaron la torre de la grúa y empezaron a descender.

Las chicas, olvidando toda precaución, salieron de su escondite y se precipitaron a recibirles, con los ojos llenos de lágrimas y mudas todavía por el terror de lo que acababan de presenciar.

Temblaban como hojitas cuando las dos se abrazaron a ellos.

En realidad, la ardilla merecía el primer abrazo.

—Venga, no os pongáis cursis —protestó Julio.

Héctor, loco de alegría, volvió a la realidad.

—Escapemos de aquí. Creo que mi fuga ha sido descubierta y no tenemos tiempo que perder. Esa gente es capaz de todo.

Las chicas, con Petra, corrían ya hacia la valla.

—Por ahí no —advirtió Julio—. Saldremos por la calle de atrás.

Zigzaguearon por entre escombros y pilas de ladrillos hasta encontrarse en la calle de la parte zaguera del edificio en construcción. Venía un taxi y Julio lo detuvo. A la carrera subieron a él y Héctor dio la dirección de su casa.

—¿No os importará, verdad chicos? Mis padres deben de estar muy impacientes.

¿Qué les iba a importar?

Para Héctor fue maravilloso poner el dedo en el timbre que había junto a la puerta de su domicilio y no retirarlo hasta que su madre acudió a la llamada.

—¡Héctor, hijo mío!

Se arrojaron uno en brazos del otro y por un ladito, en silencio, pasaron las chicas y Julio, con Petra en vanguardia.

Pasados los primeros momentos de emoción, Margarita, con lágrimas en los ojos, se lanzó a hacer preguntas.

—¿Estás bien? ¿Dónde te han tenido? ¿Qué significa…?

El sonriente Héctor trató de ser coherente. También él deseaba saber cómo le habían hallado sus compañeros, pero empezó por complacer a su madre, explicándole la forma en que su secuestro se había llevado a cabo. Por la mañana, al salir de casa para dirigirse a clase, un coche se había detenido a su lado. De él saltaron un par de hombres que le introdujeron en el coche. Iban armados y no se decidió a gritar ni llamar la atención. Directamente le llevaron al lugar donde Julio le había encontrado.