VIII. UN HERIDO QUE SE REPONE ANTES DE TIEMPO

En la semioscuridad de la habitación, Raúl dormía su anestesia revolviéndose de vez en cuando al tiempo que murmuraba algo entre dientes. Inmediatamente las chicas se precipitaban hacia él, como si fuera un tierno recién nacido.

Al rato entró Mercedes, con un gotero en la mano, y se quedó contemplando con sorpresa a los tres compañeros de Julio.

—Son los amigos del herido —le explicó éste a media voz, con simpática sonrisa.

Las chicas iniciaron un lenguaje secreto a base de disimuladas pataditas:

—«Ha dicho los amigos del herido».

—«Pero no “mis” amigos. ¿Qué somos entonces? El muy…»

Con dedos eficientes, la enfermera colocó el gotero al herido.

—¡Dios mío, debe estar muy grave cuando tienen que aplicarle esa goma! —se lamentó Verónica.

Mercedes pulsó a Raúl.

—¡Qué va! ¡Este muchacho es fuerte! Le aplicamos suero para que se reponga antes. Os aseguro que está perfectamente.

—Si realmente me aseguras que mi amigo está bien —le dijo Julio a la enfermera—, podemos irnos cuando quieras.

—¡Pues claro que sí! Espérame en la cafetería, que voy en seguida.

Julio afirmó. Después, volviéndose a los que dejaba en la habitación, murmuró:

—Hasta luego.

Y se fue tan campante, dejando a las chicas pálidas de rabia.

Mercedes no tardó en seguirle.

—¡Qué Jul éste! —susurró Oscar—. Y el caso es que tiene buen gusto. La enfermera es una monada.

—Es casi tan repelente como tú —exclamó Sara, levantando la voz más de lo conveniente—. Resulta de lo más ridículo haciéndose el mayor, cuando en realidad lo único que tiene de tal es la estatura.

Y el talento —les recordó su hermano, que para algo lo era—. Por cierto, vosotras todavía no habéis investigado nada.

—Es que Raúl está muy malito.

—La enfermera monada ha asegurado lo contrario. Es vuestro turno, chicas. Yo me quedo cuidando al herido. Como sabéis, no se me escapa una.

—¡Deja ya de darte autobombo! —masculló Sara, hecha un basilisco.

Por un lado de la boca, Verónica susurró que, en lo tocante a ellas, estaba acertado.

Así que se marcharon, luego de arreglar el embozo de la cama del herido. En el pasillo, se quedaron mirándose como dos tontas. No tenían la menor idea de por dónde empezar y además se hallaban desalentadas. ¿Serviría para algo el sacrificio del mejor de «Los Jaguares»?

De pronto, un hermoso ramo de flores junto a la puerta de enfrente, les dio una idea. Sara lo recogió, plantándolo después en brazos de Verónica. Luego la empujó hacia la puerta de la número seis y preguntó:

—¿Se puede?

Sin esperar la respuesta, entraron.

Una voz malhumorada salió por entre un mar de vendas.

—¡Fuera! —exclamó el hombre que ocupaba el lecho.

Del susto, Sara pegó un respingo. Se dominó en seguida para decir, tímida y sonriente:

—Venimos a traerle flores…

—Las flores son para los muertos y yo todavía estoy vivo.

—Es que nosotras somos sus hinchas y… y… queremos demostrarle nuestra simpatía.

—No la necesito para nada.

—¡Ay! Hace usted unos goles tan preciosos… —siguió Sara.

Verónica se animó:

—Son de monada.

En realidad, ninguna de las dos había estado jamás en un campo de fútbol.

El hombre debía hallarse bastante estupefacto.

—Es una pena que esté tan malito —añadió Verónica—. De lo contrario, le hubiéramos pedido que nos firmara un autógrafo… Y sepa que su nariz es un cielo y sus ojos arrebatadores.

—Goles, ojos de cielo, ¿por quién me habéis tomado, pareja de cretinas? Yo no he metido un gol en mi vida.

—¡Oh, pero…! ¿No es usted el futbolista?

La pregunta fue escuchada por Claudia, la enfermera adusta, que se había presentado como un basilisco en la habitación.

—¡Estas chicas son tontas! Unas majaderas de las que corren tras autógrafos de cantantes y deportistas. Y además sin pizca de educación, pues no otra cosa es molestar a un enfermo.

—Lo siento… ¿es que está muy malito?

El enfermo se incorporó en la cama.

—Fuera de aquí u os daré una zurra que no podréis olvidar jamás.

La enfermera acudió a calmar al energúmeno:

—Por favor, señor Álvarez, sosiéguese, no le conviene enojarse…

Sara y Verónica salieron con sus flores. Las dejaron en su primitivo lugar y entraron de puntillas en el número cinco. Oscar, curioso, quería saber cómo iba la investigación.

Ellas se miraron desalentadas. ¿Había dado resultado?

—Sabemos que se llama Álvarez.

—¡Qué patochada! —saltó Oscar—. Como investigadoras no valéis un pimiento.

Raúl abrió un ojo y luego el otro con aturdimiento. La visión de una melena dorada y brillante le devolvió el habla.

—¿Estáis aquí?

—¡Jo! —saltó Oscar—. ¿Es que no lo ves?

Las chicas se llevaban el dedo a los labios para recomendarle silencio, pero preguntando al mismo tiempo si se encontraba bien.

—¡Como nunca! —exclamó Raúl con sonrisa todavía vacilante.

Al rato entró el doctor Bellido. Pulsó a Raúl y dictaminó, dándole una palmadita en el brazo:

—Muchacho, tienes una naturaleza de toro. Por cierto, ¿has avisado a tus padres?

—¡Cielos! Se les había olvidado. Todos se miraron confusos.

—Ya veo que no —dedujo el padre de Héctor—. Bueno, casi es mejor. Dentro de unas horas voy a enviarte a tu casa, de modo que no hay necesidad de darles el susto. Cuando estés con ellos podrás explicarles lo ocurrido.

—¿Quiere decir… hoy? —indagó Sara, de lo más decepcionada.

—Sí, a eso de las siete ya se habrá recuperado de la herida y la anestesia. Ya te diré cuándo tienes que venir a curarte.

Aquello era un contratiempo y Raúl apuntó:

—¿Pero no tenía una herida muy gorda?

—No —Bellido sonreía—. Muy aparatosa, pero nada más, te lo aseguro. En dos o tres días estarás completamente bien. En cuanto a vosotros, podéis iros a casa. Raúl está en buenas manos.

—¡Oh, tenemos que darle ánimos! —saltó Oscar.

El médico le revolvió el pelo con alegría, diciendo:

—Él no los necesita. He podido darme cuenta que es animoso por naturaleza. Y, además, es la hora de comer. ¿Es que habéis perdido el apetito?

El resultado fue que tuvieron que despedirse, prometiendo volver aquella tarde, ante el gesto disgustado del doctor. Raúl les pidió que llamaran a sus padres, para hacerles saber que no iría a comer.

En la puerta de la clínica se detuvieron un momento para esperar a Julio. Había salido de la cafetería y cruzaba la calle junto a la enfermera, sin dejar de reír. Ella parecía también muy divertida.

—Se me van las manos… —masculló Sara, con ganas de pegar.

—¿Es que os ibais, «pequeños»? —preguntó Julio, muy importante desde su altura—. ¿Y Raúl?

—Raúl irá esta tarde a casa —explicó Oscar, pues ellas no se dignaban dirigir la palabra al «jaguar» caído en desgracia.

—Nos veremos esta tarde, Merceditas —dijo el mayor de los Medina, cuando la enfermera entraba en el edificio.

Oscar no esperó mucho para preguntar a su hermano:

—Jul… ¿de verdad estás investigando?

—¡Pchs…! —soltaron significativamente las chicas.

—¿Qué habías creído?

—Entonces, suelta lo que sepas.

Pero el otro no soltó nada. En realidad, poco más había podido saber por Mercedes que fuera nuevo. Había hablado en términos elogiosos del doctor Bellido, no sólo como eminente cirujano, sino como un jefe justo, bondadoso y cordial. Según ella, en los últimos días no parecía el mismo. Apenas dirigía la palabra a nadie y daba la impresión de hallarse abstraído.

También habló de Claudia y de lo incomprensible que resultaba para ella que el doctor, tan exigente con su personal, hubiera contratado a una mujer autoritaria, ineducada, que parecía haberse convertido en la jefe de las demás enfermeras y, lo que era peor, pésima profesional. Ni siquiera era capaz de poner una inyección intravenosa. Mercedes sospechaba que no poseía el título para ejercer su cargo.

Y Julio había ido relacionando aquellos detalles y estableciendo una hipótesis que podía ser acertada.

Las puyas de las chicas no desataban su lengua. Naturalmente, ellas presumieron de su audacia, contando cómo habían penetrado en la habitación de la momia, dando a entender la sutileza de sus procedimientos.

—¡Valiente sutileza! —zanjó el muchacho—. ¡No me hagáis reír! Fingir confundir a un tipo que ha sufrido una operación de cirugía facial con un futbolista que no lleva más que una venda en la rodilla.

Las dos chicas se defendieron, alegando que no podían elegir. Luego telefonearon a casa de Raúl haciéndoles saber a sus padres que se quedaba a comer con la pandilla.

Julio y su hermano se fueron por un lado y ellas por otro, con la impresión de que estaban en un círculo vicioso desde el cual nada podrían hacer en favor de Héctor.

Cuando por la tarde entraron en la habitación de Raúl, oyeron sus lamentos:

—¡Ay! No puedo seguir así…

—¿Qué tienes? —se apuraron las chicas.

—Hambre de lobo. Me han dejado en ayunas y no hago más que pensar en un buen bocadillo de chorizo. ¿No podría alguien traerme uno?

Claro, no se atrevieron y tuvo que conformarse con el vaso de leche que le llevó Mercedes. Cuando ésta se retiró con el vaso vacío, explotó:

—¡Y encima a biberón! Si al menos esto sirviera para rescatar a H… ¿Habéis hecho algo práctico?

—Pregúntaselo a Julio —rezongó Verónica, que le daba la espalda.

Como Oscar no conocía la discreción, se inclinó sobre la cama, para confiarle a Raúl, con expresión maliciosa:

—Están furiosas porque Jul, ya sabes cómo es Jul, está conquistando enfermeras. Yo he averiguado muchas cosas, claro, y el único paciente sospechoso nos parece el vecino.

—Cuyo apellido es Álvarez —añadió Sara, muy superior.

Julio se inmovilizó. ¿Álvarez? ¿Qué le recordaba? ¡Claro! ¡Aquella tarde en la consulta del doctor Bellido! El hombretón hosco, que repiqueteaba sobre la mesa con los dedos, había salido al pasillo tras la llamada de la enfermera y ésta, con la ficha en su mano, comprobó el nombre exacto. No recordaba el nombre, pero el apellido no lo había olvidado. Cierto que Álvarez era bastante corriente…

De todas formas, se propuso averiguar el nombre. Naturalmente, esperó a que Mercedes volviera a entrar en la habitación, para seguirla a la carrera cuando ella se marchó con su frasco de termómetros en dirección a la habitación de enfrente.

—Merceditas, ¿quieres reírte? Estas chiquitas, nuestras amigas, se han confundido esta mañana y, con la idea de pedirle un autógrafo al futbolista, le han llevado flores al tipo del seis, que creo que es un ogro y se llama Félix Álvarez o algo parecido.

—Donato, Donato Álvarez. Pues me parece raro, porque tus amiguitas están muy crecidas y son muy vivarachas. ¡Ah!, y preciosas las dos, que conste. La rubia, una verdadera belleza fuera de serie.

—¡Bah, unas chiquillas!

—Ellas no se consideran así.

Julio le estaba dando vueltas a la cabeza a aquel nombre. Donato, sí, ahora lo recordaba.

—¡Debe ser terrible tener la cara destrozada! ¿Qué le ha pasado al tal Donato?

—No me lo preguntes porque no lo sé. Claudia se lo ha arrogado en exclusiva. Oye, eres muy curioso…

—De algo hay que hablar.

Sobre las seis, Raúl se levantó y se vistió. No podía mover apenas el brazo derecho, pero, aunque algo entumecido, se encontraba bien. El doctor Bellido llegó para despedirles. Recomendó a Raúl que se fuera a su casa en un taxi y procurase dormir.

Julio se brindó para ir en busca del taxi. Estaba en la acera cuando Claudia, sin su uniforme de enfermera, pasó a su lado. Un coche se detuvo y ella entró y tomó asiento junto al conductor. Cuando arrancaba, reconoció el coche por la matrícula. ¡El mismo utilizado por Donato Álvarez al salir de la consulta de Bellido!

Julio detuvo un taxi en el preciso momento en que su pandilla, rodeando a Raúl, ponía pie en la acera. Subió y dijo al conductor:

—Siga a ese coche, por favor, pero a cierta distancia.

—¡Ya te puedes buscar otro taxista! Estos jóvenes de hoy siempre jugando a detectives…

Julio aireó ante sus narices un billete de mil pesetas.

—Bien, hombre. No tendrás queja.

Los de la acera se quedaron chasqueados. Julio se había ido dejándolos plantados.