Suele ser frecuente que las cosas que se piensan durante la calma y oscuridad de la noche, se vean después desorbitadas por la mañana. Esto no le sucedía a Julio que, por el contrario, se afirmaba más en sus suposiciones.
Por si había habido alguna novedad en relación con Héctor, el mayor de los Medina telefoneó a su casa. Y fue la señora Bellido quien atendió la llamada.
—¡Ah, Julito! ¿Eres tú?
—Buenos días. Quería saber cómo va su hijo.
—Pues verás… esto… parece que… i-igual.
Julio no necesitó de más para comprender que el caso de la desaparición o secuestro no marchaba en vías de rápida solución. Y mientras tanto, dijo:
—¿Así que no va mejor?
—Tampoco va peor, no te preocupes, hijo. Agradezco mucho vuestro interés. Con recuerdos para el enfermo, Julio se despidió.
—No va mejor, no va peor… —murmujeaba para sí, dando vueltas y más vueltas por la habitación—. El «no va peor» no deja de ser esperanzador, pero, de todas formas, no me gusta… es demasiada desaparición.
De pronto, se inmovilizó. Estaban a sábado, lo que significaban dos días libres, dos días en que todo el tiempo podía ser suyo. Había que hacer algo, pero ¿qué…?
Se abrió la puerta de su habitación y la cabeza desgreñada de Oscar asomó tímidamente.
—¿Podemos pasar, Jul?
Entró sin esperar la respuesta, seguido de Raúl.
—Hola —dijo escuetamente éste.
No se le habían pegado las sábanas y Julio comprendió que compartía su preocupación.
—He venido —prosiguió el recién llegado— para hacer algo. Conque tú dirás.
—Me presento voluntario —afirmó Oscar, juntando los talones y llevándose los dedos a la frente.
—Bueno, bueno, sin desbarrar —Julio se dejó caer sobre la revuelta cama—. Es muy fácil decir «vamos a hacer algo». Pero ¿qué diablos es ese algo?
—A ti siempre se te ocurren cosas buenas, Jul.
—Y la primera es que no intervengas —contestó su hermano, a puñetazos con la almohada.
Raúl ya tenía una idea. Es decir, la tenía siempre, pues era una idea que podría llamarse fija:
—¡Vamos a ver a las chicas! Nosotros somos un grupo y sólo funcionamos como grupo.
Julio protestó un poco. Era una protesta sin convencimiento.
—Será perder el tiempo, pero en fin…
Media hora después, los tres, juntamente con el mono, empujaban la puerta de la empalizada. Los chillidos de la ardilla anunciaron a los visitantes. Como una centella, Sara, que cortaba la hierba del pequeño y descuidado jardín de su casa, se enderezó.
—¡Vaya! ¡No estáis madrugadores ni nada!
—¿Trabajando como una negra, eh? —respondió.
—¡Uf! —Sara le dio un puntapié al rastrillo—. No sé cómo trabajarán los negros, pero la hija de mi señora madre… En cuanto tengo un día de vacación, ella me encuentra un trabajito extra.
—Yo lo haré por ti —se brindó Raúl con gesto radiante—. Y, mientras tanto, podías ir a llamar a Verónica.
«¡Ah, vamos! La ayuda no es tan desinteresada», pensó la chica.
Oscar, seguido de mono y ardilla, corría hacia la casa de al lado y empezaba a gritos:
—¡Vec! ¡Vec! Sal, que ya estamos todos aquí…
Inmediatamente se abrió una ventana y Verónica sacó la cabeza envuelta en una toalla azul.
—¡Oscar! Es muy temprano.
—Pero no es un día normal, ya sabes. Estamos todos menos el que falta.
—¡Oh! ¿No hay noticias?
—Nada de nada; anda, ven; tenemos que deliberar.
Verónica se llevó las manos a la cabeza.
—¡Tengo el pelo mojado!
—Como si lo tuvieras seco. En circunstancias como éstas, no está bien que te portes como una chica, Vec.
Ella aceptó el rapapolvo y fue a cambiar la bata por un vestido. Se quitó la toalla de la cabeza y se hizo precipitadamente una trenza con el cabello todavía húmedo.
—¡Oh, qué bonitas son las trenzas! —exclamó Raúl al verla llegar, dejando que la hoz se le deslizara de las manos.
—¡Ejem! —carraspeó Julio—. ¿Hablamos de cosas prácticas?
Dándolo por sentado, ordenó:
—Que alguien me traiga una silla cómoda, por favor.
Las dos chicas se rebelaron inmediatamente.
—¿Sabes si entre tus antepasados había algún señor feudal? —preguntó Sara.
Verónica dijo:
—Yo creo que debía tratarse más bien de un rajá.
Raúl y Oscar, por el contrario, se habían precipitado en busca de la silla cómoda. La traían entre los dos y Julio, alargando una mano y desentendido de las observaciones femeninas, la rechazó:
—Ésa no, que ya la conozco. Cojea, como casi todo lo de nuestra «sala de juntas».
Los dos voluntarios regresaron con la silla al garaje y volvieron con una hamaca descolorida. Julio la probó y, tras asegurarse de que iba a acoger bien su persona, tomó asiento lenta y pomposamente. No se le debía ocultar lo que hacía rabiar a las chicas.
—Y ahora que «Su Majestad» está servido, ¿puede hacernos saber sus reales intenciones? —preguntó Sara con una reverencia.
—Pelirroja agresiva, deberías saber que a causa de mis preocupaciones, apenas he desayunado. Tráeme un bollo o algo. Necesito carburante para poner en rodaje las ideas.
¡Ay, qué seguridad tenía en sí mismo! Raúl hubiera dado una mano por tener el aplomo de su compañero, y Oscar se dijo que imitar a Julio era lo mejor que podía hacer en la vida. Claro que las chicas no opinaban igual. No obstante, Verónica empujó a la otra:
—Anda, trae lo que pide o esto será el cuento de nunca acabar.
Sara se fue triturando la palabra «déspota» entre los dientes, para regresar con medio bollo y un trozo de ensaimada.
—¡Si cuando digo yo que aquí todo está cojo…! —farfulló Julio.
—Tendrás que conformarte, porque es todo lo que ha dejado el comandante —explicó la furiosa Sara, que llamaba a su padre por su graduación en el ejército.
Por suerte, el cerebro de la banda aceptó los restos, los engulló con parsimonia y empezó, teniendo a todos pendientes de su palabra:
—Se trata de Héctor. Suponiendo que en este grupo alguien piense, que exponga algún plan de acción para recuperarlo.
—¡Hablas de él como si fuera un objeto perdido! —protestó Verónica, mientras se retorcía la trenza.
—Objeto no será, pero perdido… —apuntilló el mayor de los Medina.
Sara, que había ido a sentarse sobre el césped, confesó:
—No hago más que darle vueltas y más vueltas a la cabeza. La tengo como si fuera un molinillo. Y todo porque no le encuentro sentido a lo que el doctor Bellido le dijo a Julio de que no se trataba de dinero. Eso es lo incongruente. Si a Héctor no lo han secuestrado por dinero, ¿para qué se han tomado tantas molestias?
Del bolsillo de Oscar asomaba un arrugado «cómic» de vampiros. Seguramente estaba influenciado por él, pues creyó hallar una explicación y se enredó en confusas historias de bebedores de sangre. Julio, con la vista en el cielo, preguntó si alguien no podría librarle de aquel tormento.
—Opino como Sara —empezó Raúl—. Si el supuesto secuestro no se ha realizado por dinero, ¿qué objetivo tiene?
Julio expuso la teoría que había alumbrado durante su desvelo por la noche.
Los demás le devolvieron en exclamaciones admirativas toda la consideración que en ocasiones le negaban.
—¡Ah, no sé qué tienes a veces! —se extasió Sara, perdonándole que ocupara la tumbona mientras los demás se hallaban sobre la hierba—. Es lo más cuerdo que he oído hasta ahora. Tiene que haber ocurrido algo así.
Un temor superlativo ensombrecía la carita de Verónica. Y a su vez, razonó:
—¡Pero entonces el pobre Héctor está en un peligro terrible! Suponed que ese enfermo muere y su enloquecida familia decide vengarse. ¡No podemos quedarnos cruzados de brazos!
—Sí, sí, pero ¿por dónde empezamos las indagaciones?
—Estando de acuerdo en que la idea puede estar acertada, por la clínica del doctor Bellido —declaró el mayor de los Medina.
El menor no regateó elogios a su hermano.
—¡Oh, Jul! Siempre se te ocurren a ti las cosas. Bueno, ¿cuándo vamos allá? —preguntó por último, poniéndose en pie y empezando a sacudirse el pantalón.
—¿Creéis que nos van a dejar ir por la clínica indagando? El doctor Bellido me pidió que no interviniera.
Y bien sabe Dios que no intervendría si no estuviera tan preocupado.
—¿Entonces…? —Verónica creyó tener una idea luminosa—. Puedo presentarme yo, diciendo que me duele algo y vosotros acompañándome.
Julio movió la cabeza con desaliento.
—No serviría. La clínica es de cirugía y te trasladarían a otra parte.
Raúl se mordía las uñas con nerviosismo. Su voz se hizo un susurro tan insinuante, que a Oscar le entraron escalofríos.
—Suponed que alguno de nosotros se rompe algo y tiene que hospitalizarse.
Una vez más, Julio denegaba.
—Tampoco serviría —objetó—. No se trata de una clínica de traumatología.
Oscar intervino para enredarse con las palabras, según su costumbre.
—¡Pues si la «trontología» no vale, a otra cosa!
Estaban tan preocupados que nadie le corrigió.
Con las mejillas rojas, Raúl apuntó:
—Uno de nosotros podría ir a que le extirparan el apéndice. Después de todo, la vida de Héctor bien lo vale.
La cara de Verónica era una mancha blanca sin más destello de color que el intenso azul de sus ojos. Se sujetó el estómago con terror, y Julio le advirtió:
—No te acaricies el lado izquierdo, que el apéndice está en el derecho.
También Sara estaba blanca y, como resultado, las pecas que salpicaban su rostro parecían chisporrotear con luz propia.
—Es que… tendríamos que echarlo a suertes… siempre que… no haya un voluntario.
Julio cerró la boca de Raúl, zanjando:
—No sirve. A nadie le quitan el apéndice sin un motivo. Al voluntario le llamarían aprensivo y le mandarían a casa a esperar el próximo ataque.
—¡Peste! ¿Qué sirve entonces? —se impacientó Oscar.
—Un accidente… una herida… ¡qué sé yo! —barbotó su hermano.
Cayó el silencio sobre el grupo. A veces se miraban a hurtadillas. Raúl tuvo la impresión de que todos pensaban en él y se pasó la lengua por los labios antes de articular.
—Yo… podría hacerme una herida. Después de todo, con un cirujano de primera para curármela…
—¿Serías capaz? ¿Te atreverías? ¡Oh, qué maravilloso eres!
Quizá Verónica fue demasiado lejos, porque Raúl ya no estaba por bajarse del pedestal en que ella acababa de entronizarle.
—Anda, Sara, trae algo que corte —pidió el buen muchacho, decidido a todo.
Julio abandonó su tumbona para darle un revés con el que le pilló por sorpresa.
—¡Majadero! ¿Es que no estamos ya bastante preocupados para aumentar nuestra preocupación con nuevas bajas? Me horripila la sangre.
Sara, que había entrado en la casa, regresó con unas tijeras de uñas.
—¿Valdrán? —preguntó con voz temblorosa.
—¡Mujer! Con esto, todo lo más, me pondrían una tirita y me mandarían a casa a llorar donde mi mamá.
—Sí, claro.
Volvieron a quedarse silenciosos y quietos. Al rato, Raúl comenzó a caminar por la hierba. Tirada en el suelo seguía la hoz. Empezó a mirarla obsesivamente, a tragar saliva… De pronto, con los ojos cerrados, dio un salto y se tiró sobre la hoz. Fue a dar con ella sobre el hombro y lanzó un grito que puso a los otros en conmoción.
A la carrera, acudieron los cuatro.
—¡Lo ha hecho! ¡Lo ha hecho! —repetía Verónica, mordiéndose los puños, a punto de sufrir un ataque de nervios.
—¡Peste! ¡Qué río de sangre! —exclamó Oscar.
León se tapaba la cara con sus manitas de mico, dejándose un ojo fuera. Petra chillaba. Sara se precipitó hacia Raúl y Julio también. Pero éste le cayó encima, porque… ¡se había desmayado!
En lo sucesivo, el suceso sería la vergüenza de la vida de Julio Medina.
Mientras Verónica y Oscar atendían a Raúl, Sara corrió hacia la regadera y la vació sobre la cara de Julio, que inmediatamente sacudió la cabeza. Sara, implacable, le medía con desdén.
—Levántate, sal a la calle, para el primer taxi que pase y vámonos a la clínica. ¡Largo!
Julio obedeció como un gatito apaleado, pero sin mirar la sangre que brotaba del hombro de Raúl, e iba empapando su ropa.
Diez minutos después, el buenísimo muchacho ingresaba en la clínica del doctor Bellido, rodeado de sus compañeros.