V. UNA LUZ EN LA OSCURIDAD

En el corredor silencioso de la clínica, Julio se sintió suavemente empujado por el doctor Bellido. Empujado en dirección a la escalera, mientras miraba a todas partes con temor. Se abrió una puerta silenciosamente y una enfermera cuarentona, robusta, dijo con voz dura:

—Le estamos aguardando, doctor…

—Un momento, ahora voy…

En seguida, el padre de Héctor se volvió hacia Julio, dándole una palmadita en el hombro:

—Así que ya sabes, muchacho, no debes preocuparte… lo de tu madre pasará en unos días… en realidad, no hay motivo de alarma. Que permanezca tranquila y lo demás se resolverá por sí solo.

El muchacho había logrado dominar el gesto de extrañeza, que casi se le escapó. Si el doctor disimulaba, sus razones tendría y debía secundarle. Comprendía que la frase referente a su madre (había muerto hacía bastantes años) tenía por objeto despistar a la enfermera, pero el resto de la frase… tenía por objeto tranquilizarle a él. Sin insistir, Julio se marchó, pero con la mente bastante confusa. No sabía qué pensar. Se fue a casa y, antes de telefonear a sus compañeros, como había prometido, se entregó a profundas reflexiones.

—El doctor no ha negado que se trate de un secuestro; luego lo es —se decía—. Pero también, y esto es lo más extraño, asegura que no es cuestión de dinero…

De pronto, sin darse cuenta, imitó a su hermano, exclamando en voz alta:

—¡Peste! Todos los secuestros se fundamentan en solicitud de dinero, salvo que se trate de un científico poseedor de fórmulas mágicas. Pero no es éste el caso de Héctor.

Bueno, la pandilla debía de estar contando los minutos. Oscar asomó entonces la cabeza por la puerta, con timidez, sobrepasada por su curiosidad.

—¿Qué? —interrogó:

—Mico, ven. No vas a contarle a nadie esto de la desaparición de Héctor. Prométemelo porque es realmente importante.

—Te doy mi palabra más «seriosa» —declaró solemnemente, sin que el ojo visible chispease de malicia como era habitual en él.

—Bien, en ello confío.

Seguidamente comunicó con Raúl, detallándole la entrevista con el doctor Bellido.

—¿Y qué deduces tú? —preguntó aquél al otro lado del hilo.

—Pues… como no me ha negado lo del secuestro, que hemos acertado en nuestras suposiciones, aunque no sé… también ha dado a entender que no se trata de dinero y esto me extraña. Al final, ha procurado tranquilizarme.

—¿Qué hacemos nosotros? —preguntó Raúl.

—Nada de nada. Si el doctor Bellido trata de mantener el secreto a toda costa, sus razones tendrá. Y nosotros, por el momento, vamos a secundarle.

Después telefoneó a casa de Sara, donde también se hallaba Verónica, ya que, como vivía pared con pared, pasaban juntas todo el tiempo.

—¿No hacer nada, dices? —se quejó Sara—. Nos va a costar mucho, ahora que sabemos que nuestras sospechas no estaban desacertadas.

—En bien de Héctor se me ha pedido discreción y vamos a ser discretos. ¿Entendido?

—Sí, sí…

Las dos chicas, una después de otra, tuvieron que darle su palabra de no contar a nadie lo ocurrido; palabra que, aunque menos «seriosa» que la del pequeño, quizá fuera más responsable.

Empezaron a pasar las horas… Querían aparentar normalidad y les era imposible, roídos como estaban por la preocupación.

Al día siguiente fueron a clase y por la tarde, a la salida, los cinco pasaron juntos el tiempo hasta la hora de cenar. Toda la alegre bulliciosidad de «Los Jaguares» se había esfumado.

Obsesionada por la cuestión del dinero, Sara estaba de lo más machacona, repitiendo, mientras se mordía la punta de la coleta:

—No lo entiendo… no lo entiendo… unos secuestradores que no quieren dinero, ¿qué otra cosa pueden querer? ¿Por qué corren un riesgo que no les reporta beneficios?

Era una pregunta que no tenía respuesta.

Pasó otro día. Las chicas consultaron a Julio. ¿No podían ir ellas a casa de Héctor para preguntar por él, fingiendo naturalidad?

—No tienen por qué sospechar lo que nosotros sospechamos —dijo nerviosamente Verónica, armándose un lío—; ni tan siquiera que compartimos las sospechas ni que sabemos la visita que Julio hizo al doctor en la clínica.

Julio no debía de confiar del todo en las dotes de actrices de la pareja. Al principio se negaba a dejarlas ir y después, flaqueando, se dedicó a alertar a Verónica:

—Tú serás sólo cuerpo presente. No hables o te notarán todo lo que quieres ocultar. Sara, que es más fresca, que lleve la conversación, pero cortita o la enredará.

—Pues si yo soy fresca, tú eres un iceberg —contestó furiosa la aludida—. Héctor no se hubiera andado con tantas contemplaciones si el desaparecido fueras tú. Estaría buscándote como un loco y te aseguro que ya te habría encontrado.

Julio puso al techo por testigo de la desconsideración de ella.

—Haga lo que haga, siempre me la cargo… —barbotó con airecillo de paciencia infinita, paciencia que ella no merecía.

Y, por fin, las dos chicas se encontraron ante la puerta de Héctor, con sus libros bajo el brazo y tratando de ocultar el anhelo y la nerviosidad que experimentaban. Mientras abrían, se atusaron las melenas, estiraron la ropa y… limpiaron los zapatos por el procedimiento de frotar la punta de cada uno en la pierna contraria. Teresa las sorprendió con las manos en la masa, o sea, en plena operación de mejoramiento personal.

—Buenas tardes… Venimos a ver a Héctor.

—¡Oh, pues…!

La joven cara de Teresa demostró cierto apuro. Sin duda estaba ya mejor informada que dos días antes y actuaba con cierta malicia. Entraba en lo posible que la hubieran aleccionado.

—Avisaré a la señora.

Cosa increíble, las dejó en la puerta. Pero regresó instantes más tarde, seguida de la madre de Héctor.

—Hola, queriditas…

Besó a las chicas con afecto, pero no lograba ocultar su nerviosismo.

—Me ha dicho Teresa que venís a ver a Héctor. Bueno, sigue con mucho catarro y es tan contagioso… Otro día, ¿eh, moninas?

En aquel momento, de presenciar Julio lo que estaba sucediendo, Verónica quizá no se hubiera librado de un cachete, ya que se le olvidaron sus advertencias y exclamó:

—¡Pero usted no se ha contagiado y Teresa tampoco!

—Oh, no creas… estoy notando ya…

Se llevó la mano a la garganta… carraspeó un poco.

—¿Es que no está mejor? —preguntó Sara.

—Sí, sí, no va a peor, pero es un catarro tan fuerte… quizá necesite todavía algunos días más.

—¡Pobre Héctor! ¡Va a aburrirse como un hongo! —auguró Sara—. Ya que no podemos verlo, ¿podríamos escribirle una notita?

La señora Bellido no podía negarse sin ser descortés y las dos chicas la siguieron hasta una salita, bajo la curiosa mirada de Teresa.

La madre de Héctor les hizo entrega de un bloc y un bolígrafo y luego tomó asiento en silencio, contemplando a sus dos jóvenes visitantes sin dejar de mesarse las manos.

La primera en empezar a escribir fue Sara, y Verónica, con la vista en la alfombra, no sabía cómo disimular su cortedad. Cierto que de reojo podía apreciar el temblor de manos de la señora.

Con la punta de la lengua fuera —sin duda aquello le inspiraba—, Sara empezó su nota:

«Querido Héctor: Eres un aguafiestas y un “microbioso”. Por favor, ponte bueno en seguidita, porque te echamos mucho en falta y anhelamos que lo que te sucede no sea importante (de malo, se entiende). Hasta Petra está muy triste por tu ausencia. Si pudiéramos hacer algo por ti… con gusto nos repartiríamos tus microbios o lo que sea y, como tocaríamos a poco, todos contentos. Hasta pronto, querido Héctor.

Sara.»

Arrancando la hoja del bloc, se la entregó sin plegar a la señora Bellido. Luego le pasó el bolígrafo a Verónica, que escribió a su vez:

«Querido Héctor: Todos queremos ayudarte y no sabemos cómo, y eso nos tiene furiosos y como perdidos, pues ya sabes lo importante que eres para todos nosotros.»

Levantó la cabeza, sacudiendo su dorada melena y mirando por un momento con bastante preocupación a la madre de su compañero. Pero estaba pensando en Julio: «¿Estaría siendo indiscreta? ¿Aprobaría él su estilo?»

Volviendo a su escrito, observó de paso que la señora Bellido parecía bastante afectada.

«Bueno, Héctor, el primer día que vengas a la “sala de juntas”, para celebrar tu vuelta, quiero decir, restablecimiento, haremos una fiesta por todo lo alto y nos reiremos juntos de los malos ratos que estamos pasando, porque entonces pertenecerán ya al pasado. Ven prontito, Héctor.

Verónica.»

Le entregó la nota a la madre de Héctor, que acarició el papel con su mano nerviosa. Luego las miró a las dos con detenimiento, tratando de dominarse. Y por un momento sintió el benéfico influjo de aquellas dos jovencitas, que sabían expresarle a su hijo tanto afecto.

—Cuando lea vuestras notas se va a poner muy contento. Yo no tengo hijas, ya lo sabéis, pero creo que, de tenerlas y poder elegir, hubiera elegido dos igualitas a vosotras.

«Ahora tendremos que decir algo», pensó Verónica, que estaba como la grana y no sabía qué hacer con las manos. Con los pies sí, pues pisó disimuladamente a su compañera para que tomara la iniciativa.

—Sabe usted decir unas cosas muy agradables, pero… preferiría que las escuchara mamá, porque ella no siempre es de su parecer —murmujeó Sara.

Margarita acarició aquel pelo rojo con una sonrisa triste en los labios.

—Estoy segura que ella piensa exactamente como yo. Gracias por vuestra visita, queridas; me ha hecho mucho bien saber lo que os preocupáis por Héctor.

Aquí Verónica respondió con la ingenuidad temida por Julio, muy brillantes sus ojos como estrellas:

—¡Oh, no lo sabe usted bien! Estamos que no vivimos…

En aquel momento, fue ella la que recibió el disimulado pisotón de su compañera y trató de rectificar:

—Bueno, pero un catarro no es más que un catarro y pronto… pronto…

Nada; se había cortado y no encontraba el hilo.

—Sí, hijita, así será.

Indudablemente, la madre de Héctor había estado muy cariñosa, pero también se dio mucha prisa en acompañarlas hasta la puerta. Luego en la calle, Verónica reprochó a la otra:

—Podías haber inventado algo parecido a lo que se le ocurrió a Julio para hablar a solas con Teresa.

—Pues no se me ha ocurrido. Después de todo, también podías haberlo hecho tú. Aunque no sé por qué me figuro que ahora Teresa está aleccionada y a lo mejor no suelta prenda.

Habían quedado citadas con «Los Jaguares» no desaparecidos, a los que dieron cuenta de la entrevista. Verónica un poco tímidamente, pues comprendía que no había estado a la altura de las circunstancias, y Julio desaprobaría su actuación. Raúl la alabó mucho.

Aquellas largas horas sin saber de Héctor estaban haciendo mella en sus compañeros y permanecían largo rato silenciosos, cosa bien rara en el grupo.

—La madre de Héctor me ha contagiado su nerviosidad —confesó Sara—. Estoy como una pila eléctrica.

—¡Peste! Esto es ya mucha desaparición. Unas horas, bien, pero un día y otro día… yo también me estoy poniendo «histórico…»

Oscar no podía pasar sin dar su opinión. Julio volvió a la realidad para corregirle, con el correspondiente papirotazo en la cabeza.

_Supongo que has querido decir histérico, en lugar de histórico.

—¡Peste! Es igual —replicó el chico.

—Igual… —apuntó Raúl, ladeando la cabeza.

Aquella noche, en la oscuridad de su habitación, Julio no podía dormir. Era como si tuviera a la madre de Héctor, agigantada, iluminada, con su nerviosismo, que le llevaba a tener las manos en continuo movimiento y su mirada patética. Y veía también al doctor Bellido en el pasillo de la clínica, mirando con angustia en torno, como si temiera que alguien sorprendiera lo que ambos estaban hablando. Y aquella forma de disimular cuando una enfermera salió por una puerta.

De pronto, en la oscuridad total, el muchacho vio cosas que no había visto a la luz. Con ímpetu, se sentó en la cama, diciéndose en voz baja:

—Él dijo que no era cuestión de dinero. Entonces… ¿y si algún enfermo o sus familiares han amenazado al doctor con vengarse en su hijo si el enfermo empeora o…? A veces la gente, llevada del dolor, enloquece y no es justa…

Aquello explicaría la creciente inquietud de la madre, la larga desaparición… y hasta quizá que el mismo día de la desaparición o secuestro, lo que fuera, el doctor, que no debía de estar para nada, se decidiese a operar…

—Puede que sea yo quien estoy viendo visiones. Si mediara una amenaza así, ¿por qué el doctor no avisa a la policía?

A pesar de todo, un oscuro convencimiento advertía al muchacho de que sus deducciones tenían que acercarse bastante a la realidad.