Verónica había vuelto muy pronto a sus lamentos y a su dedo, lamentos interrumpidos un instante con la llegada de Oscar, el hermano menor de Julio, verdadero pegote de los mayores.
—Creo que se quita el dolor metiendo el dedo en agua caliente —dijo el chico, servicial.
—¡Eres un sádico! —chilló Verónica.
Al fin, después de deliberar, adoptaron un acuerdo muy a tono con el lugar en que estaban y la víctima se encontró con una rodaja de patata en el dedo.
Luego Sara, con aire triunfal, paseó la vista por las bandejas y exclamó:
—¡Ajá! ¡Ha quedado todo perfecto! ¡Qué sorpresa tan agradable vamos a darles a los chicos! Llevemos todo esto al garaje…
Se cortó, chillando a continuación, pues León había vuelto a hacer otra de las suyas en una de las fuentes. El castigo lo recibió de Petra, en forma de cachiporrazo.
Una vez en el feudo de «Los Jaguares», Sara volvió a entrar en la casa para regresar poco después con una sábana entre las manos.
—La clavaremos en la pared y será la pantalla —dijo—. Pero tendréis que ayudarme.
Entonces Oscar, muy servicial, saltó sobre un cajón. Tomó el clavo y el martillo que le alargaba Sara y…
—¡Peste! —exclamó—. ¿Es que no tienes otro martillo menos maligno, Sara? Éste en vez de pegar en el clavo pega en el dedo. Tendrás que hacerlo tú.
Sara le puso en la nariz el índice de la mano izquierda, levantando la mano.
—No sé si podré; me he cortado haciendo las rebanaditas de pan.
Verónica sopló la rodaja de patata, exclamando:
—¡Ay, qué día tan fatídico para los dedos…!
El mono y la ardilla corrían por entre los mil cachivaches del garaje, saltando y dejándose caer, nadie sabía si en guerra o paz, mientras los tres jóvenes se dedicaban a mirarse sus respectivos maltratados dedos. De pronto, mono y ardilla se inmovilizaron.
—¡Ya están aquí los chicos! —exclamó Sara, corriendo hacia la puerta.
Los otros dos la siguieron. León y Petra se adelantaron. En efecto, los chicos estaban allí, pero sólo Raúl y Julio.
—¿Y Héctor? —preguntó Verónica, apuntando a los recién llegados con la rodaja de patata.
Julio respondió a la pregunta con otra, furiosa la mirada puesta en su hermano:
—¿Qué haces tú aquí?
—¡Oh, pues, he venido a lo del safari!
—Te pregunto que cómo sabías lo de la película.
Oscar achicó el ojo visible para fijarlo en su dedo y se calló como un muerto.
—¿Se puede saber por qué has venido? —prosiguió Julio—. No sé cuándo vas a acostumbrarte a frecuentar la compañía de los mocosos de tu edad.
—¡Pero Julio, si es que hacía falta aquí! He tenido que traer la merienda y todas esas cosas y clavar la sábana en la pared y…
Raúl acudió en ayuda del pequeño, con una sonrisa bondadosa que ensanchaba su cara.
—Estoy seguro de que Sara y Verónica se han alegrado mucho al verte.
—¡Muchísimo, peste! —aseguró el chico, creciéndose con el apoyo.
Julio había apartado algunas cosas para sentarse lo más confortablemente posible y Sara le siguió.
—¿Cómo no ha venido Héctor? Supongo que no tardará. Hemos preparado una merienda estupenda.
—¡Bomba! —aseguró Oscar.
Raúl recorría las fuentes y acabó por detenerse con delectación ante el bizcocho todavía caliente.
—¿De verdad sabéis hacer cosas tan ricas? —se admiró.
Ellas se pavonearon ante el elogio.
—En cuanto llegue Héctor podemos merendar y luego pasar la película —dio Verónica por sentado, mientras se sujetaba la rodaja de patata.
Aquello hizo que Raúl se fijara en su dedo, la consolara y propusiera varios remedios a cual más disparatado.
—No creo que Héctor pueda venir —dijo Julio, estirando las piernas.
Entonces, como un cohete, Sara aseguró lo contrario, pues la víspera les había prometido a ellas acudir con la película y la cámara y él nunca faltaba a sus promesas.
—Es que… debe de estar enfermo —dijo Raúl con cierta cortedad, mirando en dirección a Julio, como esperando que aprobara sus palabras.
—¡La pilló! —soltó Sara, volviéndose tan bruscamente que su coleta saltó en el aire—. ¡Claro, no podía ser otra cosa, después de la mojadura de ayer! Iba sin paraguas cuando vino a esperarnos, porque él nunca se preocupa por sí mismo, como otros…
—¿Será grave? —preguntó la otra chica con preocupación.
Julio y Raúl no respondieron más que con un gruñido. A continuación, Sara salió del garaje diciendo que iba a telefonear a casa del ausente. Julio saltó de su asiento y la siguió. Raúl a él y Verónica y Oscar, para no quedarse solos, hicieron lo mismo. De pronto el último chilló, recordando que Petra y León no podían ser dueños absolutos de la merienda.
—Me quedo de cuidador de fuentes —advirtió.
Raúl hizo una llamada de honradez, con vistas a que dejara algo.
Sara, que se sabía de memoria el número de teléfono de todos sus compañeros, lo marcó. En el mismo momento obtuvo contestación. Era la madre de Héctor y no parecía sino que hubiera estado aguardando la llamada, a juzgar por su prontitud en la respuesta:
—¿Quién es?
Julio pegó su cabeza a la cabecita pelirroja para no perderse ni coma.
—Sara… ¿Está Héctor?
—Hola. Hablas con Margarita… ¿cómo estáis?
—Muy bien, gracias. Estábamos esperando a Héctor, que prometió venir con una película y…
—No podrá ir, Sara. Está bastante acatarrado.
—¡Claro, no me extraña! Ya se lo advertimos nosotras. No se puede ir en pleno diluvio sin paraguas. Las valentías se pagan.
—Sí, querida; tienes mucha razón.
—Dígale que se cuide. Y muchos recuerdos de todos «Los Jaguares»…
Todavía cruzaron unas frases triviales de despedida y luego terminaron la conversación.
—¡Qué pena! —se lamentó Verónica.
—¡Eh, sí, claro…! —Raúl no quería ser el primero en manifestar sus sospechas y dejaba la iniciativa a Julio, reservándose otra—. Ya que habéis trabajado tanto, podíamos hacerle los honores a la merienda.
Regresaron al garaje. Cosa rara, Oscar no preguntó nada sobre lo sucedido (tenía la boca llena y era preciso disimular la forma en que había actuado de cuidador).
—¡Qué bueno está esto! —se admiró Raúl, clavándole el diente a una tapa de jamón—. ¡Pero qué bueno! Sois extraordinarias, la verdad. Nadie sabe hacer las cosas como vosotras.
—Mi modesta opinión es que la paternidad del jamón hay que achacarla en primer lugar a un cerdito tragón y la del pan al panadero —sentó Julio.
Raúl, en pleno éxtasis, porfió a golpe de cabeza:
—Sí, sí, pero la estupenda combinación es cosa de ellas.
—¡Pues ya veréis el bizcocho! —presumió Sara—. Lo hemos hecho Verónica y yo sin ayuda de nadie, aunque claro, con una receta estupenda. Pero hay que saber interpretarla, no vayáis a creer.
—Se me está haciendo la boca agua —declaró Oscar, feliz, aunque su hermano dirigía al pastel recelosas miradas.
—¿Quién hace partes? —preguntó Verónica—. Yo no puedo.
Y mostró lastimosamente la rodaja de patata bajo la que tenía un dedo.
Sara adelantó entonces otro dedo fajado en tafetán.
—¡Ni que hubierais venido de la guerra! —exclamó irónicamente Julio sin compadecerlas. Y eso hacía rabiar a las chicas.
Como voluntario se presentó Raúl, al que se le daban muy bien aquellas cosas. Cada uno se apoderó de su parte con gozosa expectación. En seguida, Julio se inmovilizó, con la boca llena de bizcocho y la mirada esquinada.
—Si esto es repostería —empezó a farfullar—, le falta azúcar y si es guiso, le falta sal.
—¡Peste, qué talento tienes Julio! Antes ya le había yo notado algo raro —apuntó Oscar.
A Raúl le parecía una indelicadeza sacarle faltas a un bizcocho en el que las chicas se habían esmerado tanto, ya fuera repostería o guiso. Así que siguió engullendo como si fuera manjar de dioses y repitiendo:
—¡Está inmenso! ¡Inmenso!
Las chicas no escuchaban, ocupadas en mirarse acusadoramente. Petra y León parecían muy interesados en el resultado.
—Eras tú la encargada de echar el azúcar en la harina —dijo Sara, triturando las sílabas.
—¡Oh, no! ¡Yo era la encargada de ir incorporando las yemas, según decía la receta!
—¡Pero yo era la encargada de batir las claras, según decía también la receta! Y todavía me duele la muñeca de tanto dale que dale…
Los chicos llevaban la cabeza de una a otra, como si estuvieran viendo un partido de tenis.
—Bueno, no es necesario discutir —sentenció Julio—. Os habéis ganado un suspenso como reposteras, pero agradecemos la voluntad. Y el caso es que tengo apetito. Anda, mico, alárgame esa fuente…
Julio le echó la mano a una tapa de queso; cuando la iba a llevar a la boca, se quedó con la mano a mitad de camino, el gesto todo torcido.
—¿Qué es esto rojo?
Sara enrojeció; trató de ocultarlo, pero todos la miraban.
—¡Ay, Dios mío! —se lamentó—. Debe ser la rebanada de cuando me he cortado el dedo. No sabía dónde había ido a parar.
—¡Puaf! —exclamó Julio—. Menos mal que me he dado cuenta a tiempo, porque si no, ¡menuda infección!
—¡Oye, asquitos, que yo no estoy infectada! —galleó Sara.
Como siempre, Raúl limaba diferencias aplicándose al bizcocho, cuyas excelencias no cesaba de entonar.
Para remate de males, Petra y León, aprovechando la distracción, sembraban el caos en lo que quedaba en las fuentes. Lo que no mordisquearon, estaba pisoteado.
Y todo se resolvió cuando a Verónica le entró la risa y Oscar se contagió y los dos contagiaron a Sara. Raúl reía sin mucha alegría y hasta Julio trató de hacerse el simpático.
—Se me ocurre una idea. ¿Por qué no le llevamos a Héctor el bizcocho sobrante?
Las chicas se consultaban con la mirada.
—Es que vamos a quedar tan mal… —dijo Verónica muy modosita, como pidiendo gracia para sus despistes repósteriles.
—¡Qué va! Si como dicen, Héctor está tan acatarrado, no estará para diferenciar sabores y, si no lo está… ¡que se fastidie! —declaró Julio, poniéndose en pie.
Envolvieron el bizcocho en papeles y más papeles, lo ataron con una cinta de seda y salieron de casa felices y contentos (Raúl y Julio con fingida alegría) después de encerrar en el garaje a León y Petra, para no parecer un circo ambulante, según expresión de Verónica.
La esposa del doctor Bellido pareció bastante sorprendida al encontrarse a los cinco «jaguares» ante su puerta.
—¡Ah! ¿Sois vosotros? No os esperaba…
Sara y Verónica se daban con el codo, mandándose de una a otra ofrecer el presente tan desastroso que llevaban bajo cinta de seda. Al fin la primera tuvo que decidirse.
—Es que… habíamos hecho un bizcocho y ya que Héctor no ha podido venir a compartirlo con todos, le traemos un poco.
Era indudable que Margarita Bellido estaba muy conmovida por la atención. Demasiado, quizá…
—Gracias, chicas; sois encantadoras. Os lo agradezco mucho.
—¿Está mejor Héctor? —preguntó Verónica con tímida vocecilla.
—Pues… ya sabes, esto de gripes y catarros lleva su tiempo… —respondió la madre de Héctor, mirando más allá del grupo.
—¿No podríamos… verlo? —preguntó entonces Sara, que, de un modo vago, estaba notando algo raro en el ambiente.
—Es que… ya les he dicho antes a Raúl y Julio que no es conveniente, porque son virus tan contagiosos…
Sara supo disimular la sorpresa, pero la bonita cara de Verónica reflejaba su estupor, con los azules ojos muy clavados en la señora Bellido. ¿Por qué habrían ocultado los chicos aquel detalle? ¿Qué ocurría?
—Bueno, no queremos molestarla —dijo Julio, haciendo mención de ir hacia la puerta. Pero al pasar se llevó por delante un jarrón con flores y, aunque atrapó el jarrón en el aire, no pudo evitar el mojarse.
—¡Qué torpeza la mía! —exclamó con frescura—. Aguardad un momento. Iré a la cocina para que Teresa me dé un trapo con qué secarme.
Antes de que la señora Bellido pudiera impedirlo, Julio se adentraba pasillo adelante por una casa que conocía muy bien. Encontró a Teresa con la plancha en la mano. La joven, al saber lo que buscaba, acudió prestamente a secarle el agua.
—Oye, simpática, ¿qué pasa con Héctor? —preguntó en voz baja.
En igual tono, ella repuso:
—A mí no me preguntes nada, porque no sé dónde está. Lo único que sé es que la señora se esconde para llorar y que se pasa el tiempo junto al teléfono. El señor también está muy nervioso. Hace un rato se ha ido a la consulta. Y no quiero saber por qué ellos (se refería a sus señores) están muy misteriosos.
Poco después, Julio se reunía con su grupo, no sin observar la mirada de inquietud que le dirigía la madre de Héctor. Al momento, se despidieron y se fueron.