Al día siguiente, Julio entró precipitadamente en clase. Se le habían pegado las sábanas, después de leer hasta la madrugada el famoso volumen sobre los primates y llegaba con un ligero retraso.
Tropezó con la mirada de Raúl, el fuertote de «Los Jaguares», que iba para cíclope, y le hacía una seña en dirección al lugar ocupado generalmente por Héctor: estaba vacío. Luego Raúl levantó un hombro como diciendo: «Ya ves, Héctor aún se retrasa más que tú».
Pasaba el tiempo y éste no hacía acto de presencia. Entre clase y clase, Raúl, curioso, comentó con Julio:
—Es la primera vez que Héctor falta. ¡Hombre, casi me alegro! Es tan perfecto y cumplidor, que al menos ahora tendré algo que pasarle por las narices.
—Es raro —comentó Julio—. Bueno, tú, no te pases; hacer novillos, por una sola vez, no es tan grave.
Terminadas las clases de la mañana, Julio se dirigió a una cabina telefónica, seguido de Raúl y llamó a casa de los Bellidos. La voz de la señora Bellido respondió a la llamada.
—¿Quién llama?
—Soy Julio. Buenos días… ¿puede ponerse Héctor? Un titubeo. Una pausa.
—No, no creo… está muy acatarrado.
—¡Ah, ya me extrañaba a mí que faltara a clase!
—¿No será de cuidado, verdad?
—¡Oh, no! De verdad, no tiene importancia, Julito.
—Me alegro. ¿Quieres darle recuerdos?
En cuanto cortó la comunicación, Raúl, a su espalda, preguntó con curiosidad:
—¿Está malo?
—Ya lo ves. Parece que los perfectos también son susceptibles a los microbios.
Anduvieron unos pasos y luego el fuertote propuso:
—Podíamos ir un momentito a verlo después de comer…
—¿A ver a un catarroso? Vamos, anda…
De reojo, el otro le miró con reproche. Y Julio se mordió los labios. ¡Zambombas, siempre le estaban tildando de egoísta! Y la verdad, aquello de los microbios, las inyecciones… sobre todo las inyecciones, le ponían los pelos de punta. Pero también, le estaban colgando una famita…
—Has tenido una mala ocurrencia, borrego —dijo riendo—, pero por esta vez la acepto. Y procura recordarlo cuando comentéis eso de lo mucho que me cuido.
Lo hicieron como se lo habían propuesto. Al entrar en el portal, Julio observó que Teresa, la doncella que tan agradables meriendas solía prepararles, iba en dirección al buzón con una carta en la mano. Como ya esperaba, la señora Bellido fue quien acudió a abrir. Al primer vistazo, los muchachos descubrieron que tenía los ojos rojos y parecía muy nerviosa.
—¡Ah, sois vosotros!
Además estaba como envarada, cortada.
—Buenas tardes —dijeron a dúo ellos. Y siguió Raúl—. Venimos un momentito a ver a Héctor, antes de ir a clase.
Nuevo titubeo y:
—Se os hará tarde…
—No, ¡que va! Todavía es pronto —insistió Raúl.
Seguían clavados junto a la puerta, cuando los dos solían andar por allí como Pedro por su casa. La madre de Héctor parecía una muralla ante los dos jóvenes.
—Es que… se os puede contagiar.
Raúl saltó con optimismo, dando un paso hacia delante:
—¡A mi no se me contagia nada! Casi tengo ganas de estar un poco malo, para saber qué es eso…
Parecía decidido a seguir y la señora Bellido, una mujer encantadora y cordial, le retuvo por un hombro:
—¡Ea que no quiero que pases! Debo salvar mi responsabilidad y es una tontería, después de todo. ¿Es que no os visteis ayer?
Julio seguía clavado junto a la puerta, sin intervenir. Desde la salita contigua al recibidor, la voz del doctor Bellido indagó:
—Margarita, ¿quién es?
—Raúl y Julio quieren ver a Héctor, pero no quiero que se contagien. Ya se marchan.
Aquello era ponerlos en la calle. Por otra parte, al doctor Bellido le gustaba mucho charlar un rato con ellos y ni siquiera hizo acto de presencia.
—Adiós, Margarita —dijo Julio—, que se mejore Héctor.
—Gracias, chicos; le… diré que habéis estado.
En la puerta, Raúl se volvió:
—¿Seguro que lo de Héctor no es de cuidado?
—Seguro, Raúl; no tiene importancia.
Julio ya estaba en el portal. Teresa, la doncella, entraba en aquel momento. Siempre solían bromear con ella y en esta ocasión Julio trató de ser como todos los días.
—Oye, Teresa, ¿ya te acuerdas de lo que nos prometiste el otro día?
—¿Te refieres a que me comprometí a hacer para vosotros las tortas de mi pueblo que son tan famosas? Descuida, pero tenéis que avisarme. ¿Es que las queréis para esta tarde?
—No, no, para esta tarde no. Oye, ¿qué pasa con Héctor?
—No lo sé, no ha venido a comer; quizá haya ido a casa de sus tíos. Me temo que la señora está disgustada y el señor también. Bueno, ellos están muy orgullosos de su hijo, ya lo sabes y aprueban todo lo que él hace.
—Sí, claro; adiós, guapa.
Raúl no acababa de entender lo que estaba sucediendo. Después de dar unos pasos, se detuvo para esperar a su compañero, diciendo:
—Esta Teresa es una buena chica y simpática, pero muy despistada. Ni siquiera se ha enterado de que no tiene a Héctor en casa.
Las manos de Julio cayeron sobre sus hombros.
—Es que Héctor no está en su casa. Tampoco entiendo lo ocurrido, pero eso lo sé. Teresa ha dicho la verdad.
Y me pregunto: ¿Por qué han pretendido engañarnos?
—¿Estás loco? —la honrada cara del fuertote demostraba incredulidad—. ¿Por qué iban a querer engañarnos?
Y menos ellos —se refería a los Bellido—, que son las mejores personas del mundo.
—Sí, sí, pero nos han largado un cuento chino. Bien, pongamos orden en este lío. Primero: Héctor no está enfermo. Segundo: No ha aparecido por el colegio, pero ha salido de casa. Tercero: En lugar de decir dónde está, su madre inventa una falsa enfermedad. Cuarto: Tienen la suficiente confianza con nosotros como para hablar con claridad. Quinto: Esto es un jeroglífico…
Raúl se temió que como a su compañero le diese por doctoralismo sería el cuento de nunca acabar.
—Oye, que vamos a llegar tarde a clase.
—No vamos a clase.
—¿Estás loco? —repitió una vez más el fuertote.
—No, muy cuerdo. Vamos a buscar a Héctor hasta encontrarlo. Preguntarle a sus padres, parece que sería inútil, puesto que se andan con tapujos.
—Estarán disgustados porque no ha ido a comer…
Julio cortó los razonamientos del otro.
—Ni a clase. Cuando a última hora de la tarde de ayer me despedí de él, su intención era la de llevarme unas fotografías. No dijo que pensara faltar ni nada por el estilo y esto me sugiere algo anormal…
Raúl estaba atónito de las cosas que la sorprendente mente de Julio le sugería y él no podía comprender. Abrió la boca para decir algo y la cerró sin decir nada.
—Establezcamos un plan con lógica para empezar a actuar. Quiero decir, sin dar palos de ciego.
El pobre Raúl se le quedó mirando como un tonto, con la boca abierta, esperando el resto de la explicación.
—Vamos a ver, ¿por dónde crees tú que debemos empezar?
Aquí el buen fuertote fue de lo más lógico y aplastante.
—Por donde lo creas tú.
—¡Ah, bien! Descartemos que Héctor haya hecho alguna barrabasada, quiero decir, que se haya largado a su capricho para ver o participar en alguna competición deportiva: no lo hubiera ocultado en su casa. Y, por otra parte, prometió llevarme a clase, esta mañana, unas diapositivas sobre primates. Luego ha sucedido algo totalmente ajeno a su voluntad.
—Un… ¿accidente? —preguntó Raúl con castañeteo de dientes—. No me extrañaría, recordando que su madre estaba llorosa.
—Si juzgas por ahí, quizás. Pero si hubiera sufrido algún accidente no nos lo hubiera ocultado su familia. Lo sabría Teresa, que no lo sabe. Y ahora el punto más importante: de haber ocurrido un accidente su padre, que es cirujano, estaría junto a él, pero se hallaba en casa.
—¡Pues es verdad! Claro que… —apuntó tímidamente Raúl—, el accidente ha podido tener lugar, pero la familia lo ignora todavía. Quizás estén investigando y al no saber los resultados se han limitado al cuento de su enfermedad catarral.
Sí, Julio aceptaba la hipótesis. Si Héctor se hallara por circunstancias imprevistas en cualquier lugar, hubiera telefoneado a su casa. Se preguntaron si las chicas sabrían algo. En cualquier caso, a aquella hora estarían en clase.
—Bueno, no vamos a corretear de un lado para otro para terminar con la lengua fuera —decidió Julio.
—Pero si hay que hacerlo…
—¡Nada! Vámonos a mi casa y nos dedicamos a telefonear a todos los centros hospitalarios de la ciudad, sus alrededores y las comisarías de Policía al completo. Es el medio más rápido. Aunque supongo que eso mismo estará haciendo la familia de Héctor, si es que ignoran su paradero. De todas formas, es una investigación que no podemos desestimar.
En casa de los Medina no había nadie, ni siquiera la cocinera y tuvieron libertad absoluta, con el listín de teléfonos por delante, para indagar a placer.
Comenzaron con los centros hospitalarios, preguntando si había ingresado, enfermo o accidentado, un joven de las características de Héctor. Pero desde la primera llamada, Julio añadía algo, antes de cortar la comunicación y tras recibir una respuesta negativa, una coletilla que causaba asombro en Raúl:
—¿Ha llamado alguien preguntando por la persona en cuestión?
Al rato, Julio se volvió hacia Raúl:
—¿Lo ves? Somos los primeros en preguntar por Héctor. Eso quiere decir que sus padres no se han preocupado en investigar porque saben que no van a encontrarlo en ninguno de estos lugares.
—¡Rayos! ¡Tienes razón!
La emprendieron a continuación con las comisarías, sin más éxito. Tampoco allí nadie había indagado sobre Héctor.
Se habían pasado sus buenas tres horas en la tarea, teléfono en ristre. Entonces, Raúl indagó:
—¿Qué hacemos ahora? Podíamos ir a ver a las chicas… quizás sepan algo.
—No confío en eso, pero vamos. Puede que nos den alguna luz sobre las intenciones de nuestro compañero, puesto que ayer tarde estuvo bastante rato con ellas.
En el fondo, los dos estaban desalentados.
Sara se mojó un dedo con saliva y tocó la fuente del bizcocho que tenía en el horno. Retiró el dedo a todo correr y brindó a Verónica la oportunidad de convertirse en heroína como rescatadora de pasteles al horno:
—Anda, sácalo tú…
Verónica no cayó en la trampa cándidamente y se lió las manos en trapos antes de decidirse a plantarlas dentro del horno.
—¡Uf! —Esto parece las calderas de Pedro Botero…
Pero, triunfalmente, llegó a poner el pastel sobre la mesa. Las dos se lo quedaron mirando con ilusión loca. ¡Ahí era nada! Se habían empleado a fondo en preparar una espléndida merienda para obsequiar a sus amigos y, por vez primera en sus vidas, habían hecho un pastel soberbio siguiendo las indicaciones de una receta.
—Tiene que estar riquísimo; la receta era muy buena —decía Verónica, mirándolo con deseos de arrancarle un pellizquito.
Lo miraba y lo olía tan de cerca, que Sara le advirtió:
—¡Eh! Que lo estás barriendo con el pelo…
—Pero lo tengo muy limpio…
Petra, la ardilla de Sara, saltaba en torno a la mesa, mareando con sus chillidos de asombro, admiración o… cualquiera sabía qué.
—La pobre quiere bizcocho —sentenció Verónica. En realidad, la que se moría por probarlo era ella. Aprovechando que Sara estaba de espaldas arreglando una fuente con pinchitos, le metió el dedo al bizcocho.
—¡Ay! ¡Ay, que me he abrasado! —chilló, sin ningún recato.
Y tomó carrera para ir a poner el dedo debajo del chorro del grifo.
Si esperaba la compasión de Sara, salió defraudada.
—Te está bien, por impaciente. Y encima, ibas a estropear el bizcocho y luego los chicos dirán que no hacemos más que buñuelos.
Petra afirmaba, a medias entre la compasión y el castigo de la infractora.
Con todo aquello, ni siquiera oyeron llamar a la puerta. Oscar, el menor de los dos hermanos Medina, se presentó de improviso en la cocina, pues le había abierto Sarabel, la madre de Sara.
—¿Aquí estás tú?
—¡Oh, yo siempre llego a tiempo, eso ya se sabe! —dijo Oscar, echando un vistazo por las fuentes.
—¿Quién te ha invitado? —le preguntó Verónica, de mal humor, a causa de la quemadura del dedo.
—Ya sabes que siempre me entero de estas cosas. Así, incidentalmente, supe ayer que Héctor pensaba venir con una película de un safari, ¡con lo que me gustan a mí estas cosas!, y decidí que no podía faltar.
Petra, zalamera, le había saltado al hombro y aplaudía todas y cada una de sus palabras. De pronto, se inmovilizó con la cola en el aire.
—¡Oh! —exclamó el chico, con su sempiterno flequillo tapándole un ojo y su sempiterno aire malicioso, moviendo una mano en dirección a la puerta. Pasa, León.
Un monito vestido como un niño de dos años, entró a la carrera y cayó sobre una de las fuentes de Sara, llevándose de primera intención un trocito de queso.