I. El extraño cliente del doctor bellido

Llovía en aquella tarde otoñal y ráfagas de un viento frío convertían los paraguas en trastos poco menos que inútiles cuya dirección había que variar de continuo.

Un muchacho alto, bien proporcionado y muy atractivo, que aguardaba junto a la puerta de salida del colegio femenino, se subió el cuello del impermeable e inclinó la cabeza, ladeándola, para sortear mejor el chaparrón, aunque con resultados no muy felices. Las colegialas empezaban a salir y, especialmente las mayores, intentaban atraerle a la conversación con frases no muy ingeniosas, como:

—¿Vaya tardecita, eh?

—¡Qué tiempo más horrible!

—Te estás poniendo como una sopa, Héctor…

Sí, aquel muchacho era Héctor, jefe de la pandilla conocida por «Los Jaguares» y bastante popular para la casi totalidad de las colegialas.

—¡Hola! —se limitaba a responder él, poniendo en juego su simpática sonrisa. Pero, al mismo tiempo, escudriñaba más allá de las valientes, que para charlar un instante con él desafiaban el agua.

—¿Aguardas a Sara y Verónica, no? —preguntó una chica de cara de luna, con cierta envidia de sus compañeras más afortunadas que ella, porque… ¡ay, cómo le hubiera gustado ser amiga de Héctor e ir a todas partes con él…!

—Okay —respondió Héctor, con un guiño gracioso.

De pronto, un paraguas que cobijaba a dos chicas se alzó un poco y bajo él aparecieron una cabeza rubia y otra pelirroja. Ya estaban allí Sara y Verónica. La última, con gesto escandalizado, se permitió amonestarle:

—¿Estás loco? ¡Mira que aguantar la lluvia a cuerpo limpio! Siempre haces lo contrario de lo que debes hacer. Eres un rebelde en toda la línea.

Esto no era precisamente así, pero cuando la rubia Verónica se sentía maternal había que dejarla.

—Anda —invitó—, aunque sea mal, te tapamos.

—Muchas cabezas para un paraguas —repuso Héctor con tono festivo. Lo que no fue obstáculo para que obedeciera, con el resultado de recibir sobre sí la misma lluvia que si fuera descubierto, más el agua que resbalaba del paraguas.

—¡Ay! Tú eres un valiente —sentenció Sara—, pero el otro no se expone a un catarro así como así. ¡Ese pájaro se cuida con un mimo aterrador!

No necesitó puntualizar más para que los otros supieran que se estaba refiriendo a Julio, el mayor de los hermanos Medina, ambos pertenecientes a «Los Jaguares».

—Pues, en efecto… ése sin paraguas no da un paso, no ya cuando llueve, sino cuando alguna nubecita puede aguarle el paseo —replicó Héctor.

—Es un egoistón —protestó Sara, sacudiendo la cabeza, que se salió fuera del paraguas.

—¡Pobre Julio! Siempre le estás mortificando, lo mismo si lo tienes delante que detrás —le afeó Verónica.

—¿Mortificando? A ése le resbala todo…

Echaron a andar. Habían dado ya sus buenos veinte pasos cuando Verónica notó la ausencia de Raúl, cosa que debió notar antes, dada la espléndida humanidad de aquel «jaguar» y su devoción por ellas dos. Era de los que nunca faltaban.

—¿Raúl…? —replicó Héctor—. Se ha ido a casa y no por gusto —rió con ironía por un lado de la boca—. Imposiciones del papá. Parece que necesitaba urgentemente la ayuda de su «pequeñín».

—¡Ah, ya! —murmujeó Sara.

Pasaban ante una cafetería y Héctor se detuvo de pronto, quedándose fuera del paraguas, que después de todo le daba ya igual.

—¿Entramos a tomar café con leche?

Ellas respondieron traspasando el umbral del establecimiento. Se sacudieron el agua y Héctor, con el pañuelo, se limpió la frente por la que descendía un chorrito hasta la nariz.

—Espero que mañana no tengáis nada que hacer a la salida del colegio, porque pensamos ir a la «sala de juntas».

Llamaban así al garaje de casa de Sara, un lugar maravilloso, salpicado de cachivaches, pero que les pertenecía a «Los Jaguares» casi en exclusiva.

—¿Lo tenemos? —preguntó Verónica, mirando hacia su compañera.

—No lo tenemos —repuso Sara, tajante. Claro que de tener alguna ocupación, aunque fuera importante, la respuesta no hubiera variado.

—Veréis, unos amigos nuestros han efectuado un safari en Kenia y han traído unas películas preciosas. Me las van a dejar mañana. Así que las llevaré y pasaremos un buen rato.

—¡Es formidable! —exclamó Sara—. Supongo que estaremos todos.

—No sé si Raúl podrá venir. Espero que Julio sí —replicó el muchacho.

—Como no venga, le lanzo un cachiporrazo en cuanto le eche la vista encima —sentenció Sara con aire terrible que puso en conmoción su rojo pelo.

Habían entrado para un momentito… y estuvieron una hora en la cafetería. Inesperadamente, Héctor se dio un cachete en la frente.

—¡Vaya, se me había olvidado! Julio ha quedado en pasar a buscar un libro… después de recoger el paraguas, se entiende. Os acompaño hasta la parada del autobús.

La intensidad de la lluvia era ya mucho menor y el trío se dio poca prisa para llegar al autobús.

—Hasta mañana —dijeron las chicas a dúo, cuando subieron a él, apretujándose con la gente para conseguir no quedarse en tierra.

Entonces Héctor miró su reloj.

—¡Caray, qué tarde se me ha hecho! —murmuró para sí—. Julio me va a recibir con una cara más que larga.

En efecto, Julio le aguardaba hacía ya un rato. No había ido a casa de Héctor, sino a la consulta de su padre, donde estaba el libro en cuestión.

La enfermera que le abrió la puerta, preguntó:

—¿Tiene hora? De no ser así deberá volver otro día…

—No vengo a la consulta del doctor Bellido, sino que estoy citado aquí con su hijo. ¿Ha llegado ya?

—Pues no… aunque no suele venir a diario.

—Hoy vendrá —contestó el visitante con firmeza.

La enfermera le indicó una salita, pero Julio se negó a aceptar. Señalándole una silla situada a la entrada del pasillo, dijo a la enfermera:

—Si no le importa, esperaré aquí.

—Como quiera.

En cuanto se hubo sentado, Julio se absorbió en lo que llevaba en la cabeza y hay que confesar que la tenía siempre repleta. Luego, como su silla estuviera situada frente por frente a la puerta de la sala de espera y ésta se hallaba entreabierta, se distrajo contemplando a los pacientes del padre de su amigo. Todos tenían ese gesto de preocupación característico en las personas que acuden a la consulta de un médico y dos señoras charlaban por los codos, contando a todos los demás las terribles operaciones que habían sufrido con todo género de detalles.

«¡Vaya rollo! —pensaba el muchacho—. Y el muy cara de Héctor sin venir. ¿Para qué me habrá citado a las siete si son ya las siete y media?»

De pronto, se encontró observando con detenimiento a aquellas personas, una tras otra. Observar era algo inherente a su naturaleza. Le parecieron seres bastante corrientes… Es decir, el hombre de gesto adusto que ocupaba el sillón del ángulo de la sala, bajo la lámpara, parecía nervioso y tenía una forma extraña de tamborilear con sus dedos impacientemente en la mesita que estaba a su lado. Dos golpecitos con la uña del dedo meñique; dos golpecitos con la del anular; otra vez el dedo meñique… y así sucesivamente. Julio había observado aquello mismo en personas nerviosas o preocupadas, pero siempre utilizando cuatro dedos, desde el índice hasta el meñique.

Suspiró con aburrimiento. ¿Tardaría todavía mucho el informal de Héctor?

Los ojos se le iban continuamente al reloj. Al rato, la enfermera acompañó a una señora a la puerta de salida y luego regresó para acercarse a la sala de espera. Desde el umbral dijo, con voz impersonal:

—El siguiente, por favor…

El hombre cuyo repiqueteo de dedos había llamado la atención de Julio, se levantó, saliendo impetuosamente al pasillo y yendo a tropezar con los pies del «jaguar». Masculló algo y luego dijo a éste, al pasar a su lado:

—Podía encoger las piernas…

—Perdone —murmuró el muchacho, sintiéndose mal impresionado ante aquella mirada dura y aquel rostro ancho y torvo. Pero dejó en seguida de pensar en el individuo en cuanto desapareció por la puerta donde el doctor Bellido recibía a sus clientes. Además había sonado el timbre de la entrada y sus esperanzas se confirmaron: ¡allí tenía a su amigo!

—Carota, más que carota. Llevo mil años aguardándote…

—¡Hombre, mil años! —se defendió Héctor—. He pasado un rato con las chicas y se me ha ido el tiempo sin darme cuenta.

—¡Claro, claro!

Héctor tiró del brazo de su amigo y le introdujo en una habitación repleta de libros.

—Creo que tengo por aquí el volumen referente a la evolución de los primates —dijo, pasando el índice por los tomos de una de las estanterías—, es decir, lo tiene papá, pero a él le encanta que yo haga mías sus obras científicas.

—Desde luego, con el objeto de que sigas sus pasos.

Y por lo que sospecho, supongo que así será —comentó el alto Julio.

—Él estaría encantado, como el tuyo lo estará de que seas su seguidor en la diplomacia…

—¡Hmmm…!

Por fin apareció el volumen. A Héctor le hacía gracia que aquel tipo de lecturas le interesaran tanto a su compañero. A lo mejor, daban con la diplomacia al traste. Riendo, dijo:

—Bueno, ten cuidado con el libro. Si fuera una figura de artística porcelana a papá no le importaría que se perdiera, pero siendo lo que es…

—Por ese lado puedes estar tranquilo.

—¡Ah, no comentes delante de Sara el libro o emprenderéis una discusión épica!

—Dirás que le servirá a ella para burlarse de mí. No tengo tanta suerte como tú con las chicas. De ti lo aceptan todo. Si dijeras que te vas a vivir el resto de tu vida con los esquimales, no tendrían tiempo en una semana para componer sus alabanzas.

—¡Hombre, no es para tanto! De todas formas, ya que lo mencionas y puesto que estamos solos, confiesa que discutir te resulta un placer y el que a Sara le agrade casi tanto como a ti debe resultar para los dos fuente de satisfacción.

¡Hala! Puestos a verlo todo de color de rosa… A veces tengo que reprimirme para no arrastrar a Sara de la coleta. Con Verónica nunca se me ocurriría ser agresivo. Es tan dulce…

—Y muy bonita. Tanto, que todos nos la quedamos mirando embobados y nos hemos convertido en sus incondicionales. Sin embargo, Sara tiene una gracia especial y «Los Jaguares» no son sin ella «Los Jaguares», reconócelo.

Como a Julio no le agradaba dar su brazo a torcer, hizo un gesto evasivo. Luego hojearon el libro, deteniéndose en algunas páginas. Pasado un rato, Héctor comentó:

—Creo que papá tiene unas fotografías muy buenas que completan el volumen. ¿Te interesan?

Como Julio afirmara con calor, Héctor prometió pedírselas aquella noche a su padre.

—Mañana te las llevo a clase.

—Que no se te olvide. Oye, tu padre trabaja mucho… ¿A qué hora termina la consulta?

—Según; algunos días se le hacen las diez. Es muy meticuloso con sus pacientes y tiene un gran sentido profesional de la responsabilidad.

Héctor estaba en lo cierto. En aquel momento, mientras los dos muchachos charlaban en la habitación repleta de libros, el doctor Bellido consideraba apreciativamente al hombre fuerte, de rostro ancho y duro que Julio había visto salir de la sala de espera y pasar a su despacho.

El doctor Bellido había empezado por releer los datos escritos por la enfermera en la ficha: nombre, dirección y edad. Levantó la vista y la clavó con intensidad profesional en aquel hombre todavía joven, de aspecto sano y fuerte, llamado Donato Álvarez.

—Bien, señor Álvarez —había dicho entonces—. ¿Qué molestias siente?

—No siento ninguna molestia, doctor; ni tengo nada que tratar o corregir. Es decir… sí quiero corregir algo, puesto que usted, según me han dicho, es un cirujano de primera. Quiero que cambie mi cara.

Era una forma extraña de expresarse y el doctor Bellido le contempló en silencio durante algunos instantes. Por último, con leve sonrisa, expuso:

—Eso les sucede más corrientemente a algunas mujeres. Pero si se trata de la forma de su nariz, algunos profesionales de estética están más capacitados para ello que yo, señor Álvarez.

—No se trata de mi nariz, sino de todo mi rostro…

—¿Cómo? No le comprendo…

—Pues no es difícil. Ponga precio y yo pongo mi cara. Si el resultado es aceptable para mí, quiero decir, que si tras su intervención surge un rostro totalmente distinto, no regatearé su precio.

La mirada del doctor era reflexiva, mas su expresión no dejaba transparentar sus pensamientos.

—Si le interpreto bien, señor Álvarez, lo que usted me está pidiendo es que transforme radicalmente su fisonomía. ¿Por qué?

—El porqué no es de su incumbencia. ¿Puede hacerlo?

Álvarez adelantó la cabeza, sobre la mesa, demostrando ir directamente a su objetivo.

—Desde luego —repuso el doctor—. Y le aseguro que lo haría tan bien que ni usted mismo se reconocería después de la operación. De todas formas… quizá no se encontrase después más… más atractivo. Quizá el rostro que yo le diera le desagradase más que el que la naturaleza le ha concedido.

—¿Quiere decir que resultaría monstruoso?

El doctor sonrió, rechazando la idea con un ademán.

—¡Oh, no, no! Le aseguro que sería un rostro muy normal, incluso agradable, pero en cuestión de gustos…

—Confío en su palabra: acepto ese rostro.

El padre de Héctor guardó silencio. El otro esperaba, expectante.

El silencio llegó a resultar pesado y tenso.

—Señor Álvarez —dijo por fin el doctor, con voz contenida—. Todos tenemos un nombre, unas señas, un rostro, una identificación… la fotografía que en lo sucesivo figurase en su documentación personal, ya no le correspondería, de forma que, en realidad, sus papeles no estarían en regla.

—El ponerlos después en regla sería cosa mía —repuso el visitante.

El doctor sonrió, un tanto irónico:

—Sólo suya no, señor Álvarez. Como autor de la transformación, tendría derecho a asegurarme de que esa circunstancia no va a crearme problemas legales. En este caso especial, tendría que enviar su documentación con la fotografía actual a la policía; y posteriormente a la operación, la fotografía de su nuevo rostro.

¡Esa injerencia suya es absurda y no la acepto, doctor Bellido!

El padre de Héctor se puso en pie, dando por terminada la entrevista. El otro le imitó:

—¿Es su última palabra? Recuerde que no regateo el precio.

—Es mi última palabra, señor.

El hombre llamado Donato Álvarez intentó mostrarse menos contundente y porfió:

—Bueno, a fin de cuentas, ¿qué le va a usted y a nadie el que yo tenga el capricho de llevar en adelante una cara nueva? No es cosa de ir pregonándolo por ahí…

—¿Debo entender que una vez realizada la operación no podría fotografiarle?

—Desde luego que no.

—Entonces, hemos terminado. Buenas tardes, señor.

Por un momento, el llamado Álvarez apretó los puños con fuerza. Luego, por entre los dientes apretados, lanzó:

—Quizá esta negativa le pese, doctor Álvarez.

—No me pesará.

El hombre salió con un portazo que obligó a dar un respingo a la enfermera que aguardaba en el pasillo para conducir al cliente hasta la puerta. Justamente al llegar a ella, Héctor y Julio se despedían:

—Oye, no se te olvide lo de las fotografías.

—Puedes estar seguro —dijo Héctor, contundente.

Mientras aguardaban al ascensor, Julio observó de reojo a aquel individuo y se dijo: «Está que explota. Quizá tenga algún mal fatídico… cierto que parece un toro».

Álvarez, sin ninguna educación, le empujó para entrar el primero en la cabina. Le molestaba el larguirucho aquel.

El larguirucho observó que, en los segundos que tardaron en situarse en la planta baja, el individuo tamborileaba con los dedos sobre la madera del ascensor, tal como le había visto hacer en la sala de espera.

«Está para el psiquiatra, más que para el cirujano», pensaba Julio.

Al llegar a la calle, la lluvia había cobrado nuevamente intensidad. Por suerte no se había olvidado el paraguas en la consulta del padre de su amigo. Lo abrió despacio, pensando la dirección a seguir y, mientras tanto, siguió con la vista al otro individuo, que entró en su coche y salió a velocidad suicida.