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Aunque en algún momento se había contado con su asistencia, ni Dos Passos ni Hemingway estuvieron finalmente entre los sesenta y seis delegados que en julio de 1937 participaron en Valencia en el Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura. Un mes antes se había celebrado en Nueva York un evento similar, el Second American Writers’ Congress, y a él había acudido Hemingway pero no Dos Passos. En la sesión inaugural Joris Ivens presentó dos secuencias de Tierra española. Finalizada la proyección, Hemingway tomó la palabra para afirmar que la cobardía, la traición y el simple egoísmo eran peores que la guerra. ¿Aludía con estas palabras a su antiguo amigo y al caso Robles? Townsend Ludington ha escrito que Hemingway estaba pensando en Dos Passos cuando declaró que, aunque buscar la verdad podía acarrear riesgos, era más útil que disputar eruditamente sobre asuntos de doctrina: «Para quienes no quieren trabajar por aquello en lo que dicen creer sino sólo discutir y mantener posiciones hábilmente elegidas que no implican ningún peligro, siempre habrá nuevos cismas, nuevas bajas, doctrinas maravillosas y exóticas, románticos líderes perdidos».

El riesgo que Dos Passos estaba dispuesto a asumir era, en todo caso, bien distinto del que Hemingway se atribuía. Por aquellas fechas Dos Passos redactó «Farewell to Europe!», el artículo que, publicado en julio en Common Sense[71], certificaría su viraje ideológico y le enfrentaría a la izquierda oficial. Todo, por supuesto, partía de su experiencia en España, donde se había declarado un violento conflicto «entre el concepto marxista de estado totalitario y el concepto anarquista de libertad individual». Pese a que Dos Passos todavía confiaba en la victoria republicana y reconocía las dotes organizativas de los comunistas, denunciaba a éstos por haber llevado sus «secretos métodos jesuíticos, su caza de brujas contra el trotskismo y toda la compleja y sangrienta maquinaria de la política del Kremlin». La desazón provocada por lo que había visto en España no era sin embargo menor que la que le inspiraba la actitud de Francia y Gran Bretaña y, si en 1919 se había despedido del deshumanizado capitalismo occidental con una referencia al alto muro de los Pirineos, en 1937 se despedía de Europa celebrando la extensión del Atlántico, «a good wide ocean». Dos Passos, que en su juventud había buscado refugio en España, creía ahora haberlo encontrado en su propio país, mejor preparado que cualquier otro para resolver «la oposición entre la libertad individual y la organización burocrática e industrial».

Atacado por publicaciones comunistas como el New Masses, que le calificó de «izquierdista cansado», su correspondencia de ese otoño refleja el intenso debate desencadenado por su artículo. A su viejo amigo John Howard Lawson[72] le confió opiniones tales como que el Partido Comunista estaba «fundamentalmente en contra de nuestra democracia» o que «los liberales e izquierdistas extranjeros se equivocaron mucho al no protestar contra el terror ruso». Debía de tener a Lawson en el pensamiento cuando, en diciembre de ese año, publicó un nuevo texto en Common Sense. Se titulaba «The Communist Party and the War Spirit: A Letter to a Friend Who Is Probably a Party Member», y en él reiteraba sus acusaciones contra los comunistas, que en España se habían dedicado a eliminar «a todos los hombres con capacidad de liderazgo que no estuvieron dispuestos a acatar su autoridad». Se equivocaban, por tanto, quienes confiaban en una rectificación, y Dos Passos aceptaba arriesgarse a ser anatematizado por los mismos que durante años le habían considerado uno de sus paladines literarios.

La postura del novelista puede interpretarse como un rasgo de coherencia personal, pero también como un desafío hacia todos aquéllos que contribuían a acrecentar el engaño del que ellos mismos eran víctimas. Entre ellos estaba Hemingway. Las relaciones entre ambos eran entonces más tensas que nunca. En agosto preguntaron a Dos Passos qué opinaba sobre una pelea de Hemingway con el escritor Max Eastman en el despacho del editor de Scribner, pelea que el propio Hemingway se había ocupado de publicitar, y su respuesta fue: «Un estúpido montaje de puñetazos para la prensa; dan ganas de vomitar». Y cuando, en octubre, su agente literaria le sugirió que podían pedir a Hemingway una frase para la sobrecubierta de la reedición de U. S. A., Dos Passos se limitó a contestar: «Hemingway está descartado por varias razones[73]».

No le faltaban motivos a Dos Passos para mostrarse reticente. Ese verano, Arnold Gingrich, director de Esquire, había visitado a Hemingway en Key West para negociar la publicación de Tener y no tener. La discusión fue áspera porque el libro contenía largos fragmentos que Gingrich consideraba calumniosos contra tres personas, una de ellas Dos Passos. Según Gingrich, «las partes que aludían a Dos Passos eran fuertes, y Hemingway lo admitía». Éste, al final, terminó accediendo a sus pretensiones, y optó por cortar por lo sano y suprimir los episodios más comprometedores del manuscrito, lo que ayuda a explicar los defectos de construcción de la novela[74].

De esa versión anterior quedó en el libro un personaje secundario llamado Richard Gordon, que estaba «escribiendo una novela sobre una huelga en una fábrica de tejidos» y al que su mujer acusaba de «cambiar de opiniones políticas por seguir la moda». Aunque las alusiones a Dos Passos no van mucho más allá, es probable que la discusión entre Gingrich y Hemingway llegara a sus oídos. El enfrentamiento entre ambos novelistas a propósito de la guerra civil española se estaba desplazando a sus escritos, y puede decirse que se mantendría en ese ámbito durante el resto de sus vidas. E incluso que les sobreviviría en sus obras póstumas: si París era una fiesta (A Moveable Feast), publicada tres años después del suicidio de Hemingway, incluye un despiadado retrato de Dos Passos, en Century’s Ebb, aparecida a los cinco años de la muerte de éste, se recrean varios episodios de la guerra española que tienen a Hemingway como protagonista.

Tras el regreso de Dos Passos de España, sólo una vez se les presentó la ocasión de exponer cara a cara sus respectivas visiones de la guerra civil. Ocurrió a comienzos del otoño de 1938, unas semanas antes del cuarto y último viaje que Hemingway realizó a la España azotada por la guerra, y tuvo lugar en el apartamento neoyorquino de Sara y Gerald Murphy, que eran íntimos amigos de Dos Passos desde principios de los años veinte y seguirían siéndolo hasta el final de sus vidas. Aquel día Dos Passos y Hemingway salieron a la terraza de los Murphy a hablar y, al cabo de un rato, Dos Passos volvió a entrar y comentó a Gerald: «Durante mucho tiempo crees tener un amigo, y luego ya no lo tienes». Aunque no hubo testigos de la discusión, nadie dudó de que nuevamente el tema había sido España. ¿Volvió Hemingway a acusar a Dos Passos de haber tenido una actitud interesada con respecto a la guerra civil? Según aquél, éste habría viajado a España para vender artículos a los medios de comunicación y asegurarse así una fuente de ingresos. Eso al menos es lo que se desprende de la carta que Hemingway le había escrito en París el 26 de marzo[75]. En ella le reprochaba una y otra vez que se sintiera «justificado para atacar, por dinero, a la gente que todavía está luchando en esa guerra» y, con muy poco estilo, aprovechaba para reclamarle la devolución de un préstamo anterior: «Si ganas dinero y quieres pagarme lo que me debes […], por qué no envías treinta de cada trescientos dólares, o veinte o diez o lo que sea…»

Cabe la posibilidad de que ese día Dos Passos hubiera pedido a Hemingway explicaciones por los ataques que éste le había dirigido desde las páginas de Ken, una revista de izquierdas recién creada por Arnold Gingrich. Lo había hecho en junio de ese año con un artículo titulado «Treachery in Aragon[76]», y por esas mismas fechas, exactamente el 22 de septiembre, volvía a hacerlo con otro titulado «Fresh Air on an Inside Story». En él hablaba Hemingway de un corresponsal norteamericano que, procedente de Valencia, acababa de llegar al Hotel Florida. Desde el primer momento, el hombre se había mostrado convencido de que en Madrid dominaba el terror. Hemingway, conteniendo las ganas de pegarle un puñetazo, le preguntó si había visto algún cadáver o algún otro indicio de violencia, y el otro contestó: «No, no he tenido tiempo. Aunque lo sé con toda seguridad». La discusión tenía lugar en la habitación de una periodista estadounidense que a los pocos días regresaba a su país, y el corresponsal confió a ésta un sobre cerrado con una supuesta crónica de guerra que habría sido ya revisada por la censura. Hemingway se las arregló para advertir a la periodista de los riesgos a los que aquel sobre la exponía en la aduana y del descrédito que caería sobre el resto de corresponsales si la crónica llegaba a ser publicada. Fue así como la convenció de que le dejara leer el texto, que, en efecto, comenzaba hablando de los miles de cadáveres que se amontonaban en las calles de un Madrid dominado por el terror… No sabemos si, como afirma Virginia Spencer Carr, «para la mayoría de los lectores de izquierdas no cabía duda de que el alopécico periodista era una caricatura de Dos Passos». Lo que sí sabemos es que éste tuvo por fuerza que sentirse aludido. No sólo la descripción del embustero (buena estatura, tiernos y húmedos ojos, calvicie mal disimulada) coincidía con la suya, sino que las circunstancias mismas evocaban algunos de los tensos encuentros que en abril del año anterior habían mantenido ambos en presencia de Josephine Herbst. También entonces Dos Passos había sido para Hemingway un recién llegado que hablaba por referencias, sin un conocimiento directo de la situación. También entonces su disensión había constituido un serio trastorno para el círculo de Hemingway (en ese caso, para el equipo de Tierra española) y para la imagen exterior de la República…

Además de los despachos de agencia, el guión de Tierra española y la novela Por quién doblan las campanas, la guerra civil inspiró a Hemingway una obra de teatro y una breve serie de cuentos. La obra de teatro, La quinta columna, está ambientada en el mismo lugar en el que fue escrita, el Hotel Florida, y tiene por protagonista a Philip Rawlings, un agente del servicio de contraespionaje que se siente «cansado […] de matar hijos de puta». De los cinco relatos que entre noviembre del 38 y octubre del 39 publicó en Esquire y Cosmopolitan, tal vez el más logrado sea el primero, titulado «La denuncia».

También para nuestra historia es el más interesante. La narración trata de un fascista, antiguo cliente del madrileño bar Chicote, al que uno de los camareros reconoce y, tras muchas vacilaciones, denuncia por teléfono a las fuerzas de seguridad. Acaso esa denuncia no habría llegado a realizarse si el narrador, trasunto evidente del autor y amigo del fascista en la época anterior a la guerra, no hubiera facilitado el número de teléfono al camarero, y lo curioso es que el conflicto ético se desplaza del que sería el planteamiento razonable (¿justifican las diferencias políticas la delación de un antiguo amigo?) a otro cuando menos desconcertante (¿cómo hacer para aliviar los remordimientos del delator, que no ha hecho sino cumplir con su deber?). Por paradójico que parezca, la excelencia del relato procede de su indigencia moral. Si la historia seduce e inquieta al lector, es porque éste espera que el narrador acabe intercediendo por la vida del examigo. Al final, sin embargo, ocurre algo bien distinto. El narrador llama a su contacto en el servicio de contraespionaje y, tras confirmar que el fascista ha sido detenido en Chicote, le dice: «Dígale que yo lo denuncié, ¿eh?, pero nada del camarero». «¿Por qué, si no hay la menor diferencia? Es un espía. Será fusilado», le contesta el otro, sin duda menos cansado de matar hijos de puta que Philip Rawlings. El efecto sorpresa, que redondea un relato impecable, no hace sino reflejar el simplismo ideológico de su autor, para quien sólo era bueno lo que era bueno para la causa y ante eso cualquier otro valor, incluida la amistad, retrocedía. Es seguro que a Dos Passos no se le escapó esa contradicción. Tampoco, sin duda, le pasó por alto el detalle de que el interlocutor telefónico, la persona de la «oficina de contraespionaje en los cuarteles de Seguridad» a la que el narrador remite al camarero, se llamara Pepe. Uno no puede dejar de pensar que, mientras escribía el relato, Hemingway tenía en mente a otro Pepe, a su amigo Pepe Quintanilla, el alto cargo del servicio de contraespionaje al que el propio Dos Passos había recurrido cuando trataba de averiguar el paradero de Robles. En todo caso, el mensaje que Hemingway mandaba a Dos Passos a través del relato seguía siendo el mismo que en abril del año anterior: ¿por qué darle tantas vueltas a la muerte de un antiguo amigo al que se había condenado por espía?

Al analizar la postura de Hemingway ante la guerra española no conviene, sin embargo, caer en reduccionismos. Es cierto que el escritor, que carecía de una sólida formación política, se sentía más próximo a los comunistas que a los anarquistas, a los que consideraba responsables de la desorganización militar y de no pocos desmanes. Pero ese acercamiento estaba determinado por las circunstancias, y Hemingway, que durante la guerra dio prioridad a la eficacia bélica, no tardaría en alejarse de los comunistas al término de aquélla. En octubre de 1940 publicó Por quién doblan las campanas, cuyo protagonista, Robert Jordan, es un trasunto de Robert Merriman, jefe del Estado Mayor de la Brigada 15 y exprofesor de la Universidad de Berkeley, pero también del propio Hemingway, quien, por boca del personaje, expresa claramente su idea de que «si no se gana esta guerra, no habrá revolución ni República». Había, por tanto, que aceptar la disciplina de los comunistas, la única que podía conducir a la victoria. Pero eso era durante la guerra; la posguerra sería otra cosa.

Por quién doblan las campanas es, como puede verse, una novela en clave, y se han identificado las personas reales[77] en las que el escritor se inspiró para crear algunos de los personajes. Por el marido de la intérprete Paulina Abramson (Jadzhi Mamsurov, consejero soviético al que Hemingway consultó en Valencia en marzo del 37) sabemos que las figuras de los guerrilleros están basadas en los miembros de un destacamento que operaba en Extremadura: su cabecilla, el indio mexicano Miguel Julio Justo, inspiró el personaje del Sordo, del mismo modo que la cocinera Shura, el experto en minas Tsevtkov y el minero andaluz Juan Molina Bautista inspiraron respectivamente los de Pilar, Miguel y Anselmo. El de María, la protagonista femenina, retrata a una dulce enfermera del mismo nombre que había sido violada por soldados franquistas y a la que Hemingway conoció en la primavera del 38 en un hospital barcelonés. Tras la identidad de Golz se esconde por su parte el general Walter, con el que había coincidido en bastantes ocasiones (entre otras, en la fiesta de la Brigada 15) y que le había sido presentado por Mijail Koltsov. El propio corresponsal de Pravda aparece encarnado en el cínico e inteligente Karkov, quien, cuando Jordan le pregunta si murieron muchos hombres del POUM en la revuelta de Barcelona, responde: «Menos de los que fueron fusilados después y de los que serán fusilados todavía». Otro de los episodios de la novela se desarrolla en el Hotel Gaylord’s, donde Karkov primero estrecha la mano de su uniformada mujer y más tarde la de «una jovencita de espléndida figura que era su amante», para finalmente detenerse a conversar con un «hombre de mediana estatura, de cara pesada y grisácea, grandes ojos hinchados, belfo prominente con voz de dispéptico». Hemingway no menciona los nombres de ninguno de estos tres personajes, tras los que se ocultan las verdaderas mujer y amante de Koltsov (Lisa Ratmanova y María Osten respectivamente) y el enviado especial de Izvestia, Ilya Ehrenburg, de cuya candorosa credulidad se burla el novelista.

A diferencia de lo que hizo con todos estos personajes, Hemingway prefirió por algún motivo no omitir ni camuflar la identidad del jefe de las Brigadas Internacionales, André Marty, que nos es mostrado como un loco sanguinario cuya manía de fusilar a la gente pregonan hasta sus subordinados más próximos: «Ese viejo mata más que la peste bubónica. Pero no mata a los fascistas, como hacemos nosotros. ¡Qué va! Ni en broma. Mata a bichos raros. Trotskistas, desviacionistas, toda clase de bichos raros». Hemingway, que también en el relato titulado «Bajo la colina» recreó dos casos de crueldad disciplinaria en las brigadas, había sido testigo de la sumaria ejecución de dos voluntarios anarquistas cuyo único delito había consistido en sucumbir al agotamiento nervioso, y la decisión de Marty le había repugnado. Al presentarlo con su nombre y apellido, tal vez el escritor buscó algún tipo de reparación simbólica, y el caso es que su caracterización de Marty provocó airadas cartas de protesta de antiguos brigadistas como Alvah Bessie y Milton Wolff, que le criticaron por haberlo llevado a la ficción convertido en un criminal. Eso demuestra que el maniqueísmo del escritor admitía múltiples matices[78].

La respuesta de Dos Passos a los primeros ataques de Hemingway se había producido en junio de 1939 con la publicación de Aventuras de un joven. El libro se abre con una invocación al siglo XX, «tiempo de aflicciones», en la que con tono elegíaco se denuncia la decadencia de los viejos valores del liberalismo «por los cuales fundamos lejos de los imperios, tronos y principados del globo terráqueo la república norteamericana». Mediado el relato, el autor toma nuevamente la palabra para condenar el totalitarismo soviético, que en sus sótanos ensangrentados y sus registros de la policía secreta había salvado «los instrumentos del absolutismo». Y en las últimas páginas dirige sus dardos contra el Partido Comunista americano, robustecido «a costa de la ruina de la libertad en Europa y del sacrificio de los hombres justos».

Su discurso no había hecho sino endurecerse desde «Farewell to Europe!», y se diría que la novela misma sólo aspiraba a ilustrarlo con las andanzas de su protagonista, Glenn Spotswood. Es éste un joven idealista que, tras colaborar en la construcción de un movimiento sindical revolucionario en la convulsa América de los años veinte y treinta, acaba siendo expulsado del partido por anteponer sus sentimientos a la conveniencia de éste. Para entonces, según Glenn, la jefatura de la organización ha perdido el contacto con las masas cuyos derechos dice defender y, frente a quienes creen que el fin justifica los medios, Dos Passos afirma que «los medios son más importantes que los fines porque los medios modelan instituciones que establecen maneras de conducta, mientras los fines no se alcanzan nunca en la vida de un hombre». Novela de aprendizaje, Aventuras de un joven refleja la evolución política del autor, desde su entusiasta activismo juvenil hasta su posterior decepción, y no por casualidad los últimos episodios tienen como escenario la guerra civil española, a la que Glenn se incorpora para combatir por la República.

El itinerario de Glenn reproduce vagamente el que el propio Dos Passos había recorrido en abril del 37: tren desde París hasta una ciudad del sur de Francia, coche hasta la frontera, encuentro con gendarmes permisivos… Cruzados los Pirineos, no tarda en coincidir brevemente con dos antiguos compañeros de la lucha política. Uno de ellos es Frankie Pérez, que será fusilado muy poco después bajo la acusación de haber opuesto resistencia armada durante los sucesos de mayo en Barcelona. El otro es Jed Farrington, quien, convertido ahora en autoridad militar y refiriéndose a la gente como Frankie, dice: «Nuestra misión es ganar la guerra… Ellos nos estorban y no nos dejan ganarla todo lo pronto que quisiéramos. Mi deseo es que no nos obliguen a eliminarlos antes de ganarla. A los peores los hemos eliminado ya…» En el personaje de Jed, embriagado por el grandioso juego de la guerra, no es difícil reconocer un trasunto de Hemingway, y su discusión con Glenn permite imaginar cómo debió de ser la que Hemingway y Dos Passos mantuvieron en la terraza de los Murphy: «Supongo que no pretenderás hacer mártires de la clase obrera a esos cochinos incontrolables», dice Jed.

La sombra de las muertes de Pepe Robles y Andreu Nin sobrevuela todo el capítulo, y bien pronto el propio Glenn es detenido por dos miembros de la Brigada Especial. Tras permanecer un par de días en una celda, es conducido ante un simulacro de tribunal que le acusa de trotskismo y de haber participado de forma activa en «el levantamiento de Barcelona». ¿En qué se basa la acusación? En el encuentro fortuito de Glenn con Frankie Pérez, a través del cual habría establecido contacto con el «movimiento de contrarrevolucionarios, derrotistas y espías»… Las similitudes con el caso Robles saltan a la vista: un tribunal al margen de la legalidad, un proceso sin ningún tipo de garantías, una acusación descabellada cuyo único fundamento es el testimonio de una conversación casual e intrascendente. No parece aventurado suponer que, cuando Dos Passos escribió esas páginas, estaba en realidad recreando los interrogatorios que habían puesto a su amigo ante el paredón de fusilamiento. Si Glenn no corre esa misma suerte, se debe sólo a que el avance de las líneas enemigas lo impide, y al cabo de unos días es obligado a aceptar una misión suicida. La novela concluye cuando ya ha recibido el primer disparo: «Pensó que tenía que irse de allí y empezó a arrastrarse por el suelo. Entonces estalló algo, y él cayó rodando en la oscuridad. ¡Estaba muerto!».

En París, Hemingway le había dicho a Dos Passos que los críticos de Nueva York acabarían con él si daba a conocer su visión de la guerra española. Esa profecía con tintes de amenaza se había empezado a cumplir tras sus publicaciones de 1937 y 1938 (los dos artículos de Common Sense, la colección de escritos sobre España titulada Journeys Between Wars, la reunión en un solo volumen de la trilogía U. S. A.), y críticos que en su momento habían elogiado las tres novelas de la trilogía las releían ahora a la luz de las declaraciones políticas de su autor para concluir que donde entonces habían visto «destellos de esperanza proletaria» ahora sólo había «merde». Dos Passos tenía, por tanto, buenas razones para temer la acogida de Aventuras de un joven, con la que acabaría de cumplirse el vaticinio de Hemingway[79].

Valga como ejemplo la opinión de Samuel Sillen, crítico del New Masses, para quien el libro era «increíblemente malo» y, con su amarga y estúpida oposición a la Unión Soviética, no pasaba de ser una «tosca muestra de agit-prop trotskista»… Aventuras de un joven mereció, en palabras del propio Dos Passos, una «repugnancia universal». La expresión la empleó el novelista en una carta de ese verano a James T. Farrell, uno de los pocos que elogiaron la obra[80]. Farrell afirmó en su reseña para el American Mercury que el tema del libro era el mantenimiento de la integridad en la política revolucionaria. Para él la mala acogida de la novela se había debido exclusivamente a razones políticas, opinión que por fuerza tenía que compartir el propio Dos Passos, quien en esa misma carta manifestaba ya su resentimiento hacia la crítica literaria norteamericana, sumida según él «en un lío asqueroso». «La corrupción de la izquierda parece haberlo contagiado todo», añadía Dos Passos a modo de explicación.

De las críticas que entonces recibió, la que más pareció dolerle fue la que, gráficamente titulada «Disillusionment», publicó su viejo amigo Malcolm Cowley en el New Republic. Para Cowley, Aventuras de un joven era su peor novela desde Primer encuentro: carente de las innovaciones técnicas de la trilogía U. S. A., su protagonista no era «lo bastante fuerte o interesante para cargar con el peso de la historia». Su afirmación de que el viaje de Dos Passos a España durante la guerra (y en particular el caso Robles) había determinado un punto sin retorno en su carrera indujo al novelista a redactar una larga réplica. Esa carta al New Republic es importante porque en la recreación que allí hacía de la historia del asesinato de Robles se basarían muchas de las reconstrucciones posteriores[81]. También Edmund Wilson contestaría a Cowley en una carta privada de enero de 1940. En ella, tras evocar con afecto la figura de Robles, con el que había trabado amistad el verano de 1932 en Provincetown, Wilson interpelaba al director del New Republic: «Prometiste nuevos datos [sobre la supuesta traición de Robles] cuando Dos escribió la carta al N. R., pero nunca han llegado». Y finalmente le acusaba: «Escribes mejor que la mayoría de la gente de la prensa estalinista, pero lo que haces no es más que simple difamación estalinista del tipo más calumnioso e irresponsable».

En su réplica a «Disillusionment», Dos Passos renunciaba a rebatir las objeciones expresadas en la reseña. Como escribió en una carta de esas mismas fechas, «no creo que discutir con Malcolm Cowley acerca de mis procesos mentales o de lo que influyó en ellos pudiera beneficiarme en nada». Su prestigio literario había iniciado un abrupto declive, y Dos Passos se sabía impotente para detenerlo[82].

Parece evidente que muchas de esas críticas adversas buscaban represaliarle por su transformación ideológica, y Wilson trató de consolarle hablándole de algunas reseñas favorables aparecidas en la ecuánime Gran Bretaña: «Desde luego, para cierta gente de aquí la cuestión política ha eclipsado en alguna medida [las virtudes del libro]. Allí, en Inglaterra, no viven un debate tan encendido entre Trotski y Stalin». No debe, sin embargo, descartarse que algunas de las objeciones de los críticos norteamericanos fueran razonables. El propio Wilson, un hombre tan poco sospechoso de sectarismo, opinaba que el tema era bueno pero «desde el punto de vista artístico no creo que sea una de tus mejores cosas», y coincidía en parte con Cowley al afirmar que «no les has hablado lo suficiente [a los lectores] acerca del alma de Glenn (o lo que quiera que sea)». Y la mujer de Arturo Barea, Ilsa Kulcsar, que fue objeto de la represión estalinista en España, dio escasas muestras de entusiasmo en la carta que le escribió el 15 de julio: «Me temo que el final es más que posible; pero es una lástima que tu joven protagonista no pueda conocer una solidaridad popular como la que yo conocí en el Madrid de los primeros meses, una experiencia que me ayudó a sobrellevar la profunda amargura que, por supuesto, sentí cuando empezaron a perseguirme». Leída en la actualidad, puede decirse que, en efecto, la visión que Aventuras de un joven ofrece de la guerra civil peca de incompleta, y acaso su mayor lastre sea lo explícito de su mensaje, esa urgencia suya por convencer al lector de la veracidad y la justicia de sus planteamientos[83].

La literatura de Dos Passos tardaría más de dos décadas en recuperar el aprecio de la crítica estadounidense. Ocho años después, en una carta de marzo de 1947 a la sección de libros del Times, el novelista se decidió a hacer pública la opinión que esa crítica le merecía. Según él, en la prensa neoyorquina había existido «una censura invisible de todos los libros que de forma franca y sincera hablan de la vida en Rusia, y especialmente de los libros que no se adaptan al modelo de pensamiento que nuestros entusiastas del régimen soviético han aprendido de la diligente y sutil propaganda alentada en este país por el Partido Comunista[84]».

Seguía sosteniendo ese mismo parecer en enero de 1953, cuando preparó una declaración para defender a su amigo Horsley Gantt ante el Comité de Actividades Antiamericanas[85]. Gantt, eminente neurofisiólogo y uno de los principales introductores en Occidente de las teorías de Pavlov, era profesor de la Universidad Johns Hopkins. La amistad que le unía a Dos Passos había sido la razón por la que Katy había acudido en la primavera de 1933 a Baltimore a someterse a una operación de amígdalas. A esta operación siguió una inoportuna crisis reumática del propio Dos, quien en el futuro volvería a Baltimore a ser tratado de sus dolencias y que, de hecho, moriría en esa ciudad el veintiocho de septiembre de 1970. Con la caza de brujas desatada por el senador Joseph McCarthy, las antiguas vinculaciones de Gantt con científicos de la URSS le habían vuelto sospechoso de filocomunismo, algo que Dos Passos consideraba absurdo. En su declaración, el novelista recordaba cómo su antiguo interés por el experimento soviético le había llevado en 1928 a viajar a ese país, donde Gantt y él se vieron por primera vez, y para argumentar su propio viraje ideológico posterior evocaba, aunque sin citarlo de forma expresa, el caso de su amigo Robles: «Lo que vi en España me produjo una total decepción con respecto al comunismo y la Unión Soviética. El gobierno soviético dirigía en España una serie de “tribunales alegales” (para ser más exactos, bandas de asesinos), que inmisericordemente mataban a todo aquél que se interponía en el camino de los comunistas. Acto seguido, manchaban con calumnias la reputación de sus víctimas». Sus quejas sobre la crítica literaria aparecen un poco más adelante: «A causa de mi cambio de postura he sido penalizado porque entre los principales reseñistas de libros predominan los que se encuentran próximos a la izquierda; los comentarios sobre mis libros tienen una inequívoca tendencia a ser menos entusiastas que en mi primera época, y los rasgos que antes eran ensalzados como virtudes se han convertido en defectos».

El anticomunismo de Dos Passos se había visto reforzado diez años antes con un nuevo asesinato, en esa ocasión el de Carlo Tresca, el anarquista italoamericano que en 1937 le había alertado sobre el control del proyecto de Tierra española por parte de militantes comunistas. El 11 de enero de 1943, Dos Passos y Tresca comieron juntos en Nueva York. Concluido el almuerzo, el anarquista acudió a su despacho de director del periódico Il Martello en la Quinta Avenida, y esa misma noche, cuando salía de la redacción, fue tiroteado por un desconocido. Aunque las razones del crimen nunca llegaron a aclararse del todo (el asesino podría ser un agente de Mussolini), Dos Passos siempre culpó de su instigación a «la misma banda que mató a Trotski en México». Si seis años antes el asesinato de Pepe Robles había enfrentado a Dos Passos con la izquierda oficial, el asesinato entonces de Carlo Tresca renovaba trágicamente ese enfrentamiento, y su cada vez más fiero anticomunismo no tardó en tomar una deriva claramente conservadora. Sirva como ejemplo el hecho de que, convencido de que su país podía ser víctima de una conspiración comunista, en un principio apoyó, para disgusto de Edmund Wilson, los objetivos del senador McCarthy y el Comité de Actividades Antiamericanas, y sólo al cabo de un tiempo discrepó de sus métodos.

Fue su conservadurismo una de las razones, si no la única, que le acabaron alejando de muchos de sus viejos amigos. En su biografía de Luis Quintanilla, su hijo Paul recuerda que, a mediados de los años cuarenta, exiliado el santanderino en los Estados Unidos, el escritor Elliot Paul evitaba encontrarse con Dos Passos. En cierta ocasión, el autor de Manhattan Transfer había viajado a Nueva York y telefoneó al estudio de Luis Quintanilla para anunciar su visita. En el estudio estaba Elliot Paul, que dijo: «Si viene Dos, yo me voy». Quintanilla optó aquel día por negarse a recibir a Dos Passos, y también la amistad entre ambos se rompió para siempre. Hasta tal punto fue así que, cuando, algún tiempo después, el pintor pasó por Provincetown, renunció a ver a su antiguo amigo, y para enterarse de cómo le iban las cosas hubo de preguntar al dueño de un bar que Dos Passos frecuentaba.

Al creciente aislamiento del novelista se unió, en septiembre de 1947, el dolor por la muerte de su querida y leal Katy en un accidente automovilístico en el que el propio Dos Passos perdió la visión de un ojo. El abatimiento que siguió al fatal accidente le mantuvo postrado durante bastante tiempo y, justo un año después, viajó a La Habana en un intento por escapar a su soledad y recuperar la amistad de Hemingway. Tras la muerte de Katy, éste le había enviado un telegrama de pésame, al que él había contestado con una afectuosa y triste carta. Aquel encuentro en La Habana fue el último que mantuvieron los antiguos amigos, y desde allí Dos Passos envió a Sara Murphy un recorte de la prensa local que hablaba de la larga y ruidosa despedida tributada a bordo del Jagiello al autor de Tener y no tener, que partía para Europa en compañía de su cuarta y última mujer, Mary Welsh. Si en esa carta aludía amistosamente a Hemingway como «el viejo monstruo», en la que en junio del año siguiente escribiría al propio novelista le llamaba «vieja salamandra[86]». Algo de su antigua complicidad sobrevivía, por tanto, en su nueva relación y, sin embargo, la correspondencia de esos años entre ambos no puede calificarse de abundante. En el epistolario recogido por Townsend Ludington sólo aparecen dos cartas de Dos Passos a Hemingway, ambas llamativamente breves: una es la ya citada de junio de 1949, y la otra, de octubre de 1951, una carta de pésame por la muerte de la segunda mujer de Hemingway, Pauline Pfeiffer, que tan buena amiga había sido de Dos y de Katy.

En esa época Dos Passos seguía desde la distancia la carrera literaria de Hemingway, y el juicio que le merecían sus nuevas obras era comunicado con puntualidad a Edmund Wilson. En julio de 1950 le escribió para comentarle Al otro lado del río y entre los árboles, de la que pensaba que «ponía la piel de gallina». «¿Cómo puede un hombre en sus cabales meter tanta mierda en las páginas? Todo el mundo, al menos por lo que me dice mi propia experiencia, escribe toneladas de mierda, pero normalmente la gente lo tacha», añadía. Más favorable fue su opinión sobre El viejo y el mar, acerca de la cual escribió a Wilson en septiembre de 1952 para decir que, si bien le parecía una operación «astutamente calculada», la novela le gustaba tanto más cuanto más pensaba en ella. Sus comentarios coinciden en líneas generales con la acogida que ambos libros obtuvieron, tibia en el caso del primero, entusiasta en el del segundo, y sobre todo reflejan que el interés y la admiración por la obra del antiguo amigo permanecían intactos. No hay en su epistolario referencia alguna al premio Nobel con el que Hemingway fue galardonado en 1954, pero sí sabemos que un año antes había apoyado la concesión de una medalla de oro al autor de El viejo y el mar: «Es la elección lógica», afirmaba en una carta a Van Wyck Brooks[87].

Para entonces, sin embargo, los últimos rescoldos de esa antigua amistad habían acabado de consumirse. A finales de 1951, Dos Passos publicó la novela Un lugar en la tierra (Chosen Country). En uno de sus episodios Hemingway aparecía retratado como George Elbert Warner, que sacaba provecho propagandístico de un escándalo inspirado en un hecho que había tenido lugar en Key West en el verano de 1921, cuando una cuñada de Katy había disparado accidentalmente sobre otra persona. La alusión enfureció a Hemingway, y entre esa fecha y la de su suicidio, en julio del 61, no existió ya el menor contacto entre ambos escritores.

La noticia del suicidio cogió a Dos Passos cuando estaba a punto de partir para España. Ese verano, en sus paseos por calles de Madrid que tiempo atrás habían recorrido juntos, el recuerdo del antiguo amigo le asaltó una y otra vez, y desde Bailén escribió una postal a Sara Murphy en la que afirmaba: «Hasta que supe de su desdichada muerte no me di cuenta del afecto que sentía por el viejo monstruo». La herida que en 1937 se había abierto en su corazón se cerraba en el mismo país veinticuatro años después[88].

También en 1937 había quedado seriamente lastimada la pasión que Dos Passos sentía por España y lo español. El país que en sus primeras visitas se le había aparecido como la patria natural del anarquismo vivía desde el final de la guerra sometido por una dictadura militar. Las libertades individuales, cuya defensa constituía el núcleo del credo político del novelista, eran sistemáticamente atropelladas por las autoridades franquistas: la realidad española debía de resultar dolorosa para alguien como Dos Passos. Su nueva relación con España había quedado limitada al trato ocasional con algunas personalidades del exilio: con los refugiados españoles a los que a principios de los años cuarenta ayudó a través de la New World Resettlement Fund; con Julián Gorkin, para quien escribió un prólogo; con Ramón J. Sender, con el que se reencontró en Nueva York y al que visitaría en su casa de California; con Luis Quintanilla, que en 1943 le retrató disfrazado de «pintor dominical» y del que no tardaría en distanciarse; con su viejo amigo José Giner, que le escribía con regularidad desde su exilio parisino; con Salvador de Madariaga, «un caballero al que he apreciado mucho»; con la propia viuda de Robles y sus dos hijos, con los que se reunió varias veces en los Estados Unidos y México… Parece ilustrativo de este alejamiento el hecho de que, durante las dos primeras décadas de existencia del nuevo régimen, se negara a volver al país que tanto había frecuentado entre 1916 y 1937[89].

Es cierto que en octubre de 1941 había pisado suelo español, pero esa fugaz visita fue poco más que una escala técnica en un viaje de vuelta a los Estados Unidos, y sólo en el verano de 1960 se decidió a regresar por unos días a España. Volvió a hacerlo, esta vez por más tiempo, el verano siguiente, el de la muerte de Hemingway. Viajó Dos Passos en compañía de su segunda mujer, Elizabeth, con la que se había casado en 1949, y de la hija de ambos, Lucy, que entonces tenía once años. Se trataba en todo caso de un viaje de carácter privado. Al contrario de lo que sucedía con Hemingway, cuyas estancias en España eran puntualmente jaleadas por los medios de comunicación franquistas, las visitas de Dos Passos en los años sesenta dejaron muy pocos rastros en la prensa de la época: pese a su anticomunismo, Dos Passos difícilmente habría tolerado la utilización de su nombre por la propaganda del régimen. Ludington ha reconstruido su itinerario de esas semanas del verano de 1961 a partir de sus entrevistas con Elizabeth Dos Passos: primero de Madrid a Santander, más tarde de Santander a Granada bordeando la frontera portuguesa, y finalmente de Granada a Lisboa, desde cuyo aeropuerto volaron a los Estados Unidos. En todas esas ciudades había estado Dos Passos en su juventud, y en todas había sido feliz. No es de extrañar, por eso, que el recuerdo de sus antiguos vagabundeos españoles, avivado por la reciente noticia del suicidio de Hemingway, le animara a concebir el proyecto de escribir Años inolvidables, su libro de memorias, que se publicaría en 1966.

La última vez que, aunque brevemente, Dos Passos estuvo en España fue en noviembre de 1967, aprovechando un viaje a Roma, donde debía recoger el premio Antonio Feltrinelli, y en esa ocasión visitó Lisboa y Madrid. A su muerte, tres años después, la necrológica del diario Arriba recordaba esta última estancia en España y decía: «Aquí comió cordero asado y parecía seguir teniendo su vela dispuesta para el viento. Pero no era ya sino un olvidado de otra sociedad que acababa de nacer[90]».

Dos Passos, en efecto, se había convertido en un escritor del pasado. Él mismo lo reconocía de algún modo en su autobiografía de 1966, en la que daba cuenta de los que habían sido sus «mejores tiempos». Su activismo político formaba parte de esos tiempos. También Katy y España. También, por supuesto, Hemingway, del que ofreció una visión casi exclusivamente afectuosa pese a que poco antes, en 1964, se había publicado París era una fiesta, en la que el viejo cazador de leones le lanzaba un cruel zarpazo póstumo. El tono nostálgico aunque malicioso de París era una fiesta, en el que Hemingway evoca algunas de las amistades de su juventud europea (Gertrude Stein, Francis Scott Fitzgerald, Ezra Pound…), se quiebra con brusquedad en las últimas páginas, cuando el autor, rememorando sus temporadas de esquí en Austria, dice: «Fue el año en que aparecieron los ricos». Con los ricos, que no son otros que Sara y Gerald Murphy, aparece también Dos Passos, quien en efecto visitó a Hemingway y a su primera mujer, Hadley, en la localidad austriaca de Schruns en marzo de 1926. Pero Dos Passos, al contrario que Scott y los demás, ni siquiera es mencionado por su nombre. Presentado como el «pez piloto» que precede a los ricos «y que a veces es algo sordo y a veces algo cegato, pero que anda siempre husmeando, afable y vacilante, antes de que lleguen», el retrato que Hemingway hace de él es un prodigio de perversidad y rencor, en el que ni siquiera falta una injusta alusión al asesinato de Pepe Robles: «Se mete en política o en teatro y luego se sale, igual que se mete en los países y luego se sale de ellos, y cuando es joven se mete en las vidas ajenas y se abre en ellas una salida. Nadie le pesca, ni le pescan los ricos. No hay modo de pescarle a él, y sólo a los que confían en él se les apresa y se les mata. Tiene […] un latente amor al dinero, inconfesado por mucho tiempo. Termina siendo rico él mismo, y cada dólar que gana le desplaza un grueso de dólar más a la derecha».

No resulta difícil imaginar el impacto que la lectura de estos párrafos debió de causar en Dos Passos. En aquella época, éste había empezado ya a documentarse para escribir Años inolvidables, que, pese a los ataques de Hemingway, no deja de ser la historia de una antigua camaradería que el viejo Dos Passos siempre echó de menos. Su primer encuentro había tenido lugar en Italia en 1918, cuando ambos colaboraban como voluntarios en diferentes secciones de ambulancias de la Cruz Roja. Su amistad, sin embargo, no terminó de fraguarse hasta que coincidieron en París cinco o seis años después. A partir de entonces compartieron un sinfín de experiencias: los sanfermines en Pamplona, la práctica del esquí en Schruns («Todos éramos hermanos y hermanas cuando nos dijimos adiós»), las temporadas de retiro en Key West, incluso un accidente automovilístico que costó a Hemingway varias semanas de internamiento en un hospital… Sólo al final del libro, cuando ya los buenos tiempos están a punto de concluir, desliza Dos Passos algún reproche a la creciente egolatría de Hemingway, «el famoso autor, el gran pescador, el extraordinario cazador africano».

El penúltimo párrafo que le dedica está impregnado de nostalgia por sus almuerzos del verano de 1933 en Casa Botín: «Fue durante aquellas comidas cuando Hem y yo discutimos por última vez sobre España sin enfadarnos». En el último párrafo, sin embargo, todo parece haber cambiado. Cuenta ahí que, un invierno, Katy y él llegaron a Key West y descubrieron un horrible busto de Hemingway presidiendo el vestíbulo de su casa. Dos Passos adquirió pronto la costumbre de intentar acertarle con el sombrero desde la puerta cada vez que entraba. Un día, Hemingway le sorprendió haciéndolo y, ofendido, retiró el sombrero de la cabeza del busto. «Nadie hizo ningún comentario, pero desde entonces las cosas no volvieron a ser como antes», escribe Dos Passos, y se diría que el anónimo autor de la escultura de escayola fue en alguna medida responsable de todo lo que vendría después.