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Cuando llegó a Madrid a finales de octubre de 1916, John Dos Passos era un joven que quería conocer mundo y escribir. Aquél era su primer contacto con España y, aunque la estancia se interrumpiría al cabo de tres meses, tuvo tiempo de recorrer buena parte del país. Solía dedicar los domingos a hacer excursiones por los alrededores de la capital: Aranjuez, El Pardo, la Sierra de Guadarrama y, por supuesto, Toledo eran algunos de sus destinos habituales. En varias de estas visitas le hizo de guía su amigo José Giner, quien, consecuente con los ideales de la Institución Libre de Enseñanza en la que se había educado (no en vano era sobrino de su fundador), sentía un amor sincero por los pueblos y las tierras de España. Más tarde estuvo también en La Mancha, cuyo paisaje tantas veces había entrevisto en las páginas del Quijote, y cruzó de sur a norte las provincias levantinas hasta llegar a Tarragona. Viajaba en vagones de tercera o simplemente a pie, y siempre había quien le recogía en su carro o tartana y compartía con él su bota de vino.
Los itinerarios de Dos en aquella época son fáciles de reconstruir gracias a sus cartas y diarios, recopilados por su biógrafo, Townsend Ludington[19]. También de sus impresiones de entonces podemos formarnos una idea cabal a través de esos textos. «Me vuelve loco España», escribió en referencia a la dulzura y la nobleza de sus gentes. Dos Passos era, en efecto, un entusiasta de España y lo español. Le encantaban el chocolate, las campanadas de las iglesias, las bufandas de diversos colores con que los madrileños se abrigaban, su costumbre de apurar el tiempo en los cafés, incluso la constante algarabía de la Puerta del Sol, «la mayor y más ruidosa plaza de la ciudad». Le encantaban también su historia y su cultura, y no tardó en decorar la habitación de su pensión con reproducciones de Velázquez y El Greco. Para Dos Passos, España era un «templo de anacronismos», y en la manera de vestir de los españoles, en su música y sus ritos, en su alfarería y su gastronomía percibía indicios de un país que era a la vez romano, griego, fenicio, semítico, árabe. Los poemas que entonces escribió (y que más tarde recogería en su único volumen de poesía) celebraban la belleza y la dignidad de esa España eterna, que él contraponía al pragmático materialismo de los países más avanzados. Por ese lado venían, sin duda, las discrepancias que mantenía con sus amigos de la Institución Libre de Enseñanza, partidaria de europeizar España.
No volvería a España hasta dos años y medio después[20]. Para entonces era ya un escritor, aunque todavía inédito. De hecho, aquel día de agosto de 1919 procedía de Londres, donde había firmado el contrato de edición de Primer encuentro (One Man’s Initiation: 1917), novela inspirada en sus experiencias como conductor de ambulancias durante la Primera Guerra Mundial. En compañía de un amigo norteamericano recorrió la cornisa cantábrica. Desde Motrico, en la provincia de Guipúzcoa, escribió a Robles para anunciar su llegada a la capital de España y cantar las excelencias de la costa vasca: «Hay en todas partes bailes, cohetes, fiestas, sidrerías». Tras escalar los Picos de Europa, pasó por Madrid en dirección a Jaén, Málaga y Granada, ciudad en la que se instaló a mediados de septiembre. Allí observó que, en verano, la gente de esos lugares alquilaba una higuera para ir con sus cerdos, sus cabras, sus gatos y sus pollos a comerse los higos y disfrutar de la sombra: «En esas condiciones la vida no plantea problemas».
Dos seguía teniendo una visión idílica de España[21]. Cruzar la frontera equivalía para él a salir de la «fétida nube» europea y respirar por fin aire puro: «El Bidasoa se ha convertido en un Rubicón, y los Pirineos, gracias a Dios, son maravillosamente altos». Su recién estrenada condición de corresponsal de un periódico laborista británico le llevó a pasar ocho días del mes de octubre en Lisboa. De vuelta a Granada, hubo de permanecer un mes entero en cama aquejado de fiebre reumática. Aprovechó ese tiempo para leer y trabajar en el que sería su primer gran éxito literario, la novela Tres soldados. Entre mediados de noviembre y principios de marzo del año siguiente vivió en Madrid. Durante esos cuatro meses, además de frecuentar a sus amigos madrileños y visitar con ellos algunos de sus destinos favoritos (Aranjuez, Yepes, Toledo), trató de concentrarse en la redacción de su novela, que, como la anterior, recreaba los horrores de la guerra de los que había sido testigo. Escribía en la biblioteca del Ateneo, para la que José Giner le había facilitado un pase. Fue allí donde Pepe Robles le presentó a quien más tarde traduciría algunos de sus libros al francés, Maurice Coindreau. Dos consideraba esa biblioteca el lugar más apropiado para trabajar, y en una carta la describió como «anormalmente llena de caballeros con aire de literatos, que se rodean de pilas de libros y con sus gargantas hacen tristes ruidos de erudito cada vez que pasan una página».
En marzo viajó a Barcelona, desde donde escribió a Robles[22] para felicitarle por el nacimiento de Coco e informarle de sus progresos en el estudio de la poesía catalana: por lo que había leído de él, Joan Maragall le parecía «un gran poeta», y en todos los poetas catalanes percibía «un lirismo puro y humilde, con un olor de tierra que me gusta mucho». De Barcelona, tras una breve estancia en Palma de Mallorca, saldría para Francia y Estados Unidos a mediados de abril.
Justo un año después estaba de vuelta en la Península[23]. En esa ocasión viajaba con el poeta E. E. Cummings, que deseaba tanto como él huir de la vida literaria neoyorquina. Desembarcaron en Lisboa, desde donde Dos Passos escribió una carta a Pepe Robles en la que le anunciaba su propósito de pasar por Madrid y, en su vacilante español, comentaba: «¡Sería gracioso si llegaba en Madrid a tiempo de ver el estreno de la sua comedia!». Robles nunca estrenó la obra en la que estaba trabajando. No mucho antes, en 1920, había publicado en la colección Universal su traducción de un drama de Alfred de Vigny: su afán por ganarse al público teatral no pasó de ahí. De todos modos, su amigo Dos tampoco habría podido asistir al improbable estreno madrileño. Debido a una dolorosa infección en un diente, Cummings no estaba en la disposición ideal para interesarse por el arte y la cultura locales, como Dos pretendía. Éste y Cummings abandonaron la capital portuguesa para, tras visitar brevemente Salamanca y Plasencia, viajar a Sevilla, donde un dentista sajó por fin el absceso de Cummings. Los días siguientes los dedicaron a ir a los toros y a disfrutar de la sensualidad de la ciudad andaluza, incluida la de sus prostitutas, y luego, al parecer sin tiempo para detenerse en Madrid, partieron para Francia.
Las andanzas de Dos Passos por España inspiraron, total o parcialmente, sus dos libros siguientes, ambos publicados en 1922. Rocinante vuelve al camino refleja con nitidez la España que Dos quiso encontrar y encontró: un refugio frente a la materialista sociedad norteamericana que tanto había criticado. Es la suya una España de virtudes antiguas como la hospitalidad o el apego a la tierra y las tradiciones, una España de hombres pobres que sin embargo prolongaban sus horas de alegría hasta la madrugada: el triunfo de la vida y del ser humano en un mundo de mugre y harapos. Aunando metafísica y realismo, recurriendo por igual a la alegoría y el relato de viaje, combinando la España leída con la España vivida, Dos Passos propuso en Rocinante vuelve al camino una interpretación de la historia y el carácter españoles que no se alejaba demasiado de la visión noventayochista entonces imperante. No sólo los autores sino también los temas preferidos de esa generación nos asaltan una y otra vez desde las páginas del libro, y no por casualidad cierto individualismo inmutable, rasgo que previamente habían definido los escritores del 98, está también para Dos Passos en la esencia de lo español. Basándose en la «fuerte confianza anarquista en el individuo», llega a afirmar que «España es la patria clásica del anarquista».
También en bastantes de los poemas de A Pushcart at the Curb[24] canta a esa España individualista y no contaminada. De las seis secciones que integran el volumen, dos («Winter in Castile» y «Vagones de tercera», de la que Pepe Robles hizo una traducción parcial) están dedicadas a España e ilustran sus ya conocidos vagabundeos: hay poemas dedicados a Madrid, pero también a Toledo, Aranjuez, Cercedilla, Navacerrada, Alcázar de San Juan, Getafe, Denia, Villajoyosa, Granada, Lanjarón… La profesora Catalina Montes analizó estas composiciones en un estudio de 1980 y llegó a la conclusión de que Dos Passos admiraba la dignidad con que los españoles aceptaban su atraso económico: mejor ser pobres que ser esclavos «de la industrialización, del ansia de dinero».
Su rechazo del capitalismo se radicalizaría con motivo de la condena a muerte de Sacco y Vanzetti[25], en cuya inocencia creía a pie juntillas. «Sacco y Vanzetti me interesaban porque eran anarquistas y yo simpatizaba mucho con sus ingenuas convicciones», escribiría mucho tiempo después en Años inolvidables. Dos asumió su defensa como un asunto personal: escribió un panfleto denunciando el caso, se entrevistó con ellos, formó parte del comité creado para defenderles. Durante el verano de 1927, en un nuevo esfuerzo por evitar su ejecución, publicó un artículo en varios periódicos, y fue detenido en Boston junto a otros manifestantes. La campaña no sirvió de nada. Sacco y Vanzetti fueron ejecutados el 23 de agosto, y Dos Passos, decepcionado por el sistema capitalista norteamericano, al que consideraba culpable del asesinato de los dos anarquistas, volvió la mirada hacia el socialismo. En mayo del año siguiente viajó a Rusia para examinar la nueva sociedad soviética. Producto de ese viaje es «El visado ruso», un texto que expresa sus simpatías por el pueblo ruso y su revolución, pero también algunos reparos hacia el clima de miedo y persecución que percibió.
En febrero de 1930, Dos Passos, ya con Katy y en viaje de placer, cruzó España de norte a sur[26]. En marzo llegaron a Cádiz, donde embarcaron en el Antonio López hacia las Islas Canarias y Cuba. Más significativo sería su siguiente viaje, en el verano de 1933. Para entonces, merced a su participación en el asunto de Sacco y Vanzetti y también a su campaña de denuncia de las condiciones de trabajo de los mineros de Harlan County, Kentucky, se había convertido en uno de los más influyentes intelectuales de izquierdas, y su propósito era escribir un largo reportaje sobre la joven República española, en la que tantas esperanzas había depositado. De hecho, acababa de firmar el contrato de edición de «La república de los hombres honrados», que finalmente, en abril del año siguiente, aparecería publicado junto a «El visado ruso» y otros relatos de viajes dentro del volumen titulado En todos los países. En una de las cartas que escribió a Hemingway bromeaba sobre su proyecto de reportaje, que sería «quemado por Hitler, cubierto de orines en el Kremlin, usado como papel higiénico por los anarcosindicalistas, deplorado por The Nation, señalado por The New York Times, ridiculizado por el Daily Worker y no leído por el Gran Público Americano».
El matrimonio Dos Passos había previsto viajar a España[27] en compañía de Hemingway, que debía buscar localizaciones para el rodaje de la adaptación cinematográfica de Muerte en la tarde. Sin embargo, uno de los ya mencionados ataques de fiebre reumática de Dos alteró los planes. Katy y él llegaron en julio, y lo primero que hicieron fue comprar un pequeño Fiat de segunda mano, al que llamaron Cockroach (Cucaracha) y en el que recorrieron la península de sur a norte. En Pontevedra presenciaron un espectáculo pirotécnico en el que los fuegos artificiales exhibían los colores de la bandera republicana, y en Santander asistieron a un mitin del diputado socialista Fernando de los Ríos, primo de José Giner. El acto tuvo lugar en la plaza de toros, y alguien soltó dos palomas que debían simbolizar la paz y que, sin duda mareadas por el calor, no llegaron a alzar el vuelo. En ese detalle vio Dos un mal presagio para la frágil República, y acaso un indicio de que los buenos tiempos estaban también acabando para él. De hecho, cuando, más de treinta años después, redacte sus memorias, concluirán precisamente con este viaje a España. Edmund Wilson no dejaría entonces de reprochárselo de forma amistosa, y Townsend Ludington, aludiendo al título original del libro (The Best Times), señalaría más tarde que la breve vida de la República marcó para el escritor «los últimos momentos de los mejores tiempos».
En agosto, Katy y Dos se instalaron en Madrid en el Hotel Alfonso, que hasta 1931 se había llamado Alfonso XII. Hemingway llegó unos días después y cogió habitación en el Biarritz, pero, demasiado ocupado en sus propios asuntos, sólo de vez en cuando se reunía con ellos para almorzar en Casa Botín. En sus viajes a España, Dos Passos había conocido a varios de los más relevantes intelectuales: en el primero fue recibido por Juan Ramón Jiménez, cuya familiaridad con la poesía norteamericana le deslumbró, y en el segundo, acompañado de Robles, visitó en Segovia a Antonio Machado, al que tenía intención de traducir al inglés. En este nuevo viaje entrevistó para su trabajo a Manuel Azaña y Miguel de Unamuno. De ambas entrevistas salió también Dos Passos con malos presagios para el régimen republicano: si, mientras esperaba a ser recibido por el presidente del gobierno, se sintió «oprimido por la atmósfera de oficina gubernamental, por la sensación de aislamiento con respecto al mundo real», cuando se reunió con Unamuno (quien «con su piel apergaminada y su frente estrecha y abombada cada vez se parecía más a don Quijote»), el único comentario sobre la República que consiguió extraerle fue: «¿Dónde están los grandes hombres?».
Fiel a su gente, Dos Passos visitó asimismo a sus amigos españoles. Pepe Giner le mostró el Palacio Real (ahora llamado Nacional), del que había sido nombrado conservador, y lo que más le llamó la atención fue que, mientras hacía el inventario de los bienes reales, hubiera encontrado la corona de España «escondida en un viejo armario ropero». Al otro Pepe, a Robles Pazos, que estaba de vacaciones en Madrid, lo veía sobre todo en las tertulias de café. Debió de ser en La Granja del Henar donde José Robles le presentó a Ramón J. Sender, que acababa de llegar de un viaje a la URSS. La amistad entre Sender y Dos Passos se reanudaría bastantes años después en Norteamérica, y de ella habla el aragonés en Álbum de radiografías secretas. Sus trayectorias vitales e ideológicas discurrirían en paralelo: activistas de las causas de izquierdas en su juventud, la guerra civil les convertiría en feroces anticomunistas, y sólo gracias a su común e «irreprimible independencia de criterio» se enfrentaron al «sistema de calumnias» que les aguardaba. Pero aquel encuentro del verano del 33 fue significativo porque unos meses antes se había producido la matanza de campesinos por guardias de asalto en la localidad gaditana de Casas Viejas[28], un episodio que no constituía ya un mal presagio para el nuevo régimen republicano sino un serio descalabro de su credibilidad, y Sender, como afirma el propio Dos Passos en «La república de los hombres honrados», fue el único que desde las páginas de un periódico luchó para evitar que el escándalo fuera silenciado. Las crónicas de Sender en La Libertad, que pronto serían recogidas en un volumen, constituyeron de hecho una de las principales fuentes de información del escritor norteamericano.
El gobierno de Azaña, que inicialmente negó los hechos, tuvo que acceder a que se creara una comisión de investigación cuando la prensa desveló lo ocurrido. Para Sender, la posterior pugna parlamentaria no fue sino «un pleito entre verdugos, donde se trataba de ventilar si las ejecuciones habían sido realizadas correctamente o no». Para Dos Passos, el espíritu de Casas Viejas acabó provocando la derrota del gobierno de hombres honrados, y al final de su reportaje censuraba la impotencia con que los demócratas bien intencionados contemplaban «el colapso de la vida civilizada que tan altamente estiman». Sus antiguas simpatías hacia ese individualismo y ese anarquismo tan genuinamente españoles habían alimentado una desconfianza visceral hacia los políticos que habían consentido su aplastamiento.
A esa quiebra en la confianza en la República se sumaba además la aversión que le inspiraba la naciente burocracia. Katy y él la sufrieron en carne propia a finales de septiembre, cuando, en vísperas de salir de España, pusieron en venta su automóvil. Un joven oficial les pidió permiso para probar el motor y desapareció. La policía recuperó bien pronto el Cockroach, y Dos acudió a la Puerta del Sol y vio el pequeño Fiat rodeado de una tela metálica en el patio de Gobernación. Allí estaba y allí, retenido como prueba, seguiría estando cuando el matrimonio Dos Passos embarcara en el Exchorda en el puerto de Gibraltar. «No hay remedio. Es la ley», les había dicho el funcionario de policía, por mucho que ellos le habían insistido en su urgencia por venderlo. El episodio del Cockroach, unido a las secuelas que todavía arrastraba Dos Passos de su enfermedad, hizo que su estancia en España fuera también un fracaso en el plano personal.
Eso, sin embargo, no impidió que su interés por la inestable actualidad española se mantuviera firme, y el antiguo activista volvió a ponerse en movimiento cuando un amigo suyo, el artista santanderino Luis Quintanilla, fue detenido con motivo del movimiento insurreccional de Asturias de octubre de 1934 por formar parte del comité revolucionario de Madrid. Quintanilla era también (y sobre todo) amigo de Hemingway, al que había conocido en una borrachera en un bar de Montparnasse en 1922. Hombre de agitada biografía que en su juventud había sido marino y boxeador y que desde 1927 militaba en el PSOE, iba a ser juzgado por un tribunal militar, y la condena amenazaba con ser particularmente severa: el fiscal pedía para él dieciséis años de cárcel.
Para dar publicidad[29] al caso y forzar al gobierno español a ser clemente, Hem y Dos organizaron una exposición de sus aguafuertes en la galería neoyorquina Pierre Matisse y, al igual que se estaba haciendo en Inglaterra y Francia (en este país, a iniciativa de André Malraux), promovieron una campaña de recogida de firmas entre personalidades como Henri Matisse, Thomas Mann, Sinclair Lewis o Theodor Dreiser, con el que Dos Passos había colaborado en la defensa de Sacco y Vanzetti. La exposición debía asimismo servir para recaudar fondos para los encarcelados, y los dos escritores recurrieron para ello a sus contactos con liberales de la alta sociedad. Entre ellos estaban, por ejemplo, los adinerados y elegantes Sara y Gerald Murphy, buenos amigos de Hemingway y Dos Passos desde principios de la década anterior. En su biografía de los Murphy, Amanda Vaill reproduce un telegrama de Gerald en el que se alude a la excelente acogida de la exposición: «CUATRO VENDIDOS PRIMER DÍA».
El catálogo incluía sendos textos de Hemingway y Dos Passos. El de éste señalaba que «Quintanilla ha expresado su disgusto por medio de sus aguafuertes y de su actividad revolucionaria. Es natural que los burócratas civiles y religiosos, los latifundistas y los explotadores industriales que han recurrido al ejército, los políticos aprovechados y especialmente los guardias civiles, esos fieles perros guardianes de los propietarios, le hayan metido en la cárcel para devolver el poder en España a la propiedad». Los dos novelistas no se conformaban con ayudar a su amigo, sino que además buscaban denunciar la forma en que el gobierno había aplastado la rebelión. «No es bonito usar tropas moras, bombarderos y artillería pesada sobre tus propias gentes y ciudades», escribió Dos Passos a Malcolm Cowley, director del New Republic. Una de las cartas que por entonces envió a Robles revela, no obstante, el escepticismo que le inspiraban campañas de ese tipo. Aunque en ella dice haber firmado «varias protestas de Barbusse» y «una petition[30] en el caso de Quintanilla», no cree que eso pueda influir en Gil-Robles o Lerroux, al que en otra carta llama «hijo de perra».
Para su sorpresa, las cosas salieron mejor de lo esperado. En febrero del 35, Dos informó a Edmund Wilson[31] de que Quintanilla había «sido trasladado a una fantástica celda que Juan March había arreglado para sí mismo, y los rumores apuntan a que dentro de seis meses estará en libertad». A finales de mayo Quintanilla estaba ya en libertad provisional, y escribió al novelista una larga carta en la que le informaba de su nueva situación y le expresaba su agradecimiento: «Vd. no podrá imaginarse lo que es leer a la caída de una tarde de invierno, en la celda de una cárcel, donde todo son humillaciones y violencias, el prólogo que para el catálogo de mi exposición escribieron Vds». El fiscal había rebajado su petición a cuatro años de cárcel, y lo más probable era que Quintanilla no tuviera que reingresar en prisión.
La inquietud de Dos Passos por el pintor santanderino se reavivaría en el verano del año siguiente, cuando a los Estados Unidos llegaron noticias de que había sido asesinado por pistoleros fascistas. Luego se supo que Quintanilla, que había participado en el asalto al madrileño Cuartel de la Montaña, estaba vivo. La guerra civil española acababa de estallar.