APÉNDICE

APÉNDICE

Si la noticia más temprana que se tuvo en España de la literatura de Hemingway la dio José Robles en junio de 1927 con su elogiosa reseña de Fiesta, la primera de sus obras que se tradujo al español fue el relato «Los asesinos», uno de los más conocidos de su primera etapa. No con ese título sino con el de «Los matones», estaba incluido en el volumen 10 novelistas americanos que Zeus publicó en 1932. Zeus era, como Cenit, una de las más destacadas editoriales izquierdistas de la época. Por eso no puede extrañar que el responsable de la selección, Julián Gorkin, declarara en el prefacio su propósito de dar a conocer una literatura «independiente y de inspiración social, cuyos representantes tienen que mantener una lucha titánica con los plutócratas del dinero, los tartufos prohibicionistas y lectores de la Biblia». La nómina de autores incluía a los más conspicuos entre los escritores norteamericanos considerados próximos al socialismo, y en ella no faltaba John Dos Passos, cuya obra era ya conocida en nuestro país gracias a las traducciones de José Robles y Márgara Villegas.

De Dos Passos, con quien en aquella época no debía de tener ningún trato personal, dice el antólogo que «es, indiscutiblemente, uno de los novelistas más modernos que existen». Si entonces no se conocían, es seguro que en algún momento llegaron a establecer cierta relación de amistad y que ésta se prolongó a lo largo de varias décadas, como sugiere el texto que Dos Passos escribió para prologar la novela de Gorkin La muerte en las manos, publicada en Argentina en 1956. ¿Puede ser que su primer encuentro tuviera lugar a finales de abril de 1937, cuando el norteamericano visitó la sede barcelonesa del POUM, de cuyo Comité Ejecutivo era miembro Gorkin? Se trata de una simple conjetura pero no parece descabellada.

Para cuando apareció la antología, Julián Gorkin, cuyo verdadero nombre era Julián Gómez García, había publicado un par de obras de teatro político (la puntualización es suya), una novela titulada Días de bohemia y unas cuantas traducciones. Más destacado, sin embargo, como activista de izquierdas que como literato, no es casualidad que su autobiografía lleve el título de El revolucionario profesional. Gorkin, refugiado en París desde 1921, viajó a Moscú en marzo de 1925, y Andreu Nin, secretario adjunto del Profintern, le previno contra la atmósfera de intrigas y sospechas que se había generalizado tras la muerte de Lenin y las consiguientes luchas por el poder. No mucho después, Gorkin se enteró de que la correspondencia que había dirigido a su mujer, «cartas llenas de reservas respecto de la URSS y de la Internacional», había sido intervenida y estaba en poder de la GPU, y antes de abandonar el país hizo una visita al mausoleo en el que se exhibía el cadáver embalsamado de Lenin y mantuvo con éste un diálogo imaginario: «He entrevisto por doquier el terrorífico perfil del monstruo: la burocracia ascendente, la corrupción y el arribismo ávidos y maniobreros, la intriga ponzoñosa, una mentalidad y unos métodos policíacos… ¿Ha surgido todo eso después de tu muerte o hay que buscar el mal de origen en el propio bolchevismo?».

Su ruptura con el Comintern no acabó de producirse hasta 1929. Para provocar su exclusión sólo tuvo que traducir el ensayo La revolución desfigurada, en el que Trotski condenaba la burocratización del régimen soviético. A partir de entonces, Gorkin se ganó la vida colaborando desde París con las principales editoriales españolas de izquierdas, y en septiembre de 1935 intervino en la fundación del POUM, producto de la fusión del Bloque Obrero y Campesino de Joaquín Maurín y la Izquierda Comunista Española de Andreu Nin. El nuevo partido, aunque habitualmente tildado de trotskista, se había creado en realidad contra el parecer de Trotski, que en vano había dado instrucciones a sus partidarios españoles para que ingresaran en el PSOE. Trotskistas o no, Julián Gorkin y sus compañeros del POUM no tardarían en sufrir una persecución semejante a la que en la URSS se había ya desatado contra los opositores a Stalin.

Tres años después, en 1938, aparecería un libro titulado Espionaje en España, que recogía y elevaba a verdad irrefutable las falsas pruebas que implicaban a los dirigentes del POUM en una conspiración falangista. Si sus traductores, Lucienne y Arturo Perucho, son poco conocidos, su supuesto autor, un improbable Max Rieger, no lo es en absoluto. No puede decirse lo mismo de su prologuista, el poeta católico y comunista José Bergamín, quien tenía por fuerza que sospechar que el contenido del libro no eran sino viles patrañas y, a pesar de todo, no tuvo empacho en afirmar que «los hechos que aquí se refieren manifiestan, por ser extremos, la verdadera índole de una labor contrarrevolucionaria y fascista». En un momento como aquél y unas circunstancias como aquéllas, declarar, como hizo Bergamín, que el partido de Nin no era «una organización en convivencia [sic] con el enemigo, sino del enemigo mismo» equivalía a legitimar la brutal represión de la que los hombres del POUM eran objeto. Ni siquiera llama demasiado la atención el hecho de que aprovechara la ocasión para arremeter contra los «angustiados» intelectuales franceses que habían enviado un telegrama reclamando para los encausados las debidas garantías procesales. ¿Garantías procesales?, se pregunta un sarcástico Bergamín, ¿cómo se pueden pedir tales cosas «a un gobierno que prácticamente las lleva con extremo y que en este caso concreto lo viene demostrando, diríamos que exageradamente»?

En Tras las huellas de un fantasma, el profesor Gonzalo Penalva dice que Bergamín, entonces presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas, aceptó prologar el libro porque se lo pidió Juan Negrín y porque creía sinceramente en la veracidad de las acusaciones. Esta segunda razón parece más que discutible, dado que Bergamín, aunque comunista de nuevo cuño, conocía la irreprochable trayectoria revolucionaria de Nin, Gorkin y compañía, y es de suponer que alguien como él albergaría alguna reticencia ante la disparatada teoría de una conspiración de falangistas y gente del POUM. Pero tal reticencia nunca fue expresada y, años después, en lugar de reconocer el error de haber redactado ese prólogo, seguía afirmando «de modo terminante que, en las mismas circunstancias, lo escribiría cien veces». No se equivoca Gonzalo Penalva cuando, frente a la cobardía del enmascarado autor del libro, elogia a Bergamín por tener al menos la valentía de estampar su firma en el prólogo. ¿Quién se ocultaba detrás del seudónimo Max Rieger? Por un informe de abril de 1939 de Stepanov[118], delegado del Comintern en España, sabemos que se trata de una obra colectiva y que el propio Stepanov colaboró en su redacción. En Queridos camaradas Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo sugieren que también pudo intervenir el escritor comunista francés Georges Soria, autor de unos artículos en La Correspondencia Internacional que revelan grandes coincidencias con el texto de Espionaje en España. Sin embargo, según numerosos testimonios nunca desmentidos, el principal coordinador del libro fue un antiguo amigo de José Robles, el profesor de Derecho Romano y traductor Wenceslao Roces.

Escribir textos para otras personas debía de ser una de sus actividades habituales pues, según el exjefe del Quinto Regimiento Enrique Castro Delgado[119], Roces era el autor de algunos de los discursos del entonces ministro de Instrucción Pública, el comunista Jesús Hernández. En aquel momento Roces ocupaba la subsecretaría del ministerio y, si hemos de creer a Antonio Machado, tanto al subsecretario como al ministro debía «la instrucción en España más que a un siglo de sus predecesores». De Wenceslao Roces, un asturiano bajito de aspecto apocado, son algunas de las traducciones más manejadas de Hegel y de Marx y, hasta esa fecha, el hecho más destacado de su biografía era el violento ataque que, en el verano de 1933 y en la oficina madrileña de la Asociación de Amigos de la URSS, había sufrido por parte de miembros de las protofascistas Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista de Ramiro Ledesma Ramos.

Su perfil era el de un hombre gris y sin carisma, que se ponía siempre a la sombra de figuras más rutilantes. Mientras duró el Congreso de Escritores en Defensa de la Cultura[120], organizado por la Alianza de Intelectuales Antifascistas en colaboración estrecha con el Ministerio de Instrucción Pública (es decir, por Bergamín y por Roces, pero también por el omnipresente Koltsov), una de esas figuras fue precisamente Bergamín. Éste, «delgado, de piel oscura, con aspecto de pájaro», como lo describió Malcolm Cowley, dictó la línea oficial de pensamiento del congreso y acaparó el protagonismo con su condena pública de los dos libros en los que su examigo André Gide criticaba la atmósfera de persecución y falta de libertad que había percibido en su último viaje a la URSS. Mientras tanto, Roces, ordenancista y amante de las jerarquías, detentaba el poder en la sombra y era, según el testimonio de Arturo Serrano Plaja, quien nombraba a los secretarios de organización y aceptaba o rechazaba sus iniciativas.

De la relación de Wenceslao Roces con los escritores participantes han quedado algunos episodios en los que su intervención no fue muy airosa. El más repetido es el de su censura del poema «A un poeta muerto», con el que Luis Cernuda quiso homenajear en la revista Hora de España a Federico García Lorca y del que Roces obligó a suprimir una estrofa que aludía explícitamente a la homosexualidad del granadino. Menos conocido es lo que la entonces mujer de Octavio Paz cuenta en Memorias de España, 1937. Según Elena Garro, que de Roces «sólo sabía que era miembro del Partido y que hablaba ruso», el poeta León Felipe se sentía perseguido por él, que primero le expulsó de la vivienda que le habían asignado en Valencia y más tarde llegó a amenazarle de muerte. «¡Me quería matar el muy sinvergüenza…!, ¡matar…!», repetía León Felipe, ya fuera de España y algo más tranquilo.

Si le quería matar o no, es algo que no puede saberse. Sí sabemos que en el número 5 de Hora de España[121] León Felipe publicó un largo fragmento de su poema «La insignia», y que Roces le sometió a un duro interrogatorio acerca de los versos que denunciaban los casos de latrocinio cometidos por algunos republicanos. También sabemos que, en julio, Wenceslao Roces optó por la disolución de la «Casa de los Sabios», en la que Dos Passos se había alojado en el mes de abril. Ya se ha dicho que la Casa de la Cultura servía de residencia para eminentes científicos, artistas y escritores republicanos. Uno de ellos era León Felipe. Otro, el doctor Gonzalo R. Lafora, que había sido director del Instituto de Psiquiatría y que, en un artículo publicado en el diario Fragua Social, órgano de la CNT local, protestó enérgicamente contra tal medida. En ese artículo, Lafora atribuía el cierre a «la gestión lamentable del señor Roces», al que criticaba por sus métodos «de venganza personal, de opresión política y de vejámenes sobre los que no siguen dócilmente sus indicaciones, no atendiendo ni respetando nombres ni largas historias de actuación democrática». La prensa comunista contraatacó diciendo que no se trataba de la disolución de la Casa de la Cultura sino de su transformación en un centro de trabajo e investigación, y entre los defensores de Roces estaban algunos de los residentes y también Antonio Machado, quien, pese a encontrarse gravemente enfermo, aceptó presidir el patronato de la nueva institución.

Otro que por aquella época se sintió agraviado por las maneras autoritarias de Roces fue Francisco Ayala, quien, sin ser consultado, fue escogido por aquél para ocupar el decanato de la Facultad de Derecho. Temeroso de que su designación pudiera exponer a represalias a su familia de Burgos, Ayala llamó al «imbécil» de Roces, que le amenazó con enviarle al frente y le ordenó que, si debía dirigirse a él, «lo hiciera por el conducto jerárquico correspondiente». La conversación telefónica concluyó con un exabrupto de Ayala. «Mire, Roces —le dije—, ¡váyase a la mierda!». La verdad es que, al margen de alguna que otra adhesión protocolaria y forzada, los testimonios sobre la figura del subsecretario de Instrucción Pública animan poco a la simpatía, y algunos tenían razones más poderosas que las de Ayala para detestarle. Aunque sin aportar pruebas, Julián Gorkin afirma en El proceso de Moscú en Barcelona que fue él, Wenceslao Roces, quien, junto a un sobrino del general Miaja y a varios hombres de confianza de Alexander Orlov, falsificó el plano que debía servir para implicar a los dirigentes del POUM en la trama de espionaje del falangista Golfín.

En su prólogo, aseguraba Bergamín que Espionaje en España «ofrece, al lado de una documentación precisa, por sí sola evidente, la exacta relación de unos hechos». La realidad, por el contrario, parece ser muy otra: lo que allí se presentaba era una documentación falseada que aspiraba a probar un complot delirante y por completo carente de fundamento. El libro, publicado en España por Ediciones Unidad, apareció en otros países en editoriales igualmente controladas por el Comintern. Preparado con urgencia para la ocasión, a sus evidentes objetivos propagandísticos hay que añadir una finalidad probatoria que no fue desaprovechada en los interrogatorios del proceso al que el Tribunal de Espionaje y Alta Traición sometió a los hombres del POUM. Lo más curioso es que, cuando fueron llamados a declarar los testigos de la defensa, el exembajador en París Luis Araquistáin también aportó como prueba un libro. No se trataba de un libro que hubiera sido editado a toda prisa para desmentir las afirmaciones de Espionaje en España. Se trataba de un libro de Trotski titulado Mis peripecias en España que, en 1929 y en traducción de Andreu Nin, había sido publicado por la editorial España, en aquel momento dirigida por el propio Araquistáin, Juan Negrín y Julio Álvarez del Vayo. Este último (cuñado, por cierto, de Araquistáin) era además el autor del prólogo, una semblanza de Trotski en la que se vertían encendidos elogios sobre su figura. La pregunta que ante ese tribunal planteaba el libro que Araquistáin sostenía en la mano no podía ser más contundente: siendo Negrín presidente del Consejo de Ministros y Álvarez del Vayo ministro de Estado, ¿cómo podían los gobernantes del momento acusar a nadie de trotskista y declararse ellos mismos antitrotskistas? Algo parecido se le habría podido plantear al antitrotskista Roces si, en lugar de mantenerse en la sombra, hubiera comparecido en el juicio. Porque no es Mis peripecias en España el único libro de Trotski que se había publicado en español. De los cuatro títulos suyos que aparecen en el catálogo de Cenit, dos están traducidos por Nin y uno por Gorkin. El traductor del cuarto es Wenceslao Roces, nada menos que Wenceslao Roces. ¿Caben más contradicciones?

El Comité Ejecutivo del POUM se había reunido la mañana del 16 de junio del 37 en su sede del Palacio de la Virreina, entonces llamado Instituto Joaquín Maurín. Tras discutir la cuestión de si Gorkin debía comparecer en el proceso que se le seguía como director de La Batalla, se trasladaron a otro edificio del partido situado también en las Ramblas barcelonesas. Fue allí donde dos agentes de paisano detuvieron a Nin. Por la tarde, los restantes miembros del comité recibieron varias noticias alarmantes: sus domicilios habían sido asaltados, sus mujeres detenidas, los locales del partido ocupados. Hacia las once de la noche ellos mismos eran detenidos por guardias de asalto. Gorkin y sus compañeros pasaron por diferentes celdas de Valencia y Madrid hasta que, enterados ya de la acusación de espionaje y alta traición que pesaba sobre ellos, fueron devueltos a Barcelona, donde se les internó en un convento de clarisas de la calle Deu i Mata convertido en Prisión de Estado. Para principios de junio del año siguiente, el juez especial encargado de instruir el proceso dio por terminado su trabajo. La vista se celebró a mediados de octubre y duró once días, y el tribunal tardó otros diez en redactar la sentencia, que absolvía a Gorkin y sus compañeros de las acusaciones principales pero los consideraba culpables de las secundarias.

Entre los miembros del Comité Ejecutivo que también peregrinaron por cárceles y checas estaba Juan Andrade, «alto y huesudo, rostro larguirucho y boca desdentada, madrileño parco de palabra y de gestos», según la descripción del propio Gorkin. Curiosamente, en su aproximación al comunismo había intervenido John Dos Passos, aunque fuera de forma indirecta. La historia se remonta a 1919, cuando llegó a España el norteamericano Charles Phillips, uno de los dos emisarios que la Internacional Comunista había enviado con la misión de crear una sección española de la organización. Phillips hablaba español con acento mexicano y se hacía llamar Jesús Ramírez. Los primeros contactos establecidos en Madrid habían fracasado cuando se dejó caer por la biblioteca del Ateneo y conoció a un joven rubio con gafas y libros en inglés. El joven rubio era Dos Passos, que le presentó a dos socialistas españoles que leían junto a él en sendos pupitres. Uno de ellos era Fernando de los Ríos, el ministro de cuyo mitin santanderino de 1933 dejaría constancia Dos Passos en «La república de los hombres honrados»; el otro, el concejal Mariano García Cortés. A través de éste, Phillips entabló relación con los que serían sus principales apoyos en la fundación del PCE. Entre ellos, según Elorza y Bizcarrondo, destacaba el joven Juan Andrade.

Tras su encuentro con el comunista norteamericano, la biografía de Andrade[122] es la de un revolucionario arquetípico. Fundador del PCE en 1920, el viraje estalinista de la revolución soviética le llevó siete años después a abandonar todos los cargos. Al igual que en el caso de Gorkin y de tantos otros, su conversión puede ser explicada, como propone François Furet, en términos religiosos: «Después del entusiasmo del creyente viene, un buen día, la mirada crítica, y los mismos acontecimientos que iluminaban una existencia han perdido lo que les daba su luz». En 1930, Andrade intervino en la constitución de Izquierda Comunista Española, uno de los dos partidos que en 1935 se integrarían en el POUM. Autodidacta formado en la biblioteca del Ateneo, dirigió Andrade varias publicaciones marxistas, y su enorme capacidad de trabajo hacía de él un elemento indispensable en muchas de las empresas revolucionarias de la época. Editoriales izquierdistas como Oriente u Hoy difícilmente habrían existido sin él, y lo mismo podría decirse de Cenit, que fundó junto a Graco Marsá y Rafael Giménez Siles. Según Pelai Pagès, habría sido Andrade, y no este último, el verdadero autor del prólogo, firmado por Valle-Inclán, al primer libro de Sender, hipótesis que también defiende el profesor Gonzalo Santonja en Los signos de la noche.

Tres de las figuras más relevantes del POUM habían estado, por tanto, estrechamente vinculadas a Cenit[123]: Andrade como fundador, Nin como traductor de siete obras, Gorkin como traductor de cinco. Por supuesto, ellos no son los únicos personajes de esta historia que colaboraron con la editorial. Recordemos que fue Cenit la que publicó las traducciones de José Robles y Márgara Villegas de títulos de John Dos Passos y otros autores. Recordemos asimismo que de Ramón J. Sender apareció en Cenit su libro falsamente prologado por Valle-Inclán pero también otros tres más. Y recordemos que, además de a Trotski, Wenceslao Roces tradujo para Cenit a Marx, a Engels, a Zweig, a Remarque y a otros siete autores.

La historia de Cenit, junto a la de otras editoriales izquierdistas de la época, ha sido estudiada por Santonja en La República de los libros. Todo comenzó a finales de la dictadura de Primo de Rivera. Existía entonces un régimen de censura previa del que estaban exentos los libros que superaran las doscientas páginas. Para burlar esa censura, varios jóvenes revolucionarios reunidos en torno a la revista Post-Guerra optaron por publicar libros y para ello fundaron Ediciones Oriente. Las previsiones más optimistas les auguraban una supervivencia precaria, cuando no el cierre, y el inesperado éxito de los primeros ocho títulos les descubrió un público potencial hasta entonces ignorado. Entre esos ocho títulos había uno de Malraux, otro de Trotski, otro de Juan Andrade… Éste y Rafael Giménez Siles, antiguos miembros del grupo de Post-Guerra, decidieron prescindir de sus otros socios y aprovechar por su cuenta las posibilidades del recién descubierto filón. Para el nuevo proyecto editorial contaban también con Graco Marsá, al que Giménez Siles había conocido en febrero de 1928 en la Cárcel Modelo de Madrid, donde ambos cumplían condena por actividades contrarias a la monarquía. Marsá era un abogado republicano de tendencia radical que poco antes había heredado de su abuelo la nada despreciable cantidad de treinta mil pesetas. Las conversaciones para la constitución de la sociedad tuvieron lugar en la propia prisión, a la que Andrade acudía con frecuencia a visitarles, y para diciembre de ese mismo año estaba ya en las librerías El problema religioso en Méjico, primer libro de Cenit.

Al año siguiente apareció Un notario español en Rusia, del radical Diego Hidalgo, que más tarde obtendría el acta de diputado por Badajoz y llegaría a ser ministro de la Guerra con el gobierno Lerroux. En el propio libro cuenta Hidalgo cómo, en septiembre de 1928, mientras realizaba interminables gestiones para obtener el visado de entrada en la URSS, conoció en París a Julián Gorkin y cómo, ya en Moscú, conoció también al todavía periodista Álvarez del Vayo, que había sido invitado a las celebraciones del centenario de Tolstoi y era acogido con familiaridad en los más diversos despachos oficiales. La obra de Hidalgo, de la que se vendieron cuatro ediciones antes del 36, fue uno de los mayores éxitos de Cenit, pero el principal apoyo económico de su autor a la editorial consistió en asegurarle liquidez con su fortuna personal. No fue, ni mucho menos, el de Hidalgo el único libro que Cenit publicó sobre la URSS. En un catálogo en el que predominan las obras que celebran los logros de la revolución destaca la presencia de Rusia al desnudo[124], de Panaït Istrati. El libro, traducido bajo seudónimo por Julián Gorkin y publicado en 1930, tan sólo un año después de su aparición en Francia, pasa por ser el primero de un comunista decepcionado por lo que vio en la Unión Soviética, y ha sido definido por Furet como un antídoto «contra los relatos de viaje soviéticos con agua de rosas». Rusia al desnudo motivó en su momento la ruptura entre Giménez Siles y Andrade. El primero, aunque nunca militó en ningún partido, se encontraba mucho más cerca de la ortodoxia comunista que el segundo, trotskista declarado, que abandonó Cenit para proseguir con Ediciones Hoy su propia andadura editorial. Graco Marsá no tardó en seguir los pasos de Andrade, y en el verano de 1930 dejó a Giménez Siles para fundar Zeus.

La actividad de Cenit se prolongaría hasta un mes antes de la guerra civil. En esos ocho años, Giménez Siles[125] publicó más de doscientos libros repartidos en veinticinco series, entre las que destacaban las colecciones La Novela Proletaria, Novelistas Nuevos y Crítica Social, la Biblioteca Carlos Marx, los Cuentos Cenit para niños… Entre estos últimos, por cierto, se publicó en 1931 uno de L. Panteleiew titulado El reloj o las aventuras de Petika que llevaba impresa una dedicatoria del editor a Coco y Miggie Robles. Fue Giménez Siles uno de los grandes editores españoles de aquellos años. A su actividad al frente de Cenit hay que sumar su condición de promotor de diferentes revistas e impulsor de iniciativas tales como la Feria del Libro de Madrid o los camiones-librería, que acercaban la cultura a los rincones más apartados de la geografía peninsular. La capacidad organizativa de Giménez Siles es casi legendaria. El caso de Cenit lo muestra a las claras, pues no en vano fue él quien, prácticamente en solitario, sacó adelante la editorial desde las tempranas renuncias de Andrade y Marsá.

Aunque, en realidad, durante algunos de esos años no se encontraba totalmente solo. A su lado estaba Wenceslao Roces, con el que había colaborado en la revista El Estudiante del mismo modo que con Andrade lo había hecho en Post-Guerra. Un simple vistazo al catálogo de la editorial basta para comprobar que tanto Roces como Gorkin y Nin trabajaron para Cenit desde su fundación. La intensa contribución de estos dos últimos se interrumpe, sin embargo, bastante pronto: la última traducción de Gorkin se publicó en 1931 y la última de Nin en 1932. No es aventurado suponer que en esa interrupción tuvo algo que ver la ruptura de Giménez Siles y Andrade, del que ni siquiera se llegaría a publicar una obra que se anunciaba como de próxima aparición. Andrade no tardaría en fundar, junto a los otros dos, el POUM, y su marcha de Cenit coincidió con un significativo aumento de la influencia de Roces. Éste, sin renunciar a otros cometidos dentro de la editorial, pasó a dirigir la recién creada Biblioteca Carlos Marx y, si durante el llamado bienio negro Giménez Siles tuvo que prescindir temporalmente de su contribución, no fue por propia voluntad. A finales de 1934, como consecuencia de la represión desatada tras la insurrección de los mineros en Asturias, Wenceslao Roces fue detenido y encarcelado y, tras obtener, gracias a Diego Hidalgo, la libertad provisional, se apresuró a buscar refugio en Rusia.

En una entrevista de 1929 citada por Santonja, Giménez Siles había anunciado la publicación de La revolución desfigurada, «estudio que, por las graves acusaciones que en él se contienen contra las figuras directoras del actual comunismo ruso, no pudo publicar y ni siquiera enviar Trotski a sus amigos residentes fuera de Rusia hasta no salir él mismo del territorio de la URSS». El libro se publicó, efectivamente, pero al poco tiempo fue suprimido del catálogo de la editorial, y la misma suerte corrió Rusia al desnudo. La obediencia de Cenit[126] a la ortodoxia soviética creció hasta tal punto que el Comintern la eligió en febrero del 36 como la editorial que debía canalizar en España sus publicaciones de propaganda: para tal fin, el órgano de gobierno del Comintern destinó la nada desdeñable cantidad de cincuenta mil pesetas, que Cenit compartiría con una revista cultural de nueva creación. Dice Santonja que la marcha de Andrade «no admite la explicación simplista de caracterizar a Siles o a Roces, o a ambos, con tópicas valoraciones de manual antiestalinista». Lo que no dice es que la caída de Andrade y el ascenso de Roces reflejaban en el seno de la editorial la misma fractura que venía produciéndose en el ámbito de la izquierda revolucionaria española y que, a su vez, era un reflejo de la política de aplastamiento de la disidencia que se estaba desarrollando en la URSS: una fractura, en todo caso, que no cesaría de crecer y que acabaría dejando a unos en el lado de los perseguidos y a otros en el de los perseguidores. La historia de Cenit se erige así en aviso y metáfora de esa otra persecución, más vasta y sangrienta, que no tardaría en desatarse al socaire de la guerra civil.

La víctima más ilustre de esa persecución fue, por supuesto, Andreu Nin. Difícilmente podrá encontrarse un retrato más completo que el que Josep Pla[127] nos dejó del Nin que encontró en Moscú a mediados de 1925, «un hombre de estatura media, corpulento pero en absoluto obeso, fuerte, construido, con unas facciones muy bien dibujadas: la nariz curva, boca y orejas pequeñas, normales, admirable dentadura blanca, ojos grandes del mismo color castaño que el pelo, piel pálida tirando a gris que a veces se teñía de unas manchas levísimamente rosadas, mentón y mejillas poco carnosas. De muslos y piernas algo cortas pero muy bien musculadas, plantaba los pies en el suelo con una estabilidad considerable…». La amistad entre ambos se fraguó durante las seis semanas que el escritor ampurdanés pasó en el país de los soviets como enviado especial del diario La Publicitat. Treinta y tres años después de ese viaje, Pla dedicaría a Nin un texto de la segunda serie de Homenots, y sus palabras transmiten bastante poca simpatía por un personaje al que en otro lugar califica de «infortunado e inolvidable amigo». Dando por sentados sus méritos como traductor de Tolstoi y Dostoyevski al catalán y reconociéndole algunas virtudes políticas, Andreu Nin nos es presentado como un hombre dogmático y resentido, alguien a quien la experiencia soviética ha convertido en «un agitador frío, glacial, egoísta, ambicioso».

Nin fue el español que más poder llegó a tener en la URSS. Cuando Pla lo conoció, unía a su condición de secretario adjunto del Profintern la de diputado del Soviet de Moscú. Wilebaldo Solano[128], que durante la guerra sería secretario general de la organización juvenil del POUM, ha destacado el amor que Nin sentía por el pueblo ruso, por «su espontaneidad, su humanidad, su sencillez y su entusiasmo revolucionario». En Moscú se casó con una joven militante local, y sólo las represalias de Stalin contra quienes como él se habían adherido al grupo opositor liderado por Trotski le llevaron a cambiar de lugar de residencia. Desposeído de sus cargos y expulsado del partido a finales de 1928, apartado de toda actividad política y vigilado durante 1929, logró escapar de la URSS en el verano de 1930, y con él escaparon también sus dos hijas, Ira y Nora, y su mujer, Olga Taeeva, que consiguió la autorización para salir del país tras escribir una carta en la que amenazaba con quitarse la vida.

Su posterior evolución política en España ha sido estudiada por Francesc Bonamusa en Andreu Nin y el movimiento comunista en España: su profusa y al final tirante relación epistolar con Trotski, sus frecuentes discrepancias con Joaquín Maurín, la fundación del POUM tras la fusión de Izquierda Comunista Española con el Bloque Obrero y Campesino… Durante esos años, su actividad como traductor de literatura rusa al castellano y al catalán constituyó su principal (y a veces única) fuente de ingresos: nada menos que veintiséis traducciones publicadas, a las que habría que añadir alguna inédita, como una de una serie de escritos de Vladimir Antonov Ovseenko sobre el Ejército Rojo que al parecer se perdió a finales de 1936.

Iniciada la guerra, Antonov Ovseenko, miembro de la vieja guardia bolchevique y supuesto líder del asalto al Palacio de Invierno en 1917, fue nombrado cónsul general de la URSS en Barcelona, ciudad a la que llegó el 1 de octubre del 36. Para entonces, la ausencia de Maurín, al que la guerra había atrapado en Galicia, había convertido a Nin en líder indiscutible del POUM, y como representante de este partido ocupaba el Comisariado de Justicia y Derecho en el recién formado gobierno de la Generalitat. Nin y Antonov Ovseenko habían sido amigos en Moscú e incluso habían colaborado en la misma plataforma de oposición a Stalin. Ahora, sin embargo, Antonov Ovseenko estaba lejos de toda veleidad trotskista, y el primer encuentro entre ambos (en el que, como único miembro del gobierno que conocía la lengua rusa, correspondió a Nin pronunciar el discurso de bienvenida) debió de ser tenso y protocolario: de hecho, Antonov Ovseenko fingió no reconocer a Nin. Dos semanas después coincidieron en otro acto oficial, y también en esa ocasión tuvo Nin que ejercer de intérprete. Ninguno de los dos ignoraba, sin embargo, que se hallaban en bandos enfrentados: no en vano, Antonov Ovseenko había dejado claro que el posible incremento de la ayuda soviética a Cataluña estaba condicionado a la expulsión de los supuestos trotskistas del gobierno de la Generalitat. Sus presiones no tardaron en obtener el fruto apetecido, y Nin fue destituido de su consejería a mediados de diciembre, cuando apenas llevaba dos meses y medio en el cargo.

El cónsul soviético fue también uno de los principales impulsores de la represión del POUM, pero los inductores más visibles fueron las secciones española y catalana del Comintern (es decir, el PCE y el PSUC) a través de sus órganos oficiales. Representantes en España de la política de Hitler, trotskistas a las órdenes del fascismo internacional, quintacolumnistas financiados por los servicios secretos de Alemania e Italia…: así era como en esas publicaciones se calificaba a los poumistas. Proliferaban además las caricaturas en las que se representaba al POUM despojándose de una careta con la hoz y el martillo para dejar al descubierto una espantosa cara con la esvástica grabada o en las que se mostraba a Nin y a Franco amistosamente cogidos de la mano, y el propio Nin denunció que en las publicaciones del PSUC se dijera de él que «no ha tenido que trabajar porque siempre ha cobrado de Hitler».

La campaña contra los llamados trotskistas españoles sucedía en el tiempo al primero de los procesos de Moscú, de agosto de 1936, y coincidía con el segundo, de enero de 1937, y la nueva retórica de los medios comunistas se limitaba a reproducir los términos de las acusaciones estalinistas contra la vieja guardia bolchevique, acusaciones que consideraban probada la existencia de tramas trotskistas que habrían pretendido derribar el régimen soviético con el apoyo de gobiernos fascistas extranjeros. En sus mítines, Andreu Nin respondía diciendo que se les había podido eliminar del gobierno pero que, para eliminarles de la vida política, «precisarían matar a todos los militantes del POUM». Sin embargo, ni él ni sus correligionarios se tomaban en serio la posibilidad de que la persecución alcanzara en España los sangrientos niveles de Rusia. María Teresa García Banús, mujer de Juan Andrade, recordaría muchos años después que el norteamericano Louis Fischer les había aconsejado que tuvieran cuidado, «pues tenía la seguridad de que había propósito en la URSS de exterminar al POUM, advertencia que nos parecía en aquellos momentos increíble y a la cual se prestó poca atención».

También fue escasa la atención que Andreu Nin prestó a una advertencia muy similar que a finales de abril le hizo Liston Oak en presencia de John Dos Passos. Y, sin embargo, lo peor de la represión estaba a punto de llegar. La tarde del 3 de mayo, sólo un día después de que Oak y Dos Passos abandonaran España, un amplio contingente de guardias de asalto intentó arrebatar a sindicalistas de la CNT el control de la Telefónica en Barcelona. Durante los tres días siguientes, las calles del centro de la ciudad fueron el escenario de los enfrentamientos armados que acabarían provocando la caída de Largo Caballero. Esos combates, presentados como una insurrección de quintacolumnistas organizada por el POUM, debían justificar la acción del nuevo gobierno contra el partido de Nin. Entre la llegada de Juan Negrín a la presidencia y la detención de sus dirigentes, arreciaron los ataques de la propaganda comunista contra los «provocadores trotskistas», y Mundo Obrero aludía a las organizaciones vinculadas al POUM para calificarlas de «verdaderas guerrillas de nuestra retaguardia» y de «nidos de fascistas a sueldo de los centros de espionaje alemanes». Con estas acusaciones se terminaba de preparar el terreno para lo que estaba a punto de ocurrir, y muy poco después, el 16 de junio, el POUM fue ilegalizado y los miembros de su Comité Ejecutivo detenidos.

A partir de los datos contenidos en el dossier de Alexander Orlov, los periodistas de la televisión autonómica catalana Dolors Genovès y Llibert Ferri reconstruyeron en Operació Nikolai el asesinato de Nin: su ingreso en la Prisión de Alcalá, su negativa a ratificar las acusaciones, el falso rescate por miembros de la Gestapo… Los nombres de los verdaderos secuestradores, españoles los tres, figuran en el original del dossier, pero en la copia que fue entregada a Genovès y Ferri sólo pueden leerse las iniciales: L., A. F., I. M. Fueron ellos quienes sacaron a Nin de la prisión para conducirlo a una checa de la misma localidad. La checa estaba situada en un chalet que a comienzos de la guerra había sido incautado a sus propietarios. En él vivía Ignacio Hidalgo de Cisneros, jefe de las Fuerzas Aéreas de la República y marido de Constancia de la Mora, quien por esas fechas trabajaba en Valencia en la Oficina de Prensa Extranjera y tenía entre sus subordinados a Coco Robles. Ahí fue donde Nin resistió heroicamente las sesiones de tortura con las que, imitando procedimientos entonces habituales en la URSS, se pretendía extraer de él una confesión «voluntaria» que facilitara la condena de los dirigentes poumistas encarcelados.

En su libro Unión Soviética, comunismo y revolución en España, Stanley G. Payne ha revelado que fue el mismo Stalin quien redactó «de su puño y letra la orden (que se conserva en los archivos de la KGB) de matar a Nin». Stalin aparece así como el primer interesado en extender a España el clima de terror que ya imperaba en la URSS. La imposición final de unas cuantas condenas menores a los dirigentes del POUM demuestra la resistencia de las instituciones republicanas a la presión estalinista. Al mismo tiempo, la suerte de los más destacados enviados soviéticos, a los que difícilmente podían amparar las garantías legales republicanas, confirma que la tempestad de purgas y depuraciones desencadenada en la URSS se extendió en alguna medida hasta España. El embajador, Marcel Rosenberg, fue llamado a Moscú en febrero de 1937 y ejecutado poco después. Su sucesor sería el consejero de la embajada, León Gaikis, que permanecería en el cargo durante tres meses y sería también llamado a Moscú y ejecutado. El mismo destino esperaba a otros importantes miembros de la legación diplomática, como el agregado comercial, Artur Stashevski, o como el cónsul general en Barcelona, Vladimir Antonov Ovseenko. Tampoco escaparon a ese final los principales militares soviéticos enviados como consejeros, y entre ellos estaban Yan Berzin, veterano de las revoluciones de 1905 y 1917 y exdirector del GRU, y Vladimir Gorev (lo que motivó un intento de suicidio de su compañera e intérprete, Emma Wolf). Idéntica suerte correrían el poderoso corresponsal Mijail Koltsov (cuyo Diario de la guerra española, publicado parcialmente en 1938, fue elogiado por Stalin y bendecido por Pravda pocos días antes de que fuera detenido para ser llevado ante el pelotón de fusilamiento) y muchos otros cuyos nombres no han sido mencionados en este libro. De todo este grupo, uno de los pocos que se salvaron fue precisamente el hombre que había gestionado el terror en España, Alexander Orlov, quien, tras ser llamado a Moscú en julio de 1938, viajó a Francia a recoger a su mujer y su hija, y de allí consiguió huir a los Estados Unidos. La implacable maquinaria estalinista imponía a sus peones la doble condición de víctimas y verdugos, y de ese modo se aseguraba la máxima operatividad posible. Todos eran sospechosos a los ojos de todos, y sólo esmerándose en la preceptiva represión de la disidencia podían confiar en sustraerse a los efectos del terror, a los que de todas formas acababan sucumbiendo. Ante unos rivales así, ¿por qué iba a pensar la gente del POUM que le aguardaba un destino mejor que a los condenados en los procesos de Moscú?

Alimentaba esos temores la brutal cacería que se había desatado contra los supuestos trotskistas españoles. Pueden encontrarse algunos testimonios en los libros autobiográficos del poeta Stephen Spender[129], del crítico literario Antonio Sánchez Barbudo, de la escritora Elena Garro, del pintor Carles Fontserè… Pero seguramente el testimonio más conocido es el que ofrece Orwell en Homenaje a Cataluña. Casi una semana después del inicio de la represión, los periódicos de Barcelona (los únicos que llegaban al frente de Huesca) aún no habían informado de lo que ocurría. Las milicias del POUM seguían funcionando como una unidad independiente y, sin duda, fueron «muchos los que murieron a manos del enemigo sin saber que los periódicos de la retaguardia los llamaban fascistas». A los milicianos que estaban de permiso en Barcelona se les detenía para impedir que volvieran al frente con la noticia, y ese mismo destino parecía esperar a Orwell cuando, recuperándose de sus heridas de guerra, regresó a la ciudad después de cinco días de ausencia. Eileen, cuya habitación había sido concienzudamente registrada, le esperaba en el salón del hotel y, en cuanto le vio aparecer, le rodeó el cuello con el brazo y le susurró al oído: «¡Vete! ¡Sal de aquí inmediatamente!». Así fue como se enteró de la ilegalización del partido en cuyas milicias se había alistado para luchar contra el fascismo. Las noches siguientes las pasó tratando de dormir entre las ruinas de edificios bombardeados, mientras que durante el día procuraba confundirse con las muchedumbres de Barcelona. En su deambular, no cesaba de preguntarse por qué iban a querer detenerle a él: ¿qué había hecho? Eileen le explicó que no importaba lo que hubiera hecho o dejado de hacer: «No era una redada de delincuentes, era simplemente el imperio del terror. Yo no era culpable de ningún acto concreto, sino de “trotskismo”. El hecho de que hubiera estado en las milicias del POUM bastaba para que me encerraran». Tras destruir la documentación que les vinculaba al POUM, George y su mujer consiguieron cruzar la frontera. Ninguno de los dos llegaría nunca a saber lo cerca que habían estado del peligro. Salieron de España el 23 de junio, sólo un día después de que el gobierno de Negrín publicara el decreto ley por el que se creaba el Tribunal Especial de Espionaje y Alta Traición. En un libro de 1989 titulado El proceso del POUM, Víctor Alba sacó a la luz el informe que sobre ambos se había preparado para el mencionado tribunal. En ese informe, fechado el 13 de julio, están documentadas las conexiones del matrimonio Orwell con el POUM y el ILP, lo que quiere decir que, si su huida se hubiera demorado un poco más, nada ni nadie les habría salvado de compartir la desdichada suerte de cientos o miles de sus correligionarios.

De los escritores con los que Dos Passos se relacionó en España durante la primavera del 37, no fue Orwell el único que se vio en serios aprietos. En La llama, tercera parte de la trilogía autobiográfica La forja de un rebelde[130], recuerda Arturo Barea la implacable persecución de la que Ilsa y él fueron objeto. A finales de 1936, cuando ya se había incorporado a la Oficina de Prensa Extranjera de Madrid, Ilsa viajó a Valencia, donde fue detenida por «un agente de la policía política». Denunciada como espía trotskista, tuvo que afrontar un largo interrogatorio, después del cual fue puesta en libertad gracias a las presiones de Rubio Hidalgo. Pasado algún tiempo, el mismo agente que la había detenido la avisó de que Constancia de la Mora y el propio Rubio Hidalgo habían decidido prescindir de ella y de Barea, contra los que existían «muchas quejas y muchas denuncias», y poner en su lugar a una mujer recomendada por María Teresa León, una tal Rosario. Para entonces, Constancia se había apoderado ya del control de la oficina de Valencia y maniobraba para librarse de los colaboradores que no eran de su agrado, empezando por Rubio Hidalgo. A Barea y su compañera les aconsejó que se tomaran unas largas y merecidas vacaciones, y él en un primer momento no receló de la sinceridad de la oferta. Sólo fue consciente de sus verdaderas intenciones cuando recibió una carta en la que se le comunicaba que esas vacaciones se habían convertido en un «permiso ilimitado». Ocurría esto en septiembre de 1937, y algún tiempo después, en un texto del 12 de julio de 1940 recogido en Palabras recobradas, afirmaría que su cese había sido «consecuencia de la lucha sorda que sostenía contra la burocracia de Valencia, a mi juicio fascistoide bajo capa revolucionaria». Barea no tardó en presentarse en Madrid y ponerse a las órdenes del general Miaja, y hasta el mes de noviembre trabajó en las emisiones radiofónicas para América Latina, en las que bajo el seudónimo «Una voz de Madrid» daba unas charlas de carácter literario y propagandístico.

En torno a Barea, sin embargo, «se estaba cerrando una tupida red», y todo eran denuncias y sospechas contra él y contra su compañera: ésta, o era «una trotskista y por lo tanto una espía, o había cometido actos imprudentes, pero de todas maneras se la arrestaría de un momento a otro». Pese a las constantes presiones, se resistieron a dejar Madrid hasta el día en que dos agentes de policía se presentaron para registrar su habitación. No se llevaron gran cosa: la pistola, la licencia de armas, los manuscritos, las cartas, las fotografías y… el ejemplar de El paralelo 42 que Dos Passos les había regalado en su visita a la oficina. En La llama, Barea dice que se lo llevaron «porque estaba dedicado a nosotros por el autor y Dos Passos se había declarado a favor de los anarquistas y del POUM catalanes». Ese ejemplar fue la principal prueba que encontraron para acusarles de simpatías por el trotskismo, y lo curioso es que el episodio llegó a oídos de Dos Passos antes de que el propio Barea lo relatara en su libro. En su carta de julio de 1939 a Dwight Macdonald, Dos Passos le dice que acaba de enterarse de las dificultades de Barea para escapar de España y añade: «Cuando los agentes del Partido Comunista asaltaron su habitación, encontraron algún volumen de [la editorial] Taschen que le había dedicado y se lo llevaron como prueba de trotskismo (o de lo que se le acusara, fuera lo que fuese). En cualquier otro contexto, sería verdaderamente cómico». Lo mismo debió de pensar Barea, quien, según dejó escrito, «no sentía simpatía ni por el POUM ni por su persecución». Su frágil equilibrio nervioso volvió a resquebrajarse, y Miaja le concedió un permiso especial para que viajara a Alicante a recuperarse. Ilsa y él permanecieron un mes en la playa de San Juan, donde estuvieron bajo control de agentes del SIM, y de allí se trasladaron a Barcelona. No sin dificultades obtuvieron un permiso para salir de España y, la noche del 22 de febrero de 1938, cinco minutos antes de que el permiso expirara, cruzaron la frontera en un coche cedido por la embajada británica.

Todavía está por hacerse el recuento de las detenciones de supuestos trotskistas tras la llegada de Negrín a la presidencia del gobierno, y únicamente disponemos de testimonios inconcretos como el de la mujer de Orwell, que había oído decir que en los primeros días de la represión se había detenido «a unos cuatrocientos sólo en Barcelona». Pero parece evidente que tal estimación se quedó corta, y el propio Orwell rectifica a renglón seguido para decir que «tiempo después se me ocurrió que incluso entonces debieron de ser muchos más» y que las detenciones prosiguieron durante meses y «se contaron por miles». Tampoco se ha establecido la cifra de los asesinatos y, aunque la mayoría de las víctimas eran anónimos poumistas españoles, trascendieron sobre todo los nombres de algunos ilustres antifascistas extranjeros: el checo Erwin Wolff, el ruso Marc Rhein, el británico Bob Smilie, el austríaco Kurt Landau. Sus nombres, unidos por supuesto al de Nin, sirvieron para que una serie de intelectuales extranjeros de izquierdas pusiera en marcha una campaña que exigía para los dirigentes del POUM un proceso judicial con plenas garantías legales, campaña a la que no se adhirió ninguna de las principales figuras de la intelectualidad republicana.

Conviene aquí recordar las dificultades que Orwell encontró para publicar Homenaje a Cataluña, que su editor habitual, Victor Gollanz, rechazó sin llegar siquiera a leer y que obtuvo una áspera acogida en los medios izquierdistas: para el crítico del New Statesman, por ejemplo, «su apetito por la verdad lisa y llana era “perverso”». La nula repercusión del libro, del que hasta finales de la década de los cuarenta sólo se vendieron unos centenares de ejemplares, habla a las claras de la soledad de Orwell en la defensa de una visión antitotalitaria en el seno de la izquierda. En La victoria de Orwell, Christopher Hitchens ha escrito que, para la izquierda oficial, el autor británico cometió el pecado definitivo de «dar municiones al enemigo». Sin duda, una acusación similar amenazaba (y atenazaba) a los intelectuales españoles, sobre todo en unas fechas como aquéllas, mediados de 1937, en las que la consigna dominante era la de «primero ganar la guerra».

Que la represión de los poumistas no fuera aún más encarnizada y sangrienta se debió a que, en los momentos más duros, muchos sindicalistas de la CNT les auxiliaron y dieron cobijo. No fueron los únicos: Wilebaldo Solano[131] recuerda que, «incluso en la época de la clandestinidad, había militantes del PSUC que nos informaban de lo que se nos venía encima, que nos alertaban». Así pues, la incendiaria propaganda de aquellos días, que animaba directamente a la delación, no siempre lograba sus objetivos, si bien es cierto que su mensaje principal, repetido hasta el hartazgo en titulares de periódicos, pintadas callejeras y carteles que recorrían Barcelona pegados a los autobuses, consiguió movilizar a buena parte de la militancia comunista. La censura, de la que estaban exentas las publicaciones del PSUC, se encargaba por otro lado de redondear el trabajo, acallando con diligencia las voces discrepantes. Ante tal panorama de intoxicación informativa, fueron numerosos los antifascistas honestos que aplaudieron la represión, si no contribuyeron a ella: ¿cómo no aceptar la tesis oficial y justificar los procesos y encarcelamientos de los traidores trotskistas que se habían sublevado en la retaguardia para ayudar a Franco? ¿Y por qué las denuncias que llegaban del extranjero tenían que merecer más verosimilitud que los reiterados mensajes de una propaganda omnipresente y escasamente contestada?

Hace falta un esfuerzo mayor de imaginación para tratar de entender los motivos que llevaron a ciertos políticos e intelectuales revolucionarios, conocedores de la verdadera naturaleza del POUM, a colaborar en su aniquilación. Para ello habría que recomponer la imagen que de la Unión Soviética se había extendido en sus veinte años de existencia. La URSS había nacido como la patria del socialismo y del proletariado, el país en el que se estaba forjando un mundo nuevo poblado por hombres nuevos y gestando una civilización sin precedentes. En esa civilización, en contraste con las sociedades capitalistas, todos los males estarían resueltos, y quienes visitaban la URSS tenían la sensación de estar participando en una inmensa epopeya colectiva y viviendo una utopía liberadora radicalmente novedosa. El carácter científico del marxismo, avalado por la experiencia de la revolución del 17, garantizaba la victoria futura de la revolución mundial, a la que todo comunista deseaba contribuir. Del Andreu Nin de 1925 escribió Pla con socarronería que, «cuando hablaba de la sociedad futura, se ponía un poco pesado». Quienes mataron a Nin lo hicieron precisamente en nombre de esa sociedad futura, en nombre de esa revolución internacional que tan cercana se intuía tras el «inevitable» triunfo del comunismo en España. Pero no sólo en nombre de eso: también en nombre del antifascismo. Desde el ascenso de Hitler al poder, la URSS se había erigido en principal potencia antifascista, y su solitario apoyo a la República española la elevaba a la categoría de mito.

Lo más terrible de esta historia es que las víctimas y los verdugos de la España del 37 compartían lo esencial: la fe marxista en el futuro y la urgencia por combatir el fascismo. Pero para los verdugos eso era irrelevante al lado de la auténtica cuestión: la aceptación o no de la ortodoxia, la sumisión o no al dogma según el cual era verdadero aquello que servía a los intereses de la URSS (y, por tanto, de Stalin) y falso lo que los perjudicaba. Admitir este principio constituía el primer paso para todo lo demás: para justificar las deficiencias en la construcción del socialismo, para tolerar la persecución de las desviaciones, para consentir los crímenes.

François Furet escribió en El pasado de una ilusión: «Quien critica a Stalin está a favor de Hitler. El genio del georgiano consiste en haber hecho caer a tantos hombres razonables en esa trampa, tan simple como aterradora». En la España de 1937 fueron numerosos los hombres razonables que cayeron en la trampa.