XI. SIGUE DESAPARECIENDO GENTE

—¡Julio! ¡Sara!

Nadie respondió a su llamada y sintió ya un auténtico miedo. Iba a salir de nuevo, cuando sonó el timbre del teléfono. Verónica descolgó, esperando oír no sabía qué calamidad.

—¿Sí?

—Soy Ofelia. Oiga, no voy a poder ir a prepararles la cena. Resulta que mi marido se ha caído y no sabemos si se ha roto la pierna…

—¡Cuánto lo siento! —(Era verdad).

—Ya ve lo que hace la bebida; el jura y perjura que no había bebido, sino que lo han empujado, pero yo no me creo el cuento. Y ahora no hace más que quejarse y darme la tabarra.

—Espero que se alivie. ¿De veras no puede venir?

—Esta noche imposible. De todas formas, ustedes ya son mayorcitos.

Ofelia cortó la comunicación, dejándola desolada. ¿Qué podía hacer? Bien mirado… sólo preguntar a las francesas si habían visto a los suyos. Llamó a la puerta de «Versalles» queriendo mostrarse natural y apareció Martine. Vec se explicó como pudo y Martine comprendió lo que quería preguntar, pero se limitó a repetir que había visto marcharse a la chica pelirroja y al más alto de los chicos, juntos; y nada más.

—¿Hace mucho? —preguntó de nuevo Vec.

—Ni media hora —replicó la otra, señalando su reloj.

Verónica regresó a «La Pandereta» y, como primera medida, encendió todas las luces. Entonces se fijó en que había un papelito sobre la mesa del comedor. Reconoció la letra elegante de Julio y leyó con avidez:

«Héctor acaba de telefonear para que nos reunamos con él y con Verónica en el depósito de mercancías que hay junto a la estación. Raúl, vigila a Oscar y todo lo demás».

Se llevó las manos a la cabeza. ¿Cómo podía haber dicho Héctor que estaban juntos si no era así? Mientras lo estuvieron no habían telefoneado ni una sola vez…

¿Qué significado tendría la nota? Si al menos Raúl y Oscar regresaran pronto… ¿A quién acudir? ¿A las vecinas…? No debía hacerlo…

De pronto, volvió a sobresaltarle el timbre del teléfono. En esta ocasión era Julio.

—¿Vec? Menos mal que estás en casa; verás, hay algo interesante y debéis venir a reuniros con nosotros.

—¿Quiénes? —preguntó ella, que encontraba un matiz extraño en su voz.

—Pues Raúl, Oscar y tú, naturalmente.

—Entonces, ¿estáis con Héctor?

—Sí.

—¿Por qué has dejado una nota diciendo…?

—No te preocupes por Petra y León; han venido con nosotros.

—Te pregunto por qué…

—Bueno, no tardes; os esperamos a los tres; junto al depósito de la estación, ya sabes…

Cuando Verónica se lanzaba con otra pregunta, porque le parecía muy raro todo aquello, Julio cortó la comunicación. Vec se apretó la cabeza con las manos: Héctor le había mentido a Julio por teléfono respecto a ella y ahora la llamaba a ella y a los otros…

—¡«Jaguares»! ¡«Jaguares…»!

¡Al fin! Vec, que había reconocido la voz de Oscar, se lanzó a la puerta.

—¿Está aquí Raúl? —fue lo primero que preguntó el chico.

—No. ¿Por qué lo preguntas?

—¡Ha desaparecido! ¡Uf! No sabes las que he pasado para despegarme a Riña, porque yo me había ido con ella…

A empujones, explicó cómo él había pagado al vagabundo para cuidar el barco, pero Raúl se volvió pronto al muelle y…

Al llegar aquí se detuvo. Verónica le apremió:

—¿Qué más?

Resultó que lo primero que hizo al apartarse de Riña, casi por la fuerza, fue volver al muelle: ni estaba Raúl, ni el barco.

A Verónica se le escapó un grito. A su vez hizo el relato de sus andanzas junto a Héctor, hasta el momento de separarse y terminó con lo de las extrañas llamadas telefónicas.

O sea, que el único que se nos ha perdido es Raúl…

—Oscar, no te parece raro que Héctor llamara diciendo que estaba conmigo cuando no era así. Y luego, tu hermano, me ha hablado con un acento tan raro…

—Vec, nos hemos quedado solos y estoy que me muero de miedo…

—Yo también, Oscar…

—Es que… todavía no te he contado otra cosa…

La chica esperó con el corazón en la garganta.

—Es que… no he cumplido con mi deber… cuando he vuelto al muelle, he preguntado por el vagabundo, por el barco y por Raúl a todas las personas que he encontrado y nadie sabía nada, excepto unos críos que jugaban con una cometa…

—¿Qué te han dicho?

La frente de Oscar estaba perlada de sudor.

—Que cuando estaban jugando han visto a un muchacho grandullón que nadaba tras el casco de un «snipe» que a su vez era remolcado por una motora. Pero se han alejado con tanta rapidez que ya no han visto nada más.

—¡Dios mío! ¿Qué hacemos? Sólo tú y yo que somos los más débiles de todos… —se angustió Vec, dejando escapar de sus ojos lágrimas como puños.

—Vamos a llamar a la policía; y podemos acudir a la cita con Jul.

—No, Oscar, no… había algo en la voz de tu hermano que me ha dejado asustada… Sí, llamaremos a la policía, pero temo que no nos crean.

Verónica trató de serenarse para hacerse entender y descolgó el auricular. Parecía que estuviera sordo, sin dar la señal. A pesar de todo, marco el 091. ¡Nada!

—Oscar, creo que… no funciona el teléfono.

El chico probó también. Vec susurró que funcionaba momentos antes.

—¿Y si lo han cortado, precisamente para que no podamos llamar a la policía? —razonó Oscar con buen sentido—. Estaba casi seguro de que se habían llevado a Raúl, pero todavía tenía alguna esperanza; ahora ya no.

—Es de noche, Oscar, me da miedo salir. Les temo a las viejas de al lado…

—¡Pero estamos incomunicados! ¿Ha venido Ofelia?

Verónica tuvo que desengañarlo. Los dos se miraban ahora sin saber qué hacer.

Oscar demostró que era un Medina de los pies a la cabeza.

—¡Vamos a obedecer a Jul! Él no puede querer nada malo para nosotros.

—Pero… Es que tú no has oído su voz. No se parecía nada a la de todos los días…

Estaban en aquellas dudas cuando sintieron un ruido por el lado de la ventana. Y de pronto, con alegría loca, vieron aparecer a Petra, que se coló por entre los artísticos barrotes. Contra su costumbre, eludió las zalemas, empeñada en entregarles algo que apretaba entre sus manitas.

—¡Un papel! —exclamó Oscar.

La ardilla afirmaba con prisa, mientras ellos dos lo desplegaban. Estaba escrito con una letra catastrófica, tanto que algunas palabras no se entendían.

Decía:

«Estamos prisioneros. He caído en una trampa siguiendo al dependiente. Me han obligado a telefonear, apuntándome con un arma y luego han hecho lo mismo con Julio. También Sara está aquí. Que Raúl avise a la poli, trataremos de que Petra pueda escapar por un agujero de la pared. Escribo con el lápiz en la boca porque las manos las tengo atadas».

¡Petra era maravillosa, sí! Pero ¿qué había sido de Raúl? Si tenían enemigos, era lógico que se encontraran juntos.

—Quizá no han podido esconderlo en el lugar donde tienen a tu hermano, Sara y Héctor —apuntó Verónica.

—Lo primero es avisar a la policía.

—¿Y si nos ven las francesas y tienen algo que ver con todo esto?

Con su intuición de los grandes momentos, la ardilla afirmaba.

—¡Espera! —dijo de pronto Oscar—. Quizá podamos salir por la cochera. Con el incendio, el revoque de la puerta tapiada se cayó. Yo sé dónde está. Vamos a ver si podemos abrir un agujero.

El chico era astuto. Encendió las luces de la sala y puso la música a todo volumen, para que no se oyeran los golpes de la pared. Porque naturalmente, no se pueden quitar ladrillos en silencio. Con un escoplo y un martillo, los dos se empleaban a fondo. Quitar el primer ladrillo resultó una tarea ardua; después fueron más rápido y al fin, ayudándose con las manos, la mampostería mal trabajada iba cediendo.

—¡Corre Vec! Creo que ya podemos salir…

Petra pasó la primera al otro lado.

—Vamos, inténtalo. Esta pared da a la parte trasera y las francesas no nos verán. Daremos un rodeo por la colina y bajaremos por el otro lado.

—Está todo tan oscuro… —susurró la chica.

—Vamos, no seas tonta —replicó Oscar, haciéndose el hombre pero con voz temblorosa.

En aquel instante, la campanilla de la puerta atrajo su atención.

—Están llamando…

—¿Quién podrá ser?

Los dos pensaron en Raúl, lo que les animó a cruzar el pequeño patio de las macetas para salir al otro lado.

—No abriremos hasta ver quién se presenta —susurró el pequeño.

De puntillas fueron hasta la puerta. Sara descubrió, de un modo borroso a causa de la oscuridad, el rostro de un desconocido.

—¿Qué quiere? —preguntó.

—Vengo de parte de Raúl. ¡Abran!

Oscar, a su espalda, le tiró de la falda para que no lo hiciera; para que esperase. Ella volvió la cabeza y le vio correr hacia la ventana. Desde allí miró hacia fuera y, pálido como un muerto, susurró:

—He visto al vagabundo…

—¿Qué hacemos?

—¡No abrir! Se nos llevarían también a nosotros.

Con las luces apagadas volvieron a la cochera. Desde el agujero, Petra apremiaba. Dejándose las ropas en jirones pasaron al otro lado y emprendieron la ascensión de la colina, donde había otras casas diseminadas de trecho en trecho. Pero ya no confiaban en nadie: únicamente en la policía y a ella pensaban acudir.

Corrían como gamos, excepto cuando había cerca alguna casa, para no llamar la atención. De pronto, Petra chilló. Verónica volvió la cabeza y descubrió a dos sombras a la carrera tras ellos. Le pareció que una de ellas se identificaba con el vagabundo.

—¡Corre más, Oscar, corre más!

Lo hicieron con toda su alma, pero aquellos individuos acortaban distancias. A unos cien metros se veían las luces de una casa.

—¡Tenemos que llegar allí y pedir auxilio! —jadeó Verónica.

Y entonces una manaza dura cayó sobre ella. La zarandeó por un hombro y acabó yendo a parar al suelo. El otro, de forma parecida, se apoderó de Oscar.

—Llama al coche —dijo el vagabundo—. Me basto y sobro para habérmelas con este par de mosquitos; no tengas cuidado.

El otro individuo, el que había llamado a la puerta, se alejó. El vagabundo advirtió en voz baja a los dos «Jaguares»:

—Como gritéis o intentéis escapar, no llegaréis muy lejos. Nosotros no tenemos el menor escrúpulo.

Había puesto a Oscar y Verónica de rodillas o medio ovillados en el suelo y cada una de sus manos apretaba con fuerza dos hombros distintos.

En el más absoluto silencio, pasaron unos tensos y largos minutos, hasta que se escuchó el motor de un coche. Cuando el sonido era más fuerte, cesó de pronto.

—¿Nos llevan con los demás? —preguntó Verónica, entre mil temblores.

—¿Qué es eso de los demás?

—Quiero decir, con Raúl, Julio, Héctor y Sara…

El hombre pareció desconcertado, pero entonces silbaron desde abajo y los llevó a rastras, sin ninguna consideración para sus rodillas.

El coche resultó ser una furgoneta, a cuyo interior arrojaron a los chicos. Los dos que les habían apresado se acomodaron junto a los prisioneros, mientras el tercero conducía el vehículo.

—Oye, estos críos preguntan si los llevamos con los demás…

—¿Qué es eso de los demás? Querrán decir con el otro.

—Ellos han nombrado a unos cuantos.

¿Dónde estaba Petra? Cuando rodaban colina abajo, Verónica la había perdido de vista.

—¡Hale! A contar todo lo que hay que contar —dijo el hombre que había llamado a la puerta y cuya voz enérgica había aterrado a los chicos.

Los dos se resistían, pero tal era el terror que les inspiraban que acabaron explicando, casi sin saber lo que decían, porque no entendían la situación, que también Héctor, Julio y Sara se hallaban prisioneros.

—¡Estos chicos deliran! Es decir…

El vagabundo deslizó con voz sibilina:

—Si otros tienen prisioneros a los chicos es que…

—Que nos hemos equivocado: que el agente especial o los agentes especiales no son ninguno de estos chicos.

—¡Pues si ellos se nos han adelantado, se nos adelantarán también en lo otro!

—¡Habrá que impedirlo! De todas formas, no nos fiemos, puede que estén bien aleccionados. Pero ya les haremos cantar. De cualquier forma, se han metido en un buen lío.