X. VISITANDO LA FARMACIA

Después de un par de horas cambiando de pie para cansarse menos, Raúl y Oscar ya no aguantaban como custodios del barquito deportivo, cuya pintura se iba secando al sol. Oscar empezó a imaginar todo lo que podía hacer y no hacía… De pronto, vio al vagabundo tomando el sol, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en la pared de un «chiringuito».

—Esto lo resuelvo yo en seguida —dijo a su compañero—. Tú calla y déjame hacer.

Raúl obedeció, un poco curioso y Oscar movió la cabeza en dirección al vagabundo:

—¡Eh, amigo! ¿Quiere ganarse unas pesetas?

—¡Hum…! Eso siempre cae bien. En el caso de que no haya que trabajar mucho.

—De trabajo nada. Se trata de que vigile nuestro barco para que nadie nos lo birle ni estropee. Tome.

Antes de que el individuo hubiera aceptado, Oscar puso ante sus ojos una flamante moneda de cincuenta pesetas, que después pensaba cobrarle a su hermano.

—Hecho, chico; puedes irte tranquilo.

—Pero… —opuso débilmente Raúl.

—¡Oscar! ¡Oscar!

Riña llegaba a la carrera, contenta por encontrar a su amigo.

—Me habías prometido llevarme a patinar.

—Cuando quieras. Este hombre ha prometido cuidar el barco.

Riña no dijo nada hasta que, un poco más lejos, preguntó:

—¿Te fías de ese astroso?

—¡Oh, es inofensivo!

Los modos de Riña, su inexpresividad unida a suficiencia, sacaban de quicio a Raúl. Si pudiera despegarse de aquel par y unirse a su maravillosa Vec…

La conciencia le golpeó el cerebro como si fuera una maza. «¡Mamarracho! —le dijo—. No estás cumpliendo con tu deber».

Decidió que tendría que volver al puerto, pero tenía que poner una excusa.

—No me importa que os marchéis solos —dijo—. Yo voy a ir a comprar un bocadillo.

—Pues yo quiero un helado —exigió Riña.

El grandote se apartó precipitadamente de ellos. Si tenía caprichos, que los pagara un bolsillo Medina, no uno tan escuálido como el suyo.

Desde luego, compró el bocadillo y, dando buena cuenta de él, regresó al puerto por otro camino, dispuesto a vigilar de lejos. El barquito seguía allí y el vagabundo donde lo dejaron. Se distrajo mirando cómo una lancha de motor atravesaba la bahía, casi desierta, pues se había levantado viento y el mar rizado, poco antes, empezaba a alborotarse. Varias embarcaciones deportivas llegaron precipitadamente, atracaron y sus tripulantes saltaron a tierra y desaparecieron.

Estaba ya el muelle desierto, a excepción del vagabundo, cuando la motora enfiló hacia tierra.

—Ésos también vuelven —se dijo el muchacho.

Observó entonces que el vagabundo se levantaba, dirigiéndose hacia el «snipe» de los amigos del padre de Julio.

«El hombre se está ganando las cincuenta pesetas; lo cuida bien», pensó.

Pero ¿qué hacía? Cuando Julio entendió sus movimientos, el hombre arrastraba la quilla del pequeño velero hacia el agua. Lo botó y, seguidamente, arrojó el cabo que tenía en la mano al hombre que se hallaba de pie en la motora. Raúl echó a correr hacia allí, justo cuando la quilla seguía a gran velocidad tras el barco que la remolcaba.

El sol se acostaba con prisa tras las olas y pronto oscurecería.

—¡Deténganse! —gritó Raúl.

Nadie le hizo caso y ni se fijó en el vagabundo. Simplemente, se tiró al agua de cabeza. Era el guardián del barco y lo guardaría. Pero tenía que empezar por recuperarlo. Con poderosas brazadas, iba tras su objetivo.

—¡Aumenta la velocidad! —gritó el que iba de pie al conductor.

—Será mejor permitir que el chico se acerque. Ahora ya no podemos dejarle suelto.

Raúl empezó a cortar la distancia, hasta conseguir asirse a la borda del velero, entonces desarbolado. Antes de que comprendiera las intenciones de los otros, habían tirado del cable que lo conducía, emparejando ambas embarcaciones. El coloso que iba de pie tiro de Raúl y, a causa del fuerte impulso, éste se encontró cayendo como un saco de patatas dentro de la motora.

—¿Qué hacen? No tienen derecho…

El coloso le lanzó un puñetazo en la barbilla y a Raúl se le fue la luz de los ojos, mientras se daba cuenta, vagamente, de que la motora navegaba mar adentro y las olas le salpicaban por completo.

• • • • •

Para empezar, mirando de reojo a Vec, Héctor le había advertido:

—Recuerda que para que esto del espionaje resulte hay que pasar inadvertidos.

—¡Ya lo sé, tonto!

—¡Hum! No sé si contigo podrá ser —añadió él con aire malicioso.

Realmente no le faltaban motivos para temer que no pudieran pasar desapercibidos. Hombres mujeres y niños se volvían a su paso. Solía suceder siempre lo mismo, porque Verónica era una chica excepcionalmente bonita y con extraordinario encanto, no sólo por su belleza, sino también por la armonía de la expresión y el continente.

Estuvieron merodeando en torno a la farmacia, comiendo helados, a la espera de que se presentara algo aprovechable. (Suponiendo que se presentara).

—Tendrás que pensar en alguna otra excusa. A fuerza de helados nos dolerá el estómago: ya me he comido uno de fresa, otro de nata y otro de chocolate. La lengua se me ha quedado paralítica —se quejó la chica.

—Tendremos que pedirle prestado a Riña su aro… —se burló Héctor.

Todavía no había acabado de decirlo, cuando lanzó un codazo disimulado a su compañera.

—Aquí llega la señorita de compañía de la chica de los lazos. Habrá que observarla.

—¡Pero ella no es sospechosa! —aclaró Vec.

—Aquí todos lo son mientras no se demuestre lo contrario.

—¡Qué frase! ¿Sabes? Puede que alguien piense igual de nosotros y ya ves… inocentes cómo ángeles.

La señorita Farrow, al pasar ante los conocidos de Riña, se limitó a saludarles con la cabeza, y entró en la farmacia. Héctor, fingiendo atarse el cordón de sus playeras, atisbo a través del cristal del escaparate. Vieron a la inglesa sacar de su bolsa de labor un frasco y entregárselo al dependiente.

—Rápido, entra —ordenó Héctor a Verónica.

Ella obedeció en el acto y tuvo tiempo de escuchar:

—Tiene que ser de la misma marca que ése.

—¡Hola! —empezó Vec—. ¿Y Riña?

—¡Oh! Se ha quedado leyendo un cuento y me ha enviado a comprar un frasquito de aceite solar. ¡Teme tanto las quemaduras del sol…!

—Sí, es mejor tener cuidado —explicó la chica, con el inglés de que disponía.

El dependiente había entrado en la trastienda con el frasco y salió algo después llevando el vacío y otro similar sin abrir.

—Aquí tiene, señora; era el único que me quedaba.

La señorita Farrow, que no era muy expresiva, se limitó a abonar el importe y con un leve gesto de la cabeza en dirección a Verónica, que estaba solicitando pastillas de goma, se fue.

Cuando la chica salió a su vez con la bolsita en la mano, Héctor curioseaba las postales expuestas en el quiosco próximo con total indiferencia para todo lo demás.

—Ha comprado un frasquito de aceite solar para Riña. Llevaba el vacío para que no se lo dieran distinto.

—Sí, ya he visto que el dependiente ha entrado con él en la habitación del fondo. Total, ¿no hemos conseguido mucho, verdad? Supongo que serán bastantes las personas que entran cada día con intenciones de adquirir algo similar.

—Sí —confirmó ella—, pero a mí esa inglesa me parece sospechosa.

—¿De qué?

—De algo, no sé…

—¡Pues vaya una manera de sospechar! Te diré que a mí me parece bastante más sospechoso el dependiente, que es el punto de apoyo digamos… del tejemaneje; por lo menos, en relación con nuestras vecinas. Lo de la señorita Farrow puede ser una simple casualidad. Sí, debe serlo.

Vec sacudió la cabeza con fuerza que hizo saltar su larga y dorada melena:

—¡Ea! Querría yo saber qué buscan las vecinas con tantos mensajes en los papelitos; porque a sus achaques no se refiere ninguno…

—Eso es cierto. He oído decir que, por esta parte, hay bastante tráfico de drogas; podría suceder que las vecinas tengan algo que ver y se relacionen con el dependiente que será, en tal caso, un eslabón más…

—Pero ¿por qué nos extorsionan a nosotros? —preguntó Vec, mirando a Héctor a la espera de la respuesta.

—Sobre eso tengo alguna idea. Estoy sospechando que alguien teme que sorprendamos algo y quiere meternos miedo para que nos vayamos…

La teoría no era mala y Verónica afirmó.

—¿Qué hacemos ahora?

—Desde luego, vigilar al dependiente y a los que llegan a la farmacia, pero aquí nos hacemos notar en exceso. Vamos a jugar al futbolín en ese cafetucho. Me dará igual que ganes —dijo Héctor con su mejor sonrisa—. Mi atención estará puesta en lo que pasa en la farmacia; los que entran y los que salen.

El futbolín se hallaba situado junto a la vidriera del establecimiento y, como lugar de observación resultaba inmejorable.

Y así pasaron una hora… hora y media…

—Me duele la mano —susurró Vec.

Héctor le hizo un gesto.

—Mira con disimulo quién ha entrado en la plaza —susurró.

Procedentes de la avenida, Martine y Denise, del brazo, caminaban lentamente. Ambas se apoyaban en bastones, además de la una en la otra.

—¿Qué te apuestas a que entran en la farmacia? —murmuró el muchacho.

Y acertó. Por bajines, la chica preguntó si salían para observar más de cerca los movimientos de las mujeres.

—No, porque lo único que nos interesa es el mensaje y mal podremos hacernos con él. Sigamos aquí. De una cosa estamos ciertos: demasiadas idas y venidas. ¿Por qué no compran los medicamentos de una vez?

—¿Y si quieren pasear? —preguntó Vec, todavía con dudas.

—Hay otros sitios más atractivos.

Era verdad: tenía que tratarse de un fin interesado el que les llevaba allí.

Las vieron marchar, minutos más tarde, de la misma forma y en la misma dirección por la que llegaron. De pronto, Héctor pensó que sería interesante saber si regresaban a casa o no.

—Vec, síguelas a distancia y sólo lo imprescindible como para comprobar si vuelven a «Versalles» o van a otra parte. Te aguardo aquí. Cuando el dependiente cierre la farmacia, veremos dónde va y lo que hace.

Ella obedeció sin rechistar, aunque temerosa de que las francesas volvieran la cabeza. Les concedió un tiempo prudencial, puesto que iban tan despacio y aunque las había perdido de vista cuando se puso en marcha, no tardó en localizarlas. Tomaron el camino de la casa y, desde lejos, escudada en el tronco de una palmera, las vio traspasar el umbral.

Precipitadamente, regresó al café de los futbolines. Primer chasco: Héctor no estaba.

«¡Vaya! —pensó—. ¿Qué hago ahora?».

Los primeros diez minutos estuvo esperando, pero después, impaciente, salió a la plaza y estuvo mirando a todas partes. Por último, se acercó a la farmacia y, a través del cristal, vio a un señor desconocido, pero ni rastro del dependiente. ¿Estaría dentro?

Pasada media hora, que se le hizo eterna, decidió arriesgarse, con el corazón dándole unos golpes locos. Por mucho que discurrió, no le vino otra cosa al pensamiento que las consabidas pastillas de goma.

Cuando el hombre se las sirvió, Vec dijo:

—No son éstas las que me da el joven que está aquí.

—Pues no creo que tenemos otras. De todas formas,

no se lo puedo preguntar, porque me ha pedido permiso para irse.

—¿Sin esperar a la hora del cierre?

—No es la primera vez que me lo hace. Si no se me hubiera ocurrido venir a dar una vuelta, hubiera tenido que quedarse. Por lo demás, se porta bien: cuida del negocio.

Vec se llevó las pastillas de goma y salió totalmente desorientada, aunque pronto comprendió lo ocurrido: Héctor se había marchado tras el dependiente. ¿Qué hacía ella?

Estuvo esperando un poco, por si volvía, hasta que al anochecer, harta de esperar, decidió regresar a «La Pandereta». Podía darse el caso de que hubiera vuelto por otro camino.

Sí, eso sería lo mejor.

Estaba impaciente y caminaba como si la persiguieran. ¿Qué habrían hecho los demás?

Al pasar ante el chalecito de las vecinas, las vio a las tres: a una en la ventana y a las restantes en sus consabidas tumbonas. La saludaron por señas, haciéndole saber que hacía fresco y se retiraban.

Vec hizo sonar la campanilla de «La Pandereta», pero nadie acudió a su llamada. Empujó un poco la puerta con mano medrosa y descubrió que estaba abierta.