IX. SABUESOS POR PAREJAS

Ni recordaron más al vagabundo, ni sus buenas intenciones respecto a él. Simplemente, echaron a correr hacia el muelle para contar precipitadamente a los carpinteros la historia del pollero transformado en deportista.

Al pronto, Julio rezongó:

—¿Qué nos importan a nosotros los polleros y deportistas?

—¿No os dais cuenta? Puede ser la pieza que cuadre en esta disparatada situación. Ese hombre escuchó en el tren muchas de las cosas que hemos hecho «Los Jaguares» y ahora nos vigila —explicó Sara.

—Muy traído por los pelos —objetó Héctor con la aquiescencia de Julio.

Pero al pequeño le gustaba la idea.

—Puede que sea el incendiario, y el registrador, y el encapuchado y el preparador de naufragios.

Los mayores le hicieron callar. Fue entonces cuando se presentó Riña con su aro y su aire indiferente.

—Eso está roto —dijo señalando el barco.

—Niña —replicó Héctor—. Ya lo hemos arreglado y ha quedado tan seguro como de nuevo. Ahora vamos a pintarlo y mañana podremos hacernos con él a la mar.

—A mí me daría miedo. Si estando sano se ha ido a pique, estando pegoteado… ¡uf! Yo no me embarcaría por nada del mundo.

—Lo creo —susurró Julio con gesto avinagrado.

La pintura del «snipe» se prolongó hasta el mediodía. Iban a dejarlo al sol, para que se secara y regresarían por la tarde a echar un vistazo.

—En realidad, deberíamos dejar guardia junto a él —objetó Julio, mirando hacia el lado de Raúl, que se hizo el distraído, porque había hecho solito casi todo el trabajo y su estómago andaba a gritos pidiéndole la comida.

Fue al pasar ante «Versalles», cuando a Héctor se le ocurrió la idea.

—Últimamente nos estamos volviendo descuidados, chicos. Creo que vamos a tener que ir a comprar aspirina.

—A mí no me duele nada —saltó Vec.

—Sí que te duele; es que no te has dado cuenta, pero ya te darás —se burló el alto Héctor.

Entraron a comer, pero dejando guardia junto a la ventana; esto es, un «jaguar» tras otro mientras el resto se dedicaba a despachar la comida.

—Martine sale de casa; se va —anunció Vec, que consumía su turno.

—Sara, llama a Petra —ordenó Julio.

—¡Pero si no la puedes ver ni en pintura! —le recordó ella.

—Deja de incordiar y obedece. ¡Hala! A comprar aspirina. Raúl, ve con ella y con Petra.

—Acabo de sentarme a la mesa —protestó el grandote.

Julio miró a Héctor, que también se negó.

—Tú eres el mejor dormido y descansado de todos.

Aunque con aire superior, Julio demostró que sabía estar en su puesto cuando llegaba la ocasión, especialmente porque no había tiempo que perder. Tan ligero marchaba, con sus largas piernas, que por cada paso andado Sara tenía que dar dos corridos.

—Me llevas sin aliento —se quejó.

—Ya puedes aleccionar a Petra. Estoy seguro de que las dos lo haréis bien porque os entendéis como demo… quiero decir con buena sincronización.

—¡Ah…!

Acabó de explicarle su plan y adelantaron a Martine unos metros antes de llegar a su destino. Con su saludo breve al pasar, ambos se metieron en la farmacia sin cederle el paso.

Julio pidió un frasco de jarabe para la tos y Sara se hizo cargo de él con una mano, mientras con la otra acariciaba a Petra, a la que tenía en el hombro. Pero entonces los dos extremaron su cortesía con Martine y la esperaron para regresar juntos, puesto que llevaban el mismo recorrido. Ella pidió un preparado reumático y salieron los tres. Julio tomó del brazo a la dama y Sara se rezagó un poco. De repente, Petra saltó y arrebató a la francesa el frasco que llevaba en su bolsa de paja.

—¡Petra, ineducada! ¡Devuelve eso! —exigió Sara. ¿Palabras perdidas? La ardilla se alejó con el medicamento entre las manos y su dueña corrió tras ella. La alcanzó bastante más lejos y, cuando regresó junto a la francesa y su compañero, llevaba las mejillas rojas y se deshacía en disculpas.

—¡Oh, pardon, madame…!

A Sara se le acabaron las excusas porque era todo lo que sabía de la lengua de Moliére y Julio, con su mejor sonrisa, completó:

Petra cet trés mauvaise

Oui, oui —aceptó la mujer, apoderándose con prisa de su medicina y volviendo a guardarla en el cestito de paja que utilizaba para la labor y la compra.

Tuvieron que acoplar su paso al de ella, lo que era bastante molesto, pero ambos disimularon como mejor pudieron. Desde luego, Julio tenía modales, al menos cuando quería o le convenía, según se dijo Sara. Algo tenía que parecerse al padre diplomático.

Cuando la dejaron en el umbral de «Versalles», Martine entró en la casa con más ligereza de lo que hubiera podido esperarse de ella. Sin perder un segundo, la pareja regresó a «La Pandereta», donde el resto de «Los Jaguares» esperaba con la curiosidad al rojo.

—¿Qué? ¿Qué?

—¿Ha resultado?

—Creo que sí —dijo Sara—. Petra ha cumplido a la perfección y yo, sudando tinta, he podido hacer el cambiazo de envolturas.

Varias manos se abalanzaron hacia el frasco, arrebatándoselo. Le quitaron el papel y…

—¡Está escrito por dentro! —gritó Oscar.

Apartando a los demás, Héctor se hizo el dueño absoluto del papel de la farmacia y leyó en voz alta:

«Hemos logrado confundir a los otros. Tenemos las manos libres para la hora H».

¡Valiente galimatías! ¿Qué querría decir?

Sara achicó un ojo y razonó:

—A lo mejor el dependiente de la farmacia es amigo de charadas o imagina historias de miedo y misterio…

—Querría saber si la letra es la suya —dijo Julio—. Hay que averiguarlo. ¡Vamos!, que alguien vaya a la farmacia y, con la excusa que sea, le obligue a escribir algo.

Fue el bueno de Raúl quien cargó con el mochuelo. Se presentó en el establecimiento y cuando fue a pedir el medicamento dijo que era muy raro y se le había olvidado el nombre. Sólo sabía que eran unas grajeas digestivas.

El dependiente dio los nombres de las que tenía allí y Raúl dijo que lo mejor sería que escribiera aquellos nombres en un papel y regresaría a casa a preguntar, para ir sobre seguro.

Una vez junto a sus compañeros, no tardaron mucho en darse cuenta de que las patas de mosca del dependiente nada tenían que ver con los escritos de las envolturas.

—¡Qué cosa tan tonta! ¿Para qué harán semejante tontería? —se le escapó a Vec.

—Creo que alguien envía mensajes a las viejas a través del dependiente; él es un simple enlace. ¿Tiene alguna importancia? —Julio, que parecía estar exponiendo sus pensamientos, añadió—: Yo diría que no, de no haber sucedido aquí todas estas cosas extrañas, pero siendo así, aunque no conduzca a nada, habrá que continuar la investigación.

—¡Pues sí que estamos listos! —protestó Sara.

—Empecemos por tratar de hallarles conexión a los hechos.

—Pero sin palabras raras —advirtió Oscar.

—Enumeremos todas las cosas extrañas que han sucedido y los personajes que de cerca o de lejos pueden tener relación con ellas —continuó diciendo Julio.

—Entonces, puedes poner en la lista al paleto pollero, que por lo que se ha visto no es tan paleto —dijo Sara.

Julio encanutó los labios.

—¡Claro! Por ese sistema anotaremos también al maquinista del tren.

—Sin divagar; seamos prácticos —cortó Héctor, que tan bien se conocía a «Los Jaguares».

Al fin se hizo el plan para aquella tarde. La investigación se llevaría a cabo por parejas y cada una tendría su objetivo: una pareja vigilaría «Versalles», otra el muelle con el «snipe», la tercera, tendría que merodear por la farmacia. Si alguien enviaba mensajes a través del dependiente, podrían detectarlo.

Ni Héctor ni Verónica eran conocidos en el último lugar, por lo que quedaron a cargo de la vigilancia del establecimiento. Julio y Sara se ocuparían de las reumáticas y Raúl, con Oscar, se iría al muelle.

—Y todos con los ojos bien abiertos —dijo Héctor, antes de alejarse con la bonita Vec, para desesperación del grandote, que hubiera preferido otra pareja, pero siempre le mangoneaban.

—¡Oh! Tendrás que conformarte —dijo Oscar a su lado, con bastante malicia.

—Cierra el pico y vámonos —exigió Raúl, mostrando un mal genio que nadie le suponía.

—Tendrás que aguantarme —dijo Sara, sin mirar a Julio, cuando se quedaron solos.

—Lo mismo digo.

Se les ocurrió sacar una mesa delante de la casa y ponerse a jugar al ping-pong.

—No sé si veré la pelota; he debido ir a encargarme unas gafas, pero como nos queda poco de estar aquí, lo haré en Madrid.

—Lo que tienes que ver no es la pelota, sino lo que pasa a tu alrededor.

Observaron que las francesas se habían sentado en sus hamacas y seguían el juego.

—Tengo la impresión de estar jugando al ratón y al gato —murmuró Julio por un lado de la boca—. Nosotros las vigilamos a ellas y ellas a nosotros.

Inesperadamente, escucharon la voz de pito de Riña.

—Hola; vengo a buscar a Oscar.

—Lo siento; se ha ido.

—¿A dónde?

Los dos «Jaguares» fingieron ignorancia y Riña se quejó de que Oscar no sabía quedar, porque la había olvidado. Precisamente, había proyectado que siguiera dándole clases de patinaje. Esperaría un ratito.

Sara le ofreció la oportunidad de jugar, pero Riña era un desastre y dejó en seguida la raqueta. También se cansó de mirar y acabó por despedirse, diciendo que trataría de localizar a Oscar. Naturalmente, tuvo que pasar ante «Versalles».

—Las francesas le han hecho gestos… —susurró Sara.

—La han saludado. Ellas se creen en la obligación de saludar a todo el mundo en este lugar pequeño.

Al rato, Sara susurró:

—Me estoy agotando con tanto peloteo…

—Aguanta…

Más lejos, por la avenida, pasaban turistas y voceaban los vendedores de pescado.

—Tenemos un mirón… —dijo Julio muy bajito.

De reojo, Sara localizó a un turista rubio, con una coquetona perilla, una gorra a cuadros y gafas oscuras. Se había quitado la cámara del hombro y captaba unas instantáneas de las artísticas rejas de «La Pandereta».

—Parece sueco —murmuró la chica.

Observaron que también fotografiaba «Versalles» y a las tres hermanas, que parecieron sentirse incómodas.

Typical hispanis… —susurró el chico.

En aquel momento, Petra se alborotó, lanzándose como una centella sobre la máquina del extranjero.

—¡Ven aquí! ¡Ven aquí, Petra! —ordenó Sara.

Como si no. La ardilla seguía incomodando al extranjero y Sara corrió hacia él, justo cuando Petra le saltaba a la cara. Asustado, el turista echó a correr en franca fuga y, tras un momento de desorientación, ella regresó junto al otro jugador. Teniendo cuidado de que las francesas no notaran su excitación, le mostró algo que a su vez le había quitado a Petra, escondiéndose de la posible curiosidad de las vecinas.

—¡Una barbilla postiza! —exclamó Julio.

—Para que luego protestes de mi Petra. Gracias a ella he podido reconocer al individuo.

La frialdad de Julio desapareció al instante.

—Es el paleto…

—¿…?

—El pollero del tren. Y también el hombre que esta mañana se cayó haciendo motocross. Huyó cuando nos acercamos a ayudarle…

—¡Rápido! Vamos a guardar la mesa y a seguirle. Si dejáramos esto aquí, las francesas podrían extrañarse.

Lo hicieron todo lo rápidamente que les fue posible, pero tratando de disimularlo. Ofelia salía en aquel momento y anunció que volvería para la hora de la cena.

—No se olvide de echar la llave —le recomendó Julio, cuando se alejaba junto a Sara.

Fueron rápido, pero sin correr. Fuera ya de las miradas de las tres hermanas, se lanzaron a la carrera, hasta La avenida. ¡Ni rastro del falso sueco!

Dieron unas cuantas vueltas, pero se había esfumado.

—¿No te habrán engañado los ojos? Sin las gafas… —apuntó el muchacho con duda.

—A las personas las veo mejor sin ellas. Te digo que no.

—Pues nos ha fotografiado a nosotros y a las francesas. Puede ser chiflado, pero ni los chiflados se molestan tanto para nada. Si se fingió paleto y vendedor de pollos y motorista y sueco, por algo será —hilvanó Julio.

—¿Tendremos en él al encapuchado? Pero ¿qué le habremos hecho nosotros? Tú otras veces bien que has discurrido, pero ahora parece que tienes el cerebro lleno de telarañas.

—Realmente, me siento un topo; anda, ríete de mí.

—Pero si estoy tan a ciegas como tú… Aquí nadie nos conoce, a nadie hemos hecho daño, y aunque somos inofensivos, nos persiguen y vigilan. No me entra en la cabeza.

—Es que en esta ocasión no tenemos el menor indicio de nada. Ya que estamos aquí, nos llegaremos al cuartelillo para ver si la policía ha sabido algo de nuestro incendiario.

Su actitud estaba en desacuerdo con sus palabras. No esperaba nada de la visita. Y estaba en lo cierto: no les dieron más que evasivas y buenas palabras.