Repentinamente, Raúl se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. ¡Olía a chamuscado! ¡Algo se estaba quemando!
Sin pensarlo dos veces saltó del taburete y guiándose por el olor, cruzó el pequeño patio interior lleno de macetas (no muy bien cuidadas por Ofelia) y ya no le cupo duda de que el fuego estaba en la casa. Por una puerta que daba a un cuartucho que en tiempos fue cochera, salía humo. Raúl se abalanzó hacia ella, le dio un enérgico empujón y una bocanada de humo negro le cegó por un instante. Las llamas lamían las paredes de la estancia.
Lo más expeditivo era gritar y lo hizo con todos sus pulmones, pero nadie acudía al diminuto patio de paredes enlosadas. Al fin… ¡Petra!
—¡Corre, llama a todos! —le ordenó el muchacho.
La ardilla debió de picotear narices y tirar a todos del pelo, ya que uno tras otro fueron apareciendo.
El último en presentarse fue Julio, siguiendo a Oscar.
Y encima llegaba rezongón:
—¿Se puede saber qué escándalo es éste?
Alguien le empujó y se encontró llenando de agua un gran puchero que Verónica le puso en las manos. Como bomberos carecían absolutamente de práctica, pero pronto se organizaron: Oscar se encargó de buscar más cubos y de llenarlos y los demás de pasarlos y arrojarlos a las llamas. Héctor, con una escoba, apaleaba las llamas, casi pisándolas.
Jadeantes, tiznados, irreconocibles, se dejaron caer sobre las losas del patio, acariciados por la brisa nocturna.
—¿Se puede saber qué clase de vigilante eres? —protestó Julio dirigiéndose a Raúl, aunque sin dejar de soplarse una mano.
—He seguido en el taburete, firme, hasta que he olido a chamusquina.
—Lo que me preocupa es cómo ha empezado el fuego —objetó Héctor.
—Bueno, hemos salvado la casa, ¿no? —dijo una de las chicas.
Efectivamente, no había sufrido los efectos del fuego más que la antigua cochera.
—A lo mejor ha habido un cortocircuito —dijo Raúl, consultando con su mirada la opinión de los otros.
—Bueno, después del agua que hemos arrojado, creo que ya podemos entrar sin quemarnos los pies —decidió Héctor, animando a los demás con el ejemplo.
La primera inspección les demostró que allí no había existido antes de la quema instalación de energía eléctrica.
—Podemos desechar la hipótesis del cortocircuito —sentó Julio.
Pero entonces, ¿qué había producido el fuego? La puerta que sin duda, en tiempos, tuvo la cochera, se hallaba tapiada en la actualidad y no quedaba más que la ventana, un agujero, en realidad, sin otra protección que las rejas.
Concienzudamente, Héctor empezó a rebuscar por el suelo, sin tener siquiera idea de qué buscaba. De pronto, se alzó con un vidrio en la mano y se lo llevó a la nariz. Antes de emitir su dictamen, lo olisqueó repetidamente. Después se lo pasó a sus compañeros.
—¿Huele a gasolina, no?
Uno tras otro, ellos afirmaron.
Todavía encontraron otros trozos de lo que había sido una botella y, ya no les cabía duda, su contenido último fue gasolina.
—Eso significa —empezó Héctor y Vec sintió un escalofrío—, que alguien ha tirado una botella de gasolina al interior de esta habitación, donde todavía quedaban en el suelo restos de paja y le ha dado fuego.
—Quizás deberíamos avisar a la Policía —sugirió Raúl, mirando tímidamente en torno.
Regresaron al patio y apagaron la linterna con la que habían estado inspeccionando el lugar.
«Los Jaguares», tan dados a la acción, se pusieron unos jerséis, salieron al exterior y rodearon la casa, buscando huellas. Incluso Petra se detenía aquí y allá, pero por su aspecto, comprendieron que se hallaba desalentada.
Volvieron a entrar y alguien aventuró el dilema.
¿Avisaban a la policía o no?
Las opiniones se dividieron y hubo que poner el caso a votación. Era a mano alzada, como de costumbre. Las chicas y Oscar levantaron sus diestras con prontitud sospechosa. Julio remoloneaba:
—Nos volverán locos, amargándonos con preguntas y rodeos la última parte de estas cortas vacaciones.
—Pienso lo mismo, pero si hay un culpable debe pagarlo. ¿Quién os dice que desde «Versalles» no han observado nuestra actividad nocturna y especialmente el fuego? No estaría bien que la policía supiera lo ocurrido por un conducto ajeno a nosotros.
Resumiendo, el propio Héctor, que así se había expresado, telefoneaba seguidamente a la policía, rogando que fueran discretos y acudieran sin ruido para no molestar ni alertar a los vecinos.
Desde el cuartelillo les prometieron llegarse hasta «La Pandereta» utilizando la bicicleta como medio de transporte.
Los dos jóvenes agentes debieron sentirse bastante sorprendidos por la identidad y facha de los denunciantes, todavía tiznados y trajeados curiosamente, esto es, dejando asomar los sucios pijamas por debajo de los jerséis.
Aunque previamente habían notificado lo insólito del fuego, los agentes quisieron comprobarlo por sí mismos, utilizando la misma linterna de que ya se habían servido «Los Jaguares». La conclusión a que llegaron los policías coincidía con la de los muchachos.
—El caso es que no tiene sentido haber pretendido incendiar una casa por capricho —razonó uno de ellos.
«Los Jaguares», con su juego de miradas, se consultaron. ¡Habían decidido contar lo otro!
Héctor tomó la palabra para notificar lo sucedido con el registro de la casa, que ocurrió en su ausencia.
—Pero es muy raro que no falte nada —repetía uno de los policías.
El juego de miradas de «Los Jaguares» se hizo tan pronunciado que los agentes hubieron de verlo.
—¿Se puede saber qué os pasa?
—Se trata del barco… —apuntó Vec tímidamente.
Al fin, se encontraron contando con pelos y señales el accidente marítimo del día.
—¿No será que veis muchas películas? —preguntó uno de los agentes, un tanto escamado.
Sin darlo por hecho, los dos hombres prometieron revisar a primera hora de la mañana la quilla del «snipe», que seguía en el muelle. Y mientras tanto, en un momento dado, Julio le largó un pisotón a Sara.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
El mayor de los Medina, con disimuladas señas, le estaba ordenando que se callara lo del encapuchado. Los agentes creerían entonces que les estaban tomando el pelo y, sobre que no les harían caso, tomarían a la pandilla a chirigota.
Aunque tenía sus dudas sobre si debía obedecer, Sara obedeció, pero bastante rabiosa.
—Dejad esto de nuestra cuenta y no hagáis nada. Lo acertado es que vayáis a dormir —dijeron los policías antes de retirarse de un lugar en el que ya no tenían nada que hacer.
—Tengo la impresión de que hemos dado la alarma para nada —comentó Raúl cuando se alejaban.
—Estoy de acuerdo, pero hemos cumplido con nuestro deber cívico —sentó Héctor, que a veces era muy serio.
—Bien, después de todo, nos han dado un buen consejo: ¡a la cama, chicos! En la orden entran Petra y León —dijo Julio, dirigiéndose a su habitación.
Héctor intentó seguirlo, pero Raúl le frenó, sujetándole por la ropa.
—Te toca guardia: las dos —dijo, mostrándole el reloj.
La noche transcurrió sin más incidentes. A la hora convenida, Héctor llamó a Julio y se fue a dormir.
¡Ay! Cuando por la mañana Sara y Verónica se levantaron, encontraron al guardián de turno ricamente dormido sobre un par de butacas atestadas de almohadas.
Sin palabras, ellas se entendieron: merecía una lección. Y, pasados unos minutos, todo un jarro de agua fría fue a parar a la cabeza del durmiente, que dejó de serlo y se enfureció, amenazó… Sin duda las chicas se asustaron escasamente, porque reían a carcajadas.
Héctor apareció en seguida muy activo y exigiendo que el plan para el día se concretara sin tardanza. Como alguien propusiera proseguir las investigaciones, el jefe de «Los Jaguares» se revolvió enérgico:
—De eso ya se encarga la policía… y como ayer ya perdimos el tiempo…
—Vamos al muelle y pongamos el «snipe» a punto —decidió Raúl—; mientras tanto, como nuestra mente siempre está activa, ya se nos ocurrirá algo.
—¿A ti? —se burló Julio.
Cargados con bastantes bártulos que iban a servir para el trabajo de carpintería, se fueron al muelle llevándose, como era de rigor, a Petra y León.
Cuando llevaban allí media hora, hartas las chicas de no hacer nada más que escuchar las órdenes que los tres chicos y de soportar los golpes de martillo de los operarios, decidieron alejarse en busca de moluscos y conchas.
Se vio a Petra dudar. No le hacía ni pizca de gracia el agua ni sus cercanías, pero también debía de acusar los martillazos porque se fue con las chicas, especialmente al divisar a Oscar tras ellas. Además de la búsqueda, también se cambiaron impresiones.
—Yo creo que aquí hay algún intríngulis oculto —empezó el pequeño—: el registro, el sabotaje, el fuego, son demasiadas cosas para suceder por casualidad; y si a eso añadimos lo del encapuchado…
—Todo eso ha de tener un sentido; un sentido que se nos escapa, porque no hemos sabido ordenar los datos que poseemos —hilvanó la pelirroja, con intuición detectivesca.
—¡Oh, está bien razonado! —reconoció Verónica.
—Y si a todo ello añadimos el número tres… —puntualizó Oscar.
Verónica dudó de si no estarían exagerando, y lo dijo: el tres era un número tan inocente…
—Inocente, sí, pero ¿por qué la vieja buscaba el papel de la farmacia con tanto interés?
Para Verónica era otro dato a tener en cuenta.
—Sin embargo —dijo el chico— hay que dejar fuera de esto a Riña. Se va el día 3 como podía irse el día 5…
Sara murmuró entre dientes:
—La niña de trece años… ¡Qué tontos son todos!
Vec contemplaba con interés una caracola que acababa de encontrar y el interés se le contagió a Petra, que saltó a su hombro para verla mejor. Sara le dirigió un vistazo, pero sin gran interés, más atenta a seguir el trabajo de un individuo vestido con ropas grandes y viejísimas, cubierta la cabeza por un sombrero de fieltro que se le hundía hasta las cejas y buscaba lo mismo que ellos. Pensó que para aquel mendigo, encontrar moluscos sería algo maravilloso y, llevada de un impulso, se acercó para ofrecerle los que ella había reunido.
—Gracias, señorita —dijo el hombre.
—No hay de qué.
La palabra señorita se le hacía grata al oído, dirigida a ella y decidió ser amable.
—Usted conocerá bien todo lo que se puede encontrar por aquí —sugirió.
—Sí, pero mis ojos ya no son los de antes y la humedad me va mal —repuso el vagabundo.
—Pues siéntese al sol y nosotros buscaremos mojones; a lo mejor encontramos alguna ostra con perla y todo —bromeó.
Petra, disgustada por la presencia del desconocido, se hizo a un lado, recelosa y León le imitó. Estuvieron distraídos cosa de un cuarto de hora y, de pronto, Vec escuchó el estruendo de una moto.
Oscar, que estaba con el agua a la rodilla, salió para observar la alocada carrera de motocross. Y tan alocada… Como que chocó contra un pedrusco y salió despedido, la moto por un lado y el motorista por otro.
El vagabundo no se movió, pero los tres muchachos corrieron hacia el motorista para prestarle ayuda.
Cuando llegaron a su lado, se ponía en pie, ajustándose el casco.
—¿Se ha roto algo? —preguntó el pequeño.
—Siento desilusionarte, pero estoy bien —replicó el joven, levantando la moto y saltando ágilmente sobre ella. Lanzando chispas, se alejó.
—¿Lo has reconocido? —preguntó Vec—. ¡Es el pollero!
—¿Qué es eso del pollero? —quiso saber Oscar.
Pero las chicas no le atendían.
—¡Tienes razón! Pero ahora no parece paleto, sino todo un deportista. Va afeitado, se ha dejado la cara de tonto en casa y ha cambiado los pollos por el motocross.