VII. UNA FECHA MUY REPETIDA: DÍA 3

Ofelia trajo la sopa y empezó la comida. Se sentían un tanto defraudados respecto a las investigaciones. Bien mirado, se preguntaban, ¿había algo que investigar? Indudablemente, alguien había entrado en la casa, quizás con intención de robar y no encontró nada de su gusto. En cuanto al encapuchado… ¡bah! Seguro que no existía.

Con la cucharada de sopa en el aire y la mirada más burlona de su repertorio, Julio dijo zumbón:

—¡Qué ojo el tuyo, pelirroja, para adivinar la edad de la gente! Es que no das una.

—Si te refieres a Riña, mantengo que tiene unos veinte años.

—¡Je…! Tul tiene razón; no das una —rió Oscar.

—No hay encapuchado, Riña es una niñita… Bueno, quizá no haya suerte y me sea imposible probar lo que digo; pero si hay suerte… —aventuró Sara.

A Vec se le fue la cuchara de la mano.

—¿No estarás deseando que vuelva el encapuchado para salirte con la tuya, verdad?

—No es eso; pero pudiera suceder —empezó Sara mirando a todos con airecillo guerrero—, que sea el encapuchado el que haya venido a registrar la casa porque se dejara olvidada la capucha.

—Una posibilidad muy remota —dijo Héctor esta vez seriamente—. El argumento no tiene pies ni cabeza.

—Si tú presentas otro mejor… —le refutó Sara, encogiéndose desdeñosamente de hombros.

Cuando acabaron de cenar todavía no era de noche y Petra se escapó de casa. Oscar corrió tras ella para llamarla, mientras Julio comentaba que la ardilla estaba muy mal educada.

Aunque la aludía, Sara no se dignó responder.

—Ahora que no está Ofelia podemos hablar —empezó Raúl, todavía con una manzana en la mano.

Hicieron un resumen de la situación. Las investigaciones en el hotel no les habían servido de nada, como tampoco servía de nada Riña.

—La de los veinte años … —ironizó Julio, con un ojo cómicamente puesto en el techo.

Pasando por alto la ironía, Héctor dio por fracasada la investigación realizada a través de las vecinas. Las pobres viejas no veían más que sus males.

Con una mano, Verónica se retiró el pelo de la cara. Inclinándose con aire misterioso, susurró:

—Sin embargo, no hacen nada en todo el día…

—Martine va y viene a la farmacia —le recordó Raúl.

—Pero no hacen nada —prosiguió Vec—. Lógicamente, deberían pirrarse por las andanzas del vecindario y dicen que no se han fijado.

—Tampoco tenemos motivos para suponerlas unas embusteras —le recordó Héctor.

Por fin, Oscar había conseguido rescatar a Petra. Ésta venía alborotadora en brazos del chico. Lo peor era que León la imitaba, intentado chillar tras ella.

Levantando el índice, Julio exigió que se callaran los dos.

De un salto, Sara se levantó y recogió algo que la ardilla traía entre las manos.

—Te voy a pegar —la amenazó—; siempre estás recogiendo porquerías del suelo.

Lo que le había quitado era un papel y empezó a plegarlo entre los dedos. Con mano rápida, Héctor se lo arrebató y todos vieron que se trataba de una envoltura de papel fino y blanco con letras azules y el símbolo de las farmacias: una copa con un áspid en torno.

—Lo ha debido de tirar Martine —comentó.

—Sí —confirmó Oscar—. Creo que se le ha caído. Están tan chifladas por las medicinas que no ha tenido paciencia para desenvolver el frasco en casa. Seguro que se ha tomado ya varias píldoras por el camino.

Héctor empezó a juguetear con el papelito, inconscientemente, mientras Julio presentaba a la consideración de la asamblea el punto siguiente: ¿debían de vigilar la casa o dejarlo estar?

Todavía no se habían puesto de acuerdo cuando Vec, que estaba sentada junto a Héctor, intentó quitarle el papelito.

—Ahí dice algo…

—La cuenta de los medicamentos —replicó el muchacho.

—No veo números…

Ambos a un tiempo se inclinaron sobre el papel.

—Es curioso —comentó Héctor sin levantar la cabeza—. Se ha puesto de moda el día 3. Aquí han escrito:

«Definitivamente, el día 3 a las siete horas. ¡Cuidado!».

Oscar, zafándose del mono, quiso ver el papel que poco antes había envuelto un frasco de medicamentos.

—¿Qué quiere decir esto? —preguntó.

Como era su costumbre, todos «Los Jaguares» empezaron a exponer las más disparatadas teorías, aplaudidos por Petra y León. Cuando se les agotaron, Julio comentó:

—Más vale dejarlo. Seguro que el dependiente de la farmacia se entretenía escribiendo tonterías mientras el establecimiento estaba vacío.

Sara sorprendió a todos diciendo:

—Estoy de acuerdo contigo; es decir, estaría si no fuera porque…

—¡Ah vamos! —comentó Julio, reticente.

—La palabra «¡cuidado!», que ahí tiene el sentido de advertencia, carece de sentido. ¡Oscar, ten cuidado! ¡Petra va a tirar aquella maceta!

El pequeño corrió hacia el macetero situado junto a la ventana, pero no llegó a tiempo de evitar el estropicio. Pisando entre los tiestos, se quedó inmovilizado, de espaldas a la habitación.

—Martine está buscando algo por el suelo… —anunció.

Impetuosamente, el resto de «Los Jaguares» corrió hacia la ventana, pero ninguno llegó a mirar. Julio, el indolente del grupo, más ligero que los otros en esta ocasión, puso su cuerpo de parapeto, impidiendo que seis cabezas se arracimaran junto al cristal.

—¿Queréis que os vean curiosear?

Asimismo, arrancó de allí a su hermano, sin ningún género de miramientos y buscó un lugar entre el visillo y la cortina para atisbar sin ser visto. En efecto, Martine iba y venía, sin dejar de mirar al suelo, a lo largo de una veintena de metros.

—¡Eres un «egoistoso»! —le lanzó su hermano—. Las prohibiciones para los demás. ¿Y para ti, qué?

—¡Ajá…! —exclamó Julio, sin responder al ex abrupto—. A la reliquia francesa le interesa el papelito.

—Se lo tomará convertido en píldora —se burló Sara.

Martine, con gesto fastidiado, acabó por entrar en «Versalles». Oscar comentó que eran un trío de chifladas y Vec, por una vez, se sintió práctica.

—¿Quién recoge la tierra y los añicos? —preguntó.

—La dueña de la autora del estropicio —zanjó Julio con tono que no admitía réplica…

Excepto para Sara. Recogió un puñado de tierra y se lo echó a la cara con un pétalo de geranio. Cierto que al final, armada de escoba y pala, tuvo que emplearse en dejar aquello decente.

—No se puede negar que Petra es una incordiante —reconoció Héctor.

Pero Oscar no estaba por consentir críticas a su amadísima amiga y saltó:

—¡Nada de incordiante! Es el mejor agente de «Los Jaguares», con más talento que nadie. Es la única que ha conseguido una pista.

Pero Héctor, con gesto desabrido, inquirió:

—¿Pista de qué?

—De que ese papel de farmacia interesa a su dueña. Y como el papel no vale nada, ni sirve para nada, podemos deducir que a ella, a la «versallesa», sí le sirve.

Oyendo a su hermano, Julio apretó los ojos con rabia; sin embargo, concedió:

—Si no metieras tanto la pata, el resto de tus palabras podría valer.

Con aquello «Los Jaguares» tenían bastante para ponerse a deducir, imaginar, programar, meterse por intrincados caminos…

Pero, para llegar, ¿a dónde?

—Esto es un galimatías. Si no se hubiera escrito aquí la palabra «cuidado», habría que cerrar el caso… —dijo Julio.

—Pero no queda cerrado —murmuró Sara, pendiente de él.

—Bien, chicos —decidió el jefe—. Creo que lo mejor es irnos a dormir. Mañana tenemos un día muy ajetreado; arreglar el «snipe» y averiguar si el día 3 hay programado algo especial en esta localidad. Puede que haya una suelta de vaquillas o algo por el estilo.

—¡Oh, eso sería muy normal! —exclamó Vec con mohín de disgusto.

—¿Y si vuelve el encapuchado? —preguntó Sara con las cejas fruncidas de recelo.

—O el ladrón —puntualizó el pequeño.

—¿Y dices que nos vayamos a dormir? —se quejó Vec—. Ya no podré, con todas estas cosas.

Héctor miró a Raúl. Julio también le miraba. Y el honrado muchacho cayó en la trampa.

—Si quedándose uno de guardia las chicas se sienten seguras…

Julio le lanzó un palmetazo amistoso en la espalda.

—Compañero, buena idea. Acomódate junto a esta ventana, desde la que puedes ver perfectamente la puerta y no te duermas. Porque estarás con la luz apagada, naturalmente.

Frescamente recogió un libro y dijo que iba a leer un rato en la cama. Pero Sara, en parte, le chafó los planes.

—Si Raúl hace la primera guardia, tú puedes hacer la segunda y Héctor la última…

—¡Pero ya tenemos un voluntario! —se defendió el comodón.

—Eso vale para otra tropa, pero «Los Jaguares» tienen sus normas: «todos para uno y uno para todos», no lo olvidemos.

Julio contempló por unos momentos su cara chispeante de malicia como si quisiera ahogarla.

—En tal caso, dividamos la noche en cinco partes, por aquello del uno para todos…

En esta ocasión, Oscar no reivindicó sus derechos de chico mayor, sino que trató de pasar desapercibido.

—¡Oh, las chicas no! —casi gritó el pundonoroso Raúl.

—Pero ellas aseguran siempre que aquí todos somos iguales —porfió Julio, con una ceja muy por encima de la otra.

Cuando se ponía así, ellas sentían deseos de pegarle.

—Bueno, bueno —dijo Héctor, aunque sin gran entusiasmo—. Realmente, eso es cosa nuestra…

Por último, acabaron echando a suerte las guardias. Costó un poco, porque Julio pretendía hacer trampas, aunque los ojos que tenía en torno eran inclementes. Al fin quedó dispuesto que Raúl hiciera la primera guardia hasta las dos de la mañana, Héctor de dos a cinco y la última quedó para Julio.

Puesto que ya estaba todo listo, Oscar podía presentarse con la cabeza bien alta, a pecho descubierto.

—¿Y si entran por las ventanas? —se aseguró.

Pero los demás le recordaron que era imposible. «La Pandereta», típica casa andaluza, tenía rejas.

La última recomendación a Raúl fue no quitar los ojos de la puerta.

—Es muy sencillo —le advirtió Julio—. Como estarás a oscuras, lo único de lo que tienes que tener buen cuidado es de no dormirte. Y tampoco puedes sentarte; sería peligroso…

De pronto se dio un cachete en la frente, como si se le ocurriera algo bueno.

—¡Ajá…!

Tomó el vacío macetero de tres patas, donde apenas cabían los enormes pies de Raúl y le ordenó subir.

—No te muevas de aquí. Subido aquí no hay cuidado de que te duermas. Te darías un trompazo que haría de despertador.

Las chicas intercambiaron un codazo.

—Seguro que él no sube en el macetero —susurró Sara.

—Pero… pero… —opuso Raúl, tambaleándose sobre su pedestal de tres patas—. Me voy a caer, a pesar de todo.

—Así te mantendrás despierto, compañero.

—¡Qué talento tiene Jul! —se admiró su hermano.

—¡Je…! —se oyó por el lado de las chicas.

—Buenas noches a todos —dijo Julio, mirando con ilusión el libro que llevaba en la mano y desapareciendo sin más.

Las chicas comentaron que el pobre Raúl iba a sentir calambres y él agradeció mucho la atención. Ni se le ocurrió que podían haber prohibido la incómoda guardia.

—Que el taburete sea para todos, ¿eh? —dijo con sorna Sara en dirección a Héctor, porque era ya el único que le quedaba. El otro era más fresco que un sorbete.

Raúl se sintió muy satisfecho. Las chicas debían estarle tan agradecidas a él… Casi, casi, experimentó la impresión de que le brotaban alas.

A la hora, las alas eran ya plomo. ¿Y si se bajara del macetero? No, no, que tenía los párpados pesados y en el mejor de los casos…

—¡Aguantaré! —se dijo, sin pensar en cuál sería la actitud de los dos siguientes vigilantes para con el macetero.

Era todo ojos para el exterior, mal iluminado por una farola antigua y algo lejana, pero suficiente para él. Por otra parte, la noche era espléndida y las estrellas tachonaban el cielo de parpadeos de plata. Con los ojos hechos a la débil claridad, Raúl casi hubiera podido divisar un ratoncillo.

—Después de todo —se dijo—. Esta vigía es innecesaria, pero si las chicas están más tranquilas…

De vez en cuando, dirigía una mirada a la esfera luminosa de su reloj. ¿Se habría parado? No, claro…

Aunque tardando más que de lo ordinario —se lo parecía, al menos—, las agujillas fueron dejando atrás, las once, las doce…

Cerca de la una, agotado, tuvo la impresión de que ocurría algo, pero el frente de la casa seguía despejado.