En el almacén próximo al muelle se celebraba una nueva reunión nocturna. El vigilante, que acababa de recoger un puro a medio consumir en el centro de la calzada, arrojado ostensiblemente por un transeúnte, pasó a su interior con todo género de precauciones para no ser visto por nadie. También como era habitual, no se encendió la luz hasta que todos se encontraron en el cuartucho alumbrado por una bombilla polvorienta.
—¿Algo nuevo? —preguntó el hombre de la voz enérgica.
El vagabundo puso sobre la mesa el puro a medio consumir. Lacónico, anunció:
—Esto.
—¡Menos mal! ¡La espera estaba acabando con mis nervios! —articuló impaciente uno de los reunidos.
Dentro del puro apareció, como los individuos esperaban, un papelito enrollado.
Decía:
«¡Cuidado! La operación puede malograrse. “Ellos” se mueven deprisa y con abundantes medios. Nos han fallado los agentes habituales y lo único que puedo añadir es que han enviado más de un agente especial. Supongo que para estas fechas habréis desvelado su personalidad y la de sus enlaces. ¡Quitadlos de ahí para el día 3!».
—¡Maldición! —rugió el hombre de la voz enérgica—. El jefe estará furioso. ¿Qué hemos adelantado? ¡Nada!
—Tampoco el jefe se está luciendo —dijo el vagabundo—. Jamás hemos recibido menos información de él que en esta ocasión. Sabe lo que quiero y nos ha dado instrucciones muy precisas para el día 3, pero nada de nada respecto a los que tenemos detrás. ¿Cómo van las investigaciones, J?
El hombre llamado J respondió con gesto sombrío:
—Se hace lo que se puede, pero certidumbre es verdad que no la tenemos. Vamos investigando con criba a todos los turistas que llegan, que por fortuna en esta época no es masivamente, pero sin resultado. Como agentes muy especiales no hemos podido catalogar más que a esa pandilla.
El hombre de la voz enérgica rugió:
—Yo he descartado a la pandilla. ¿Cuál es tu opinión, S?
—Disiento —replicó el hombre así denominado—. Son unos muchachos que no se asustan para nada; lo resisten todo y siguen aquí. No se van. Me resultan especialistas en cosas impropias de su edad. En la duda, hay que continuar con la presión. Si la resisten… nos confirmarán en nuestras suposiciones.
—¿Y qué me decís del campesino?
—Es otro nuevo, ciertamente —replicó J—. Llegó con sus gallinas y su aire de sorprenderse de todo, le seguimos hasta la peor posada de la comarca y… se nos ha perdido de vista.
—Tendréis que encontrarlo. Nos va demasiado en ello. En cuanto a los otros, en la duda, continuad la presión.
—Se hará —replicó el vagabundo.
• • • • •
«Los Jaguares» se habían puesto en acción. Bañados, peinados y con sus mejores ropas, se presentaron en el hotel y preguntaron por Riña, cuyo apellido ignoraban.
—¿Se nos verá el plumero? —preguntó Vec.
—¡En absoluto! —replicó Héctor—. Es lógico que la gente de nuestra edad se reúna; y mientras frecuentamos esto con la excusa de Riña lacitos, podremos observar a los demás huéspedes del hotel.
—Por eso estamos aquí. Metedlo bien en vuestras cabezas de chorlito y no estéis mirando a las avutardas —les recordó Julio.
—Pues creo que nos va a costar un poco actuar con disimulo para estudiar a la gente —susurró Héctor—. No sé la razón de que Petra y León tengan que venir con nosotros a todas partes. Ni una sola de las personas que están en el «hall» dejan de mirarnos.
Tenían razón, pero Sara, enfadada como siempre que ironizaban sobre Petra, se apartó de ellos siguiendo a la ardilla que correteaba por entre personas y mesas. Era un ardid suyo. Ante animalito tan infrecuente en los salones de los hoteles, la gente haría preguntas, ella respondería y ampliaría así el círculo de amistades (o mejor dicho, conocidos), lo que quizás podía conducir al descubrimiento de los extorsionadores.
Tuvo que entenderse con una extranjera curiosa, explicándole con gestos que la ardilla estaba tan domesticada como un falderillo y toda la historia de lo lista y obediente que era.
Pero ¡ay!, también León se encontraba en el barullo y él tiró el vaso de whisky a un sueco que carecía del sentido del humor. El sueco protestó ante el camarero, éste pasó la protesta a recepción y, poco después, un empleado se acercaba a la pandilla para rogarles que se fueran cuanto antes llevándose a sus bichos.
—Pues yo veo a otros animales por aquí —replicó Sara, molesta.
—Son perros de lujo —fue la respuesta.
—Mi ardilla es de superlujo —replicó ella—. Y el mono muy original.
De todas formas, no tuvieron más remedio que salir del hotel y esperar a Riña en la acera.
Ya empezaban a impacientarse, cuando Oscar echó a correr en dirección a una señora flaca con varios periódicos en la mano.
Le habló en inglés, preguntándole por la muchacha:
—¡Oh, Riña está imposible! —explicó la señora, con gesto disgustado—. Se porta como si tuviera cinco años y, estoy decidida, la dejaré en cuanto nos vayamos.
—Pero Riña es ya mayorcita —alegó Julio, en un inglés bastante más perfecto que el de su hermano.
—¡Yes… yes…!
Sin que se lo preguntaran, añadió que había cumplido ya trece años, pero que no tenía ninguna conversación y no se divertía más que saltando o correteando. Habían salido juntas, pero mientras ella se entretuvo en comprar algunos periódicos ingleses, la niña había campado por sus respetos y no sabía dónde estaba. La iba a matar a disgustos.
Oscar trató de animarla, pero sin gran resultado.
—¿Cuándo se marchan ustedes? —le preguntó Julio.
—Dentro de dos días; el 3 —explicó la mujer.
El mayor de los Medina se volvió entonces hacia Sara con gesto burlón, diciéndola por lo bajo y en español:
—¿Conque veinte años, eh? ¡Sí que estás tú buena!
De igual manera, ella replicó:
—Y no me retracto. Quizás Riña sea una retrasada mental.
Acababa de decirlo cuando la persona a la que se nombraba apareció al extremo de la calle, jugando con un aro.
—Desde luego —comentó Héctor por un lado de la boca—, es demasiado grandecita para estas cosas.
De cualquier modo, no le duró mucho el aro; Petra se lo quitó y León, sin resultado, trató de quitárselo a ella.
—Hemos venido a visitarte —le explicó Oscar—. Tienes ante ti a todos «Los Jaguares», incluidas las chicas.
—¿Vamos a jugar a algo? —preguntó Riña, mientras su acompañante entraba en el hotel.
—No se nos había ocurrido —dijo Raúl—, pero si practicas algún deporte que no sea el aro, encantados.
—¡Oh, sé patinar!
—Pero te caes a cada momento y yo tengo que andar sujetándote —le recordó Oscar, que no guardaba muy buen recuerdo de la sesión de patinaje—. Por cierto, tenemos disensiones sobre tu edad…
Desde luego, el rostro de Riña no daba la impresión de comprender lo que se le decía.
«No es muy lista, es obvio…», pensó el jefe de «Los Jaguares».
¡Lástima que le faltaran las gafas! Sara tuvo la impresión de que se había sobresaltado.
El pequeño añadió:
—Figúrate que Héctor y Julio te calculaban quince años y Sara veinte.
—¡Oh, qué alegría! —exclamó Riña, palmoteando de dicha—. Me da mucha rabia que me tomen por pequeña. Sois muy simpáticos. ¡Oh, sí!
—No la resisto —murmuró Julio entre dientes—. Por mí, ya pueden seguir los demás la investigación del hotel.
En pocos minutos descubrieron que Riña no sabía nadar y le daba miedo el agua.
—Bueno, en eso hay alguien que se le parece —volvió a rezongar el mayor de los Medina.
Tampoco sabía andar en bicicleta, no conocía otro idioma que el español y sólo se pirraba por las películas de dibujos.
Héctor miró a Julio; Julio a Héctor. Habían cambiado el mensaje: Desbandada.
Con una excusa, se marcharon, llevándose a los demás «Jaguares». De camino, cuando alcanzaban «La Pandereta», Héctor resumió sus impresiones:
—Lo dicho: esa chica es una retrasada mental.
Como siempre, Julio aprovechó la ocasión para hacer enfadar a Sara.
—Estás perdiendo facultades, pelirroja. ¿Conque veinte años, eh?
—Ni uno menos. Lo he dicho y lo sostengo —repuso ella, levantando el mentón con mucha altanería.
—¡Je…!
—Ríete lo que quieras. Por cierto, ¿qué se ha hecho de tu cacareado talento? Que yo sepa, todavía no nos has presentado al encapuchado ni al del estropicio de la casa.
—Mujer, dame tiempo.
Verónica y Héctor, que subían la cuesta tras ellos, cambiaban alegres gestos de inteligencia que venían a significar: «Estos dos siempre discutiendo». Sin embargo, Vec tenía la convicción de que, caso de cumplir Sara sus amenazas y marcharse a la estación, hubiera sido Julio el primero en correr tras ella o inventar algo para disimular que corría, como por ejemplo, enviar al bueno de Raúl.
De pronto, ya no pensó en nada más. ¿Qué hacía en aquel preciso momento Julio? Sencillamente, acercarse al chalecito denominado «Versalles» y saludar con una reverencia también versallesca a las dos ancianas sentadas en sendas hamacas junto a la puerta.
—«Mesdames»…
Por no ser menos, Héctor se inclinó también y Raúl, para no quedar mal, lo hizo tan torpemente que su barbilla fue a parar al cogote de Oscar, con la consiguiente protesta de éste.
Naturalmente, el mayor de los Medina, con un padre diplomático y, bastante viajero, dominaba el francés.
Dejando a sus compañeros estupefactos, el muchacho se presentó como vecino, ofreciéndose a las viejas señoras para cuanto necesitaran, tanto de día como de noche. Yvonne se lo agradeció mucho y Denise le sonreía embobada. Cierto que la primera le largó toda la complicada historia de su artrosis con pelos y señales y la otra el enredado mecanismo de sus riñones, que no querían funcionar más que a base de cuidados y medicinas. Habían llegado a España pensando que el sol del Sur les iba a sentar bien, pero no había sido así y se marchaban de allí a un par de días, esto es, el 3.
Fue lo único que el resto de «Los Jaguares» logró entender, quizás porque la fecha acababan de escucharla en el hotel.
—Nosotros nos vamos el 4 —explicó Julio en el momento en que Martine salía para ir a la farmacia.
Julio le aseguró que, estando ellos allí, no tenían por qué molestarse. Y le dio un manotazo a Raúl que dentro de la pandilla parecía el chico de los recados y se temió lo que estaba sucediendo.
—¡Querido muchacho! —dijo Martine con abierta sonrisa—. Te lo agradezco mucho, pero mis piernas necesitan un poco de ejercicio; sí, me viene bien caminar y no debo darme excusas para volverme perezosa.
Al fin, Julio entró en el tema que le interesaba. Explicó que, al regresar hacia el mediodía, habían encontrado un cierto desorden en el interior de «La Pandereta». Quizás, los intrusos habían llevado intenciones de robar, aunque nada se habían llevado. ¿Ellas no habían visto a nadie?
Las tres hermanas se consultaron con interés, pero sin que pudieran aportar el menor dato. Los demás «Jaguares» se maliciaron el giro que su compañero daba a la charla, deduciéndolo de la expectación con que las francesas le escuchaban.
Por último, todos se despidieron con los rendidos saludos de la llegada, aunque un poco más cordiales. Al entrar en «La Pandereta», Vec murmuró:
—Supongo que tu objetivo haciéndote simpático era saber lo que podían saber a su vez las viejas francesas.
—¡Okey! Mis atractivos no han servido de mucho. O las viejas viven en Babia, o si han visto algo lo callan para evitarse complicaciones.
Al sentir que entraban, Ofelia les gritó desde la cocina:
—¡Un momento! Todavía me falta un poco para ultimar la cena.
—Y mientras tanto, podíamos deliberar —propuso Verónica.
—No puedo deliberar con el estómago vacío —opuso Raúl, acariciándoselo—. Esperadme, veré a ver qué encuentro.
Héctor le miró de arriba abajo, estiró las piernas con satisfacción y terminó por sentenciar:
—No hay mecanismo en el mundo que exija más carburante que tu estómago.
Razonamiento perdido, porque el grandote, a marcha rápida, se había ido por el lado en que Ofelia manipulaba cacerolas.
—Martine se va —informó Oscar, con la cara pegada al cristal de la ventana.
—Camina muy ligera, ¿verdad? Su artrosis debe ser más chiquitita que la de sus hermanas —afirmó Vec, curioseando por encima de la cabeza del chico.
Luego recordaron la conversación sostenida por Julio con las achacosas vecinas e hicieron que la tradujera.
Cuando Raúl volvió con la boca llena, iba diciendo:
—¿No hemos adelantado en las indagaciones, verdad? Les alargó las manos, repletas de aceitunas y los cinco se tiraron sobre ellas como si no hubieran comido en un año.
Héctor respondió a la pregunta con laconismo:
—Estamos donde estábamos.