V. LA CASA DEL REVÉS

Una chorreante pelirroja dio un puntapié en el suelo, convertida en un basilisco. Había perdido las gafas en el mar, pero «veía» muy bien lo que estaba pasando. Y Petra, que había llegado con Oscar, chilló como ella sabía:

—¡Habéis sido vosotros! —exclamó—. Queréis quedar bien y fingís que estáis contentos con nosotras y pensáis que, asustándonos, nos iremos. ¡Pues lo habéis conseguido!

—Tienes que estar equivocada —objetó Vec—. No puede ser eso…

—Esto está que arde y se ve el humo por todas partes —se metió a explicar Oscar—. Además del encapuchado, una «mano criminal» ha hecho de las suyas.

—¡Calla, mico entrometido! —exigió su hermano.

Tanto él como Héctor y Raúl miraban fijamente, pasando los dedos por las tablas de la quilla, que estaba vuelta del revés. La inspección dejó a todos pasmados.

—Realmente —dijo Raúl despacio—, se diría que esto no es normal; o por lo menos, que resulta muy raro.

—Me huele a chamusquina —insistía Oscar.

—Yo no diría tanto como que ha intervenido un serrote —expuso Héctor—, pero desde luego, han cortado la tabla dejándola unida por una pequeña parte. Tratándose de proa la presión del agua ha hecho lo demás.

—¿Y qué más da que la hayan cortado que aserrado? —rezongó Julio—. A veces dices las cosas más tontas.

Sara se iba camino adelante y Raúl la llamó:

—¿Dónde vas?

—A cambiarme y a recoger mi maleta —replicó ella sin volverse y llevando a Petra y León detrás, todos alborotados.

De un salto, el fuertote la alcanzó.

—Tú no te vas de aquí —dijo—. Eso no es propio de ninguno de «Los Jaguares» cuando hay complicaciones.

—Se acabarán en cuanto nos vayamos nosotras —repuso ella a punto de arañarle.

Raúl la arrastró junto al «snipe».

—Tenemos que encontrar al causante de esto; y lo haremos todos juntos, como siempre.

Un nuevo personaje se había unido al grupo. Se trataba de Riña, que miraba a todos con sus ojos muy claros e inexpresivos.

—¿Qué es lo que hacéis siempre todos juntos? —preguntó a Oscar.

—¡Oh, nosotros tenemos narices detectivescas y un talento especial para todo y sobre todo, para ciertas cosas! —le explicó el chico, sin la menor modestia.

—¿Qué cosas?

—A veces, no te lo creerás, hemos sacado de apuros a la policía. Cuando no sabían por dónde se andaban, nosotros, nosotros solitos, les hemos resuelto el caso.

—¡Oscar! No me lo puedo creer —repuso Riña con su voz de pito.

—Ya te lo creerás cuando te lo cuente con detalle —insistió el chico.

—Sí que parecéis una pandilla rara… y más llevando con vosotros esos animales. ¿No os fastidian?

Seguramente Riña en su vida había hablado tanto. A pesar de concentrar su interés en el barco, los restantes «Jaguares» levantaron la cabeza para observar a la recién llegada. Sus últimas palabras les habían sentado muy mal.

Pero Oscar, para eso era su íntimo, estaba por dar explicaciones.

—¡Nada de animales! Es como si fueran personas, de tan listos, especialmente Petra. Petra es la ardilla.

—Pues las ardillas tienen fama de tontas —porfió Riña.

—Serán otras, porque Petra es un lince —dijo todavía Oscar—. No se te ocurra hacer nada malo porque ella lo sabrá.

—¡Oh, qué lista! Y, ¿por qué están mojadas esas chicas?

El menor de los Medina comenzó a dar muestras de impaciencia.

—¿Es que no lo ves? Han naufragado. Y también han naufragado los demás navegantes.

—Es horrible, pero tan interesante…

Sara quería irse, pero no podía zafarse de Raúl. Héctor y Julio habían vuelto a concentrar su atención en la quilla del pequeño velero. Aprovechando el momento en que Sara se calmó un poco, el fuertote se brindó para arreglar el barco, si le proporcionaban herramientas y calafate, además de pintura.

—Eso está hecho —replicó Julio—. De modo, que manos a la obra.

—Tenéis el barco roto —dijo Riña, como si acabara de descubrir el mundo—. No sabéis tratarlo.

—Sí sabemos —alegó Oscar, que no había ido en él—. Es que alguien nos ha hecho sabotaje.

—¿Sabotaje? ¿Qué es eso?

Oscar se lo explicó a su estilo. Después, como realmente todos estaban chorreando, se fueron hasta el chalet denominado «La Pandereta», seguidos por Petra y León, además de Riña.

Cuando llegaban a la puerta, la «Gran Dama», que se llamaba Ofelia, llegaba a la casa con una gran bolsa procedente de la tienda de ultramarinos.

—¡Pues sí que vienen buenos! —comentó.

Pero ya no les hizo caso y sacó el llavín del bolsillo y pasó la primera, obstruyendo la entrada con sus amplias caderas.

—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado aquí? —exclamó la mujer asustada.

Todos los demás se precipitaron en el interior de la casa. Al pronto no vieron nada de particular, pero, siguiendo la mirada de Ofelia, descubrieron los cajoncitos de un bargueño en el suelo y su contenido desparramado por aquí y allá.

—¿No estaba así cuando usted se ha ido?

—¿Qué iba a estar? —protestó ella—. Yo no soy desordenada.

«Los Jaguares» se lanzaron por el resto de la casa, corriendo unos detrás de otros, mezclados con los dos animalitos; y Riña, a la que nadie había invitado, entró también y, con los ojos muy abiertos, iba mirando lo que los otros señalaban: los cajones, los armarios y las maletas estaban revueltos y su contenido en el suelo.

—¡Ladrones! ¡Han entrado ladrones! —chillaba Ofelia, fuera de sí.

—Habrá que dar parte —dijo Héctor.

—Primero veamos qué es lo que falta —observó Julio, dirigiendo sus ojos críticos a los objetos desperdigados por el suelo.

—¿Cómo saberlo, así, de momento? —se le ocurrió a Raúl.

—Orden y método, «Jaguares» —ordenó el mayor de los Medina—. Que cada cual revise sus cosas y haga una lista de lo que falta. Y usted, Ofelia, ¿querría ser tan amable de hacer lo mismo con la casa? Sabe lo que hay en ella mejor que nosotros.

—¡Ahora mismo! ¡No faltaba más!

Todavía sin quitarse las ropas mojadas, todos y cada uno se lanzaron febrilmente a cumplir la orden.

Y el desconcierto fue general cuando uno a uno fueron diciendo que no les faltaba nada. Sólo Oscar se lamentaba de que hubieran acuchillado su balón de reglamento, recién estrenado.

—Pues han hecho lo mismo con el oso de peluche y la muñeca —informó Raúl.

Riña, con gesto alelado, miraba a unos y otros y a los desperfectos.

—A lo mejor se trata de un maníaco al que no le gustan los juguetes —expuso Vec, mientras se retorcía el pelo para librarlo de agua.

—¡Qué cosas más raras os pasan a vosotros! —se le ocurrió a Riña, que no parecía sentirlo nada.

Oscar, que tan amante era de protagonizar las situaciones, se estiró un poco sobre los talones y dijo:

—¡Uf, no lo sabes bien! Según Sara, Sara es la pelirroja, esta noche un encapuchado andaba por la casa.

—¡Oh, no! —exclamó la forastera.

—Pues Sara no suele mentir y es muy lista; casi tanto como mi hermano —se le ocurrió al pequeño.

Como en la casa no faltaba nada, reunidos los húmedos «Jaguares» en sesión extraordinaria, decidieron no dar parte a la policía. ¿Para qué?

—Nos fastidiarían con preguntas a las que no podemos responder —zanjó el rubio Héctor.

—Sí; nos tomarían por unos liantes ansiosos de publicidad —dijo Sara, olvidándose de su mal humor por un momento.

A Riña nadie la había invitado, pero se mantuvo escuchando. Al fin, con la excusa de que la esperaba su señorita de compañía, se fue.

Julio, muy serio, se volvió hacia Sara.

—Vamos a ver —empezó—; nos has acusado de que esta noche un encapuchado al que supones uno de nosotros, trataba de asustaros; nos has acusado también de hacer naufragar la embarcación a intento. ¿Nos acusas, asimismo, de lo sucedido aquí?

Era indudable que Sara estaba un poco desinflada.

—Desde luego, esto de la casa no habéis tenido la ocasión material de llevarlo a cabo.

Oscar sufrió un respingo:

—¡Oh, no empieces a hablar como Jul! —protestó.

—Bien —replicó su hermano—, puntualizado esto, no veo la razón de tus amenazas viajeras. Si alguien la ha tomado con «Los Jaguares», y parece que sí, «Los Jaguares», «todos», deben unir sus fuerzas para descubrirlo.

Tan achicada estaba Sara que no rechistó. Verónica, para sus adentros, experimentó una gran satisfacción. Ahora se quedarían y «Los Jaguares» se superarían a sí mismos y todo resultaría emocionantísimo.

(Los riesgos estaban muy alejados de su mente).

Como todos la mirasen y ella se creyese obligada a decir algo, Sara objetó nada más:

—He perdido las gafas en el mar…

—¿No pensarás que nos lancemos a bucear para encontrarlas? —se burló Héctor—. Tendrás que comprarte otras.

Sara pensó en el comandante, que ya había tenido que pagar dos pares de gafas en el último mes por sus descuidos y apretó los ojos.

—Ahórratelas —le aconsejó Julio—. Lo de tus gafas es una manía, como la de esas personas que no saben estar sin chicle en la boca.

Petra aplaudía. El mono de León la imitaba.

Siempre práctico, Oscar preguntó:

—¿Por dónde empezamos?

—¿Empezar a qué? —quiso saber Vec, con un gesto de despiste bastante habitual en ella.

—Empezar a seguir pistas, que es lo nuestro —completó el chico.

Sin duda Petra captaba de algún modo el significado de aquello porque movió la cabeza, afirmando y, muy excitada se plantó en medio del grupo.

Julio, que parecía pensativo, con la barbilla en la mano, empezó a reflexionar en voz alta:

—No es mala idea la del mico… Y conste que sigo pensando que el encapuchado puede ser producto de una pesadilla…

Como Sara se revolviera pronta a contestar trató de calmarla.

—Vamos, no seas explosiva; estamos tratando de llegar a algo práctico —añadió—. La manipulación del barco y…

—Sabotaje —le cortó su hermano menor, en plan tremebundo.

—¡Cállate de una vez, mico! Bien, también es real la extorsión en casa…

—Registro criminal —volvió a interrumpir el pequeño.

Verónica apenas podía ocultar una sonrisa satisfecha. A pesar de ser la miedosa del grupo, la situación ofrecía perspectivas.

—¡Cielos, no! —se quejó su hermano, llevándose las manos a la cabeza.

Para evitar la pelea, Héctor tomó el camino recto, o sea, práctico.

—Bien: fijemos nuestra línea de actuación.

—Empiezo ahora mismo —se brindó Raúl con tanto ímpetu que, al levantarse, tiró la silla donde había estado sentado.

—Haces más ruido que un elefante —le reprochó Julio—. «Hacer» viene después de «pensar» y «decidir».

Algo avergonzado, el grandote volvió a sentarse con todo cuidado, pero… esta vez en el suelo.

—¿Alguna sugerencia de actuación? —quiso saber Héctor, paseando la mirada por sus huestes.

—Sí —dijo Sara, a la carrera—. La investigación debe comenzar por la vecindad, por las gentes próximas a «La Pandereta».

Héctor afirmó con la cabeza.

—Está bien pensado —dijo—. Pero en la colina, cerca de aquí no hay más casa que el chalecito de los franceses,

unas pobres viejas inofensivas y, algo más allá, el hotel.

Verónica tuvo una idea genial y no se la calló:

—Y más aquí la «Gran Dama».

Oscar se sintió muy interesado por lo que pasaba más allá de la ventana. Siempre intuitiva, Sara bajó la voz y explicó:

—Nosotras llamamos así a Ofelia.

Un manotazo de Héctor acompañó a su respuesta.

—Descartadla. Es una mujer que no ve más allá de sus narices, quiero decir, de sus propios problemas familiares. Parece que su marido, un buen aficionado al vino de la tierra, le produce bastantes quebraderos de cabeza; y su hija está cargada de niños y su yerno sin trabajo.

—¡Uf, no sigas con el drama! —le exigió Verónica.

—Entonces, habrá que investigar a las francesas —dijo Sara—. ¿Qué se sabe de ellas?

Ninguno sabía nada. Es decir, Oscar pidió la palabra.

—La casa se llama «Versalles», ya sabéis, cosas de los franceses y las tres viejas que viven en ella están tan «rumáticas» que no salen de la farmacia.

Con los dientes apretados, Julio corrigió la palabra mal dicha.

—¿Me habéis entendido, no? ¡Pues dejad de ser «molestosos»!

—Vamos a ver, ¿por qué sabes que están reumáticas? —preguntó Héctor, divertido.

—Pues porque ayer se me fue el balón a su jardincito y tuve que entrar y…

—¿Pero no pasaste todo el tiempo con tu admirada Riña? —se burló Héctor.

—¡Oh! Fue entre Riña y Riña —explicó frescamente el chico—. Bueno, pues como os decía, entré (después de pedir permiso, claro), rogué a la que me abrió que me diera el balón y la pobre me pidió que entrara yo a buscarlo porque estaba doblada del dolor de riñones. Ella apenas chapurreaba el español, pero ya sabéis cómo las gasto yo para estas cosas.

—Ahórrate el bombo, mico —le pidió su hermano.

—La señora fue muy amable. Me dijo que a sus dos hermanas les pasaba lo mismo que a ella, que el «ruma…» o lo que fuera era cosa de familia. La pequeña Ivonne, que debe tener como cien años, llegó precisamente entonces con un paquete de la farmacia y se quejó de que venía baldada o algo así. En cuanto a la tercera, estaba en una hamaca, con una bolsa de agua caliente y mil mantas. La tercera se llama Denise y el «ruma» no se qué le debe llegar desde la cabeza hasta los pies.

—¿Y nadie más vive con ellas?

—Sí, el perrito… La que habló conmigo fue muy amable y me dio un pastelillo hecho por ella.

Un mohín significativo apareció en el rostro expresivo de Sara.

—Me estaba figurando algo así —susurró.

—¡Je…! —se le escapó a Héctor.

—Bien, mico, pareces un boletín de noticias, pero no sirven —comentó su hermano—. Pasemos al hotel.

—¡Pero allí entra y sale mucha gente! Si hemos de investigar a todos… —dijo Sara.

—¿Ya te has cansado antes de empezar? —le reprochó el mayor de los Medina.

La animación había hecho presa en Sara. Su mente estaba ya engrasada, libre del óxido de su cólera y funcionaba a la perfección.

—Por lo menos, tenemos allí un enlace.

—¿Cuál? —preguntaron todos a un tiempo, menos el menor, mientras la miraban con interés.

—Riña —contestó la pelirroja.

—¿Esa tonta? —fue la contestación de Héctor, cargada de desdén.

Oscar se picó. Con las mejillas rojas, saltó como un gallito de pelea.

—Eso lo dices porque me ha preferido a mí y no a ti.

—Tú ganas —replicó Héctor, echándose a reír.

—Reconozcamos que, con sus lacitos en los hombros, le va mejor a Oscar —dijo entonces Raúl, que se había abstenido hasta entonces de dar opiniones. No en vano lo suyo era la acción.

—Esta mañana hemos estado saltando a la comba.

—¿Es posible? ¿Tú también? ¡Pero eso es cosa de niñas! —exclamó Julio, con falso tono escandalizado.

Oscar ya no se atrevió a decir media palabra. Pero Vec le sacó punta.

—La verdad, no me parece que Riña tenga edad de saltar a la comba, a pesar de los lacitos en los hombros. Lo menos tiene quince años.

Aquí Oscar volvió a saltar.

—No entendéis nada de nada. Tiene trece y medio.

—¡Ja…! —rió Sara—. Veinte y no le rebajo ni uno.

Julio se la quedó mirando con su aire más inquisidor.

—¡Oh, perdona! Pero recuerda que la has mirado sin gafas.

—Lo había pensado ya cuando la vi con ellas.

—No sabes lo que dices, Sara —protestó también Héctor.

—¿Seguimos? —invitó Vec.