III. ESPERANDO CON LA MALETA A CUESTAS

En cuanto se detuvieron en su estación, dejaron de acordarse de su compañero de viaje y empezaron a sacar las cabezas por la ventanilla quizá con cierta imprudencia. Petra y León, fuera de sí con tanta novedad, las imitaron.

—En un abrir y cerrar de ojos los tenemos delante —repetía Sara, imaginándose que «Los Jaguares» llevarían tiempo esperándolas, de puro impacientes.

Las cosas no salieron según lo imaginado y las dos tuvieron que arrastrar sus maletas, llamar al orden a sus compañeros del reino animal y plantarse en el andén con alguna dificultad.

—Están aquí, ya lo verás —dijo la rubia Vec, alisándose con una mano su rubia y larga melena, tras de soltar para ello el maletín—. Es que no sabes mirar.

—Te cedo el «miramiento» —le contestó la otra un tanto irónica, segura ya de que «Los Jaguares» se habían retrasado. Pero claro, contra su voluntad.

Pasó un rato… Bastante chafada, Verónica opinó:

—Esperaremos; seguro que no han podido encontrar un taxi…

A los diez minutos, tomaron asiento en un banco de la minúscula sala de espera. Sólo se levantaron de vez en cuando para atrapar al mono o la ardilla, que querían hacer turismo por su cuenta.

A la media hora, tenían el corazón en un puño.

—Se me ocurre que… ha tenido que pasar algo terrible —susurró Vec con labios temblorosos—. O han naufragado…

—¡Ni se te ocurra!

Pasó una hora. Con los nervios en punta, ambas decidieron no esperar más.

—¿Tú sabes la dirección? —preguntó la pelirroja.

—No —contestó la rubia—. Se suponía que ellos nos esperarían.

De pronto se dio un cachete en la frente.

—¡Aguarda! La casa de los amigos del señor Medina se llama «La Pandereta». Se lo oí decir a Julio.

—Dijo «La Castañuela».

—«La Pandereta».

—«La Castañuela».

Rogando y esperando que no se prodigaran demasiado castañuelas y panderetas, se pusieron en marcha, arrastrando el equipaje de mala manera. Preguntando aquí y allá acabarían por llegar.

Habían pasado un día felicísimo. Ahora «Los Jaguares», mientras cenaban con buen apetito, recordaban los mil incidentes de la navegación, especialmente la carrera acordada con dos embarcaciones conducidas por ingleses. Por lo menos, habían llegado antes que una de ellas…

Pero no mencionaron a Riña. De eso ni pío. Todo porque ella había puesto sus predilecciones en Oscar y parecía ignorarles.

Entre cucharada y cucharada, el pequeño no cesaba de comentar la admiración que Riña sentía por él. Gracias a su habilidad y fuerza le había evitado más de un tortazo mientras patinaban. Y más tarde, en el cine, le había estado explicando las partes de la película de dibujos que ella no entendía.

—Pues debe ser tonta de remate —sentó Héctor, divertido—. ¡Mira que no entender una película de dibujos!

—Con Sara y Vec no pasa eso —se apresuró a decir Raúl.

—Prohibido nombrarlas —rió Héctor, para fastidiarle.

Oscar dirigía frecuentes e inquietas miradas al reloj de la pared. Estaba sobre ascuas, pero ninguno se dio cuenta.

—Hecho. Con la condición de que no se nombren tampoco ni a Petra ni a León —completó Julio.

Ni siquiera habían escuchado la campanilla de la puerta. De pronto, algo peludo saltó sobre la mesa; tiró dos vasos y aventó la salsa de un plato con la cola.

—¡Petra! —exclamó Raúl, iluminados los ojos, sonrosado de pronto como un bebé, la alegría estallándole por todos los poros de su cuerpo.

—Y León —completó Héctor, con voz apagada.

—Lo cual significa… —empezó a decir Julio.

Pero no pudo terminar.

La vocecilla musical de Vec decía desde la puerta:

—¡Menos mal que no os habéis ahogado! Hemos pasado tanto miedo…

Tan precipitadamente se levantaron todos, menos Oscar, que las sillas salieron lanzadas a trompicones.

—¿De dónde salís? —preguntó Héctor.

De pronto a Oscar le había entrado verdadera hambre y se aplicaba al plato metiendo la nariz en él.

—Hemos venido. ¿Era lo que queríais, no? —preguntó Sara, con ojos que chispeaban, mirando ya a uno, ya a otro de los aturullados «Jaguares».

—Ya, ya vemos —dijo débilmente el jefe de la pandilla.

Como no era un ineducado, Julio se reportó para decir:

—Como no sabíamos nada de vuestras intenciones, os ha faltado el recibimiento.

—¡Pero nos habéis invitado! —exclamó Verónica, sintiendo que no entendía lo ocurrido.

—¿Que nosotros…?

Héctor se señalaba a sí mismo totalmente desorientado. Y Julio, a fuerza de mal pensado, se temió que todo fuera un ardid de ellas. Claro que… eran buenas chicas.

El único que daba muestras de entusiasmo era Raúl. De pronto se lanzó incontenible y los pensamientos se le escapaban a raudales:

—¡Es maravilloso que estéis aquí! ¡Es maravilloso que se os haya ocurrido venir! Sin vosotras, esto no eran ni vacaciones ni nada de nada…

Y Oscar comiendo a dos carrillos.

—No se nos ha ocurrido venir —puntualizó Sara—. Vosotros llamasteis a mamá para invitarnos. Incluso le asegurasteis que aquí vivía una gran dama que velaría por nosotras.

En aquel instante la gran dama se presentó. Se temía que iba a tener que preparar más comida y preguntó con desabrimiento:

—¿Es que no terminan de cenar? Tengo que recoger para marcharme a mi casa.

—No se preocupe; ya nos arreglaremos —la tranquilizó Héctor con gesto distraído.

Despacito, con las mejillas rojas, Vec trató de indagar:

—Entonces… ¿no nos habéis invitado?

—Realmente… no —empezó Héctor—. Y no es que nos faltaran deseos, pero ya veis —y señaló hacia la mujer, que en aquel momento salía con unos platos.

—Entonces nos marchamos —casi gritó la pelirroja, sacando a relucir el genio.

—Pero ellos llamaron; Sarabel lo dijo —repetía Vec de nuevo.

Sara recogió su maleta, engalló la cabeza echando atrás su coleta y desafió a los presentes:

—¡Nos vamos!

Raúl se puso delante, dispuesto con toda su alma a impedirlo.

—¡De ninguna manera! De noche, expuestas a mil peligros…

Julio no les hacía caso. De pronto se quedó mirando a su hermano y a su apetito, que seguía comiendo sin que le molestaran Petra y León encima de su cabeza.

—Oye, mico, tú no sabes nada de esto, ¿verdad?

—Yo… pues, ¡oh…!

De repente Sara lo entendió todo. La invitación había partido de Oscar y los otros la ignoraban. Era un crío maravilloso, tierno, que sentía la amistad como un mayor. Pero se guardó de darlo a entender.

—Deja a Oscar en paz —dijo—. Está tan ignorante de nuestra llegada como vosotros.

Oscar sintió deseos de llorar, pero claro, aquello era cosa de críos.

—Alguien que nos conoce ha gastado una broma —dijo Sara, fingiendo que no le importaba nada—. De todas formas, nos volvemos a casa…

Con gesto aterrado, la otra la atajó:

—¿A casa? ¿A qué casa? Ni en la tuya ni en la mía hay nadie. Mamá está fuera, tus padres también se habrán ido para estas horas y ni siquiera tenemos la llave.

Su apuro era tan real, que Héctor decidió mostrarse simpático. Después de todo, aunque no quería confesárselo, se sentía encantado.

—De aquí no se va nadie, ¡ea! Os quedáis los cuatro días que vamos a quedarnos nosotros. ¿Sabéis lo que os digo? ¡Habéis tenido una brillantísima idea!

—¡Yupi por «Los Jaguares»! —gritó Raúl.

—¡Yupi! —gritó también Oscar a boca llena.

Con las manos en los bolsillos, la cabeza ladeada, Julio dijo:

—Chicas, a la mesa. ¡Lástima que Petra y León hayan formado parte de la expedición!

—¿Tanto te molestan? —se engalló Sara, que últimamente siempre se peleaba con él.

—Bueno… llamamos demasiado la atención. Reconoced que nadie anda por ahí con una ardilla y un mono.

—¡A mí no me importa nada! —sentó el dichosísimo Raúl.

Luego corrió a la cocina en busca de más platos y llegó con los brazos tan ocupados que uno se le escurrió haciéndose añicos.

Muy pronto, Verónica se sentía a su gusto. Después de todo, se había conformado con las explicaciones; pero su compañera no. Veía algo raro en todo aquello y seguía pensando que lo mejor era localizar a sus padres y regresar a casa. Pero naturalmente, aquella noche tendrían que pasarla en «La Pandereta».

De todas formas, cuando se iban a su habitación, consiguió llevarse a Oscar.

—¿Has sido tú, verdad?

—Sí, claro. Quise darles una sorpresa a ellos.

—Pues se la has dado —reconoció Sara—. Pero no te preocupes: te guardaré el secreto. Eso sí, como tu hermano es un antipático, mañana nos iremos.

—¡No, Sara!

Por alargar la mentira un poco más no iba a pasar nada. Muy ladino, Oscar añadió:

—Os llamé porque comprendí que esos grandullones se estaban aburriendo como ostras sin vosotras. No hacían más que nombraros y no se les ocurría nada de nada. Las cosas buenas sólo vienen de vosotras dos.

Sara sonrió, aunque en el fondo, como conocía al menor de los Medina casi tan bien como al mayor, pensó si no serían componendas suyas. Después de todo, Raúl aparecía radiante y Héctor cantaba como un loco mientras buscaba por los armarios tratando de encontrar sábanas, y Julio… bueno, más valía dejarlo.

En cuanto se quedaron solas, Verónica, que no sentía ningún recelo, le preguntó bajito:

—No nos iremos, ¿verdad?

—Ya te lo diré cuando vea la cara de «Los Jaguares» a la luz del día.

Vec se durmió en seguida. Sara sentía todavía el traqueteo del tren en los oídos y, además, estaba pensando en su llegada y en el recibimiento y todo aquello… Oyó las campanadas del reloj del comedor cuando dieron las doce, la una, las dos…

De pronto creyó sentir los leves pasos de alguien por el corredor. Podía ser Petra la enredadora, pero como buena ardilla, solía dormir muchas horas de un tirón. De todas formas se incorporó y el haz de luz procedente de la luna le permitió verla sobre el gran almohadón que compartía con León. El monito se había hecho comodón y aunque estaba siempre riñendo con la ardilla, el sueño los hermanaba.

Había vuelto a poner la cabeza en la almohada cuando el leve ruido de una puerta al ser abierta, o cerrada, con cuidado, la alertó.

Un escalofrío de miedo le recorrió la espalda, pero en seguida se reprochó su cobardía. Debía de ser cualquiera de los chicos que se habría levantado por lo que fuera. Miró un momento hacia la cama de al lado, en la que Vec dormía confiada y decidió levantarse sin ruido y mirar por una rendija de la puerta. Lo hizo con todo sigilo y, ya iba a volverse a la cama, cuando un haz de luz iluminó el suelo del corredor. El suelo nada más… el resto quedaba en la penumbra. Y de pronto, vio una sombra al final del haz de luz. Cuando la sombra pasó a su lado alumbrándose con la linterna, Sara comprendió que llevaba la cabeza cubierta con una capucha y fue como si un soplo polar la hubiera envuelto. De pronto, la sombra se volvió y Sara recibió a través de la rendija, en pleno rostro, el haz de luz. La sombra abrió la puerta y entonces Sara no pudo evitar un grito ronco. Aquello asustó a la sombra que huyó precipitadamente. Pero Sara nunca pudo explicar por dónele porque, por primera vez en su vida, se desmayó.

Le pareció que su inconsciencia había durado poco y en cuanto pudo ponerse en pie, corrió a despertar a su compañera. Cuando alargaba la mano, porque la voz no le salía, tuvo una indecisión.

¿Y si eran «Los Jaguares» que habían querido asustarlas? Podía ser una broma o… No, no quería pensar que lo hubieran hecho con mala intención, para asustarlas y que se fueran. Era un modo de quedar bien con ellas, insistir para que no se marcharan y, por otro lado…

Al fin, sin despertar a Vec, se metió en la cama avergonzada de sí misma. Ellos eran unos chicos estupendos, nobles, generosos, buenos camaradas… Aunque, quizás, como eran cada día un poco mayores, Vec y ella les estorbasen.

No podía ser… era una mal pensada… merecería una buena lección… Cierto que…

Después de una noche en blanco, formó su plan. No diría nada a nadie. Después de todo, no pasarían otra noche en aquella casa. ¡Regresarían a Madrid!

Fuera lo que fuera aquella cuestión del encapuchado nocturno, para lo que iban a durar en la bonita ciudad turística del Sur…