II. OSCAR DECIDE AIREAR SUS ÉXITOS

El día pasado haciendo de lobos de mar les había dado hambre de lobo en seco, según atinó a decir Raúl, así que, nada más desembarcar, se fueron a comprar unos bocadillos de a medio metro, con lo cual los tres se sintieron confortados para lo que fuera…

Esto quiere decir, poco más o menos, para meterse en barullos. De modo que se fueron a la modesta feria compuesta por media docena de tenderetes, un par de atracciones a base de autos de choque y otros tantos columpios, amén de una garita de circo y aparatos para probar la fuerza y la puntería.

¡Y qué puntería la de «Los Jaguares»! No erraron un disparo, para desesperación del feriante encargado del puesto y se llevaron dos cartuchos de serpentinas de premio, un perrito de trapo que decía «guau», una muñeca de tiesas faldas y un oso de peluche.

Dos ojos que no les perdían de vista, se alertaron ante tanta habilidad.

«No es propia de la edad de esos chicos tamaña destreza», se dijo el que estaba al acecho.

Raúl se empeñó en probar su fuerza, cosa que estaba ya más que probada y mandó la pesadísima bola hasta el tope por tres veces consecutivas, mientras Julio, que sostenía la muñeca y el oso de peluche, rabiaba por librarse de ellos devolviéndoselos al forzudo. Por suerte, a éste no le regalaron nada, sino que el premio consistía en la devolución del dinero.

—«¡Qué bárbaro!», se dijo el hombre al acecho.

Después les vio subir en los autos de choque y comprendió que los tres eran expertos conductores por la habilidad con que soslayaban el envite de los otros participantes. La persona que les vigilaba, se dijo que había hecho perfectamente en seguir aquella pista. Podía ser, sí, podía ser…

El seguro Julio sintió de pronto un encontronazo que casi le hizo saltar del asiento del cochecito. Se volvió furioso para descubrir al autor y descubrió asombrado que había sido su propio hermano, que iba acompañado por la chica de ojos claros del hotel.

—¡Pegote del demonio! —murmuró con rabia.

Raúl, por mirar a Oscar, sufrió un encontronazo más que regular y Héctor se sobresaltó. ¡Dichoso crío! Y pensó que era capaz de pasar por el ojo de una aguja. Por cierto, la chica parecía pasarlo muy bien, pues gritaba aterrada a cada momento, o se tapaba la cara o se aferraba al brazo del pequeño buscando protección.

Bien, la sesión había terminado y, nada más saltar al suelo, Julio sintió que le tiraban del jersey.

—¡Eh, Jul, verás…! Tendrás que darme algo de dinero… ¡se me ha terminado! —dijo el pequeño.

—¡Diablos! Esta mañana también me has pedido y te lo di.

—Total, nada —alegó el chico con su gesto más displicente—. Anda, date prisa, que me esperan.

Naturalmente, los helados y la feria habían terminado con las reservas monetarias de Oscar Medina. Y no era cosa de quedar mal con su nueva amiga. Pero en aquel momento, Julio tenía las manos ocupadas con la muñeca y el paquete de las serpentinas y… bueno, de algo le habían de valer. No quería que el crío se acostumbrara mal.

Sin embargo, el crío se le adelantó. Le hurgó en el bolsillo y dijo rápido, cuando se marchaba con «provisiones»:

—Hasta luego; me espera Riña.

Todavía estaba Julio bajo los efectos de la sorpresa, cuando el jefe de «Los Jaguares» comentó a su lado:

—Desde luego, tu hermano es un saco de sorpresas. Pero nos aprovecharemos de la ocasión, puesto, que, además, podemos y tenemos con qué sobornar a la chica…

A largas zancadas fue tras el pequeño. Le alcanzó cuando se reunía con Riña y dijo:

—Un momento.

Se volvió rápidamente hacia Raúl y le quitó de las manos el oso de peluche, para hacer lo mismo con la muñeca que llevaba al mayor de los Medina y todo lo demás que habían obtenido abatiendo cabezas de cartón.

Con una seguridad que dejó atónito a Raúl, puso todo en manos de Riña.

—Puesto que eres amiga del «pequeño» Oscar, tenemos mucho gusto en obsequiarte con esto.

El pequeño Oscar sintió que explotaba de rabia, mientras su cara pasaba por todos los colores del arco iris. Por suerte, Riña estuvo maravillosa. No sin cierto airecillo superior, devolvió todo aquello, casi tirándolo y dijo, volviendo olímpicamente la espalda al atractivo Héctor:

—Gracias, pero ya no juego con muñecas ni ositos de peluche…

Oscar se apresuró a empujarle y consiguió llevársela, dejando al trío marinero al borde del fracaso.

—¡Bah! —sentenció Héctor, queriendo quitar importancia al caso—. Es una cría buena para andar con Oscar. A los dos les pirra hacerse los mayores.

Raúl afirmó con la cabeza. Sólo Julio opuso:

—La tal Riña debe ser una retrasada mental, porque desde luego, es bastante mayor que Oscar.

De una cosa estaban ahora seguros los tres: no tenían éxito con las chicas; por lo menos con las del hotel. Pero no se decidían a confesarlo. Y, después de todo, era seguro que los tres solitos podían pasarlo mucho mejor.

Mientras tanto, Oscar ya tenía sus planes para el día siguiente: por la mañana, a la playa con Riña; por la tarde, primero a patinar y después al cine. Cada proposición suya era aceptada con entusiasmo por parte de ella.

El éxito se le subió a Oscar muy peligrosamente a la cabeza. Así que empezó a rondarle la idea de que, éxito sin espectadores, no era tal. Cierto que los tres «Jaguares» estaban verdes de envidia, según él suponía, pero le molestaba bastante que Sara y Verónica no pudieran verlo. Claro que ya se encargaría él de contarlo a su regreso con pelos y señales. De todas formas…

Nada más dejar a Riña en su hotel, junto a la señorita de compañía, Oscar entró precipitadamente en la casa donde vivían y se apresuró a marcar un número en el teléfono con su correspondiente prefijo delante.

—¿Sara…? —preguntó en cuanto le respondieron al otro lado.

Una voz cariñosa y extremadamente alegre debió reconocer la del muchacho al instante, porque exclamó:

—¡Oscar! No esperaba tu llamada. Las chicas se alegrarán mucho cuando sepan que os acordáis de ellas. Ahora no están. Han salido un ratito, porque las pobres se aburren bastante.

Pasado el primer momento de decepción, Oscar pensó que podría entenderse con Sarabel, la madre de Sara.

—Verá: nosotros queríamos hacerles una proposición…

—¿Cuál…? —preguntó la voz femenina al otro lado del hilo con un cierto tono esperanzado.

—Que vengan aquí a pasar los pocos días que quedan de vacaciones.

—¡Oh, querido!

—Supongo que en casa de Verónica no pondrán inconveniente.

—Ella está con nosotros, Oscar, porque su mamá ha tenido que marcharse por una semana. El caso es… no sé hasta qué punto…

Aquello se ponía bien. El avispado chico pensó que Sarabel estaba haciendo sus propios planes… Quizá, si no tuviera en casa a Sara y Vec…

Como casi siempre, Oscar acertaba.

—Pero estando solos… —opuso con un acento que estaba pidiendo a gritos que le llevaran la contraria.

—¡Oh, no estamos solos! La señora que cuida la casa es una gran… gran… dama y se ocupa de todos como si fuera nuestra madre, especialmente de lo que está bien y está mal y todas esas cosas…

Había dado en el clavo, aunque en el fondo se dijo que no estaba bien mentir así, puesto que, aunque la tal gran dama existía, no se ocupaba más que de barrer y mal.

—Siendo así… Espera un momentito; lo consultaré con el comandante.

Cuando Oscar cortó la comunicación se había anotado un triunfo. La señora del comandante había prometido poner a Sara y Vec en el tren de la mañana siguiente.

¡Las iba a dejar atónitas!

¡Cielos! ¡Ahora faltaba hacérselo saber a «Los Jaguares»! Les oyó llegar comentando la excursión por la bahía y tuvo que buscar en su repertorio de caras inocentes la que se llevaba la palma para dar a conocer la novedad.

Cuando abría la boca, su hermano, dejándose caer en la mejor butaca del salón, comentó satisfecho:

—¡Esto es vivir! ¡Libres como el viento! La verdad, Sara y Vec entorpecen nuestros movimientos, pero nos hemos librado de ellas. ¿No es así, «Jaguares»?

El buen Raúl quiso lanzar una ardorosa protesta, pero Héctor acabó con sus intenciones, adelantándose:

—Pues mira, sí. Hasta no hace mucho lo hemos pasado bien con las chicas, lo reconozco; pero ahora es distinto. Nuestros gustos son masculinos, nuestros deportes también y, llevándolas a ellas tenemos que estar siempre pendientes de sus limitaciones. Es un engorro.

—¡Figúrate! Todavía no hemos podido enseñarle a Sara a nadar aceptablemente… —terció Julio con su gesto más displicente.

—¡Pero Vec es un ondina! —se apresuró a sentar el honrado Raúl.

Riéndose de él, como siempre, Héctor puntualizó:

—Pero una ondina muy cobarde, muy pusilánime. Reconozcamos que Vec no encaja en nuestro grupo.

—Pues yo creía que…

Con las mejillas al rojo, Raúl no encontró más palabras. Y Oscar, al que un sudor se le iba y otro se le venía, pensaba: «¿Cómo les digo yo ahora lo de la invitación? Especialmente cuando he fingido que partía de todos…».

—Cuestión zanjada —dijo Julio con más energía de la habitual—. No las veremos en unos cuantos días.

Oscar se rascó el cogote. Al fin, con voz débil, alegó:

—Eso nunca puede asegurarse tratándose de ellas…

—Cierra el pico, mico; ellas no tienen vela en este entierro —replicó su hermano.

Oscar deseó con toda su alma que ellas perdieran el tren. A lo mejor se dormían y llegaban tarde a la estación… o se agotaban los billetes o…

«En boca cerrada no entran moscas», se dijo. Fingiría no saber nada de nada. Algo así como si la invitación fuera la broma de alguien desconocido.

De pronto, Héctor empezó a reír, como si encontrara o recordara algo divertido.

—¿Qué te pasa ahora? —le preguntó el fuertote, que estaba disgustado.

—¿Quieres saberlo? Pues bien: me siento dichoso al haberme librado también de Petra y de León.

Al que no le hizo gracia fue a Oscar. Adoraba a León, su minúsculo mono brasileño que había dejado al cuidado de Sara, dueña de Petra, la ardilla. ¡Cielos! ¿Sería posible que se presentaran con…?

¡No quería ni pensarlo!

La otra cara de la moneda.

El «chacachá» del tren les parecía a las dos chicas música dulcísima. Se habían sentido bastante decepcionadas de que «Los Jaguares», ni por cumplir, las hubieran invitado. Pero estaba visto que no sabían dar media vuelta sin ellas. Y durante todo el viaje, hablaron por los codos, siempre de lo mismo, aunque a ellas se les antojaba diferente y original.

De pronto, Petra que había estado dormitando todo el tiempo saltó asustada. Un campesino entró en el departamento con un cesto bajo el brazo. Y desde el cesto, respondieron al respingo de Petra: «Kikirikí…».

¡Con lo bien que iban solas…! Y para colmo, León se asustó de los habitantes del cesto y corrió a cobijarse en la falda de Vec.

El campesino miró a las chicas, a los dos «bichos» y preguntó con aire cazurro:

—Oiga, ¿por un casual pertenecen a un circo?

—¿Circo? ¡Oh no! —respondió Verónica.

Muy fríamente, Sara dejó algo sentado:

—Somos personas amantes de los animales.

—¡Ah, como yo! —respondió el paleto, mostrando la cesta de las gallinas—. Sólo que los míos se comen y dan beneficio.

Y se echó a reír de la forma más tonta de su propia gracia. Luego, como ellas fingieran no haber oído, se dedicó a comerse el pan lleno de tortilla, que había sacado de un papel grasiento.

Al principio Sara y Vec se sintieron molestas con la compañía, puesto que habían sido las únicas ocupantes del compartimiento, pero después, como el hombre no se metía para nada con ellas, se conformaron y reanudaron la conversación. Petra, por el contrario, no le quitaba ojo a la cesta, tratando de curiosear lo que había dentro.

En la última parte del trayecto, las chicas no hacían más que mirar el reloj, impacientes por llegar y descubrir en el andén a los cuatro «Jaguares», que sonreirían de oreja a oreja sin poder ocultar la loca alegría que su llegada les causaba.

No se daban cuenta, pero hablaban siempre de lo mismo, repitiendo iguales o parecidas frases.

«Unas chicas modernas con cabeza de chorlito», pensó el paleto.

Les daba mucha rabia que el tren se detuviera en las estaciones. Pero les divertía que el hombre de las gallinas se levantara en cada una de ellas para mirar al exterior.

—Quiere ver el mundo —cuchicheó la pelirroja Sara para su rubia compañera.

—¡Figúrate! Sin otro horizonte que sus gallinas…

Sin embargo, parecía muy popular. En las dos últimas estaciones, alguien le había hecho señas desde el andén.

—Perdone, le llaman a usted —le advirtió Sara.

—¡Atiza! Si no he estado nunca aquí… —repuso el hombre.

—A lo mejor es alguien de su pueblo —se le ocurrió a Verónica.

Pero ya el tren había reanudado la marcha.