Múnich, 10 de la mañana, 1 de agosto de 1914
Subió las escaleras de dos en dos. Notaba el corazón acelerado, mezcla de euforia y temor. Cuando estuvo frente a la puerta llamó muy despacio, no quería verse sorprendido ahora que estaba tan cerca de conseguir su meta. El señor Popp salió para abrirle. Era extraño que el sastre estuviera en casa a aquellas horas, pero al parecer el anuncio inminente de la guerra había paralizado las empresas y gran parte de la actividad, aquel sábado por la mañana parecía más bien un domingo o un día de fiesta.
—Señor Popp, ¿está sólo?
—La señora Popp salió a comprar y los niños están en la calle, por qué lo dice.
—Por nada, por favor déjeme pasar.
Adolfo entró en la casa a toda prisa y se dirigió directamente a la alcoba del matrimonio, abrió la puerta falsa y tomo sus nuevos documentos y el dinero. Fue a su cuarto e hizo la maleta. Puso su equipaje al lado de la puerta y se dirigió a la cocina para despedirse del señor Popp.
—Bueno, tan sólo quiero agradecerles su hospitalidad. Parto hoy mismo de Múnich.
—¿A dónde se dirige?
—No lo sé.
—¿Por qué no deja la maleta y saca los billetes primero? Me han dicho que es casi imposible conseguir un billete para ningún sitio. Así no estará toda la mañana cargándola de un lado para el otro.
—Tiene razón. Dentro de unas horas regresaré a por ella.
—Cuando quiera.
Adolfo abrió la puerta, justo antes de salir a la calle cogió su viejo sombrero de una percha y se miró unos instantes en el espejo. Las ojeras marcaban sus pequeños y expresivos ojos azules. Se sentía feliz, casi exultante. Había recuperado completamente la libertad y ahora era dueño de su propio destino.