Capítulo 95


Múnich, 29 de julio de 1914

Hércules y Lincoln no durmieron nada aquella noche. Leyeron durante horas el diario de Adolf Hitler, buscando una pista que les llevara hasta su paradero actual. La vida en Viena de Hitler había sido dura. Un joven pretencioso de provincias, con aires de grandeza y con la obsesión de convertirse en pintor o arquitecto, no había tardado mucho en estrellarse contra la terrible realidad de las inhumanas calles de la capital de Austria.

Hércules y Lincoln leyeron con atención las desventuras de aquel joven soñador en Viena. Después de dejar la habitación que compartía con su amigo Kubizek en el verano de 1909, tuvo que dormir en los bancos de los parques de la ciudad durante varias noches. Unos días después consiguió una cama en un albergue al lado de la estación de Meidling. Al terminar el año, un andrajoso Hitler logró una plaza en la residencia de varones en la calle Meldemann.

Al parecer su único amigo y compañero en aquellos días fue un bohemio llamado Reinhold Hanisch, que tras conocer la habilidad de Hitler para pintar le había propuesto comprar el material necesario y vender paisajes de la ciudad a los numerosos visitantes de la Viena imperial.

Las anotaciones del libro eran discontinuas y caóticas. A veces, Hitler escribía las impresiones sobre la lectura de un libro, después pasaba semanas, e incluso meses sin ninguna anotación nueva. Una de las cosas que les llamó la atención fue la importancia que el joven Hitler le había dado a una película que ellos no habían visto. Al parecer se titulaba El túnel y trataba sobre los problemas sociales y la lucha de clases. El joven austríaco no se quedó impresionado por las referencias revolucionarias ni por las injusticias sociales que denunciaba la película, pero le impactó enormemente la escena en la que un líder obrero levantaba a las masas contra los industriales. En su agenda escribió una larga diatriba sobre el poder de la palabra y la docilidad de las masas.

En muchas anotaciones Hitler escribía sobre su desprecio hacia los obreros, a los que consideraba inferiores y en otras expresaba su antipatía por los universitarios y los nobles. Hércules y Lincoln descubrieron en aquellas páginas a un hombre carcomido por el odio y el resentimiento. Frustrado en sus sueños de grandeza y confundido por una vida que le negaba todo lo que había tenido en la infancia: una vida segura y cómoda.

En las últimas páginas comentaba su descubrimiento de la revista Ostara. Su primera visita a la librería de Ernst Pretzsche y su introducción en el Círculo Ario, que desde el primer momento le ayudó económicamente, y lo que era más importante, le dio un objetivo por el que vivir.

Las descripciones de las reuniones del Círculo Ario eran espeluznantes: ritos satánicos, sesiones de espiritismo, fiestas orgiásticas en honor a divinidades germánicas. Hitler describía todo aquello con gran lujo de detalles y mostraba las impresiones de un joven de veinte años, un provinciano mojigato, sorprendido por la sensualidad y efectismo del grupo liderado por von List.

Afortunadamente sus últimos comentarios hablaban de su primer viaje a Múnich y les daba el nombre que necesitaban. El archiconocido polemista von Liebenfelds, según decía el diario, era el líder del Círculo Ario en Múnich. Si alguien conocía el paradero de Adolf Hitler en la ciudad, sin duda era el misterioso von Liebenfelds.