Moscú, 28 de julio de 1914
El palacio tenía una actividad frenética aquella tarde. En cuanto llegó la noticia de la declaración de guerra de Austria a Serbia, comenzó el plan de evacuación y protección de los tesoros artísticos del Kremlin. La familia real preparó sus planes para instalarse en una ciudad en el interior de Rusia aun sin determinar, mientras las fuerzas de seguridad del palacio recorrían constantemente los interminables pasillos organizando el viaje. El zar permanecería en la capital junto a su esposa, pero los niños y sus institutrices partirían aquella misma tarde. Después de sus oraciones, el zar se dirigió al cercano edificio, sede del Alto Mando del Ejército. Decidió ir caminando, saltándose todos los protocolos de seguridad. Necesitaba estirar un poco las piernas y sobre todo despejar la cabeza. Cuando llegó ante la suntuosa fachada de estilo clásico respiro hondo. Todo había comenzado por fin. La guerra era cuestión de horas y dentro de unas semanas todo habría terminado. No era la primera vez que su país estaba en guerra durante su reinado, pero sí que el frente estaba tan cerca de Moscú y que se oponían a enemigos tan poderosos. Los alemanes eran un pueblo fuerte y orgulloso, al que había que tener en cuenta; los austríacos en cambio no parecían una gran amenaza.
Serbia había enviado un mensaje urgente para que se pusiera en marcha el complejo sistema de alianzas que la protegían ante una invasión extranjera y ahora él tenía que dar el visto bueno. Nicolás no estaba dispuesto a declarar la guerra hasta que sus fuerzas estuvieran completamente movilizadas, además prefería que fuera Alemania la que le declarara la guerra primero, siempre era mejor entrar en un conflicto bélico como estado agredido que como estado agresor.
Entró en el edificio y tuvo que pararse en las escaleras al sentir un fuerte pinchazo en el pecho. Enseguida media docena de guardaespaldas corrieron a socorrerle.
—¿Se encuentra bien, majestad?
—Sí —dijo el zar volviéndose a enderezar con dificultad. El nerviosismo del último mes comenzaba a afectar a su débil corazón.
Desde los primeros momentos de tensión había tenido la extraña certeza de que su salud no resistiría una guerra larga, pero eso sólo lo sabía Dios. Al fin y al cabo, todo se encontraba en su mano, pensó mientras subía las escaleras que restaban para llegar a la sala de generales.