Viena, 15 de julio de 1914
—¿Por qué Adolfo quería ser artista? —preguntó Lincoln.
—Dibujar era una de las pocas cosas que sabía hacer bien. Su espíritu era inquieto y odiaba la vida monótona y aburrida de su padre —contestó Kubizek comenzando una nueva cerveza.
—Su padre no quería que fuese artista, imagino —dijo Hércules.
—Al principio sus padres no le tomaron muy en serio. Pero Adolfo abandonó completamente sus estudios y cuando terminaron las clases no obtuvo el título oficial.
—Su padre debió ponerse hecho una furia y no dudaría en castigarle —dijo el §r. Leonding.
—La verdad es que murió poco después de una manera inesperada. Adolfo se sintió por fin liberado y comenzó a vaguear durante todo el día. Al poco tiempo su madre vendió la casa y se mudaron al centro de Linz. Durante dos años Adolfo no hizo otra cosa que soñar con ser artista y comenzó a planear irse a vivir a Viena. Muchas veces dábamos largas caminatas por los bosques de alrededor de Linz y charlábamos durante horas sobre nuestros proyectos futuros. Adolfo estaba convencido de que algún día sería una persona admirada y reconocida.
—Sueños de juventud —dijo el sr. Leonding.
—Eran más que sueños, para Adolfo la fama era una verdadera obsesión. A veces se ponía a construir planos para reconstruir Linz.
Cuando un día fuimos a ver la ópera de Wagner, El anillo de los Nibelungos, se pasó varias semanas hablando sin parar de ella. Le apasionaba la historia de Alemania y la estudiaba constantemente.
—Sus aires de grandeza eran increíbles. ¿No intentó buscar un trabajo y hacer algo útil? —pregunto Lincoln.
—No, tras un viaje en el verano de 1906 a Viena decidió instalarse allí para hacerse artista. Durante más de un año planeamos venirnos a vivir juntos a Viena.
—¿Usted también, Kubizek? —dijo Hércules.
El rostro del joven se encontraba completamente amoratado, los ojos vidriosos y la forma de arrastrar las palabras mostraban su estado anímico. La bebida había desatado la lengua de Kubizek de tal modo que a Hércules le costaba entenderle y traducirle para que Lincoln se enterara de la conversación. Al final, Leonding propuso que comiesen algo. De otra manera, el alcohol terminaría por adormecer al joven antes de que terminase su historia.
—Salchichas, por favor —pidió Hércules a la camarera.
Comieron en silencio y en unos minutos ya habían terminado con toda la comida. En su cabeza cada uno le seguía dando vueltas a la vida del joven Adolfo Hitler. Cuando terminaron fue Hércules el que retomó la conversación.
—¿Por qué quería usted venir a vivir a Viena?
—La personalidad de Adolfo es arrolladora. Es capaz de convertir sus sueños en los tuyos. Tiene un carácter difícil, su humor cambia constantemente, pero en ocasiones sabe ser generoso, es honrado y leal. —La mirada de Kubizek se iluminó, como si al recordar las virtudes de su amigo, perdonara en cierto sentido sus defectos.
—¿Qué hicieron en Viena? —preguntó Lincoln.
—Adolfo intentó ingresar en la Academia de Bellas Artes en octubre de 1906, pero no fue admitido. Se enfadó mucho y montó en cólera. Después siguió intentando ingresar en la Academia y yo opté por comenzar una carrera de músico. Entonces su madre cayó gravemente enferma.
—¿Y que hizo él? —dijo Hércules.
—Nada. Yo le animé a que volviera a casa, aunque fuese sólo por una temporada. Su madre se estaba muriendo y él lo sabía, pero prefirió quedarse y continuar con su vida aquí. Únicamente le importaba una cosa, su ambición. Cuando se enteró del fallecimiento de su madre se lo tomó muy bien, yo diría que hasta fríamente.
—¿Eso le extrañó? —pregunto Leonding.
—Sí, ella había hecho todo por él. Incluso pasaba necesidad para que él pudiese vivir en Viena. Su carácter estaba cambiando, comenzó a obsesionarse con el futuro y visitó a videntes y astrólogos.
—¿No fue al entierro de su madre? —preguntó Hércules.
—Sí. Fue al funeral, arregló los papeles de su herencia y unos meses más tarde regresó a Viena. Pasamos el resto del invierno en la ciudad y cuando yo volví de mis vacaciones de verano en Linz, Adolfo había desaparecido sin dejar rastro.
—¿Dónde estaba? —dijo Leonding sorprendido.
—No supe nada de él durante cuatro años, hasta que apareció aquí hace unos días.
—Pero, ¿siguió viviendo en Viena? —preguntó Hércules.
—Él mismo me explicó hace unos días que sí. Al parecer vendía cuadros para ir tirando, un tiempo después conoció a un grupo de amigos que le ayudaron a establecerse. No sé mucho más.
—¿Por qué se trasladó a Múnich? —preguntó Lincoln.
—Cuando estuvo aquí me contó que no le hacía gracia servir en el ejército del emperador. Por eso abandonó Austria, pero al parecer la policía le reclamó desde aquí y hace unos días estuvo en Salzburgo para pasar su examen militar, según me informó no ha sido admitido por su estado de salud.
—¿Conoce su dirección en Múnich? —preguntó Lincoln.
—Sí, es está —dijo sacando un papel arrugado del bolsillo de su chaqueta—. Shleissheimerstrasse, un barrio a las afueras de la ciudad. La casa pertenece al sastre sr. Popp.
—Muchas gracias —dijo Lincoln, cuando terminó de apuntar la dirección.
—Le alegraría volver a ver a un viejo amigo de nuevo —dijo Hércules.
—Pues si le soy sincero, Adolfo era un fantasma de mi pasado con el que no quería volver a encontrarme. Cuando le perdí de vista hace tantos años, pensé que nunca más le volvería a ver. Es un hombre peligroso, aunque parezca un tipo corriente, su alma es oscura.
—¿Por qué dice eso? —preguntó Hércules extrañado.
—Hay algo en él que te atrae y te repele a la vez. Un monstruo dormido que en cualquier momento puede despertar.
—Muchas gracias por todo, nos ha sido de gran ayuda —dijo Hércules levantándose de la mesa.
Los otros dos hombres se pusieron en pie y observaron al joven Kubizek, su aspecto no era muy saludable. Su traje viejo y arrugado, su rostro precozmente envejecido y la nariz roja de los bebedores compulsivos, mostraba la misma cara de la derrota.
—Perdonen, pero creo que se olvidan de algo —dijo Kubizek muy serio.
—Es verdad, disculpe —dijo Hércules sacando unos billetes de su cartera, los dejo sobre la mesa pegajosa y con un leve gesto de cabeza se despidió.
—Gracias.
Los tres hombres dejaron la cervecería tras la atenta mirada de los parroquianos, que totalmente bebidos se apoyaban en la barra o dormitaban sobre los bancos de madera. El aire limpio del exterior les despejó y les permitió aclarar un poco sus ideas. Tenían tan sólo doce horas para abandonar Austria, pero ya sabían por dónde seguir buscando.