Múnich, 15 de julio de 1914
Los Popp cumplían los ideales raciales de la familia alemana. El marido era un hombre todavía joven, de aspecto saludable, con los rasgos arios, el pelo rubio y los ojos azules. La esposa era una mujer que a pesar de haber entrado en los cincuenta, conservaba las virtudes de la madre aria; pecho prominente, tez clara, fuerza y energía naturales, exenta de todo tipo de coquetería artificial. Sus hijos, un niño y una niña perfectos, eran buenos estudiantes, obedientes y disciplinados. Alemania podía sentirse orgullosa de ellos, en cambio la Schteissheimerstrasse, donde tenían su modesto piso, no era el barrio que una familia aria merecía. Cuando Adolfo pasaba entre las mansiones y palacetes que lindaban con el río, una sensación de furia le invadía. Aquellas casas estaban ocupadas por judíos; extranjeros que traían sus costumbres degeneradas, su arte obsceno y sus ideas comunistas.
Adolfo subió por la Maximilianstrasse hasta la Residenzstrasse. La fachada del palacio de los reyes de Baviera y el aire italiano de los pórticos le hizo recuperar un poco la calma. Después se encaminó a la Marientplatz, en el corazón mismo de la ciudad. La estatua dorada de la virgen brillaba bajo el sol resplandeciente de verano. Podía verse gente por todas partes y las cervecerías rebosaban de visitantes que querían probar la famosa cerveza bávara. Entró en el impresionante templo de la cerveza, la Hofbräuhaus y buscó entre la multitud a von Liebenfelds, al final lo vio al fondo, se dirigió a su mesa en un rincón, enfrente de la banda de música y se olvidó por unos instantes de su indignación por mezclarse con la muchedumbre que llenaba la cervecería.