Capítulo 18


Madrid, 14 de Junio de 1914

La difusa claridad del gran tragaluz del hall principal aumentaba las sombras en vez de disiparlas. Hércules ascendía por la amplia escalinata muy despacio, midiendo cada paso y evitando hacer cualquier ruido. La tupida alfombra roja amortiguaba el sonido de sus zapatos, pero de vez en cuando la madera de la escalera crujía y él se paraba en seco, esperando escuchar algún movimiento en medio del inquietante silencio. Cuando llegó a la planta alta caminó cerca de la pared para evitar los crujidos del suelo de madera. Al fondo del pasillo la luz de una puerta entornada iluminó un poco la casa a oscuras. Cuando se encontraba a unos pocos metros, pudo olfatear el aroma de uno de los puros de su amigo. Miró por la rendija que dejaba la puerta y contempló la espalda de Mantorella que sobresalía de su silla. Encima del escritorio una pequeña lámpara iluminaba parte de la estancia, pero otra parte permanecía en penumbra. El humo del puro circulaba por la luz hasta desaparecer en la oscuridad. Hércules atravesó la puerta moviéndola levemente y se acercó a la silla. El hombre que estaba sentado no reaccionó. Al llegar a la altura de la figura y mover la silla, Hércules notó como se desplomaba el cuerpo hacia un lado y logró atraparlo antes de que se cayera al suelo. En ese momento notó como algo viscoso y caliente se pegaba a sus manos. Una sombra salió del cuarto a oscuras y echó a correr por el pasillo. Sin pensarlo dos veces, Hércules soltó el cuerpo en el suelo y comenzó a perseguir a la sombra. Primero por el largo pasillo y después por la escalinata.

—¡Alto! —grito Hércules rompiendo por primara vez el silencio. La figura no se detuvo, corrió más aprisa llegando hasta la puerta—. ¡Alto o abro fuego!

Las palabras de Hércules no causaron ningún efecto y el fugitivo intentó abrir la puerta. Un estallido y un pequeño chispazo consiguieron paralizar al hombre por unos segundos.

—No fallaré el próximo disparo —la voz sonó fría y seca.

—No dispare —dijo el hombre en un forzado acento alemán.

Hércules se aproximó a la sombra y apenas pudo distinguir los rasgos con la poca luz del hall. Sin dejar de apuntar registró al hombre. En un cinto llevaba un cuchillo largo que brilló al sacarlo de su funda.

—Maldito bastardo —dijo Hércules empujando al hombre hacia las escaleras—. Siéntate.

El hombre miró para un lado y para el otro y terminó por sentarse en los primeros escalones, después inclinó la cabeza y esperó un tiro que no sonó.

—No vas a morir, por lo menos ahora.

—Dispare —dijo el hombre entre suplicante y desafiante.

—¿Quién es usted? —preguntó Hércules ignorando el comentario.

—¿Acaso importa mucho?

—¿Es un sicario? Necesito saber quién le envía.

—No soy un sicario —contestó secamente.

—Un sicario, un asesino, ¿Cómo prefiere que le llamen? —dijo irónico Hércules.

—Soy un patriota, me ha oído. Sirvo a una causa que usted no puede entender —dijo el hombre enderezándose.

—Matando a sangre fría a un hombre que no podía defenderse. ¿Qué clase de patriotismo es ese?

—Tan sólo ha sido una ejecución. No podíamos permitir que un simple policía se metiera en nuestros asuntos.

—¡Cerdo! —dijo Hércules dándole con la culata de la pistola en la cara. El metal abrió una brecha en la cara del hombre y la sangre comenzó a brotar abundantemente.

—No me amedrentará con sus golpes ni con sus amenazas —dijo el hombre tapándose la herida con una mano.

—Ya veremos —dijo Hércules y antes de terminar la última palabra un disparo sonó y parte del antebrazo del hombre saltó por los aires.

—¡Ah! —gritó el hombre agarrándose el brazo herido.

—Te dispararé una y otra vez hasta que me digas lo que quiero oír. Puedo llenarte el cuerpo de plomo y mantenerte con vida, pero tendrás tanto dolor que habrás preferido no haber nacido —dijo Hércules levantando del suelo el cuerpo del asesino.

—¡No, por favor! —suplicó el hombre soltando el brazo herido y extendiendo una mano ensangrentada.

—Depende de ti.

—No puedo hablar.

Un segundo disparo atravesó la pierna y el hombre se estremeció de dolor. Hércules esperó unos segundos a que se recuperara y entonces le preguntó:

—¿Quién te envía?

—Llevamos mucho tiempo esperando este momento. No podemos dejar que nadie vuelva a retrasarlo —dijo el hombre jadeante, comenzando a marearse por la pérdida de sangre.

—¿Retrasarlo? ¿Retrasar el qué? —dijo Hércules pisando la herida de la pierna.

—Ah. Esos profesores quisieron descubrir algo que sólo unos pocos pueden conocer —logró decir el hombre.

—¿El qué? —preguntó Hércules pisando más fuerte.

—Estaba anunciado que vendría un Mesías. Un verdadero Mesías.

—¿De qué hablas?, ¿deliras? —dijo Hércules levantando el pie de la pierna herida.

El hombre parecía poseído mientras hablaba. Su rostro de dolor fue trasformándose en una máscara de rabia. Hércules le golpeó en la pierna herida otra vez y el hombre se retorció de dolor.

—Ese Mesías débil nunca debió reinar. Vendrá un Mesías Ario que devolverá al mundo su fuerza.

—¿Quién te envió? —preguntó Hércules harto de los delirios del asesino.

—¡Púdrete! —dijo el hombre escupiendo a Hércules. Antes de que este reaccionara, sacó una pequeña ampolla y partiéndola con los dientes se la bebió de un trago. Cuando Hércules intentó sacársela de la boca el líquido ya había penetrado en la garganta del hombre.

—Maldito, escupe eso —dijo Hércules forzándole a abrir la boca. Unos segundos después el hombre comenzó a sufrir convulsiones y cayó al suelo retorciéndose.

—Nadie podrá detener al Mesías Ario —dijo en medio de terribles espasmos. Después dejó de moverse.