INTRODUCCIÓN

23 de diciembre.

«Acabo de sepultar a mi hijo, mi pobre muchacho, tan buen mozo y del que me sentía tan orgulloso, y tengo el corazón hecho pedazos. Es muy duro tener un solo hijo y perderlo así, pero si ésa es la voluntad de Dios, ¿quién soy yo para reprochárselo? La gran rueda del Destino sigue su curso como un Juggernaut[1] y nos aplasta a todos a su hora, a algunos pronto, a otros más tarde… no importa cuándo, al final a todos aplasta. Nos postramos ante él como pobres indios: acudimos aquí y allí, lloramos implorando piedad; pero es inútil, el negro Destino sigue tronando y a su debido tiempo nos reduce a polvo.

¡Pobre Harry, que nos dejó tan pronto, justo cuando la vida se abría a sus pies! Le iba tan bien en el hospital… había superado sus últimos exámenes con excelentes resultados y yo estaba orgulloso, creo que mucho más de lo que lo estaba él. Y entonces se vio obligado a ir a ese centro para enfermos de viruela. Me escribió diciéndome que no tenía miedo y que quería superar aquella experiencia; ahora, la enfermedad le ha matado, y yo, viejo, cano y marchito, me quedo para llorarle, sin otro hijo, o al menos nieto, que me consuele. ¡Y pensar que pude haberle salvado! Tenía dinero suficiente para los dos, mucho más del suficiente… las Minas del rey Salomón lo habían hecho posible; pero me dije: “No, dejemos que mi hijo se gane la vida por sí mismo, dejémosle trabajar para que disfrute luego de su descanso”. Pero el descanso le ha llegado antes de la labor. ¡Oh, hijo mío, hijo mío!

Como el hombre de la Biblia que acumuló bienes y construyó graneros[2], yo acumulé bienes para mi hijo y graneros para que los atesorase; sin embargo, su alma ha sido llamada y yo me he quedado sin consuelo. ¡Ojalá hubiera sido mi alma y no la de mi hijo!

Le hemos enterrado esta tarde bajo la sombra de la vieja y grisácea torre de la iglesia de este pueblo en el que se encuentra mi casa. El cielo en este horrible día de diciembre estaba cargado de nieve, aunque no caía en grandes copos. Introdujeron el ataúd en la tumba, iluminado por la blancura de la nieve. ¡Parecían copos tan blancos sobre el negro paño! Se produjo una pequeña interrupción antes de bajar el ataúd —habían olvidado las cuerdas—, así que nos apartamos de él y esperamos en silencio, observando cómo los copos caían uno a uno suavemente, como bendiciones del cielo, y se deshacían en lágrimas sobre el paño mortuorio de Harry. Pero aquello no fue todo. Un osado petirrojo se posó sobre el ataúd y comenzó a cantar. Y, entonces, me desmoroné, lo mismo que sir Henry Curtis, a pesar de su vigorosa constitución; y en cuanto al capitán Good, vi cómo se daba la vuelta también. Ni en mi propio abatimiento pude dejar de advertirlo».

Lo anterior, firmado «Allan Quatermain», es un extracto de mi diario, escrito hace dos o tres años. Lo he copiado aquí porque me parece que es la forma más adecuada de comenzar la historia que me propongo relatar, si es que Dios me concede tiempo para acabarla. Si no, bueno, no importa. Este extracto fue escrito a unas siete mil millas del lugar en el que ahora me encuentro rendido por el dolor, mientras redacto estas líneas lentamente y una bonita joven ahuyenta las moscas de mi venerable rostro. Harry está allí y yo aquí, y, sin embargo, de alguna forma no puedo dejar de sentir que no estoy muy lejos de él.

Cuando vivía en Inglaterra, solía vivir en una casa muy elegante —por lo menos yo la llamo casa elegante, hablando comparativamente y juzgando por la mayoría de las casas de África, continente en el que he vivido durante casi toda mi existencia—, a unos quinientos metros de la vieja iglesia donde Harry duerme, y allá me dirigí después del funeral y comí algo, porque no es bueno morirse de hambre, incluso cuando uno acaba de enterrar todas sus esperanzas en este mundo. Sin embargo, no pude comer mucho y poco después comencé a caminar, o mejor, a cojear —la mordedura de un león me había inutilizado una pierna para siempre— de un lado a otro por el salón recubierto de paneles de madera de roble, pues mi casa en Inglaterra tiene un gran salón. En las cuatro paredes de este salón cuelgan numerosas cornamentas —alrededor de cien pares pertenecientes a animales que yo mismo había abatido—. Son hermosos ejemplares, ya que no conservo ninguna cornamenta que no sea absolutamente perfecta, salvo en el caso de algún vínculo particular con ellas. En el centro, sin embargo, sobre la amplia chimenea, hay un espacio vacío en el que he colocado todos mis rifles. Algunos de ellos los conservo desde hace cuarenta años; viejas armas que se cargan por la boca y que nadie miraría hoy en día. Uno es un rifle para cazar elefantes, con rimpis[3] de cuero sin curtir rodeando la culata y las llaves, tal y como lo solían tener los holandeses, al que llaman «roer». El bóer[4] al que compré ese rifle hace muchos años me dijo que lo había usado su padre en la batalla del Río de la Sangre[5], justo después de que Dingaan se dirigiera a Natal y asesinara a seiscientos hombres, mujeres y niños, por lo que los bóers llamaron «Weenen», o «Lugar del Llanto», al lugar en el que murieron; de esta forma se llama en la actualidad, y siempre será así. Muchos han sido los elefantes que he matado con ese viejo rifle. Siempre consumía un buen puñado de pólvora negra y una bala de tres onzas, y disparaba como un verdadero demonio.

Bien, caminé de un lado a otro, contemplando los rifles y las cornamentas de los animales que los rifles habían abatido y mientras lo hacía sentí un deseo vehemente: me marcharía lejos de aquel lugar en el que vivía placentera y fácilmente, regresaría a las tierras salvajes donde había pasado mi vida, donde conocí a mi querida esposa y donde nació el pobre Harry y tantas cosas buenas, malas e indiferentes me habían ocurrido[6]. La sed de la selva se encontraba en mí; no podía soportar aquel lugar por más tiempo; volvería y moriría como había vivido, entre la caza salvaje y los nativos. Sí, mientras caminaba, comencé a sentir el deseo de contemplar la luna con su brillo de plata blanca sobre la amplia veldt[7] y el misterioso mar de arbustos, y de observar las hileras de animales bajando las sierras en busca de agua. Según se dice, la pasión dominante se acentúa en la muerte y mi corazón estaba muerto aquella noche. Sin embargo, independientemente de mi desdicha, ningún hombre que haya vivido cuarenta años como yo lo he hecho puede no sentirse enjaulado en esta Inglaterra tan remilgada, con sus arreglados setos y sus campos cultivados, sus inflexibles formalidades y sus gentes elegantes. Uno comienza a sentir —¡ah, y de qué manera!— la penetrante inspiración del aire del desierto, a soñar con la visión de los impis[8] zulúes cayendo sobre sus enemigos como las olas sobre las rocas, y su corazón se rebela contra los estrechos límites de la vida civilizada.

¡Ah!, esta civilización, ¿a dónde nos conduce? Durante más de cuarenta años he vivido entre salvajes, los he estudiado tanto a ellos como sus formas de vida; y durante muchos años he vivido en Inglaterra y he hecho lo posible por aprender, en mi ignorancia, las costumbres de los hijos de la luz; ¿y qué he encontrado? ¿Un gran abismo entre los dos? No, sólo una pequeña distancia que la mente del hombre más sencillo podría salvar. Y aseguro que el salvaje y el hombre blanco se parecen mucho, aunque este último es más ingenioso y posee la facultad de relacionar las cosas; señalo también que el salvaje, tal y como lo he conocido, está en buena medida libre de la codicia del dinero, que devora como un cáncer el corazón del hombre blanco. Es una conclusión deprimente, pero en lo esencial el salvaje y el hijo de la civilización son muy parecidos. Me atrevo a decir que la refinada dama que lea esto sonreirá ante la simplicidad de este viejo y loco cazador, cuando piense en su hermana adornada con sartas de cuentas; y lo mismo hará el culto y ocioso caballero mientras cena tranquilamente en su club, pagando por ello un dinero que podría mantener a una familia indigente durante una semana. Y, sin embargo, mis distinguidas señoritas que leéis esto, ¿qué son esas bonitas cosas que rodean vuestro cuello?… la semejanza es poderosa y resulta familiar, sobre todo cuando lleváis ese escote tan pronunciado, adornado con los mismos abalorios de la mujer salvaje. Vuestro hábito de moveros ante el ruido de las bocinas y el tantán, vuestro gusto por las pinturas y los polvos, la forma en que amáis para conquistar al rico guerrero que os conducirá al matrimonio, y la celeridad con que cambia vuestro gusto por los sombreros de plumas, todo esto sugiere un parecido entre vosotras, y recordad que en los principios fundamentales de vuestra naturaleza sois casi idénticas. Y en cuanto a vos, caballero, que os reís al oírme, deja que algún hombre venga y os abofetee mientras disfrutáis de ese maravilloso plato que tanto os seduce, y pronto comprobaremos cuánto queda en vos de salvaje.

Y así podría seguir indefinidamente, ¿pero a qué conduciría? La civilización es tan sólo barbarie con un baño de plata. Es vanidad y, como la luz del norte, viene a ensombrecer y a dejar el cielo más oscuro. Lejos del suelo de la barbarie, ha crecido como un árbol y, según creo, más tarde o más temprano caerá, como cayeron la civilización egipcia, cayó la civilización helénica, y la romana, y como cayeron otras muchas de las que el mundo ha perdido la cuenta. Pero no creáis que desacredito a nuestras instituciones modernas, que representan la experiencia reunida por la humanidad aplicada a buscar lo mejor. Desde luego, poseen grandes ventajas —los hospitales por ejemplo—, pero recordad que nosotros creamos a los enfermos que están en ellos. En tierra salvaje no existen. Además, es inevitable la siguiente pregunta: ¿cuántas de estas bendiciones se deben al cristianismo y no a la civilización? Y así, la balanza oscila y la historia corre —aquí una ganancia, allí una pérdida—, y la gran media de la Naturaleza se sitúa entre las dos: la suma total es uno de los factores en esta inmensa ecuación en la que el resultado equivaldría a la desconocida cantidad de su propósito.

No pido disculpas por esta digresión, sobre todo porque la gente joven y aquellos a los que nunca les ha gustado pensar (y esta es una mala costumbre) la pasarán por alto de forma natural. Me parece muy oportuno que de vez en cuando tratemos de entender las limitaciones de nuestra propia naturaleza, de tal forma que no nos dejemos llevar por la arrogancia de nuestro conocimiento. La inteligencia del hombre es casi infinita y se estira como una banda elástica, pero la naturaleza humana es como un anillo de acero. Puedes darle vueltas y más vueltas, puedes pulirlo al máximo, puedes incluso aplastarlo por un lado y hacer que se deforme por el otro, pero nunca, mientras el mundo viva y el hombre sea hombre, podrás aumentar su circunferencia. Es lo único inmutable, inmutable como las estrellas, más duradero que las montañas, tan inalterable como el camino de lo Eterno. La naturaleza humana es el caleidoscopio de Dios, y los pequeños trozos de cristal coloreado que representan nuestras pasiones, esperanzas, temores, alegrías, aspiraciones hacia el bien y el mal, cambian en su poderosa mano con tanta certeza y seguridad como cambian las estrellas, y continuamente adoptan nuevos modelos y combinaciones. Pero los elementos constituyentes permanecen iguales: ni se forman nuevos cristales de color ni se pierden los ya existentes, y así por siempre, siempre jamás.

Siendo así, suponiendo por la fuerza de los argumentos que los mortales estamos compuestos de veinte partes, diecinueve salvajes y una civilizada, debemos mirar las diecinueve porciones salvajes de nuestra naturaleza si queremos entendernos de verdad, y no la veinte, que, aunque insignificante en la realidad, se extiende por encima de las otras diecinueve, haciendo que aparezcan diferentes de lo que en realidad son, como el betún de una bota o el barniz de una mesa. Son las diecinueve partes toscas y prácticas las que utilizamos en las necesidades e imprevistos, no la pulida pero insustancial parte veinte. La civilización debería limpiar nuestras lágrimas y, sin embargo, continuamos llorando y no encontramos consuelo. Aborrecemos la guerra y, a pesar de todo, peleamos por la chimenea y el hogar, por el honor y la fama y, si podemos a la vez, por la gloria. Y así en todo.

Por ello, cuando el corazón ha sido destrozado y la cabeza humillada, la civilización nos decepciona totalmente. Retrocedemos, retrocedemos, reptamos, nos abandonamos como niños en el gran regazo de la Naturaleza para que ella, si acaso, nos consuele y nos haga olvidar, o al menos nos libre del recuerdo de la herida. ¿Quién en su dolor no ha sentido el deseo de contemplar las facciones de la Madre universal, yacer sobre las montañas y contemplar cómo las nubes corren por el cielo y oír las olas restallar como el trueno sobre la costa, dejar que su pobre y esforzada vida se mezcle con la vida de ella; sentir el pulso lento de su corazón eterno y olvidar las desgracias, y dejar que nuestra identidad sea engullida por su vasta energía en imperceptible movimiento, de la que nacemos, de la que provenimos y con la que volveremos a unirnos, que nos dio la vida y que algún día vendrá a darnos también la muerte?

Y así, en mi desgracia, mientras caminaba de un lado a otro por el salón con artesonado de roble en mi casa de Yorkshire, deseé arrojarme una vez más en brazos de la Naturaleza. No la Naturaleza que todos conocéis, la Naturaleza que se agita en los bosques resguardados y que sonríe en las mieses, sino la Naturaleza tal y como era cuando se completó la creación, no profanada por ningún sumidero de la confusa humanidad. Regresaría a la vida salvaje, a un país cuya historia nadie sabe, en compañía de los salvajes a los que tanto quiero, aunque algunos de ellos sean tan crueles como la Economía Política. Allá, quizá, podría acostumbrarme a pensar en el pobre Harry en el cementerio de la iglesia, sin sentir cómo mi corazón se despedaza.

Y llegamos al final de este monólogo egoísta. Pero si tú, cuyos ojos, a lo mejor, un día recorren mis pensamientos escritos, has aguantado hasta aquí, te pido que continúes, pues lo que tengo que contarte no carece de interés y nadie lo ha contado antes, ni lo hará después.