CAPÍTULO XXIV

Por otra mano

Ha transcurrido un año desde que nuestro queridísimo amigo Allan Quatermain escribiera las palabras «He dicho» al final de la crónica de nuestras aventuras. Tampoco me habría atrevido yo a añadir nada de no haber sido porque por un extrañísimo accidente ha surgido la oportunidad de enviarla a Inglaterra. La oportunidad es muy remota, es cierto; pero, puesto que no es probable que vuelva a darse otra vez en el transcurso de nuestras vidas, Good y yo pensamos que debemos aprovecharla, sea como sea. Durante los últimos seis meses varias comisiones han estado investigando en las fronteras de Zu-Vendis para ver si existe algún medio de entrada o salida del país, y el resultado ha sido el hallazgo de una vía de comunicación con el mundo exterior que hasta ahora no se conocía. Esta vía, aparentemente única (he descubierto que a través de ella debió salir el nativo que llegó finalmente a la misión del señor Mackenzie, y su llegada al país, junto con los hechos de su expulsión —pues llegó tres años antes que nosotros— por razones desconocidas que los sacerdotes a los que había servido mantuvieron en secreto), está a punto de ser definitivamente cerrada. Pero antes de que esto se lleve a cabo, enviaremos a un mensajero que lleve consigo este manuscrito, así como una o dos cartas de Good a sus amigos, y otra mía a mi hermano George, al que para mi gran tristeza nunca volveré a ver, para informarles de que, como herederos más próximos, pueden disponer de nuestros bienes en Inglaterra, si el Tribunal Testamentario lo autoriza[79*], puesto que hemos decidido no volver ya a Europa. Ciertamente, nos resultaría imposible marcharnos de Zu-Vendis aunque quisiéramos.

El mensajero escogido para esta misión —le deseo un viaje feliz— es Alphonse. Durante mucho tiempo se ha aburrido mortalmente de Zu-Vendis y sus habitantes. «Oui, oui, c’est beau —decía a menudo encogiéndose expresivamente de hombros—; mais je m’ennuie; ce n’est pas chic». Como siempre, se queja terriblemente de la falta de cafés y teatros, y llora constantemente por su añorada Annette, con quien dice soñar tres veces a la semana. Pero yo me figuro que la secreta razón de su desagrado por el país, al margen de la añoranza que asalta a todos los franceses, es que la gente se burla de él por su comportamiento en la gran batalla del Desfiladero, librada hace ahora año y medio, cuando se escondió detrás de un estandarte en la tienda de Sorais para que no le enviaran a luchar, cosa que él rebate alegando que iba contra sus principios. Hasta los niños pequeños le llaman a gritos por la calle, hiriéndole en su orgullo y haciéndole la vida imposible. En cualquier caso, está decidido a afrontar los horrores de un viaje lleno de peligros y dificultades sin precedentes y a caer en manos de la policía francesa y tener que responder de cierta pequeña indiscreción suya de hace algunos años (aunque a mí no me parece un asunto demasiado serio), antes que quedarse en ce triste pays. ¡Pobre Alphonse! Nos va a apenar mucho separarnos de él; pero confío sinceramente que por su propio bien y por el bien de este relato, que en mi opinión merece ser dado a conocer en el mundo, llegue sano y salvo. Si así es y si puede llevar consigo el tesoro que le hemos entregado en forma de barras de oro macizo, será un hombre rico de por vida y podrá casarse con su Annette, si es que todavía sigue en el mundo de los vivos y consiente en desposarse con su Alphonse.

De todas formas, por si acaso, añadiré unas palabras a la narración del viejo y querido Quatermain.

Murió al amanecer del día siguiente a aquel en que escribió las palabras del último capítulo. Nyleptha, Good y yo estuvimos presentes: la escena fue sumamente conmovedora y en cierto modo bella. Una hora antes de que amaneciera se hizo evidente que se estaba muriendo y fuimos presa de una aguda inquietud. En efecto, Good se deshizo en lágrimas, hecho este que suscitó una ligera chispa de alegría en nuestro amigo moribundo, pues incluso en aquel momento conservaba su sentido del humor. La emoción de Good, a causa del relajamiento consiguiente de sus músculos, había hecho que su monóculo se le cayera del lugar acostumbrado y Quatermain, que siempre lo observaba todo, se dio cuenta de ello.

—Por fin —gimió tratando de sonreír— he visto a Good sin su monóculo.

Después ya no dijo nada más hasta que amaneció y pidió que le levantáramos para poder contemplar la salida del sol por última vez.

—Dentro de pocos minutos —dijo después de contemplarlo con la mayor seriedad— habré traspasado aquellas puertas doradas.

Diez minutos más tarde se incorporó y nos miró fijamente a la cara.

—Voy a realizar el viaje más extraño de todos los que hemos hecho juntos. Pensad en mí alguna vez —murmuró—. Que Dios os bendiga a todos. Os esperaré —y exhalando un suspiro cayó muerto[80].

Así pasó a mejor vida un personaje que había estado más cerca de la perfección que ningún otro que yo haya conocido.

Tierno, constante, con sentido del humor y en posesión de muchas de las cualidades necesarias para hacer a un poeta, todavía sin rival como hombre de acción y ciudadano del mundo. No he conocido a nadie tan competente para hacer juicios exactos de los hombres y de sus razones. «He estudiado la naturaleza humana durante casi toda mi vida —decía—, y supongo que debo de conocerla un poco». Y en efecto, la conocía. Solamente tenía dos defectos: uno era su excesiva modestia, y el otro, una ligera tendencia a sentir celos de cualquier persona en la que concentrara su afecto. Con respecto al primero, cualquiera que lea lo que ha escrito será capaz de formarse su propia opinión, pero deseo añadir un último testimonio.

Como el lector recordará sin duda, una de sus artimañas favoritas era hablar de sí mismo como de un hombre modesto, cuando la verdad era que, a pesar de su prudencia, tenía un espíritu sumamente intrépido y, lo que es más, jamás perdía la cabeza. Por ejemplo, en la gran batalla del Desfiladero, donde recibió la herida que acabó con su vida, cualquiera imaginaría por el relato que él ofrece del suceso que fue un golpe casual que le sobrevino en la pelea. Pero la verdad es que resultó herido en un valeroso gesto para salvar la vida de Good. Este yacía en el suelo y uno de los montañeses de Nasta estaba a punto de acabar con él, cuando Quatermain se arrojó sobre su cuerpo caído y recibió el golpe en su propia carne. Luego, poniéndose en pie, mató al soldado.

Por lo que respecta a sus celos, baste un solo ejemplo para hacernos justicia a Nyleptha y a mí. Quizá recuerde el lector que en uno o dos sitios habla como si Nyleptha me monopolizara por completo y los dos le dejáramos de lado. Ciertamente, Nyleptha no es perfecta, como ninguna mujer lo es, y a veces resulta un poco exigente, pero en lo tocante a Quatermain, todo son puras imaginaciones. Por eso cuando se quejaba de que no iba a verle cuando estaba enfermo, ello era debido, a pesar de mis deseos, a que los médicos me lo habían prohibido expresamente. Esos pequeños comentarios suyos me apenaron mucho cuando los leí, porque yo quería a Quatermain de forma entrañable, como si se tratara de mi propio padre, y nunca habría permitido que mi matrimonio interfiriera en nuestro afecto. Pero no pensemos en ello, se trata, al fin y al cabo, de una insignificante debilidad que no cuenta nada entre tantas y tan meritorias virtudes.

Como iba contando, murió, y Good ofició la ceremonia del funeral privado; más tarde, por deferencia hacia el pueblo, sus restos fueron incinerados públicamente en una solemne ceremonia. Mientras desfilábamos en aquella larga y espléndida procesión hasta el templo, no dejaba de pensar en lo mucho que habría detestado todo aquello, puesto que la ostentación le horrorizaba.

Poco antes del crepúsculo, al tercer atardecer después de su muerte, le depositamos en la plataforma de bronce, ante el altar, y esperamos que el último rayo del sol poniente se proyectara sobre su rostro. Por fin, el rayo cayó sobre él como una flecha dorada, coronando de gloria sus pálidas sienes, y entonces sonaron las trompetas, la plataforma se abrió y lo que quedaba de nuestro amado amigo desapareció en el fuego.

Aunque viviéramos cien años nunca llegaríamos a conocer a nadie como él. Era el hombre más dotado, el caballero más auténtico, el amigo más fiel, el mejor cazador y, en mi opinión, el mejor tirador de toda África.

Y así terminó su extraordinaria y agitada vida el cazador y aventurero Allan Quatermain.

• • •

Desde entonces las cosas nos han ido muy bien. Good ha estado dedicado, y todavía lo está, a la construcción de una flota en el lago Milosis y en otro de los grandes lagos, gracias a la cual espera mejorar el comercio y controlar algunos sectores beligerantes y problemáticos de la población que vive cerca de las fronteras. ¡Pobre muchacho! Está empezando a recobrarse de la muerte de aquella mujer descarriada y bellísima que fue Sorais, pero ha sido un golpe muy duro para él, porque, verdaderamente, la amaba muchísimo. No obstante, espero que con el tiempo encuentre una buena esposa y consiga quitarse ese triste recuerdo de la cabeza. Nyleptha ha pensado en una o dos damas jóvenes, sobre todo en una de las hijas de Nasta (que es viuda), mujer hermosa y de aristocrático aspecto, aunque de espíritu intrigante y altivo como su padre, para mi gusto.

Y por lo que a mí respecta, casi no sabría por dónde empezar si tuviera que ponerme a la tarea de describir lo que hago, de manera que lo mejor será que no diga nada y me conforme con contar que me va muy bien en mi curioso puesto de rey consorte… ciertamente mejor de lo que esperaba. Pero, como es natural, no todo es fácil y las responsabilidades se me hacen muy pesadas. No obstante, espero tener la oportunidad de hacer el bien en cuanto se me presente la ocasión y mi intención es consagrarme a dos grandes fines: a la consolidación de los diversos clanes que integran el pueblo Zu-Vendi, bajo un gobierno fuerte, y a la reducción del poder de los sacerdotes. La primera de estas reformas, si puede llevarse a cabo, pondrá fin a las desastrosas guerras civiles que durante siglos han venido devastando este país; y la segunda, además de acabar con una fuente de peligro político, abrirá el camino para la introducción de la verdadera religión en sustitución de este absurdo culto al Sol. Todavía tengo la esperanza de ver algún día la sombra de la Cruz de Cristo sobre la cúpula dorada del Templo de la Flor; si yo no la viera, que la vean mis sucesores.

También pretendo dedicarme a otra misión: el rechazo total de cualquier extranjero en Zu-Vendis. No es que exista la posibilidad de que entre alguno más, pero en el caso de que así sea, advierto claramente que se le indicará el camino más corto para salir del país. No lo digo movido por un sentimiento contrario a la hospitalidad, sino porque estoy convencido del sagrado deber de preservar a este pueblo, en general honrado y de corazón generoso, de la amenaza de la barbarie. ¿En qué situación se vería mi valeroso ejército si algún aventurero emprendedor nos atacara con armas de fuego y Martini-Henrys? En mi opinión, la pólvora, el telégrafo, el vapor, la prensa diaria, el sufragio universal, etc., no han conseguido hacer un poco más feliz de lo que antes era a la humanidad, y estoy seguro de que traerían consigo muchos males. No estoy dispuesto a ceder este maravilloso país para que lo devasten y se peleen por él especuladores, turistas políticos y maestros, cuyas palabras se parecen a las de Babel, como hicieron aquellas horribles criaturas del río subterráneo con el cuerpo de aquel cisne; tampoco quiero que lo contaminen la gula, el alcoholismo, las nuevas enfermedades y la relajación moral generalizada, que son los principales distintivos del progreso de la civilización en los países poco evolucionados. Que en algún momento sea voluntad de la Providencia abrir Zu-Vendis al mundo, es otra cuestión, pero yo no asumiré esa responsabilidad, y debo añadir que Good está completamente de acuerdo con mi decisión. Se despide.

Henry Curtís

15 de diciembre de 18…

P. S.— He olvidado decir que, hace unos nueve meses, Nyleptha (que se encuentra muy bien y que, por lo menos a mis ojos, está más hermosa que nunca) me dio un hijo y heredero. Su aspecto es el de un niño inglés normal de ojos azules y cabello rizado, y aunque está destinado, si vive, a heredar el trono de Zu-Vendis, espero educarle para que se convierta en un perfecto caballero inglés, que para mí es algo mucho más digno de orgullo que haber nacido heredero de la dinastía de la Casa de la Escalinata, y es, desde luego, el rango más alto que un hombre puede alcanzar sobre esta tierra.

H. C.

NOTA DE GEORGE CURTIS, Esq.

Los manuscritos de esta historia, dirigidos a mí de puño y letra por mi querido hermano Henry Curtis, a quien habíamos dado por muerto, con matasellos de Adén, me llegaron en perfecto estado el 20 de diciembre de 18**, poco más de dos años después de que salieran de sus manos en la lejana África central, y me he apresurado a ofrecer al mundo la asombrosa historia que narran. Por lo que a mí respecta, la he leído con sentimientos encontrados, pues aunque resulta un gran alivio saber que Good y él están vivos y que gozan de una extraña prosperidad, no puedo dejar de sentir que para mí y para todos sus amigos es como si estuvieran muertos, puesto que no podemos albergar la esperanza de volverlos a ver.

Se han separado de la vieja Inglaterra y de sus hogares y sus parientes para siempre, y quizá, dadas las circunstancias, tienen razón y han hecho bien.

No he sido capaz de descubrir cómo me fue enviado el manuscrito, pero del hecho de que me llegara por correo deduzco que Alphonse, el pequeño francés, llevó a cabo su azaroso viaje sano y salvo. No obstante, he puesto anuncios para buscarle y he hecho averiguaciones en Marsella y en otros lugares para descubrir su paradero, hasta ahora sin ningún éxito. Probablemente esté muerto, o quizá casado felizmente con su Annette, o tema todavía la venganza de la ley y prefiera permanecer en el anonimato. No tengo modo de saberlo. Todavía no he perdido la esperanza de encontrarle, pero debo decir que esta esperanza es más débil cada día que pasa; un gran obstáculo en mi búsqueda lo constituye el hecho de que el señor Quatermain no menciona su apellido en ningún momento de la narración. Siempre se refiere a él como «Alphonse», y hay muchísimos Alphonse en Francia. Las cartas que mi hermano Henry dice enviar en el paquete del manuscrito nunca llegaron, por lo que imagino que se habrán perdido o habrán sido destruidas.

GEORGE CURTIS