CAPÍTULO XXIII

He dicho

Había transcurrido una semana desde la visita de Nyleptha y yo empezaba a caminar un poco, cuando me llegó un mensaje de sir Henry en el que me decía que Sorais sería conducida a mediodía a presencia de la reina en la primera antecámara, y solicitaba mi asistencia, si era posible. Así que, en gran medida movido por la curiosidad de ver a aquella infeliz mujer una vez más, me cambié con la ayuda de mi amable y pequeño compañero Alphonse y de otro sirviente, para trasladarme a la antecámara. Llegué antes que los demás, a excepción de algunos importantes funcionarios de la Corte a quienes se les había rogado que estuvieran presentes. Pero apenas me había sentado cuando Sorais apareció escoltada por una partida de guardias, tan bella y desafiante como siempre, aunque con una expresión de abatimiento en su orgulloso rostro. Como de ordinario, iba vestida con su kaf real, engalanado con el emblema del Sol, y en la mano derecha seguía llevando la lanza de plata en miniatura. Al verla, sentí una punzada de admiración y piedad y, esforzándome por ponerme en pie, hice una profunda reverencia, mientras expresaba mi pesar por no ser capaz, debido a mi estado, de permanecer de pie ante ella.

Se ruborizó un poco y se echó a reír con amargura.

—Macumazahn, olvidas que ya no soy reina —dijo—, salvo por mi sangre; estoy proscrita y prisionera, alguien que suscita el desprecio de todos y nadie debe mostrarme deferencia.

—Pero —repliqué yo— seguís siendo una dama y, por lo tanto, se os debe deferencia. Además, estáis en apuros, y por ello la merecéis doblemente.

—¡Ah! —exclamó ella con una risita—. Veo que olvidas que quería envolverte en una lámina de oro y colgarte de la trompeta del ángel en el pináculo más alto del templo.

—No —repliqué yo—. Os aseguro que no lo olvido; de hecho, lo pensé muchas veces cuando me parecía que la batalla del desfiladero se volvía en contra nuestra, pero la trompeta sigue allí y yo aquí, aunque quizá no por mucho tiempo; así que, ¿por qué hablar de ello ahora?

—¡Ay! —continuó ella—. ¡La batalla, la batalla! Oh, si pudiera volver a ser reina, aunque sólo fuera durante una hora escasa, emprendería tal venganza contra los malditos secuaces que me abandonaron a mi suerte, que no se podría hablar de ella en voz alta; ¡esas mujeres!, ¡esos mestizos cobardes que se dejaron derrotar!

La ira le impidió seguir hablando durante un momento.

—Ay, y ese insignificante cobarde que tienes junto a ti —prosiguió, señalando a Alphonse con la lanza de plata, que él miró un tanto alarmado— huyó y descubrió mis planes. Traté de hacerle general, diciendo a los soldados que era Bougwan, para inculcarle valor (en aquel punto Alphonse se estremeció, como asaltado por un recuerdo desagradable), pero no sirvió de nada. Se escondió en mi tienda, detrás de un estandarte, y así se enteró de mis planes. ¡Ojalá le hubiera matado, pero, desgraciadamente, contuve mi mano!

»Y con respecto a ti, Macumazahn, he oído lo que hiciste; eres valeroso y tienes un corazón leal. Y ese negro también, ¡ah, ese sí que era un hombre! Habría presenciado con gusto cómo arrojaba a Nasta desde la escalinata».

—Sois una mujer extraña, Sorais —dije yo—. Espero que ahora pidáis clemencia a la reina Nyleptha; acaso se apiade de vos.

Sorais se echó a reír.

¿Yo pedir clemencia? —dijo, y en aquel momento entró la reina acompañada por sir Henry y Good, y tomó asiento con rostro impasible. En cuanto al pobre Good, parecía tremendamente incómodo.

—¡Te saludo, Sorais! —dijo Nyleptha después de una corta pausa—. Has desgarrado mi reino como si fuera un harapo; has levantado en armas a miles de personas de mi pueblo; dos veces has intrigado vilmente para acabar conmigo; has jurado matar a mi señor y a sus compañeros y arrojarme desde la escalinata. ¿Tienes algo que alegar para no morir? ¡Habla, oh Sorais! .

—Creo que mi hermana la reina ha olvidado el principal cargo de la acusación —declaró Sorais con su voz armoniosa y profunda—. Es el siguiente: «Procuraste por todos los medios ganarte el amor de mi señor Incubu». Por cometer este crimen me matará mi hermana, y no por provocar una guerra. Has tenido suerte, Nyleptha, de que me enamorara de él demasiado tarde.

»Escucha —prosiguió alzando la voz—. No tengo nada que decir salvo que ojalá hubiera vencido. Haz conmigo lo que desees, oh, reina, y permite que el rey, mi señor —añadió señalando a sir Henry—, pues ahora será rey, lleve a cabo la sentencia, ya que a él le corresponde, pues habiendo sido el causante del mal, ha de ser también el que ponga fin a mi vida —y dicho esto se irguió, dirigió a sir Henry una iracunda mirada con sus hermosos ojos y luego empezó a jugar con su lanza.

Sir Henry se inclinó sobre Nyleptha y le susurró unas palabras que no pude captar; después, la reina volvió a tomar la palabra:

—Sorais, siempre he sido una buena hermana para ti. Cuando murió nuestro padre y se discutió sobre si deberías sentarte conmigo en el trono, siendo yo la mayor, hablé por ti y dije:

«Sí, que se siente. Es mi hermana gemela, nacimos en el mismo parto, ¿por qué entonces preferir a una antes que a otra?». Y así ha sido siempre entre tú y yo, hermana mía. Pero mira con qué moneda me has pagado; sin embargo, yo he vencido y el castigo que mereces es la muerte. No obstante, Sorais, eres mi hermana, nacida del mismo parto, jugamos juntas cuando éramos niñas y nos amamos mucho; por la noche dormíamos en el mismo lecho, abrazadas, y por eso mi corazón sigue estando contigo, Sorais.

»Pero no puedo perdonarte la vida, pues tu ofensa ha sido tan pesada que aplasta las amplias alas de mi piedad hasta el mismo suelo. Además, mientras tú sigas con vida esta tierra no conocerá nunca la paz.

»Y, sin embargo, no morirás, Sorais, porque mi querido señor me ha suplicado por tu vida, y por ello, como favor y como regalo de boda, se la concedo, para que disponga de ella como desee, teniendo presente que, aunque tú le amas, él no te ama a ti, Sorais, a pesar de tu belleza. No, aunque eres tan hermosa como una noche cuajada de estrellas, ¡oh, Señora de la Noche!, es a mí, su esposa, a quien ama, y no a ti, y por eso le concedo tu vida».

Sorais se sonrojó y no dijo nada. Creo que nunca he visto a un hombre tan abatido como sir Henry en aquel momento. En cierto modo, las palabras que Nyleptha había dicho, a pesar de ser sinceras y enérgicas, no habían sido del todo agradables.

—Tengo entendido —dijo Curtis en tono vacilante, mirando a Good—, tengo entendido que siente cariño… mmm… cariño por la reina Sorais. No estoy al corriente… mmm… no estoy al corriente de… cuáles son sus sentimientos en este momento; pero si no han cambiado, se me ha ocurrido que… en resumen, que podrían poner fin a este desagradable asunto. La dama posee muchas tierras y estoy seguro de que podría vivir tranquila sin ninguna objeción por nuestra parte, ¿verdad, Nyleptha? Por supuesto, es sólo una sugerencia.

—Por lo que a mí respecta —dijo Good, sonrojándose—, estoy dispuesto a olvidar el pasado; y si la Dama de la Noche me considera digno de ella, me casaré con ella mañana, o cuando guste, y trataré de ser un buen esposo.

Todas las miradas se volvieron entonces hacia Sorais, que permanecía en pie con la misma sonrisa renuente en su hermoso rostro. Permaneció en silencio durante un momento, se aclaró la garganta y después hizo tres profundas reverencias, una a Nyleptha, otra a Curtis y otra a Good, y empezó a hablar con voz mesurada:

—Te doy las gracias, graciosa reina y regia hermana, por el amor y la bondad que me has demostrado desde mi niñez, y sobre todo porque te ha parecido bien ofrecer mi persona y mi destino como regalo al señor Incubu, el futuro rey. Que la prosperidad, la paz y la plenitud broten como flores en el camino de tu vida, tan tierna y llena de piedad. Que tu reinado sea largo, reina grande y gloriosa, que el amor de tu marido te colme y que sean numerosos los hijos e hijas de tu belleza. Y gracias a ti, mi señor Incubu, futuro rey, te agradezco mil veces que hayas aceptado complacido este gracioso don y que se lo hayas entregado a tu compañero de armas y de aventuras, Bougwan. Sin duda este acto es digno de tu grandeza, mi señor Incubu. Y para terminar, te doy las gracias a ti también, mi señor Bougwan, que has tenido la gentileza de aceptarme a mí y a mi humilde belleza. Te lo agradezco mil veces, y añadiré que eres un hombre bueno y honesto, y con la mano en el corazón te juro que habría deseado poder decir «sí». Y ahora que os he dado las gracias a todos —sonrió de nuevo—, añadiré unas palabras:

»Poco me conocéis, reina Nyleptha y señores míos, si no sabéis que para mí no hay caminos intermedios; que desprecio vuestra piedad y os odio por ella; que rechazo vuestro perdón como el veneno de una serpiente; triunfo sin embargo sobre vosotros; os desprecio y os desafío a todos; y así os respondo».

Y entonces, de improviso, antes de que nadie pudiera ni siquiera sospechar lo que pretendía hacer, se clavó en el costado la pequeña lanza que tenía en la mano con un golpe tan fuerte y firme que la afilada punta le salió por la espalda; se desplomó y quedó postrada en el suelo.

Nyleptha gritó y el pobre Good estuvo a punto de desmayarse al contemplar la escena, mientras que los demás nos precipitábamos hacia ella. Pero Sorais de la Noche se incorporó apoyándose en una mano y durante un momento clavó sus hermosísimos ojos en el rostro de Curtis, como queriendo transmitirle un mensaje; luego dejó caer la cabeza, exhaló un suspiro y, con un sollozo, su negro pero espléndido espíritu la abandonó.

Bueno, le hicieron un funeral regio y aquel fue su fin.

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Transcurrido un mes desde el último acto de la tragedia de Sorais, se celebró una gran ceremonia en el Templo de la Flor, y Curtis fue oficialmente proclamado rey consorte de Zu-Vendis. Yo estaba demasiado enfermo como para asistir y la verdad es que detesto este tipo de actos: las multitudes, el clamor de las trompetas y el ondear de los estandartes; pero Good, que había estado allí (con su uniforme de gala), regresó muy impresionado y me dijo que Nyleptha estaba bellísima, que Curtis se había conducido con auténtico porte regio y que había sido acogido con aclamaciones que no dejaban lugar a dudas respecto a su popularidad. También me contó que cuando Luz del Día desfiló en la procesión, las gentes habían gritado: «¡Macumazahn… Macumazahn!» hasta enronquecer, y que sólo se aplacaron cuando Good se levantó en su carroza y les hizo saber que estaba demasiado mal para asistir.

Más tarde vino a verme también sir Henry o, mejor dicho, el rey. Parecía muy cansado y aseguraba que en su vida se había aburrido tanto, pero sospecho que exageraba un poco. No es propio de la naturaleza humana que un hombre se aburra en una ocasión tan extraordinaria, y, en efecto, tal y como le hice ver, era maravilloso que un hombre que apenas un año antes había entrado en un gran país como un viajero desconocido estuviera hoy casado con su hermosa y amada reina, y hubiera sido elevado, entre las aclamaciones del pueblo, a su trono. Incluso me atrevía decirle que en el futuro no se dejara llevar por el orgullo y la pompa del poder absoluto, sino que se esforzara siempre por recordar que antes que nada era un caballero cristiano y después un servidor público llamado por la Providencia a una gran misión sin precedentes. Tuvo la bondad de escuchar con paciencia estas observaciones que podrían haberle molestado, e incluso me dio las gracias.

Fue inmediatamente después de la ceremonia cuando ordené que me trasladaran a la casa desde la que ahora escribo. Se trata de una residencia campestre muy agradable, situada a unas dos millas de la Ciudad del Ceño. Esto ocurrió hace cinco meses, durante los cuales, postrado como me encuentro en una especie de sofá, he empleado mi tiempo de ocio recopilando esta historia de nuestras andanzas a partir de mi diario y de nuestros recuerdos comunes. Es posible que nunca llegue a ser leída, pero eso no me importa demasiado; en cualquier caso, ha servido para ayudarme a soportar muchas horas de sufrimiento, porque en los últimos tiempos he padecido muchos dolores. No obstante, gracias a Dios, ya me queda poco.

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Una semana desde que escribiera lo anterior vuelvo a coger la pluma por última vez, porque sé que mi fin está próximo. El dolor de mi pulmón, que ha sido muy intenso durante la pasada semana, me ha abandonado de pronto y lo ha sustituido una insensibilidad cuyo significado es inconfundible. Y así como el dolor ha desaparecido, también se ha ido con él todo temor a la muerte, como si fuera a hundirme en el abrazo de un indecible descanso. Feliz, contento con mi suerte, y con la misma sensación de seguridad con que un niño se acurruca para dormir en los brazos de su madre, me reclino yo en los brazos del Ángel de la Muerte. Todas las angustias, todos los miedos que han atormentado mi corazón en el transcurso de una vida que, ahora, cuando miro hacia atrás, me parece larga, me han abandonado; las tormentas se han aplacado y la estrella de la esperanza eterna brilla clara en un horizonte aparentemente lejano para el hombre, pero que a mí se me antoja cercano esta noche.

De modo que éste es el final… de un corto espacio de tribulaciones, de unos cuantos años inquietos, febriles y angustiados. Después, me alcanzarán los brazos del gran Ángel de la Muerte. Muchas veces me he hallado cerca de ellos; han abrazado a muchos, muchísimos compañeros míos y por fin me ha tocado el turno, y estoy resignado. Dentro de veinticuatro horas el mundo habrá dejado de existir para mí y con él todas sus esperanzas y todos sus miedos. El aire se apoderará del espacio que ocupaba mi cuerpo y mi sitio ya no me reconocerá, porque el suave aliento del olvido del mundo oscurecerá primero el brillo del recuerdo, luego lo borrará para siempre y habré muerto de verdad. Así nos sucede a todos. ¡Cuántos millones de personas han vivido como yo, han pensado lo mismo que yo pienso y luego han sido olvidados!… Así sucedió hace miles y miles de años con los hombres del pasado; y en el futuro, dentro de miles y miles de años, sucederá lo mismo con sus descendientes, que serán a su vez olvidados. «Como el aliento de los bueyes en invierno, como la veloz estrella que corre por el cielo, como la insignificante sombra que se pierde en el crepúsculo», como una vez le oí decir a un zulú llamado Ignosi[78], así es el ciclo de nuestra vida, el ciclo por el que marchamos al más allá.

Y no es un mundo bueno… nadie puede decir que lo sea, salvo aquellos que voluntariamente cierran los ojos ante los hechos. ¿Cómo puede ser bueno un mundo en el que el dinero es el poder que todo lo mueve y el interés la estrella que nos guía? Lo asombroso no es que sea tan malo, sino que pueda quedar algo de bueno en él.

Y, sin embargo, ahora que mi vida toca a su fin me alegro de haber vivido, me alegro de haber conocido el entrañable aliento del amor de una mujer, me alegro de haber escuchado la risa de los niños, de haber contemplado el sol, la luna y las estrellas; de haber sentido el beso del agua salada en mi rostro y de haber observado al ciervo acercarse al agua bajo la luz de la luna. ¡Pero no desearía volver a vivir!

Todo está cambiando para mí. La oscuridad se acerca y la luz se va apagando. No obstante, me parece distinguir en las tinieblas la alegre bienvenida de muchos rostros hace largo tiempo perdidos. Allí está el de Harry y el de otros; y, por encima de todos, el de la mujer más perfecta y más dulce que jamás alegró con su presencia esta tierra gris. Pero ya, en otro lugar, he escrito largo y tendido sobre ella, así que, ¿por qué hablar ahora? ¿Por qué hablar después de tan largo silencio, ahora que la vuelvo a tener tan cerca, ahora que voy a donde ella está?

El sol crepuscular hace arder el techo dorado del gran Templo y mis dedos están cansados.

Así que a todos los que me conocen o me han conocido, a todos los que tengan un pensamiento amable para el viejo cazador, les tiendo mi mano desde la lejana orilla y les digo adiós.

Y ahora encomiendo mi espíritu en las manos de Dios Todopoderoso, que fue quien me envió.

«He dicho», como dicen los zulúes.