CAPÍTULO XXII

De cómo Umslopogaas defendió la escalinata

Nos miramos el uno al otro.

—Como veis —dije—, han quitado la puerta. ¿Disponemos de algo con lo que tapar el hueco? Contestad rápidamente, porque estarán sobre nosotros antes del amanecer.

Hablé así porque sabía que teníamos que defender aquel lugar o ninguno, pues dentro del palacio no había puertas. Las habitaciones estaban separadas por cortinajes. También sabía que si lográbamos defender aquella entrada, los asesinos no podrían entrar por ningún otro sitio, ya que el palacio era absolutamente inexpugnable, sobre todo desde que la puerta secreta por la que Sorais penetró la memorable noche del intento de asesinato había sido sellada con mampostería por orden de Nyleptha.

—Ya lo tengo —dijo Nyleptha, que, como era común en ella, reaccionaba maravillosamente ante lo imprevisto—. En el otro extremo del patio hay unos bloques de mármol cortado… los obreros los trajeron para el pedestal de la nueva estatua de Incubu, mi señor. Podemos bloquear la entrada con ellos.

Acepté de inmediato la idea y, tras enviar a una de las sirvientas que quedaban para ver si conseguía ayuda en el puerto, donde vivía su padre, un gran mercader que tenía muchos hombres a su servicio, y de mandar a otra a vigilar la entrada, nos dirigimos por el patio hasta el lugar en el que se encontraba api lado el mármol y nos reunimos con Kara, que volvía de enviar a las dos mensajeras. En efecto, allí estaban los bloques de mármol, trozos anchos y macizos de unas quince centímetros de grosor y un peso aproximado de nueve kilos cada uno. Había también un par de utensilios parecidos a camillas de reducido tamaño que los obreros empleaban para transportar los bloques. De inmediato, colocamos unos cuantos en las camillas y cuatro de las muchachas los llevaron hasta la entrada.

—Escucha, Macumazahn —dijo Umslopogaas—, si vienen esos despreciables tipos, seré yo quien defienda la escalinata hasta que hayáis levantado un obstáculo. No, no; será la muerte de un hombre: no me contradigas, viejo amigo. Hemos tenido un buen día; tengamos una buena noche. Mira, voy a echarme a descansar ahí, sobre el mármol; despertadme cuando sus pasos se oigan cerca, y no antes, porque necesito recobrar las fuerzas —y sin una palabra más, salió, se tendió sobre el mármol y se quedó dormido al instante.

Yo también estaba rendido y me vi obligado a sentarme junto a la entrada y a contentarme con dirigir las operaciones. Las muchachas iban trayendo los bloques mientras Kara y Nyleptha los colocaban unos sobre otros en la entrada, que tenía una anchura de unos dos metros, en hileras de tres, pues menos habrían resultado inútiles. Pero había que recorrer unos cuarenta metros acarreando el mármol y después retroceder otros cuarenta y, aunque las muchachas trabajaban espléndidamente, avanzaban con paso vacilante; el trabajo resultaba lento, terriblemente lento.

Empezó a clarear y, al cabo de un momento, en medio del silencio, escuchamos un tumulto al pie de la escalinata y el lejano estruendo de hombres armados que se acercaban. Para entonces el muro había alcanzado sólo los sesenta centímetros de altura, habíamos tardado ocho minutos para levantarlo y teníamos a los asesinos casi encima. Alphonse había oído bien.

El estruendo se hizo más cercano y a la luz gris y fantasmal del amanecer distinguimos una larga fila de hombres, unos cincuenta en total, que subía lentamente por la escalinata. Llegaron al descansillo de la parte central, que se apoyaba en un gran arbotante; al darse cuenta de que algo ocurría más arriba, se detuvieron durante tres o cuatro minutos para deliberar, dándonos más tiempo, y después volvieron a avanzar lenta y cautelosamente.

Llevábamos alrededor de un cuarto de hora trabajando y el muro alcanzaba ya casi la altura de un metro.

Entonces desperté a Umslopogaas. El gigante se levantó, estiró los miembros y blandió a Inkosikaas alrededor de su cabeza.

—Está bien —dijo—. Vuelvo a sentirme como un hombre joven. He recobrado las fuerzas, ¡ay!, del mismo modo que una llama relumbra antes de morir. No temas, lucharé bien; el vino y el sueño han renovado mi valor.

»Macumazahn, he tenido un sueño. He soñado que tú y yo estábamos juntos en una estrella, contemplando el mundo, y tú eras un espíritu, Macumazahn, porque una luz brillaba a través de tu cuerpo; yo, en cambio, no pude ver mi rostro. Nuestra hora ha llegado, viejo cazador. Que así sea: nuestro tiempo se ha cumplido, pero me habría gustado llevarme el recuerdo de algunas batallas más como la de ayer.

»Que me entierren según los ritos de mi pueblo, Macumazahn, y que mis ojos miren hacia Zululandia».

Una vez dicho esto, me cogió la mano y la estrechó, y después se volvió hacia el enemigo que avanzaba.

En ese preciso momento, ante mi perplejidad, Kara, el oficial, saltó el improvisado muro con aire tranquilo y decidido y se colocó junto al zulú, desenvainando la espada.

—¿Cómo, tú también vienes? —le preguntó el viejo guerrero echándose a reír—. ¡Bienvenido! ¡Bienvenido seas, corazón valeroso! ¡Gloria al que sabe morir como un hombre! ¡Gloria al abrazo de la muerte y el chasquido del acero! ¡Ou! ¡Estamos dispuestos! Como águilas humedecemos nuestros picos, nuestras espadas relumbran al sol, blandemos nuestras assegais y estamos ansiosos por luchar. ¿Quién viene a saludar a la Jefa-de-tribu [Inkosi-kaas]? ¿Quién recibirá el beso de la muerte? Yo, el Picamaderos; yo, el Carnicero; yo, el Pies-ligeros; yo, Umslopogaas, de la tribu de los Maquilisini, del pueblo de Amazulu, capitán del regimiento de Nkomabakosi; yo, Umslopogaas, hijo de Indabazimbi, hijo de Arpi el hijo de Mosilikaatze; yo, de la sangre real de Chaka; yo, de la Casa Real; yo, el Hombre de Anillo; yo, el Induna; yo les llamo como llama un toro; les desafío, les espero. ¡Ou! ¡Eres tú, eres tú!

Mientras pronunciaba, o más bien entonaba, su fiero canto de guerra, los hombres armados, entre los cuales reconocí a la luz del amanecer a Nasta y Agon, se lanzaron en tropel escalera arriba y un hombre gigantesco, armado con una pesada lanza, subió los diez peldaños semicirculares por delante de sus compañeros y arrojó su lanza contra el gran zulú. Umslopogaas apartó el cuerpo sin mover los pies, de manera que la lanza no le alcanzó, y, al momento, Inkosi-kaas había atravesado el casco, el cuero cabelludo y el cráneo del osado, y el cuerpo del hombre se precipitó escaleras abajo. Antes de caer, su escudo circular de piel de hipopótamo se le escapó de la mano y se estrelló contra el mármol, y el zulú se inclinó a recogerlo sin dejar de cantar mientras lo hacía.

Poco después, el robusto Kara había matado a otro hombre, y entonces se inició una lucha sin igual.

Los asaltantes avanzaban con ímpetu, uno, dos y tres a la vez, y con la misma rapidez con que ellos subían, el hacha golpeaba y la espada hendía, y caían, muertos o heridos. Cuanto más reñida se hacía la batalla, el ojo del zulú parecía volverse más rápido y su brazo más fuerte. Lanzaba sus gritos de guerra y los nombres de los jefes a los que había matado,

y los golpes de su terrible hacha llovían certeros y seguros, destrozando todo lo que tocaba. Umslopogaas no aplicaba el método científico que tanto le gustaba en aquella su última batalla inmortal: no tenía tiempo para ello; por el contrario, golpeaba con todas sus fuerzas y con cada golpe derribaba a un hombre y le enviaba rodando por los escalones de mármol.

Los guerreros le tiraban tajos y le atacaban con espadas y lanzas, hiriéndole por todas partes, hasta que la roja sangre brotó a borbotones de sus miembros; pero el escudo le protegía la cabeza y la cota de malla los órganos vitales, y minuto tras minuto, ayudado por el valeroso zu-vendi, siguió defendiendo la escalinata.

Por último la espada de Kara se rompió, luchó cuerpo a cuerpo con un enemigo y rodó con él, hasta que terminó hecho pedazos, muriendo como el valiente que era.

Umslopogaas se había quedado solo ahora, pero en ningún momento cejó en la lucha ni retrocedió. Lanzando un fiero grito de batalla zulú, derribó a un enemigo, y a otro, y a otro, hasta que al final los asaltantes retrocedieron por los escurridizos peldaños llenos de sangre, atónitos, pensando que no era un hombre mortal.

Por entonces el muro de bloques de mármol había sobrepasado los dos metros de altura. Mi corazón se llenó de esperanza mientras permanecía allí, recostado en la pared como un miserable tronco inservible, contemplando en tensión aquella magnífica lucha. Nada podía hacer, ya que había perdido mi revólver en la batalla.

El viejo Umslopogaas se apoyó en su hacha y, débil como estaba a causa de sus heridas, se burló de ellos, y los llamó «mujeres»… ¡el grande y viejo guerrero, solo frente a tantos! Durante unos momentos de respiro nadie se lanzó contra él, a pesar de las órdenes de Nasta, hasta que por fin el viejo Agon, que, es preciso hacerle justicia, era un hombre valiente, enloquecido por su rabia contenida y viendo que dentro de poco el muro estaría terminado y sus planes quedarían desbaratados, blandió la gran lanza que tenía en su mano y subió por los ensangrentados escalones.

—¡Ah, ah! —gritó el zulú al reconocer las ondeantes barbas blancas del sacerdote—. ¡Eres tú, viejo «cazador de brujas»! ¡Vamos! Te espero, «hombre-medicina» blanco. ¡Vamos! ¡Vamos! He jurado matarte y yo siempre cumplo mi palabra.

El sacerdote siguió avanzando, sin amedrentarse, y arrojó su lanza contra Umslopogaas con tal fuerza, que resbaló en su escudo y le hirió en el cuello. El zulú dejó caer el escudo y aquel fue el momento postrero de Agon, porque antes de que pudiera coger la lanza y atacarle de nuevo, y al grito de «¡Esto es para ti, Hacedor de Lluvia!», Umslopogaas asió a Inkosi-kaas con ambas manos, la blandió en el aire y la hundió en la venerable cabeza del sumo sacerdote y Agon cayó muerto entre los cadáveres de los demás asesinos; éste fue su fin y el de sus maquinaciones. En el momento en que caía, se elevó un gran clamor al pie de la escalinata; miramos a través del espacio que quedaba por cerrar y vimos que varios hombres armados se precipitaban hacia arriba para rescatarle, respondiendo a sus gritos. Entonces, los rebeldes que todavía quedaban en la entrada, entre los cuales distinguí a algunos sacerdotes, se volvieron para huir, pero al no poder hacerlo, fueron masacrados en la desbandada. Sólo quedó un hombre, el gran señor Nasta, pretendiente de Nyleptha y padre de la traición. Durante un momento, el barbudo Nasta permaneció inmóvil con el rostro inclinado sobre su larga espada, como si fuera presa de la desesperación, y después, con un grito terrible, se abalanzó sobre él zulú y, blandiendo su reluciente espada alrededor de la cabeza, le alcanzó con un golpe tan tremendo, que el afilado acero de su pesada hoja mordió la cota de malla y se hundió profundamente en el costado de Umslopogaas, paralizándole por un momento y haciéndole soltar el hacha.

Alzando de nuevo su espada, Nasta avanzó para rematarle, pero conocía poco a su adversario. Con una sacudida y un aullido de furia, el zulú reunió fuerzas y saltó directamente al cuello de Nasta, tal y como a veces he visto saltar a un león. Le alcanzó cuando tenía el pie en el último peldaño, sus brazos se ciñeron a su cuerpo como bandas de acero y rodaron juntos luchando ferozmente. Nasta era un hombre vigoroso y estaba enloquecido, pero no podía igualar al hombre más fuerte de Zululandia, cuya fuerza era como la de un toro, aunque estuviera mortalmente herido. Poco después llegó el final. Vi al viejo Umslopogaas ponerse en pie y, ay, con un gigantesco esfuerzo, levantar del suelo a Nasta, que forcejeaba, y lanzarle con un grito triunfal por encima del parapeto de la escalera, de manera que se estrelló contra las rocas que había a sesenta metros, haciéndose pedazos.

Los refuerzos que había buscado la sirvienta que había salido antes de que los asesinos subieran, acababan de aparecer y los agudos gritos que nos llegaban desde las murallas exteriores nos indicaban que también la ciudad se había levantado en armas; los hombres, avisados por sus mujeres, gritaban para que se les permitiera entrar. Algunas de las valerosas damas de Nyleptha, con las camisas de dormir y los largos cabellos sueltos sobre la espalda, que tan valerosamente habían trabajado para bloquear el paso a través de la puerta, salieron para franquearles la entrada, mientras que otras, ayudadas por las fuerzas de rescate de fuera, empujaban y tiraban los bloques de mármol que con tanto esfuerzo habían colocado.

Pronto cayó el muro y, a través de la entrada, seguido por nuestros aliados, entró tambaleándose el viejo Umslopogaas, con un aspecto terrible y en cierto modo glorioso. Su cuerpo era una masa de heridas y, con sólo mirar sus ojos inyectados en sangre, supe que se estaba muriendo. El anillo de goma, el «keshla», que le rodeaba la cabeza estaba abierto en dos sitio por los golpes de espada, justo encima de la sorprendente hendidura de su cráneo, y la sangre de las heridas regaba su semblante. En la parte derecha del cuello tenía una herida de lanza, que le había hecho Agon, y otro profundo corte en su brazo izquierdo, justo donde terminaba la manga de la cota de malla; en el costado derecho la armadura estaba surcada por una grieta de seis pulgadas, allí donde la poderosa espada de Nasta había penetrado hasta órganos vitales.

Aquel salvaje de aspecto imponente siguió avanzando vacilante, hacha en mano. Las damas aguantaron sus desmayos ante la sangre y le aclamaron, pero él no se detuvo ni les prestó atención. Con los brazos extendidos y a punto de desplomarse, seguido por nosotros a lo largo del ancho paseo de conchas que atravesaba el patio, continuó más allá de los bloques de mármol, más allá del arco de la entrada circular y de los gruesos cortinajes que colgaban en su interior. Se adentró por el corto pasadizo hasta el gran salón, repleto de hombres armados que seguían fluyendo por la entrada lateral. Cruzó en línea recta el salón, dejando tras de sí un rastro de sangre en el suelo de mármol, hasta que por fin alcanzó la piedra sagrada, que se levantaba en el centro, y allí pareció que le abandonaban las fuerzas, porque se detuvo y se apoyó en su hacha. Entonces, de pronto, levantó la voz y gritó con fuerza:

—Me muero, me muero… pero ha sido una lucha digna de reyes. ¿Dónde están los que subieron por la gran escalinata? No los veo. ¿Estás ahí, Macumazahn, o te has ido antes para esperarme en la oscuridad hacia la que parto? La sangre me ciega… la estancia da vueltas… oigo la voz de las aguas.

Y entonces, como si le hubiera asaltado un nuevo pensamiento, alzó el hacha y besó la hoja.

—Adiós, Inkosi-kaas —gritó—. No, no, partiremos juntos; tú y yo no podemos separarnos. Hemos vivido demasiado tiempo uno al lado del otro.

»¡Un golpe más, sólo uno! ¡Un buen golpe! ¡Un golpe firme! ¡Un golpe fuerte! —y con un grito fiero y estremecedor comenzó a blandir el hacha alrededor de su cabeza con ambas manos hasta que pareció un círculo de fulgurante acero.

Luego, de repente, con terrible fuerza, golpeó con ella la piedra sagrada. Brotó una lluvia de chispas y la fuerza casi sobrehumana del golpe hendió el mármol, que con gran estruendo se partió en mil pedazos, mientras que Inkosi-kaas quedaba reducida a algunos fragmentos de acero y de fibroso filamento del quebrado cuerno que había sido su empuñadura. Los trozos de la piedra sagrada cayeron al suelo con estrépito y sobre ellos, asiendo todavía el mango de Inkosi-kaas, se desplomó el viejo y valiente zulú… muerto.

Y así murió el héroe.

Los que presenciaban aquella extraordinaria escena lanzaron un gemido de admiración y de asombro, y luego alguien gritó:

—¡La profecía! ¡La profecía! ¡Ha roto la piedra sagrada! —e inmediatamente se levantó un murmullo.

—Sí —dijo Nylephta con la rapidez de ingenio que la distinguía—. Sí, pueblo mío, ha roto la piedra y ved que la profecía se ha cumplido, porque un rey extranjero es el soberano de Zu-Vendis. Incubu, mi señor, ha golpeado la espalda de Sorais y yo ya no la temo; la corona es para quien la ha rescatado. Y este hombre —añadió volviéndose hacia mí y posando su mano en mi hombro—, aunque herido en la batalla de ayer, recorrió un centenar de millas con este viejo guerrero que aquí yace, entre el crepúsculo y el alba, para salvarme de la traición de hombres crueles. Él me ha salvado, por eso digo que, por las hazañas que han realizado, hechos tan gloriosos que no tienen par en nuestra historia, el nombre de Macumazahn, el nombre del fallecido Umslopogaas, sí, y el nombre de Kara, mi servidor, serán grabados en letras de oro sobre mi trono y su gloria vivirá mientras nuestra tierra perdure. Yo, la reina, he dicho.

Aquel enérgico discurso fue acogido con grandes aclamaciones, y yo intervine para decir que nosotros solamente habíamos cumplido con nuestro deber, pues así actuamos ingleses y zulúes, y que no había nada digno de alabanza, pero al oír aquello los vítores aumentaron y después me llevaron por el patio exterior hasta mis antiguos aposentos, para que pudiera descansar. Cuando me marchaba, mis ojos se iluminaron al ver a Luz del Día, el valiente caballo, que yacía allí con su blanca cabeza tendida en el suelo, tal y como había caído al entrar en el patio; pedí a quienes me transportaban que me acercaran a él, para poder mirar a la buena bestia antes de que se lo llevaran. Mientras le miraba, para mi asombro, abrió los ojos y, alzando un poco la cabeza, relinchó débilmente. Habría saltado de alegría al ver que no estaba muerto, pero desgraciadamente no me quedaban fuerzas; avisaron a los mozos de cuadras, que le levantaron y le vertieron vino en la garganta, y al cabo de dos semanas volvió a estar tan fuerte como siempre, y sigue siendo el orgullo y la alegría de todos los habitantes de Milosis, que, cada vez que lo ven, lo señalan y les dicen a los niños que es «el caballo que salvó la vida a la Reina Blanca».

Luego me tendí en el lecho, donde me lavaron y me quitaron la cota de malla. Sentí un gran dolor, y no era de extrañar, porque la parte izquierda de mi pecho y mi costado estaban cubiertos por un gran hematoma negro del tamaño de un plato.

Después de aquello, lo primero que recuerdo es la pesada marcha de jinetes alrededor de los muros del palacio, unas diez horas más tarde. Me incorporé y pregunté qué sucedía; me dijeron que un gran destacamento de caballería enviado por Curtis para ayudar a la reina acababa de llegar del campo de batalla, del que habían partido dos horas después del crepúsculo.

Para entonces, lo que quedaba del ejército de Sorais se estaba retirando definitivamente hacia M’Arstuna, perseguido por nuestra diestra caballería. Sir Henry permanecía acampado con el resto de sus agotadas fuerzas en el lugar (así son los avatares de la guerra) que Sorais había ocupado la noche anterior y se proponía proseguir camino hacia M’Arstuna a la mañana siguiente. Al oír esto, supe que podía morir tranquilo; después perdí el conocimiento.

Cuando volví a despertarme, lo primero que vi fue el redondo disco de un amable monóculo detrás del cual se encontraba Good.

—¿Qué tal se encuentra, viejo amigo? —dijo.

—¿Qué está haciendo aquí? —pregunté con voz débil—. Debería estar en M’Arstuna… ¿o es que se ha escapado de allí?

M’Arstuna… —replicó él alegremente—. Debe saber que lleva quince días inconsciente. M’Arstuna cayó la semana pasada, con todos los honores de la guerra, ya sabe: sonido de trompetas, ondear de banderas, como si pensaran que debían hacerlo a lo grande. «Y retiróse Israel a sus habitaciones.»[77] Te aseguro que nunca he visto nada semejante en mi vida.

—¿Y Sorais? —pregunté.

—Sorais… oh, Sorais es nuestra prisionera; los muy canallas nos la entregaron —añadió cambiando de tono—, sacrificaron a la reina para salvar su pellejo. La traen hacia aquí y no sé qué va a ser de ella, ¡pobre! —añadió con un suspiro.

—¿Dónde está Curtis? —pregunté.

—Está con Nyleptha. Hoy ha venido a vernos y ha tenido un magnífico recibimiento, se lo aseguro. Mañana vendrá a visitarle; los médicos (porque en Zu-Vendis hay una facultad de medicina, como en todas partes) opinan que es mejor que no venga hoy.

Guardé silencio, pero en mi fuero interno pensé que, a pesar de la opinión de los médicos, sir Henry podría haber dispuesto de un momento para venir a verme; sin embargo, luego caí en la cuenta de que cuando un hombre está recién casado y acaba de obtener una gran victoria, es acertado que siga los consejos de los médicos, y también muy correcto.

En aquel punto oí una voz familiar que me informaba de que «monsieur debe acostarse ahora», y al alzar la vista vi los enormes bigotes negros de Alphonse.

—¿Así que estás aquí? —dije.

—Pues claro, monsieur; la guerra ha terminado, he satisfecho mis deberes militares y he vuelto para cuidar de monsieur.

Me eché a reír, o más bien lo intenté; pero a pesar de los defectos de Alphonse como guerrero, que en nada podía igualar a su heroico abuelo, demostrando esto lo peligroso que es permanecer a la sombra de un gigante, nunca he conocido mejor enfermero. ¡Pobre Alphonse! Espero que me recuerde con el mismo afecto con que yo lo recuerdo a él.

A la mañana siguiente Curtis, que vino a verme con Nyleptha, me contó todo lo que había sucedido desde que Umslopogaas y yo nos habíamos marchado a toda prisa del campo de batalla para salvar a la reina. Me pareció que lo había dirigido todo a la perfección y mostrado una gran habilidad como general. No obstante, como es natural, nuestras pérdidas habían sido enormes… en realidad, me da miedo decir cuántos hombres habían perecido en la desesperada batalla que he descrito, pero sé que la matanza había afectado sensiblemente a la población masculina del país. Mi querido compañero estaba muy contento de verme y me dio las gracias con lágrimas en los ojos. No obstante, advertí que se sobresaltó violentamente al mirarme a la cara.

En cuanto a Nyleptha, estaba completamente radiante, ahora que «su querido señor» estaba de vuelta sin más daño que una fea cicatriz sobre la frente. No creo que la terrible matanza que había tenido lugar alterara en lo más mínimo este hecho, ni siquiera que oscureciera su alegría; y no puedo culparla por ello, porque soy consciente de que las mujeres enamoradas, por naturaleza, ven todas las cosas a través de las gafas de su amor, sin importarles nada la tristeza de muchos, siempre que su felicidad de uno esté garantizada. Así es la naturaleza humana, de la que los positivistas aseguran que es pura perfección, de modo que no dudemos.

—¿Y cuál será la suerte reservada a Sorais? —le pregunté a Nyleptha.

Su mirada se ensombreció con oscuros pensamientos.

—Sorais… —dijo, golpeando el suelo con el pie—. ¡Ah, Sorais!

Sir Henry se apresuró a cambiar de tema.

—Pronto se levantará y estará restablecido del todo, viejo amigo —dijo.

Yo sacudí la cabeza y me eché a reír.

—No os engañéis —respondí—. Puede que siga vivo durante un tiempo, pero nunca volveré a estar bien. Me estoy muriendo, Curtis. Puede que lo haga lentamente, pero moriré. ¿Sabe que he estado escupiendo sangre toda la mañana? Le aseguro que algo me pasa en el pulmón: lo noto mal. Vamos, no se inquieten; mi tiempo se ha cumplido y estoy preparado. Denme un espejo, por favor. Quiero verme la cara.

Curtis puso algunos inconvenientes, pero yo insistí hasta que finalmente me dio una de esas superficies de plata pulida enmarcadas en madera que sirven como espejos en Zu-Vendis. Me miré y lo aparté de mí.

—Ah —dije en tono sereno—. Lo sabía; ¡y vosotros diciéndome que voy a ponerme bien!

No deseaba demostrar lo mucho que me había impresionado mi aspecto. Mi pelo corto y canoso se había vuelto blanco como la nieve; mi rostro amarillo estaba apergaminado como el de una vieja y bajo los ojos tenía dos profundos anillos cárdenos.

Entonces, Nyleptha se echó a llorar y sir Henry volvió a cambiar de tema, contándome que se había sacado un molde del cuerpo muerto del viejo Umslopogaas y que iba a erigirse una gran estatua en mármol negro representando el momento en que rompía la piedra sagrada; y a su lado, otra estatua en mármol blanco me inmortalizaría con Luz del Día, tal y como se encontraba cuando al final de la desenfrenada carrera se había derrumbado al entrar en el patio de palacio. Seis meses más tarde tuve la oportunidad de ver estas estatuas casi terminadas. Son muy hermosas, sobre todo la de Umslopogaas, que es su réplica exacta. En cuanto a la mía, es buena, pero han idealizado un poco la fealdad de mi rostro, cosa que no me importa cuando pienso que miles de personas la verán en los siglos venideros y que no resulta agradable admirar fealdades.

Luego me dijeron que la última voluntad de Umslopogaas se había llevado a cabo y que, en lugar de incinerarlo, como harán conmigo, había sido atado al estilo de los zulúes, con las rodillas bajo la barbilla, le habían envuelto en una fina lámina de oro batido y le habían sepultado en un nicho excavado en la mampostería del espacio semicircular situado en lo alto de la escalinata que de forma tan espléndida había defendido, orientando su cabeza hacia Zululandia. Allí permanece sentado y allí permanecerá para siempre, ya que está embalsamado con especias y ha sido metido en un cofre de piedra herméticamente sellado, continuando su severa vigilancia en el lugar que había defendido contra tantos adversarios; y la gente dice que por la noche su fantasma se levanta, se pone en pie y blande un fantasmal Inkosi-kaas contra fantasmagóricos enemigos. De hecho, temen pasar a esas horas por el lugar en el que está enterrado el héroe.

Y ha nacido una nueva leyenda o profecía, como surgen, traídas por un viento de origen desconocido, en los pueblos bárbaros y semicivilizados. Según se dice, mientras el viejo zulú permanezca allí sentado, en el puesto que defendió cuando estaba vivo, la dinastía de la Casa de la Escalinata, nacida de la unión de un inglés con Nyleptha, permanecerá en el poder y florecerá; pero cuando sea sacado de allí, o cuando al cabo de los siglos sus huesos terminen convertidos en polvo, la Casa y la Escalinata caerán y Zu-Vendis dejará de ser una Nación.