¡Vamos! ¡Vamos!
En la cima del cerro nos detuvimos para dejar descansar a nuestros caballos y, volviéndonos, contemplamos la batalla que se desarrollaba a nuestros pies. Iluminada por los fieros rayos de sol poniente que tornaban roja la escena, parecía desde donde nos encontrábamos un salvaje y titánico cuadro más que un combate cuerpo a cuerpo. El efecto escénico a tanta distancia lo aportaban los reflejos de las espadas y las lanzas, ya que de otra forma el espectáculo no habría sido tan impresionante como podía verse. La extensa superficie de césped sobre la que se estaba desarrollando la batalla, la nítida silueta de las colinas y la amplia llanura más lejana, parecían empequeñecer; y lo que era tremendo cuando uno se hallaba dentro, se convertía en insignificante cuando se contemplaba a distancia. Pero ¿no ocurre así con todos los asuntos y hechos de nuestra raza sobre los que armamos tanto alboroto y tanto nos preocupamos? ¡Cuán insignificantes, tanto moral como físicamente, deben de parecer a aquellos que miren con ojos serenos desde las abovedadas profundidades del cielo!
—Hemos empleado bien el día, Macumazahn —dijo el viejo Umslopogaas, echando un vistazo al campo de batalla—. Mira, las fuerzas de la Dama de la Noche se repliegan por todas partes, no les queda resistencia, se doblan como el acero al rojo vivo y están luchando con la mitad del corazón. ¡Pero, ay! La batalla tiene que cesar, pues cae la noche y los regimientos no serán capaces de continuar matando —y sacudió su cabeza con triste ademán—. Pero —añadió— no creo que vuelvan a luchar de nuevo. Les hemos alimentado con demasiada carne. ¡Ah! ¡Qué bueno haber sobrevivido! Por fin he visto una batalla que mereciera la pena.
Continuamos nuestro viaje y mientras cabalgábamos uno junto al otro, le conté cuál era el propósito de nuestra misión, y cómo, si fallábamos, todas las vidas perdidas aquel día se habrían perdido en vano.
—¡Ah! —dijo—. ¡Casi cien millas de noche sin más caballos que éstos y con la urgencia de llegar allí antes de que amanezca! ¡Bueno, adelante, adelante! No podemos hacer otra cosa que intentarlo, Macumazahn; y quizá lleguemos a tiempo de partir en dos el cráneo de ese viejo «cazador de brujos» [Agon], Una vez quiso quemarnos vivos, el viejo «hacedor de lluvias», ¿verdad? Y ahora va a tenderle una trampa a mi madre [Nyleptha], ¿no es cierto? ¡Bien! Pues tan seguro como que me llamo Picamaderos, con mi madre viva o muerta, le partiré el cráneo en dos hasta la barba. ¡Ay, por la cabeza de Chaka que lo juro! —y sacudió a Inkosi-kaas mientras cabalgaba. Por entonces ya se había hecho la oscuridad, pero afortunadamente salió la luna un poco después y el camino era bueno.
Cabalgamos a galope tendido en el crepúsculo; nuestros magníficos caballos cortaban el viento y avanzamos por un terreno llano durante millas y más millas. Descendimos por laderas hasta amplios valles que se extienden a los pies de las lejanas colinas. Los azules montículos se acercaban cada vez más; al poco tiempo ascendíamos sus cuestas y después las remontábamos y pasábamos a otras que se levantaban como visiones en la lejana y desdibujada distancia.
Sin detenernos y sin frenar el ritmo de los caballos, continuamos en la perfecta quietud de la noche, que cayó mientras escuchábamos la monótona canción de los cascos de nuestras monturas; seguimos, atravesando desiertas aldeas donde sólo los olvidados y hambrientos perros nos daban una melancólica bienvenida; y continuamos, divisando fortalezas abandonadas bajo la blanca luz de la luna, que se cernía sobre la fría superficie de la tierra, como si no hubiera ningún calor en ella; y continuamos así durante horas y horas.
No cruzamos palabra alguna, pegados a los cuellos de nuestras magníficas monturas, y escuchábamos las profundas y esforzadas respiraciones que alimentaban sus grandes pulmones y el firme y regular sonido de los cascos. El viejo Umslopogaas ofrecía un aspecto severo y sombrío a mi lado, montado sobre su gran caballo blanco, como la Muerte en el Apocalipsis de San Juan, y de vez en cuando levantaba su fiero rostro para otear el camino y señalar con su hacha hacia alguna distante casa o colina.
Y continuamos sin descanso, hora tras hora.
Por fin, sentí que mi espléndido animal estaba empezando a darse por vencido. Consulté mi reloj: era casi medianoche y estábamos todavía a mitad del trayecto. En la cumbre de una colina había un pequeño arroyo, que yo recordaba porque había dormido junto a sus orillas algunas noches antes, y le indiqué a Umslopogaas que nos detuviéramos allí unos minutos para dar resuello a los caballos. Él obedeció y desmontamos —es decir, Umslopogaas lo hizo y luego me ayudó a mí—, pues por la fatiga, la rigidez de mis miembros y el dolor de mi herida no podía hacerlo solo; y los valerosos caballos descansaron mientras el sudor resbalaba por sus lomos casi a chorros y el aliento se dispersaba en pálidas nubes en el quieto aire de la noche.
Dejé que Umslopogaas cuidara de los caballos y yo me arrastré hacia el arroyo y bebí sus dulces aguas. No había tomado nada más que un poco de vino desde el mediodía, al comenzar la batalla, y estaba sediento, aunque mi fatiga era tan grande que apenas sentía hambre. Luego, después de lavarme la cara y las manos, que me ardían por la fiebre, regresé y el zulú fue a beber al arroyo. Más tarde permitimos a los caballos beber un poco; y, oh, ¡cuánto nos costó apartar a los pobres animales del agua! Disponíamos todavía de dos minutos y los aproveché para caminar arriba y abajo e intentar aliviar la rigidez de mis miembros y para inspeccionar el estado de las monturas. Mi yegua, un animal valiente como pocos, se encontraba evidentemente agotada; su cabeza colgaba y sus ojos mostraban su fatiga; pero Luz del Día, el magnífico caballo de Nylephta, que, si no nos defraudaba, se alimentaría, como los caballos que habían servido para salvar la vida del gran Rameses en un apuro, se encontraba todavía en buena forma, a pesar de que había llevado en sus lomos al hombre de más peso. Tenía el vientre encogido y sus patas se habían debilitado, pero sus ojos brillaban claros y vivos y mantenía erguida su hermosa cabeza; miraba la oscuridad de su alrededor de una forma que parecía decirnos que él era capaz de recorrer las cuarenta y cinco millas que quedaban hasta Milosis. Entonces, Umslopogaas me ayudó a montar y —¡qué vigoroso era el viejo salvaje!— se subió a la silla de su cabalgadura sin tocar el estribo. Partimos de nuevo, primero a paso lento, hasta que los caballos recuperaron el ritmo y la velocidad anteriores. Y así recorrimos otras diez millas para después avanzar unas seis o siete por una larga y fatigosa altura y, en tres ocasiones, mi pobre caballo negro estuvo a punto de caer conmigo a cuestas. Pero en la cumbre pareció reunir fuerzas y galopó por la pendiente con largas y convulsivas zancadas, respirando agitadamente. Las tres o cuatro millas que siguieron las recorrimos más rápidamente que las anteriores, pero sentí que aquel era su último esfuerzo, y no me equivocaba. De pronto, el pobre animal mordió la brida, corrió furiosamente durante doscientos o trescientos metros, y luego, tras dos o tres pasos sin tino, se detuvo y cayó con estrépito al suelo, despidiéndome de la silla. Mientras yo trataba de ponerme en pie, la valerosa bestia levantó la cabeza, me miró con los ojos lastimeros inyectados en sangre, y luego la dejó caer con un resoplido y murió. Su corazón había estallado.
Umslopogaas se acercó al cadáver y le miré angustiado. Todavía nos quedaban unas veinte millas que recorrer antes del amanecer y ¿cómo lo íbamos a hacer sin un caballo? Desesperado, no me acordé de los extraordinarios poderes físicos del zulú; era un corredor sin igual.
Sin cruzar una palabra conmigo, bajó del caballo y me ayudó a montar en él.
—¿Qué vas a hacer? —pregunté.
—Correr —respondió, colocándome el estribo en los pies.
Y partimos otra vez, casi tan rápidamente como antes; y, ¡oh, qué alivio tan grande sentí al cambiar de montura! Cualquiera que haya montado alguna vez sabe lo que quiero decir.
Luz del Día corría a trote ligero, dándole cierta ventaja al zulú a cada paso. Era algo maravilloso contemplar al viejo Umslopogaas correr milla tras milla, con los labios ligeramente separados y su nariz abierta como la de un caballo. Cada cinco millas, más o menos, nos deteníamos durante unos minutos para que recobrara el aliento y luego proseguíamos.
—¿Puedes continuar —dije yo en la tercera de nuestras paradas— o quieres seguirnos?
Él señaló con el hacha una masa oscura ante nosotros. Era el Templo del Sol, a no más de cinco millas.
—Llegaré hasta allí o moriré —dijo sin resuello.
¡Oh, que cinco millas! La piel de mis muslos estaba en carne viva y cada movimiento del caballo me hacía enloquecer de dolor. Y aquello no era todo. Estaba cansado, tenía hambre y sueño, y sufría también por la herida que tenía en el costado izquierdo. Me daba la impresión de que algún hueso roto o algo me estaba perforando lentamente el pulmón. El pobre Luz del Día también estaba casi a punto de reventar. Pero olía ya el amanecer y no podíamos darnos por vencidos; era mejor que muriéramos los tres en el camino, que descansar mientras hubiera vida en nosotros. El aire era pesado y denso, como suele serlo a veces antes del alba, y —otra señal infalible en ciertas regiones de Zu-Vendis de que el amanecer se acerca— cientos de pequeñas arañas colgaban de largos hilos que flotaban por el aire y que caían sobre el hocico del caballo y sobre nosotros en grandes cantidades, pero como no teníamos ni ganas ni tiempo suficiente como para quitárnoslas de encima, seguimos galopando y corriendo cubiertos de centenares de sedosos hilos de araña que ondeaban detrás de nosotros, de modo que nuestra apariencia debía de ser extraña y extravagante.
Y entonces, ante nosotros aparecieron las enormes puertas de la muralla exterior de la Ciudad del Ceño y una terrible duda me asaltó: ¿Y si no nos dejaban entrar?
—¡Abrid! ¡Abrid! —grité imperiosamente al mismo tiempo que daba el santo y seña real—. ¡Abrid! ¡Abrid! ¡Un mensajero, un mensajero con nuevas de la guerra!
—¿Qué noticias traes? —exclamó el guardia—. ¿Y quién eres tú que cabalgas de forma tan alocada y quién es ese cuya lengua cuelga fuera de su boca (y de hecho así era) y que corre junto a ti como un perro junto a un carro?
—Es el señor Macumazahn y con él está su perro, su perro negro. ¡Abrid! ¡Abrid! Traigo noticias.
Las enormes puertas se abrieron, cayó el puente levadizo con estrépito y nos precipitamos hacia el interior de las murallas.
—¿Qué noticias, mi señor, qué noticias? —exclamó el guardia.
—Incubu ha derrotado a Sorais, como el viento a las nubes —respondí y salí corriendo.
¡Un esfuerzo más, valeroso caballo y, aún más valeroso, Umslopogaas!
No caigas ahora, Luz del Día, aguanta quince minutos más; no te derrumbes, viejo perro de guerra zulú, y vivirás para siempre en los anales de estas tierras.
Seguimos adelante por las dormidas calles. Pasamos el Templo de la Flor. Una milla más, sólo una milla más, aguanta, conserva la vida, mira las casas que pasamos a la carrera. Vamos, mi buen caballo, vamos, cincuenta metros más. ¡Ah! Ya ves tus establos y te tambaleas.
«¡Gracias a Dios, por fin el palacio!», y mira, los primeros rayos del amanecer están iluminando la cúpula dorada del templo[76*]. ¿Llegaré a tiempo o habrán cometido ya el crimen?
Una vez más di el santo y seña y grité:
—¡Abrid! ¡Abrid!
No hubo respuesta y mi corazón comenzó a desfallecer.
Llamé de nuevo y en esta ocasión se oyó como respuesta una voz que, para mi alegría, reconocí que pertenecía a Kara, uno de los oficiales de la guardia de Nyleptha, un hombre honesto como la luz; de hecho, era el mismo que Nyleptha había enviado para arrestar a Sorais el día que huyó al templo.
—¿Eres tú, Kara? —grité—. Soy Macumazahn. Dile al guardia que baje el puente y abra las puertas. ¡Rápido, rápido!
Luego siguieron unos momentos de espera que me parecieron eternos, pero al final el puente cayó, se abrió la puerta y entramos en el patio, donde el pobre Luz del Día cayó bajo mis pies, muerto según pensé. Me liberé del caballo y miré otra vez a mi alrededor. Excepto Kara, no había nadie, y su mirada era dura y sus ropas estaban destrozadas. Había abierto la puerta y había bajado el puente él solo, y en aquellos momentos volvía a subirlo y a cerrar la puerta sin ayuda de nadie (gracias a una serie de ingeniosos mecanismos y poleas, un hombre podía hacerlo, y de hecho, por lo general, lo hacía).
—¿Dónde está la guardia? —pregunté con voz ahogada, temiendo su respuesta como nunca antes había temido antes cosa alguna.
—No lo sé —respondió—. Hace dos horas, mientras dormía, el centinela que estaba bajo mis órdenes me atacó durante la guardia y me ató, y hasta ahora mismo no he podido librarme con mis dientes de las ataduras. Temo, lo temo mucho, que nos hayan traicionado.
Sus palabras me infundieron nuevas energías. Le cogí del brazo y caminé vacilante, seguido de Umslopogaas, que andaba detrás de nosotros como un borracho, a través de los patios y el gran salón, que estaba silencioso como una tumba, hasta el dormitorio de la reina.
Alcanzamos la primera antesala… no había guardias; la segunda, aún sin guardias. ¡Oh, seguramente ya lo habían hecho! El silencio y la soledad de aquellas enormes habitaciones era terrible y pesaba sobre mí como un mal sueño. Seguimos y entramos en la habitación de Nyleptha, corriendo y tambaleándonos, con el corazón encogido, temiendo que hubiera sucedido lo peor. Vimos que había luz en ella y que alguien tenía en sus manos una lámpara. ¡Oh, gracias a Dios, era la Reina Blanca en persona, la reina sana y salva! Allí estaba de pie, en camisón, alertada por nuestros pasos, con una expresión todavía adormilada en su rostro y un color sonrosado en su hermoso pecho y en sus mejillas.
—¿Quién es? —preguntó—. ¿Qué quieren? Oh, Macumazahn, ¿eres tú? ¿Por qué tienes ese aspecto tan horrible? ¿Vienes con malas noticias? ¿Es que mi señor…? Oh, no me digas que ha muerto, ¡no ha muerto! —gimió levantando sus blancas manos.
—He dejado a Incubu herido, pero dirigiendo el ataque ayer al atardecer; por lo tanto, no os asustéis. Sorais ha tenido que replegar sus líneas y vuestro ejército ha vencido.
—Lo sabía —exclamó triunfante—. Sabía que vencería. ¡Y le llamaban el Visitante y sacudían sus sabias cabezas cuando le ofrecí el mando! Ayer al atardecer, dices, ¿y no está ahora amaneciendo? Seguro que…
—Poneos una túnica, Nyleptha —la interrumpí—, y dadnos algo de vino para beber; y llamad a vuestras damas rápidamente si queréis salvar la vida. Vamos, no hay tiempo que perder.
Salió corriendo y dijo algo a través de las cortinas que daban a la otra habitación y luego, apresuradamente, se puso las sandalias y una túnica gruesa, al tiempo que una docena de damas medio vestidas irrumpían en la habitación.
—Seguidnos en silencio —dije mientras nos miraban con curiosidad, cogidas unas a otras. Y así salimos a la primera antesala.
—Ahora —dije—, dadnos vino y alimento, si es que tenéis, pues estamos medio muertos.
La sala era utilizada por los oficiales de la guardia y de un armario sacaron unas jarras de vino y cortaron un poco de carne fría. Umslopogaas y yo bebimos, y sentimos que la vida volvía a correr por nuestras venas al tiempo que el vino rojo recorría nuestra garganta.
—¡Escuchad, Nyleptha! —dije mientras dejaba sobre una mesa la jarra vacía—. ¿Tenéis entre vuestras damas a dos que sean de fiar?
—Sí —dijo ella—, claro.
—Entonces ordenadles que salgan por la puerta lateral y que busquen a todos aquellos hombres en los que confiéis, para que vengan armados con toda la gente del pueblo honesta que puedan reunir para protegerte. No, no preguntéis; haced lo que os digo, y rápido. Kara está allí y las dejará salir.
Nyleptha se volvió y, seleccionando a dos de las damiselas, les repitió mis palabras que yo había musitado y les dio además la lista de los hombres que debían buscar.
—Id veloces y en secreto; id, por vuestras propias vidas —añadí.
Inmediatamente después partieron con Kara, a quien dije que se reuniera con nosotros en la puerta que daba al gran patio de la escalinata en cuanto hubiera dejado a las damas. Entonces, Umslopogaas y yo salimos corriendo seguidos de la reina y el resto de sus damas. Mientras avanzábamos íbamos comiendo la carne fría y, entre bocado y bocado, yo le iba explicando a la reina el peligro que corría y cómo habíamos encontrado a Kara, cómo todos los sirvientes y guardias habían desaparecido y cómo ella estaba sola con sus mujeres en el gran palacio; y ella me contó también que había corrido por la ciudad el rumor de que nuestro ejército había sido completamente derrotado y que Sorais avanzaba triunfante hacia Milosis, y como consecuencia todos los hombres la habían abandonado.
Llevábamos ya unos seis o siete minutos en el palacio desde el comienzo de aquella conversación y, a pesar de que la cúpula dorada del templo, que era muy alta, brillaba ya con los rayos del sol, todavía no había amanecido, y no lo haría hasta pasados otros diez minutos. Nos encontrábamos en el patio y mi herida me dolía tanto que tuve que apoyarme en el brazo de Nyleptha, mientras Umslopogaas abría el camino sin dejar de comer.
Lo atravesamos y alcanzamos la estrecha puerta que se abría a la majestuosa escalinata.
Pero entonces me quedé perplejo. Y bien podía estarlo. La puerta había desaparecido, así como las otras puertas de bronce del exterior. Habían sido descolgadas de las bisagras y, como después descubrimos, habían sido lanzadas por la escalinata abajo hasta el suelo y se hallaban a unos sesenta metros. Allí, frente a nosotros, se veía el hueco semicircular, cuyas dimensiones eran dos veces las de una gran mesa oval, y los diez escalones negros que conducían hasta la escalinata principal… no había nada más.