La batalla del desfiladero
Tres días después de estudiar el mapa, partimos sir Henry y yo. Salvo una pequeña guardia, todas las huestes habían salido la noche anterior, quedando la Ciudad del Ceño silenciosa y vacía. De hecho, fue imposible dejar algún guerrero, con la excepción de la guardia personal de Nyleptha, y alrededor de un centenar de hombres que por enfermedad o alguna otra razón no pudieron unirse al ejército. Pero como Milosis era prácticamente inexpugnable y como nuestro enemigo se encontraba frente a nosotros y no detrás, aquello no importaba mucho.
Good y Umslopogaas habían partido con las tropas y Nyleptha nos acompañó a sir Henry y a mí hasta las puertas de la ciudad montando un espléndido caballo blanco llamado Luz del Día, que era el animal más veloz y resistente de Zu-Vendis. Su rostro mostraba señales de haber llorado, aunque no había rastro de lágrimas en sus ojos en aquellos momentos; de hecho, Nyleptha estaba soportando con valerosa entereza lo que debía de estar siendo una amarga experiencia para ella. En las puertas detuvo su caballo y nos dijo adiós. El día anterior había pasado revista al ejército y había arengado a los oficiales, hablando con tan elocuentes palabras y expresando una confianza en ellos y en la victoria final tan completa que ganó sus corazones y, mientras pasaba ante ellos montada en su caballo, la vitorearon con tanto entusiasmo que hasta el suelo tembló. Aquel día su ánimo parecía ser el mismo.
—¡Adiós, Macumazahn! —dijo—. Recuerda que confío en tu talento para salvarnos de Sorais. Sé que cumplirás con tu obligación.
Yo me incliné y le expliqué el terror que sentía por la lucha y mi temor a perder la cabeza, ante lo que ella se echó a reír y luego se dirigió a Curtis.
—¡Adiós, mi señor! —dijo—. Regresa victorioso y como un rey, o sobre las lanzas de tus soldados[74*].
Sir Henry guardó silencio y espoleó a su caballo; quizá tenía un nudo en la garganta. Uno se sobrepone a este tipo de situaciones después, pero es muy duro despedirse cuando se ha contraído matrimonio una semana antes.
—Aquí —añadió Nyleptha— te recibiré cuando regreses victorioso. Y ahora, señores míos, una vez más, adiós.
Tras aquellas palabras, partimos, pero cuando habíamos recorrido unos ciento cincuenta metros más o menos, nos volvimos y vimos que ella permanecía sobre su caballo en el mismo lugar en el que la habíamos dejado y nos miraba con la mano colocada sobre su frente como visera. Y aquélla fue la última vez que la vimos. Una milla más adelante, sin embargo, oímos el galopar de un caballo detrás de nosotros y al mirar en aquella dirección, vimos a un jinete que se acercaba montado en Luz del Día, el incomparable corcel de Nylephta.
—La reina envía el blanco semental como un regalo de despedida para su señor Incubu, y me ordena que le comunique a mi señor que es el más veloz y más resistente corcel de esta tierra —dijo el soldado ofreciéndonos la brida.
En un principio, sir Henry no quería aceptar el caballo, diciendo que era demasiado bueno para faenas tan duras, pero yo le persuadí para que lo tomara, pensando que Nyleptha se sentiría ofendida si no lo hacía. ¡Cómo íbamos a adivinar el enorme servicio que aquel noble animal nos haría en los momentos más apurados! Es extraño mirar hacia atrás y darse cuenta a posteriori de que algunos hechos de suma importancia han dependido de circunstancias triviales y aparentemente insignificantes.
Pues bien, aceptamos el caballo, que era hermosísimo, y después de que Curtis enviara con el mensajero su saludo y su agradecimiento a la reina, continuamos el viaje.
A mediodía alcanzamos la retaguardia del gran ejército que sir Henry debía dirigir. La responsabilidad era enorme y le pesaba mucho, pero las instrucciones de la reina sobre el asunto no admitían réplica. Comenzaba a entender que la grandeza de un rey exigía responsabilidades además de gloria.
Entonces avanzamos sin encontrar a nuestro paso ninguna oposición; de hecho, apenas vimos a nadie, pues las gentes de las aldeas y ciudades que encontrábamos en nuestra ruta habían huido en su mayor parte, temiendo quedar atrapadas entre dos ejércitos y convertirse en polvo, como el grano molido por las piedras de un molino.
Al anochecer del cuarto día, ya que el avance de un gran ejército es lento, acampamos a dos millas del desfiladero del que he hablado y nuestros vigías nos informaron de que Sorais y todas sus fuerzas se movían hacia nosotros y habían apostado su campamento a unas diez millas de la boca del desfiladero.
De acuerdo con aquella información, al amanecer enviamos a unos ciento cincuenta jinetes para tomar posiciones. Sin embargo, poco después de haberlas ocupado fueron atacados por un puñado de hombres a caballo de Sorais y se desencadenó una pequeña batalla, en la que perdimos unos treinta hombres. Ante el avance de un cuerpo de apoyo, sin embargo, las fuerzas de Sorais se replegaron, llevándose a sus muertos y heridos.
El grueso del ejército alcanzó el desfiladero al atardecer y debo decir que el instinto de Nyleptha no la había traicionado: era un lugar excelente para presentar batalla, especialmente a una fuerza superior.
El desfiladero se extendía durante una milla más o menos a través de un terreno muy accidentado que difícilmente podía dar paso a un ejército numeroso, hasta que alcanzaba la cresta de una gran elevación cubierta de verde hierba, que descendía hasta las orillas de un arroyuelo y que luego volvía a ascender por una ladera hasta una altura algo mayor que culminaba en meseta; la distancia desde la cresta hasta el arroyo debía de ser de una milla y desde la corriente de agua hasta la meseta, un poco menos. La longitud de esta ondulación del terreno hasta un punto más alto, que se correspondía exactamente con la anchura del desfiladero entre las arboladas colinas, era de poco más de dos millas y se encontraba protegida a ambos lados por un suelo rocoso y cubierto de arbustos, que protegía los flancos del ejército y hacía prácticamente imposible un ataque contra ellos.
En esta ladera del desfiladero Curtis colocó al ejército en la formación que él, Good y yo habíamos decidido, después de consultarlo con varios generales, para iniciar el combate, que parecía inminente.
Dividimos, aproximadamente, nuestra fuerza de unos sesenta mil hombres de la forma siguiente: en el centro colocamos un cuerpo bastante compacto de veinte mil hombres a pie, pertrechados con lanzas, espadas, escudos de piel de hipopótamo y armaduras en pecho y espalda[75*]. Estos formaban el grueso del ejército y estaban apoyados por cinco mil infantes y tres mil jinetes de reserva. A ambos lados de este cuerpo se estacionaban siete mil jinetes formando majestuosos escuadrones; más allá y a ambos lados, aunque ligeramente frente a ellos, dos cuerpos más, cada uno de siete mil quinientos lanceros, formaban las alas izquierda y derecha del ejército; asimismo,
cada uno tenía como apoyo un contingente de unos ciento cincuenta jinetes. En total, sesenta mil hombres.
Curtis era el general en jefe de todas las tropas y a mi cargo tenía siete mil jinetes entre el centro y el ala derecha, que estaba bajo el mando de Good, y los otros batallones y escuadrones, a las órdenes de los generales de Zu-Vendis.
Apenas habíamos tomado posiciones, cuando el enorme ejército de Sorais comenzó a descender por la colina situada frente a nosotros a una milla de distancia, hasta que todo el lugar fue un hervidero humano erizado de lanzas y el suelo entero retembló bajo el estruendo de los batallones. Los espías no habían exagerado: nos superaban por lo menos en proporción de tres a uno. Al principio esperamos que Sorais nos atacara primero, pues su caballería llevó a cabo una serie de movimientos amenazadores. Sin embargo, habían tenido una idea mejor y no presentaron batalla aquel día. No puedo describir con exactitud la formación de su enorme ejército, y tan sólo serviría para aturdir al lector si lo hiciera, pero debo decir que su cuerpo central de ataque era parecido al nuestro, excepto sus fuerzas de reserva, que eran mucho más numerosas.
Frente a nuestra ala derecha y formando el ala izquierda de Sorais, se hallaban unos hombres de aspecto aterrador y salvaje, armados tan sólo con espadas y escudos. Según fui informado, eran los montañeses de Nasta, en número de veinticinco mil.
—¡Le aseguro, Good —dije al verlos—, que la tendremos buena mañana, cuando carguen esos hombres!
Y Good los observó con justificada inquietud.
El día transcurrió en la espera y la expectación, pero nada ocurrió, y cuando cayó la noche, miles de hogueras brillaron en la oscuridad de las colinas, para desvanecerse y morir una a una como las estrellas a las que se asemejaban. Mientras pasaban las horas, el silencio se fue apoderando de las huestes enemigas.
La noche fue agotadora, pues además de los innumerables detalles que había que atender, teníamos que enfrentarnos a nuestra propia incertidumbre. La batalla que tendría lugar al día siguiente sería tan descomunal y la matanza tan cruel, que por muy valerosos que fueran nuestros corazones se nos encogían ante aquella perspectiva. Cuando reflexioné sobre ello, reconozco que me sentí enfermo y me entristeció pensar que aquellas poderosas fuerzas allí reunidas para la destrucción, lo estaban simplemente para apaciguar los celos de una mujer encolerizada. Este era el móvil secreto que arrojaría a aquellas masas de caballería a galope tendido por la meseta como relámpagos y que desplegaría los fieros batallones en violentos torbellinos como cuando un huracán se enfrenta a otro huracán. Era un pensamiento espantoso, y ante esto uno se pregunta acerca de las responsabilidades de los grandes de la tierra. Nos sentamos en mitad de la noche, con los rostros lívidos y los corazones apesadumbrados, y nos reunimos en consejo, mientras los centinelas hacían guardia, arriba y abajo, y los armados y empenachados generales iban y venían, con aspecto severo y sombrío.
Y así pasó el tiempo, hasta que todo estuvo preparado para la inminente matanza; yo me tumbé a reflexionar y traté de descansar, aunque no pude dormir atenazado por el miedo a la mañana, pues… ¿quién podía decir lo que nos depararía la luz del sol? Desolación y muerte, con toda seguridad, nada más sabíamos, y confieso que tenía mucho miedo. Pero como entonces comprendí, es inútil preguntarle a la eterna Esfinge por el futuro. Día a día ella lee en voz alta los enigmas del ayer, cuya misteriosa y enrevesada palabrería en el decurso de los tiempos nadie ha sabido ni sabrá nunca descifrar.
Al final cesé en mis cavilaciones, decidido a dejarlo todo en manos de la Providencia y de la mañana que ya se aproximaba.
Por fin apareció el sol y los campos se despertaron con el estrépito y el clamor de los preparativos para la batalla. La escena era magnífica y a la vez inspiraba terror, y el viejo Umslopogaas, apoyado en su hacha, lo contemplaba con serio deleite.
—Nunca he visto cosa semejante, Macumazahn, nunca —dijo—. Las batallas de mi gente son como juegos de niños en comparación con ésta. ¿Crees que combatirán?
—Ay —respondí tristemente—, hasta la muerte. ¡Alégrate, Picamaderos, pues vas a satisfacer tu sed de sangre!
El tiempo pasaba y no se producía señal alguna de ataque. Una fuerza de caballería atravesó el riachuelo y avanzó a lo largo de nuestro frente, para observar nuestro número y nuestras posiciones. No tratamos de interceptarla, ya que habíamos decidido permanecer a la defensiva y no perder uno solo de nuestros guerreros. Los hombres desayunaron y se armaron y las horas siguieron pasando. Hacia el mediodía, cuando los hombres tomaban de nuevo alimento, pues pensábamos que era mejor enfrentarse a Sorais con el estómago lleno, el grito de «¡Sorais, Sorais!» se levantó como un trueno desde la derecha de las fuerzas enemigas y, con los prismáticos, pude ver claramente a la «Dama de la Noche», rodeada por un radiante séquito, cabalgando parsimoniosa frente a las líneas de sus batallones. Y mientras avanzaba, aquel poderoso y atronador grito iba acompañándola a su paso como el sonar de diez mil carros de combate, o el fragor de los océanos cuando la galerna arrecia y lleva su voz hasta los oídos de los que la escuchan: la tierra entera se conmueve y el aire se impregna de la majestad de su lamento.
Adivinando que aquello era el preludio de la batalla, permanecimos en silencio y nos dispusimos para la lucha.
No tuvimos que esperar mucho. De pronto, como el disparo de un cañón, se descolgaron dos grandes fuerzas de caballería y descendieron por la falda hacia el arroyo, al principio con lentitud, pero ganando velocidad al tiempo que se acercaban. Antes de que alcanzaran la orilla, me llegaron órdenes de sir Henry, quien evidentemente temía que el choque de aquella formidable carga, si nuestra infantería no podía contenerla, resultara fatal para nosotros. Me ordenó adelantar a cinco mil hombres para que se enfrentaran con la caballería enemiga en el momento en que ésta comenzara a remontar la parte más escarpada de la elevación, a unos cuatrocientos metros de nuestras líneas. Esto hice, permaneciendo detrás con el resto de los hombres.
Partieron los cinco mil jinetes, dispuestos en forma de cuña, y debo decir que el general al mando los dirigía con destreza. Iniciaron la marcha a trote ligero y durante los primeros trescientos metros galoparon directamente hacia la cabeza de la masa de caballería enemiga, que en número de unos ocho mil sables, según pude apreciar, avanzaba para cargar sobre nosotros. De pronto, nuestros jinetes viraron a la derecha y tomaron posiciones, y vi cómo la gran cuña se redondeaba ligeramente. Antes de que el enemigo pudiera cambiar de dirección y dirigirse hacia ellos, atacaron por el centro, con un estruendo parecido al que se produce cuando el hielo se rompe. La cuña penetró hasta el corazón de las fuerzas enemigas y, al abrirse camino, cientos de jinetes saltaron por los aires como se levanta la tierra bajo la reja del arado o como se abren las olas del mar al paso de un buque. Atacada por nuestros jinetes, la formación enemiga apenas pudo reaccionar y trató de proteger su parte central como una serpiente herida. Nuestra caballería penetró aún más, ¡por los cielos!, aún más en su interior, y entre los vítores de los que presenciábamos la lucha, alcanzaron a los jinetes de los extremos, destrozándolos, golpeándolos como la galerna bate la espuma, hasta que al final, entre las carreras de cientos de caballos desmontados, el resplandor de las espadas y el victorioso clamor de sus perseguidores, la fuerza enemiga se arrugó como un guante vacío, dio media vuelta y galopó atropelladamente en busca de refugio en sus propias líneas.
No creo que llegaran a ellas más de dos tercios de los que habían salido hacía diez minutos. Las líneas que en aquellos momentos avanzaban para atacarnos se abrieron y los engulleron, y nuestras fuerzas regresaron, habiendo perdido sólo unos quinientos hombres, lo cual no era mucho, pensé, considerando la violencia de la refriega. También pude ver que las formaciones de caballería a nuestra izquierda se retiraban, si bien no sé cómo se desarrolló la batalla para ellos. Ya es bastante que pueda describir lo que ocurría alrededor de mí.
En aquellos instantes las densas masas del enemigo, a la izquierda, compuestas casi enteramente por los hombres de Nasta, atravesaban el arroyo y a los gritos de «¡Nasta!», y «¡Sorais!», alternativamente, con los estandartes al viento y las espadas relucientes, se dirigían hacia nosotros como un ejército de hormigas.
De nuevo recibí órdenes de enfrentarme a aquel avance, y también del que se producía hacia el corazón de nuestro ejército, mediante cargas de caballería, y así lo hice, desplegando todas mis habilidades y enviando continuamente escuadrones de unos mil sables contra ellos. Aquellos escuadrones causaron mucho daño al enemigo, y era magnífico contemplar su precipitado galope por la colina y su caída en mitad de las fuerzas enemigas. Pero también perdimos muchos hombres, ya que después de la experiencia de un par de aquellas cargas, que habían producido un reguero de muertos y heridos en pleno centro de las huestes de Nasta, nuestros enemigos no ofrecían ya un frente uniforme contra nuestros jinetes, sino que abrían sus filas para dejarlos entrar, lanzándose ellos mismos al suelo y desjarretando cientos de caballos a su paso.
Y así, a pesar de todo lo que pudimos hacer, el enemigo se acercaba cada vez más, hasta que al final se precipitó sobre las fuerzas de Good, compuestas por siete mil quinientos regulares, quienes se aprestaron a recibirlos en formación de tres fuertes cuadros. Al tiempo, un espantoso estruendo me dio a entender que la batalla principal estaba localizada en el centro del ala izquierda. Me alcé sobre los estribos, miré hacia mi izquierda y contemplé un deslumbrante resplandor de acero, pues el sol se reflejaba en las espadas y las lanzas.
De un lado a otro, las líneas de batalla se movían presas en una lucha mortal, perdiendo terreno y ganándolo luego en la caótica y, sin embargo, ordenada confusión del ataque y la defensa. Pero era más de lo que yo puedo relatar lo que estaba ocurriendo en nuestra propia formación, y sólo pude ver con claridad que se replegaba la caballería que había caído sobre los tres cuadros de Good.
Los salvajes guerreros de Nasta se rompían en sangrientas olas sobre los fuertes cuadros, como si éstos fueran rocas. Lanzaban constantemente sus gritos de guerra y se precipitaban furiosamente contra las afiladas y largas puntas de las lanzas, sólo para encontrar la muerte como el oleaje en los acantilados.
Durante cuatro largas horas la batalla continuó sin pausa y al cabo de este tiempo, si no habíamos ganado nada, tampoco lo habíamos perdido. Los dos intentos que los hombres de Sorais había hecho para atacar nuestro flanco izquierdo a través del bosque que nos protegía, habían fallado y los guerreros de Nasta también, a pesar de sus desesperados esfuerzos por romper los tres cuadros de Good, aunque éste había perdido un tercio de sus hombres.
En cuanto al cuerpo del ejército donde se encontraba sir Henry con su comando en jefe y Umslopogaas, había sufrido también muchas bajas, pero se había defendido con honor y lo mismo podía decirse de la escaramuza que se libraba a nuestra izquierda.
Al final los ataques fueron reduciéndose y el ejército de Sorais se replegó, según mi opinión, a causa de las muchas bajas sufridas. No obstante, pronto vi que me había equivocado, pues dividiendo su caballería en pequeños escuadrones, cargó contra nosotros furiosamente, y una vez más sus diez mil hombres se lanzaron con espadas y lanzas sobre nuestros debilitados cuadros y escuadrones. Sorais misma dirigía los movimientos y, valiente como una leona, encabezaba el ataque. De nuevo cayeron sobre nosotros como una avalancha —pude ver su escudo de oro brillando en la vanguardia— y las contadas escaramuzas de nuestra caballería no pudieron contener su avance. Poco después nos propinaron un gran golpe y el centro de nuestro ejército se dobló como un arco bajo el peso de su ataque; y si no llega a ser por los diez mil hombres de reserva, habría quedado destruido por completo. En cuanto a los tres cuadros de Good, habían sido rechazados como barcas arrastradas por la marea, y el principal era duramente atacado y perdimos a la mitad de los hombres que quedaban. Pero el esfuerzo desplegado era demasiado fiero y terrible como para poder prolongarse mucho más. De pronto, la batalla entró en un punto de inflexión y durante unos minutos quedó en suspenso.
Después comenzamos el avance hacia el campamento de Sorais. Entonces los fieros y casi invencibles montañeses de Nasta se replegaron, bien a causa del desaliento, bien siguiendo una estratagema, y los soldados que seguían con vida de los valerosos cuadros de Good, abandonando las posiciones que habían defendido durante horas, gritaron de forma salvaje y se precipitaron colina abajo. Las hordas de guerreros armados con espadas se volvieron para envolverles y una vez más se lanzaron sobre ellos con estruendo. Rodeados por todas partes, los restos del primer cuadro fueron pronto destruidos y advertí que el segundo, que dirigía el mismo Good montado en un gran caballo, estaba a punto de ser aniquilado. Unos cuantos minutos más tarde había sido derrotado, los colores de sus estandartes desaparecieron y lo perdí de vista en la confusa y horrenda matanza que siguió a continuación.
Sin embargo, un caballo color crema con las crines y la cola blancas apareció de entre las ruinas del cuadro con las riendas sueltas, y reconocí la cabalgadura de Good. Entonces no vacilé más y tomando conmigo a la mitad de las fuerzas de la caballería superviviente, cuyo número ascendía a unos cuatro o cinco mil hombres, encomendándome a Dios y sin esperar órdenes, cargué contra las espadas de Nasta. Al vernos llegar y alertados por el ruido de los cascos de los caballos, la mayoría de ellos nos recibieron con una calurosa bienvenida. No cedieron ni una pulgada de terreno; en vano rajamos, descuartizamos y pisoteamos, mientras abríamos un ancho surco de sangre a través de los miles de hombres; parecían resurgir a cientos, dirigiendo sus terribles espadas contra nuestros caballos, desjarretándolos, acuchillando luego a los soldados que caían al suelo y haciéndolos pedazos. Mataron muy pronto a mi caballo, pero por suerte conseguí uno nuevo, mi favorito, una yegua negra que Nyleptha me había regalado y que había mantenido en la reserva, y monté en ella. Me las arreglaba como podía, pues había perdido de vista a mis hombres en la loca confusión del momento. Mi voz, por supuesto, no podía ser oída en medio del clamor de los aceros y de los aullidos de furia y agonía. Pronto me encontré mezclado con los restos del cuadro que se habían congregado en torno a su líder, Good, y que luchaban desesperadamente por su vida. Tropecé con alguien y, mirando hacia abajo, vi el monóculo de Good. Había sido herido en la rodilla. Frente a él había se encontraba un tipo enorme que blandía una pesada espada. De alguna forma logré asestarle un tajo con la sime que había quitado al masai a quien corté la mano; pero al hacerlo, me alcanzó con su espada en la parte izquierda del pecho, y aunque la cota de malla me salvó la vida, me di cuenta de que me había herido de gravedad. Durante unos minutos estuve tendido entre los cuerpos de los muertos y heridos y noté que me mareaba. Cuando volví en mí, vi a los lanceros de Nasta, o mejor dicho, a los que quedaban, que se replegaban cruzando el río, y a Good, que estaba junto a mí sonriendo dulcemente.
—Hemos estado cerca —exclamó—. Pero lo que bien comienzas bien acaba.
Yo asentí con la cabeza, aunque desde luego no había acabado muy bien para mí. Estaba gravemente herido.
Entonces vi que los grupos de caballería habían sido reforzados a derecha e izquierda por tres mil sables de a pie que habíamos mantenido en la reserva. Se lanzaron como saetas sobre los desordenados flancos de las fuerzas de Sorais y aquella carga decidió el resultado de la batalla. Poco después el enemigo iniciaba una lenta y dolorosa retirada atravesando el arroyo, donde una vez más se reorganizaron. Se produjo otra espera, durante la cual pude recuperar a mi yegua de nuevo y recibir órdenes de sir Henry; luego, con un fiero rugido, con los estandartes ondeando al viento y los resplandores de los aceros, los restos de nuestro ejército tomaron la ofensiva y comenzaron a deslizarse ladera abajo, con lentitud, pero sin detenerse, abandonando las posiciones que habían defendido tan valerosamente durante todo el día.
Por fin era nuestro turno de atacar.
Continuamos el avance sobre las pilas de muertos y heridos y nos acercábamos al arroyo, cuando de pronto vimos una extraordinaria escena. Galopando hacia nosotros, con los brazos fuertemente asidos alrededor del cuello de la cabalgadura, contra el que apoyaba su pálido rostro, se acercaba un jinete vestido como un general de Zu-Vendis, pero en quien, al acercarse más, reconocí a nuestro perdido Alphonse. Era imposible equivocarse, al ver aquellos negros mostachos. Al poco tiempo llegó a nuestras filas y escapó por muy poco a la muerte a manos de nuestros soldados, hasta que por fin alguien sujetó la brida de su caballo y me fue entregado justo en el momento en que se producía un pequeño alto en nuestro avance para permitir que nuestras castigadas tropas se recompusieran de nuevo.
—¡Ah, monsieur —dijo con una voz que apenas se oía, a causa del miedo—, gracias al cielo que es usted! ¡Lo que he soportado! Pero ha vencido, monsieur, ha vencido; esos laches [cobardes] han huido. Pero escuche, monsieur… me había olvidado, y eso no es bueno; la reina va a ser asesinada mañana por la mañana en Milosis; sus guardias abandonarán sus puestos y los sacerdotes la matarán. ¡Ah, sí! Ellos no podían imaginar que yo me había escondido detrás de un estandarte y que lo he oído todo.
—¿Qué? —dije presa del horror—. ¿Qué quieres decir?
—Lo que he dicho, monsieur; ese demonio de Nasta fue anoche a arreglar el asunto con el arzobispo [Agon]. El guardia dejará abierta la puerta pequeña que da a la escalinata y se marchará, y entonces Nasta y los sacerdotes de Agon matarán a la reina.
—Ven conmigo —dije.
Llamé a voces al oficial del cuadro de mando para que me relevara en mi puesto y cogí las riendas del caballo de Alphonse; galopé tan rápido como pude hasta el lugar en el que se distinguía el pendón real ondeando, a un cuarto de milla de allí, y donde sabía que podría encontrar a sir Henry si aún estaba vivo. Llegamos hasta allí tras saltar con nuestros caballos sobre pilas de hombres muertos o heridos y sobre charcos de sangre y a través de las quebradas líneas de lanceros. Montado en el blanco semental que Nylephta le había enviado como regalo de despedida, vi la silueta de sir Henry destacándose por encima de los generales que le rodeaban.
Justo cuando llegamos comenzó de nuevo el avance. Llevaba un trapo ensangrentado alrededor de la cabeza, pero vi que sus ojos desprendían el mismo brillo y la misma vitalidad de siempre. Detrás de él se encontraba el viejo Umslopogaas, con el hacha manchada de sangre, aunque mostrando un aspecto fresco y saludable.
—¿Qué ocurre, Quatermain? —exclamó.
—De todo. Hay un plan para asesinar a la reina mañana al alba. Alphonse, que ha escapado de las manos de Sorais, se ha enterado de todo —y rápidamente los puse al corriente de lo que el francés me había contado.
El rostro de Curtis se tornó pálido como la muerte.
—Al alba —dijo sin resuello—, no hay tiempo; ya se está poniendo el sol y nos encontramos a muchas millas de allí. A nueve horas. ¿Qué hacemos?
Se me ocurrió una idea.
—¿Su caballo está descansado? —dije.
—Sí, lo he montado después de que mataran al mío, y le han dado de comer.
—Lo mismo que el mío. Baje y deje que Umslopogaas lo monte; él sabe cabalgar muy bien. Estaremos en Milosis antes del amanecer, y si no, ¿qué podemos hacer? No podremos evitarlo. No; no; usted no puede marcharse de aquí ahora. Deben verle y eso decidirá la suerte final de la batalla. Todavía no hemos vencido. Los soldados pensarían que se escabulle. Vamos, rápido.
En un instante desmontó y, obedeciendo mi orden, Umslopogaas montó sobre el caballo.
—Y ahora adiós —dije—. Envíe unos mil jinetes con caballos frescos detrás de nosotros. Y mande a un general al ala izquierda para que se haga cargo del mando y explique mi ausencia.
—Hará lo imposible para salvarla, ¿verdad, Quatermain? —dijo desconsolado.
—Sí, lo haré. Vamos, nos está retrasando.
Nos miró una vez más y, acompañado de sus generales, galopó hacia la avanzadilla, que en aquel momento estaba vadeando el arroyo, rojo ya por la sangre de los caídos.
En cuanto a Umslopogaas y a mí, abandonamos aquel campo de muerte como flechas y en pocos minutos habíamos perdido de vista la matanza, el olor a sangre, la confusión y el griterío, que sólo llegaba a nuestros oídos como un desmayado y lejano rumor, como el sonido de olas distantes.