Una extraña boda
Sin embargo, hubo una persona que no consiguió alcanzar la puerta antes de que se cerrara, y esta persona era el sumo sacerdote, Agon, quien, según creíamos con fundadas razones, era el aliado más fiel de Sorais y el corazón y el alma de aquella facción. Aquel feroz y astuto anciano no nos había perdonado la matanza de los hipopótamos o, por lo menos, eso era lo que él decía, si bien lo que en realidad no estaba dispuesto a aceptar era la introducción de nuestras formas de pensamiento más abiertas, ni la influencia o los conocimientos de unos extranjeros, mientras existiera la posibilidad de expulsarnos del país. También sabía que nuestra religión era distinta de la suya y temía sin duda que intentáramos imponer nuestro credo en Zu-Vendis. Un día me preguntó si profesábamos algún tipo de religión en nuestro país y yo le dije que, hasta donde podía recordar mi memoria, había en él noventa y cinco distintos credos. Podíamos haberle vencido con el roce de una pluma y realmente es difícil no compadecerse del sumo sacerdote de un arraigado culto que se siente amenazado por la proximidad de noventa y cinco nuevas religiones.
Cuando supimos que Agon estaba atrapado, Nyleptha, sir Henry y yo discutimos lo que había que hacer con él. Yo estaba decidido a quemarle en la hoguera, pero Nyleptha movió su cabeza y dijo que aquello produciría un efecto desastroso en todo el país.
—¡Ah! —añadió con otra de sus pataditas en el suelo—. Si venzo y me convierto en la auténtica reina, destruiré el poder de esos sacerdotes, con sus ritos, revueltas y sus secretos y oscuros manejos.
Yo habría deseado tan sólo que Agon pudiera escuchar aquellas palabras para que se hubiera echado a temblar.
—Bueno —dijo sir Henry—, si no vamos a encarcelarle, supongo que tendremos que dejarle marchar. Aquí no nos es de utilidad.
Nyleptha le miró de forma extraña y dijo con un susurro:
—¿Eso crees, señor mío?
—¿Eh? —dijo Curtis—. No, no veo para qué vamos a retenerle aquí.
Ella permaneció en silencio, pero continuó mirándole de manera tímida y a la vez dulce.
Entonces, por fin, él entendió.
—Perdóname, Nyleptha —dijo trémulo—. ¿Quieres decirme que deseas casarte conmigo ahora mismo?
—No… no lo sé; es mi señor quien ha de decidirlo —dijo ella rápidamente—; pero si mi señor lo desea, el sacerdote está aquí y el altar también —añadió señalando la entrada a una capilla privada—. ¿No estoy acaso preparada para cumplir la voluntad de mi señor? Escucha. Dentro de unos días me abandonarás para ir a la guerra, pues tú serás quien dirija mis ejércitos, y en la guerra los hombres a veces caen, y si eso ocurriese, por lo menos habré sido tuya durante un corto espacio de tiempo, y lo podré recordar toda mi vida —y las lágrimas acudieron a sus hermosos ojos y cayeron por su rostro como pesadas gotas de rocío sobre el corazón rojo de una rosa.
»Quizá, también —continuó—, pierda yo mi corona y con mi corona la vida. Sorais es poderosa e implacable y si vence no tendrá piedad. ¿Quién es capaz de leer en el futuro? La felicidad es como un blanco pájaro que pocas veces aparece y que vuela raudo y lejos hasta que cierto día se pierde en las nubes.
Por lo tanto, debemos aprovechar los momentos en que, por alguna casualidad, se posa en nuestra mano. No es de sabios descuidar el presente en favor del futuro, ya que, ¿quién sabe lo que nos deparará, Incubu? Cojamos nuestras flores mientras haya rocío en ellas, pues cuando el sol alcance su cénit, se marchitarán y con la mañana nacerán otras que no veremos jamás».
Levantó su dulce rostro y sonrió a Curtis, y una vez más sentí el curioso azote de los celos y tuve que salir de la sala. Ellos apenas advirtieron mi ausencia, pues debieron pensar, según creo, que yo era un viejo loco y que tampoco importaba si estaba presente o no. Y realmente creo que estaban en lo cierto.
Así que regresé a nuestras estancias rumiando los últimos acontecimientos y observé por la ventana al viejo Umslopogaas afilando su hacha, como un buitre afila su pico detrás de un buey moribundo.
Una hora más tarde sir Henry apareció inesperadamente con aspecto radiante y muy excitado, y viéndonos a Good, a Umslopogaas y a mí, nos preguntó si deseábamos asistir a una boda real. Le contestamos afirmativamente y salimos en dirección a la capilla, donde encontramos a Agon, tan malhumorado como sólo un sumo sacerdote puede estarlo. Parecía que él y Nyleptha habían tenido una pequeña diferencia de opinión sobre la ceremonia que iba a tener lugar. Él se había negado rotundamente a celebrarla o a permitir que ninguno de sus sacerdotes lo hiciera, por lo que Nyleptha se había encolerizado y le había dicho que ella, como reina, era la cabeza de la Iglesia y debía ser obedecida. De hecho, representó el papel de un Enrique VIII en versión de Zu-Vendí a la perfección[71], e insistió en que, si ella deseaba casarse, se casaría, y que él tenía que ser el que oficiara la ceremonia[72*].
Sin embargo, Agon seguía resistiéndose a celebrarla, así que ella remató sus argumentos de la siguiente forma:
—Bueno, yo no puedo ejecutar a un sumo sacerdote, porque hay un absurdo prejuicio al respecto, y tampoco puedo encarcelarle, porque todos sus subordinados se rebelarían y podrían caer las estrellas del firmamento sobre zu-vendis y aplastarnos a todos; pero puedo dejarle contemplando el altar del Sol sin comer, porque esa es su natural vocación; así que si tú no me casas, ¡oh, Agon!, te colocaré frente al altar sin alimento alguno salvo un poco de agua hasta que hayas reconsiderado el asunto.
Y así ocurrió. Agon fue llevado ante el altar aquella mañana sin haber probado bocado, por lo que se encontraba ya muy hambriento, y no tardó mucho en modificar sus puntos de vista y consentir en celebrar la ceremonia, sin dejar de añadir que se lavaba las manos de cualquier responsabilidad al respecto.
Asistida por dos de sus damas favoritas, apareció la reina Nyleptha con su rostro radiante de felicidad y sus ojos brillantes, vestida toda de blanco, sin bordados de ningún tipo, como es costumbre en la mayor parte del mundo. No llevaba ni un solo adorno, incluso se había quitado sus brazaletes de oro, y pensé que estaba más hermosa que nunca sin ellos, como sólo una mujer admirablemente bella puede hacer.
Se acercó, mirando de reojo a sir Henry. Cogió su mano y le condujo al altar y, después de una pequeña pausa, pronunció con voz clara y lentamente las siguientes palabras que son tradicionales en Zu-Vendis si la novia lo desea y si el hombre consiente:
—¿Juras por el Sol que no tomarás a ninguna otra mujer por esposa a menos que yo ponga mi mano sobre ella y le permita acercarse?
—Lo juro —respondió sir Henry, y añadió en inglés—: ¡Con una tengo suficiente!
Entonces Agon, que había permanecido malhumorado en un rincón, se acercó y pronunció en voz baja una serie de palabras, tan rápidamente que yo no entendí nada, pero que parecía fueran una invocación al Sol para que bendijera esta unión y la hiciera fructífera. Observé que Nyleptha escuchaba atentamente cada palabra, y más tarde supe que temía que Agon pudiera jugársela y pronunciara las palabras del divorcio en lugar de las del matrimonio. Al final de las invocaciones les preguntó, como en nuestras ceremonias, si se tomaban como esposo y esposa y, tras afirmarlo, se besaron ante el altar y se dio por finalizado el rito. Pero me pareció que todavía faltaba algo y por ello saqué un libro de oraciones que, junto con las Leyendas de Ingoldsby[73], que con frecuencia había leído en mis noches de insomnio, me había acompañado en mis últimos viajes. Se lo había regalado a mi pobre Harry años atrás y después de su muerte lo encontré entre sus cosas y lo recuperé.
—Curtis —dije—, no soy clérigo y no sé si lo que voy a proponerle está permitido (sé que no es legal), pero si usted y la reina no tienen objeción me gustaría leerles el ceremonial del matrimonio inglés. Este es un paso muy serio en vuestras vidas y creo que deberían, hasta donde las circunstancias lo permitan, bendecir el enlace según nuestra religión.
—Había pensado en ello —dijo sir Henry—, y deseaba que lo hiciera. Todavía no me siento casado.
Nyleptha no puso ningún obstáculo, pues entendía que su marido deseara celebrar el matrimonio de acuerdo con los ritos de su país, y así comencé a leer el oficio tan bien como pude; y cuando llegué a «Yo, Henry, te tomo a ti, Nyleptha», lo traduje, y también «Yo, Nyleptha, te tomo a ti, Henry», que ella repitió muy bien después de mí. Entonces, sir Henry cogió un sencillo anillo de oro de su dedo meñique y lo colocó en el de ella, y así terminó la ceremonia. El anillo era la alianza de la madre de Curtis y no pude dejar de pensar lo sorprendida que habría quedado la entrañable anciana de Yorkshire si hubiera sabido que su anillo de boda había servido para el mismo propósito a Nyleptha, la reina de Zu-Vendis.
En cuanto a Agon, había pasado serias dificultades para mantenerse en calma mientras oficiábamos la segunda ceremonia, pues había entendido que era sagrada y, sin duda, había vuelto a pensar en los noventa y cinco credos que se cernían de forma amenazadora sobre su religión. De hecho, me calificó como el sumo sacerdote rival y me odió por ello. Sin embargo, al fin se marchó irritado y supe que se había convertido en un elemento muy peligroso para nosotros.
Good, el viejo Umslopogaas y yo nos marchamos, abandonando a la feliz pareja. Nos sentíamos muy abatidos. Se supone que el matrimonio ha de producir alegría, pero mi experiencia me dice que se convierte en lo contrario para todo el mundo, salvo quizá para los dos interesados en el asunto. Significa la ruptura con muchas viejas cadenas y a la vez la aceptación de otras, y siempre hay algo de tristeza al pasar de un tipo de vida a otro. Tomemos nuestro caso como ejemplo: sir Henry Curtis es el hombre más excepcional y el mejor amigo del mundo, pero nunca volvió a ser el mismo desde aquella escenita en la capilla. Nyleptha por aquí, Nyleptha por allá… Nyleptha de la mañana a la noche, de mil maneras, tanto expresadas como sobreentendidas. Y en cuanto a los viejos amigos, bueno, por supuesto que han ocupado el lugar que deben ocupar, pero las mujeres, una vez casadas, se cuidan mucho de que pasen a segundo lugar. Sí, Curtis se enfadaría si alguien se lo dijera a la cara, pero es un hecho. No es el mismo y Nyleptha es muy dulce y encantadora, pero pienso que quiere que él entienda que se ha casado con ella, no con Quatermain, Good y compañía. ¡Pero, basta! ¿Qué sentido tienen estas quejas? Todo es como debe ser, tal y como una dama casada no habría tenido dificultad en responderme, y yo no soy más que un viejo egoísta y celoso, aunque creo que nunca lo demuestro.
Así que Good y yo nos fuimos y comimos en silencio. Luego nos dimos el gusto de tomar una copa de un excelente vino añejo de Zu-Vendis para mantener el espíritu alegre, y entonces uno de nuestros asistentes llegó y nos contó una historia que nos dio qué pensar.
Puede que los lectores recuerden que, después de la disputa con Umslopogaas, Alphonse se había retirado de muy mal humor refunfuñando por sus arañazos. Pues bien, parece ser que se había dirigido hacia el Templo del Sol, bajando la ancha avenida en la colina que aquél coronaba, y se había adentrado en los agradables jardines que se extendían justo bajo la muralla exterior. Después de vagar por allí durante cierto tiempo, inició el regreso, pero se cruzó cerca de la puerta exterior con el séquito de carruajes de Sorais, que avanzaba a todo correr por la gran avenida del norte. Al avistar a Alphonse, Sorais detuvo la comitiva y le llamó. Mientras se aproximaba, el pequeño francés había sido capturado y arrastrado hasta uno de los carros y se lo habían llevado «gritando como un demonio», como nos contó nuestro informante, y, por lo que conocía de él, bien puedo creerlo.
Al principio la perplejidad me impidió comprender lo que pretendía Sorais llevándose al pobre francés. No podía caer tan bajo como para intentar descargar su furia en quien ella sabía que no era más que un servidor nuestro. No resultaba acorde con su carácter. Sin embargo, poco después se me ocurrió una idea. Nosotros tres, como creo que he mencionado antes, contábamos con la veneración del pueblo de Zu-Vendis porque éramos los primeros extranjeros que habían visto nunca y porque se suponía que poseíamos una sabiduría casi sobrenatural. De hecho, el grito de Sorais contra los «lobos extranjeros» —o, para traducirlo con más exactitud, «las hienas extranjeras»— había sentado muy bien entre los nobles y los sacerdotes, pero, como supimos, no entre la masa de la población. La gente de Zu-Vendis, al igual que los atenienses de la antigüedad, siempre buscan la novedad y justo por ello nuestra presencia era aceptada sin condiciones. De nuevo, el magnífico porte de sir Henry había calado profundamente en una raza que sentía el más grande amor por la belleza que yo haya conocido nunca. La belleza puede ser apreciada en otros países, pero en Zu-Vendis era casi adorada; buena prueba de esto es el amor que profesan a las esculturas. El pueblo decía abiertamente en los mercados que no había un hombre en todo el país que pudiera igualarse a Curtis en cuanto a aspecto físico, que, con excepción de Sorais, no había mujer que pudiera competir con Nyleptha y que, por lo tanto, era acertado que ambos se casaran, pues, además, él había sido enviado por el Sol para ser el esposo de la reina. De todo esto puede deducirse que las protestas contra nosotros eran en buena medida ficticias, y nadie lo sabía mejor que Sorais. Consecuentemente, me sorprendía de que no se le hubiera ocurrido aducir contra su hermana otras razones que su boda con un extranjero. Habría sido más fácil en una tierra en la que se habían producido tantas guerras civiles despertar algún otro motivo que hubiera sacudido a los antiguos feudos. Y, de hecho, había encontrado uno más efectivo: resultaba de gran importancia para ella tener prisionero a uno de los extranjeros, al que podría presentar a la gente como uno de los grandes Visitantes, que se había conmovido por la justicia de su causa y había elegido abandonar a sus compañeros para seguir su estandarte.
Esta, sin duda, era la causa de su interés por atraer a Good, a quien habría utilizado hasta que hubiera dejado de serle útil y después le habría marginado. Pero tras la rectificación de éste, había aprovechado la oportunidad de hacerse con Alphonse, que físicamente se parecía bastante a él aunque era más menudo, con el objeto de presentarle por las ciudades y el campo como el gran Bougwan mismo. Le conté a Good que pensaba que aquél era su plan y su rostro se alteró ante el horror que le causaba aquella idea.
—¿Cómo va a hacerse pasar ese desgraciado por mí? —dijo—. ¡Tendré que abandonar el país! Mi reputación quedará arruinada para siempre.
Le consolé como pude, pero lo cierto es que no es agradable pasar por todo un país extranjero como un consumado cobarde, y la verdad es que comprendí perfectamente su desolación.
Pues bien, aquella noche Good y yo nos consolamos, como he dicho, en nuestra solitaria grandiosidad, a pesar de sentirnos como si hubiéramos regresado de enterrar a un amigo en lugar de casarle, y a la mañana siguiente comenzamos a trabajar con ánimo. Los mensajes y las órdenes que Nyleptha había despachado dos días antes comenzaron a dar sus frutos y numerosos hombres armados empezaron a aparecer poco a poco en la ciudad. Vimos, como puede imaginarse, muy poco a la reina y no mucho más a Curtis durante los días que siguieron, pero Good y yo nos sentábamos diariamente en el consejo de generales y nobles leales, ideando planes de acción, distribuyendo cargos, haciendo los preparativos para la guerra y un centenar de cosas más. Los hombres entraban libremente y durante todo el día las grandes avenidas que conducían a Milosis estaban salpicadas de los estandartes de los señores que llegaban desde lugares distantes para concentrarse alrededor de Nyleptha.
Después de los primeros dos días, nos dimos cuenta de que podíamos salir al campo de batalla con cuarenta mil hombres de infantería y veinte mil de caballería, una fuerza muy respetable considerando el poco tiempo del que habíamos dispuesto para reunir a tantos soldados; y sólo la mitad del ejército regular había elegido seguir a Sorais.
Pero si nuestras fuerzas eran grandes, las de Sorais, de acuerdo con los informes que todos los días nos reportaban los espías, eran aún mayores. Habían montado su cuartel general en una plaza fuerte llamada M’Arstuna, situada, como he dicho, al norte de Milosis, y por todo el campo ondeaba su estandarte. Nasta había bajado de las tierras altas para unirse a ella con no menos de veinticinco mil montañeses, los soldados más temibles de todo Zu-Vendis. Otro poderoso señor, llamado Belusha, que habitaba en el distrito en que se criaban los caballos, había acudido a M’Arstuna con doce mil jinetes, y así algunos más. De hecho, entre unos y otros, parecía que había logrado reunir un ejército de unos cien mil hombres.
Más tarde nos llegaron noticias de que Sorais se había propuesto levantar el campo y avanzar hacia la Ciudad del Ceño, asolando los campos que encontraba a su paso. Por tanto, se planteó el dilema de si era preferible enfrentarse a ella en Milosis o abandonar la ciudad y presentarle batalla. Cuando nos pidieron opinión sobre el tema, Good y yo, sin vacilar, optamos por salir a campo abierto. Si nos encerrábamos en la ciudad y esperábamos el ataque, nuestra espera sería entendida como temor. En ocasiones así, cuando basta muy poco para que las opiniones de los hombres se inclinen en un sentido u otro, es muy importante tomar la iniciativa y actuar. El ardor por una causa se evapora pronto si la causa no se incentiva con la conquista de nuevos puestos. Por lo tanto, votamos por abandonar la ciudad y presentar batalla, en lugar de aguardar hasta que nos expulsaran de nuestras murallas como a un tejón de su madriguera.
La opinión de sir Henry coincidió con la nuestra y, no hace falta decirlo, con la de Nyleptha, quien, como un pedernal, estaba siempre dispuesta a provocar la chispa. Examinemos un gran mapa del país. A unas treinta millas de M’Arstuna, donde se encontraba Sorais, y a unas noventa escasas de Milosis, la carretera corría por un tramo de tierra de unas dos millas y media de anchura y estaba flanqueada a ambos lados por colinas cubiertas de bosques que, al no ser elevadas y si se bloqueaba la carretera, podían ser impracticables para un ejército de hombres pertrechados con armas pesadas. La reina estudió el mapa a conciencia y luego, con una rapidez de percepción que algunas mujeres poseen por instinto, señaló con el dedo un desfiladero y, dirigiéndose a su esposo, dijo, con un aire de orgullosa confianza en sí misma y un movimiento de su rubia cabeza:
—Aquí te enfrentarás con los ejércitos de Sorais. Conozco el lugar, aquí los atacarás y los harás huir como el polvo ante la tormenta.
Pero Curtis mantuvo un aspecto grave y guardó silencio.