CAPÍTULO XVIII

¡Guerra! ¡Sangrienta guerra!

Dije a Umslopogaas que esperara, me vestí con apresuramiento y salí en su compañía hacia la habitación de sir Henry, donde el zulú repitió su historia palabra por palabra. El rostro de sir Henry mientras escuchaba la narración era digno de verse.

—¡Por todos los cielos! —dijo—. ¡Y yo he estado durmiendo todo el tiempo mientras Nyleptha corría peligro de ser asesinada, y por culpa mía, además! ¡Qué engendro satánico debe de ser Sorais! Se habría merecido que Umslopogaas la matara allí mismo.

—Ay —dijo el zulú—. No temas, la habría matado antes de que consiguiera su propósito. Tan sólo esperaba el momento oportuno.

No dije más, pero no pude evitar el pensamiento de que muchos miles de vidas, cuya suerte fatal estaba echada, podrían haberse salvado si Umslopogaas hubiera dado a Sorais la muerte que ella misma tenía preparada para su hermana. Y, como demostraron los acontecimientos, estaba en lo cierto.

Después de contar lo sucedido, Umslopogaas salió de la estancia muy tranquilo para desayunar y sir Henry y yo nos quedamos conversando.

En un principio se mostró defraudado por Good, en quien, según dijo, no podíamos confiar más, ya que había dejado escapar a Sorais sin vacilar por alguna escalera secreta, cuando su obligación habría sido entregarla a la justicia. De hecho, habló del asunto con apasionamiento. Yo dejé que se desahogara un tiempo, mientras reflexionaba sobre lo fácil que resulta ser duro con las debilidades ajenas y condescendiente con las propias.

—Realmente, querido amigo —dije por fin—, uno no podría imaginar, a tenor de sus palabras, que es usted el hombre que mantuvo una entrevista con la misma dama ayer y que encontró bastante difícil resistirse a su fascinación, a pesar de sus lazos con la adorable y más encantadora mujer del mundo. Suponga que fuera Nyleptha la que trataba de asesinar a Sorais, que la hubiera descubierto y ella le hubiera suplicado, ¿habría tenido usted el valor de exponerla a la vergüenza pública y a la muerte en las llamas? Considere tan sólo el asunto bajo el punto de vista de Good antes de calificar de canalla a un viejo amigo.

Escuchó aquella reprobación sumiso y después reconoció con franqueza que le había juzgado con excesiva severidad. Una de las mayores virtudes del carácter de sir Henry es que siempre está dispuesto a admitir sus errores.

Sin embargo, aunque defendí a Good, no tenía puesta un venda en mis ojos a la hora de considerar el incidente, por muy digna de justificación que su conducta pudiera ser, y sabía a ciencia cierta que se encontraba envuelto en una desgraciada y desagradable complicación. Se había producido un vil y malvado intento de asesinato, y había permitido a la culpable escapar; y eso, en consecuencia y entre otras cosas, le había permitido ganar un ascendiente absoluto sobre él. De hecho, Good estaba en vías de convertirse en un instrumento de sus maldades… y no hay destino peor para un hombre que convertirse en el instrumento de una mujer sin escrúpulos, como, en general, de cualquier mujer. Sólo existe un final para estos hombres: cuando los ha exprimido o cuando han servido a su propósito, se los desprecia y devuelve al mundo en busca del perdido respeto por sí mismos. Mientras yo consideraba todo esto y pensaba en lo que debíamos hacer —ya que todo aquel asunto era harto espinoso—, de pronto llegó a mis oídos un ruidoso alboroto procedente del patio y distinguí la voz de Umslopogaas y la de Alphonse, maldiciendo furiosamente el primero y gritando de terror el segundo.

Me apresuré a ver lo que sucedía y pude asistir a una escena ridícula. El pequeño francés corría por el patio a extraordinaria velocidad, y tras él Umslopogaas, como un formidable galgo. Justo cuando salí al patio, Umslopogaas lo atrapó y, levantándole del suelo, le llevó en brazos hasta un hermoso pero denso macizo de flores parecidas a las gardenias. Después, a pesar de sus aullidos y forcejeos, con poderoso impulso, arrojó al pobre Alphonse de cabeza en el macizo, de forma que sólo sus pantorrillas y sus tobillos quedaron fuera del macizo. Entonces, satisfecho, el zulú se cruzó de brazos y se quedó en pie contemplando inflexible el pataleo del francés y escuchando sus berridos, que, por cierto, eran insoportables.

—¿Qué haces? —dije corriendo hacia él—. ¿Quieres matar al pobre hombre? ¡Sácale del macizo!

Umslopogaas obedeció de mala gana. Asió al desgraciado Alphonse por un tobillo y lo sacó de un tirón. Jamás he visto aspecto tan lamentable como el de Alphonse rescatado del arbusto; la túnica, al escurrírsele, le había dejado al desnudo la espalda y sangraba abundantemente, pues las espinas le habían arañado desde los hombros hasta la cintura. Ahora estaba en el suelo, chillando y hecho un ovillo, y no hubo forma de que nos dijera una palabra de lo sucedido.

Por fin se levantó y, parapetándose detrás de mí, maldijo al viejo Umslopogaas con los nombres de todos los santos, jurando por la sangre de su heroico abuelo que le envenenaría, que se vengaría de él.

Al final conseguí llegar a la verdad del asunto. Alphonse solía cocinar el porridge de Umslopogaas, que este último tomaba como desayuno en un rincón del patio de la misma forma en que lo había hecho toda su vida en Zululandia: en una escudilla y con una cuchara de madera. Umslopogaas sentía una tremenda aversión, como la mayoría de los zulúes, hacia el pescado, al que consideraba la serpiente del agua, así que Alphonse, a quien le encantaba gastar bromas como a un mono y que además era un consumado cocinero, decidió hacerle comer aquel aborrecido alimento. De acuerdo con esto, cortó cierta cantidad de pescado en trozos muy finos y lo mezcló en el porridge del zulú, quien lo engulló en su casi totalidad, ignorando de qué estaba compuesto. Pero, desgraciadamente, Alphonse no pudo reprimir la alegría que le había producido su engaño y se acercó al zulú brincando con su mirada de miope, hasta que al final Umslopogaas, que era sagaz, sospechó y, después de un cuidadoso examen de los restos del porridge, descubrió el «truco de la vaquilla de búfalo», y, en venganza, le hizo lo que acabo de contar. El hombrecillo había tenido la fortuna de no acabar, por su malicia, con el cuello roto, y de haber pensado antes de gastarle la broma, hubiese recordado el episodio en el que Umslopogaas había hecho un despliegue de habilidad con su hacha y hubiese comprendido ya que «le monsieur noir» no era persona a la que se podía tomar el pelo.

Aquel incidente no tuvo en sí importancia, pero lo he narrado porque trajo consigo graves consecuencias. Tan pronto como hubo curado sus arañazos y se hubo lavado, Alphonse siguió maldiciendo para recuperar su aplomo, un proceso que yo sabía por experiencia que se prolongaba mucho tiempo. Cuando se hubo marchado, recriminé a Umslopogaas y le dije que debía avergonzarse de su conducta.

—Bueno, Macumazahn —dijo—, debes ser benévolo conmigo, ya que este no es mi pueblo. Estoy cansado, cansado hasta la médula de no hacer otra cosa que comer y beber, cansado de dormir y de presenciar amoríos. No me agrada esta vida cómoda en casas de piedra que pierden el corazón del hombre y convierten su fuerza en agua y su carne en grasa. No me agradan las túnicas blancas ni las mujeres delicadas, ni el sonido de las trompetas, ni el vuelo de los halcones. Cuando nos enfrentamos a los masai, ¡ah!, entonces la vida sí merecía la pena, pero aquí nunca asestamos un golpe con furia y comienzo a pensar que me reuniré pronto con mis antepasados y no blandiré más a Inkosi-kaas —y levantó el hacha, contemplándola con tristeza.

—¡Ah! —dije yo—. ¿Esa es tu queja? ¿Estás sediento de sangre? El Picamaderos desea un árbol que picotear. ¡Avergüénzate, Umslopogaas! ¡A tu edad!

—¡Ay, Macumazahn! El mío es el comercio de la sangre, que, sin embargo, es más honrado que otros muchos. Mejor es matar a un hombre en digna lucha que sorberle la sangre del corazón comprando y vendiendo y ejerciendo la usura bajo relucientes trajes blancos. He matado a muchos hombres y, a pesar de todo, no temería volver a enfrentarme a ninguno. Había entre ellos muchos amigos, con los que ahora me alegraría aspirar tabaco. Pero tú tienes tus costumbres y yo las mías; cada cual con su gente y en su pueblo. El buey de la elevada veldt moriría en una tierra de arbustos, y eso me ocurrirá a mí, Macumazahn. Soy tosco, lo sé, y cuando mi sangre se calienta pierdo la noción de mis actos, pero, no obstante, te lamentarás cuando la noche eterna me lleve y me encuentre perdido en la negrura, pues, en el fondo de tu corazón, me quieres, padre mío, Macumazahn el zorro, aunque no sea más que un abatido perro de guerra, un jefe para el que no hay sitio en su propio kraal, un marginado y un vagabundo por lugares extraños; te quiero, Macumazahn, pues hemos crecido juntos y existe algo entre nosotros que es invisible y que, sin embargo, es imposible romper.

Y tomó su cajita de tabaco en polvo, que era un viejo cartucho de metal que llevaba atravesado en la oreja, y me ofreció de él. Yo acepté un poco, ciertamente emocionado. Decía la verdad; me sentía muy unido a aquel viejo rufián sanguinario. No sé cuál era el hechizo de su carácter, pero, sin duda, lo tenía; quizá su empedernida honradez y franqueza; quizás admiraba su casi sobrehumana habilidad y fortaleza, o quizá, simplemente, su naturaleza única y excepcional. Sinceramente, con toda mi experiencia con los salvajes, nunca he conocido a un hombre como él; era sabio y a la vez infantil, y aunque parezca ridículo citar al héroe de la parodia yanqui, «tenía un corazón tierno». En cualquier caso, yo le quería mucho, aunque nunca había pensado confesárselo.

—Ay, viejo lobo —dije—, el tuyo es un amor extraño. Me degollarías mañana mismo si me interpusiera en tu camino.

—Dices la verdad, Macumazahn, eso haría si fueras un obstáculo en mis obligaciones, pero te seguiría queriendo al asestarte el golpe. ¿Hay alguna posibilidad de que tengamos que luchar, Macumazahn? —continuó en tono insinuante—. Creo que lo que presencié anoche es la prueba de que las dos reinas están enemistadas. De otra forma la «Dama de la Noche» no habría llevado una daga consigo.

Coincidí con él en que ello indicaba sin duda rivalidad y enemistad entre las dos damas, y le conté cuál era la situación y que estaban enfrentados por Incubu.

—Ah, ¿así que es eso? —exclamó con entusiasmo—. Entonces habrá guerra tan seguro como que los ríos se desbordan con las lluvias, guerra a muerte. Las mujeres gustan de asestar el último golpe tanto como decir la última palabra, y cuando luchan por amor son tan crueles como un búfalo herido. Mira, Macumazahn, una mujer es capaz de nadar en la sangre para alcanzar su deseo y no le importa lo más mínimo. Con estos ojos lo he visto una vez y dos también. Ah, Macumazahn, veremos este hermoso lugar ardiendo y oiremos los gritos de guerra estallando en la calle. Después de todo, no he vagado por el mundo para nada. ¿Crees que este pueblo puede luchar?

Justo entonces se unieron a nosotros sir Henry y Good, que se acercaba en dirección contraria, con la tez pálida y grandes ojeras. Apenas Umslopogaas vio a este último, detuvo su sanguinaria conversación y le saludó.

—Ah, Bougwan —exclamó—, te saludo, Inkoos. Tienes un aspecto cansado. ¿Cazaste mucho ayer? —y entonces, sin esperar respuesta, continuó—: Escucha, Bougwan, y te contaré una historia; se trata de una mujer, así que me escucharás, ¿no?

»Había un hombre que tenía un hermano y había una mujer que estaba enamorada del hermano y a su vez era amada por el hombre, pero el hermano la despreciaba. Entonces la mujer, que era muy lista y albergaba deseos de venganza, reflexionó mucho y le dijo al hombre:

»—Te quiero y, si haces la guerra contra tu hermano, me casaré contigo.

»Y él sabía que era mentira, pero como la amaba, pues ella era muy hermosa, escuchó sus palabras y declaró la guerra a su hermano. Y después de morir muchos hombres, su hermano se presentó a él y le dijo:

»—¿Por qué quieres matarme? ¿Qué mal te he causado? ¿No te he amado desde la infancia? Cuando eras pequeño, ¿no te alimenté, no hemos hecho la guerra y hemos dividido el botín, muchacha por muchacha, buey por buey y vaca por vaca? ¿Por qué deseas mi muerte, hermano mío, hijo de mi madre?

»Entonces el corazón del hombre se apesadumbró y supo que el camino que había tomado era equivocado y se puso fuera del alcance de las tentaciones de la mujer y dio fin a la guerra contra su hermano. Vivió en paz en el mismo kraal que él y después de un tiempo la mujer se acercó a él y le dijo:

»—He olvidado el pasado, seré tu esposa.

»Y en su corazón supo que era mentira y que ella albergaba malos pensamientos, pero, como la amaba, la hizo su esposa.

»Y la misma noche de su boda, cuando el hombre estaba sumido en un profundo sueño, la mujer se levantó y cogió el hacha en sus manos, se deslizó hasta la cabaña de su hermano y le mató mientras dormía. Tras esto, regresó a su lecho como una magnífica leona, colocó el mango del hacha ensangrentada en las manos de su marido y se marchó.

»Al amanecer la gente salió de la calle gritando: “Han matado a Lousta por la noche”, y entraron en la cabaña de nuestro hombre y allí le encontraron con el hacha ensangrentada. Entonces recordaron la guerra y dijeron: “¡Sin duda ha sido él el que ha matado a su hermano!”, y le habrían atrapado y matado, pero él se levantó y huyó raudo, y, antes de huir, mató a la mujer[70].

»Pero la muerte no borró el mal que ella hizo y sobre él descansa todo el peso del pecado de la mujer. Por ello se convirtió en un marginado y su nombre es un ultraje para los de su pueblo, ya que sobre él, sobre él descansa el peso de aquella que le traicionó. Y a partir de entonces, vagó por otras tierras sin kraal, sin buey y sin mujer, y morirá también lejos de su pueblo como un animal apaleado y su nombre será maldito generación tras generación, pues la gente dirá que mató a su hermano, Lousta, a traición, al abrigo de las sombras de la noche».

El viejo zulú hizo una pausa y vi que se había emocionado con su propia historia. Después alzó la cabeza, que había inclinado sobre el pecho, y continuó:

—Yo era aquel hombre, Bougwan, ¡ay!, yo era aquel hombre. Y ahora lo eres tú. Acabarás siendo lo que fui yo: una herramienta, un muñeco, un buey de carga para llevar el mal de otro. ¡Escucha! Cuando seguiste a la «Dama de la Noche», yo fui tras de ti. Cuando ella te golpeó con el cuchillo en el dormitorio de la Reina Blanca, también estaba yo allí; cuando la dejaste escapar como una serpiente en las rocas, yo lo vi, y sabía que te había embrujado, que un hombre verdadero había perdido el rumbo de la verdad, y que el que en otro tiempo había amado el camino recto, había tomado el sendero tortuoso. Perdóname, padre mío, si mis palabras son duras, pero proceden de un corazón sincero. No la veas más, para que así bajes a la tumba con honor. De otra forma, por la belleza de esa mujer, que se apolilla como un traje de cuero, te convertirás en lo mismo que yo. He dicho.

Durante todo aquel elocuente y largo discurso, Good permaneció en silencio, pero cuando la narración comenzó a tomar la forma de su propio caso, se sonrojó, y cuando se dio cuenta de que lo que había ocurrido entre él y Sorais había sido presenciado por otra persona, se sintió aún mucho peor. Por fin habló y lo hizo adoptando un tono de absoluta humildad, algo desconocido en él.

—Debo decir —comenzó con una sonrisa amarga— que jamás pensé que algún día un viejo zulú tuviera que enseñarme mis obligaciones; pero eso tan sólo demuestra hasta dónde podemos llegar en determinados momentos de nuestra vida. Me pregunto si sabréis lo humillado que me siento, y lo más lamentable del caso es que me lo merezco. Por supuesto que debí haber conducido a Sorais hasta la guardia, pero no pude, y es un hecho. La dejé marchar y le prometí que no diría nada: más vergüenza sobre mí. Me dijo que si me ponía de su parte, se casaría conmigo y me haría rey de su país, pero gracias a Dios encontré el valor para decirle que aun casándome con ella no podía abandonar a mis amigos. Y ahora podéis hacer lo que queráis, lo merezco. Todo lo que tengo que decir es que espero que nunca améis a una mujer con todo vuestro corazón y que os tiente como a mí —y dio media vuelta para marcharse.

—¡Oye, viejo amigo! —dijo sir Henry—. Deténgase. Yo también tengo una pequeña historia que contarle.

Y narró lo que había sucedido el día anterior entre Sorais y él mismo.

Aquello fue el golpe final para el pobre Good. No es placentero para ningún hombre descubrir que ha sido utilizado, pero cuando las circunstancias son tan particularmente atroces como en aquel caso, la píldora es tan amarga que no se le puede pedir a nadie que la trague con gusto.

—¿Saben? —dijo—. Creo que entre todos han obrado un milagro conmigo —dijo mientras se alejaba, y yo, por primera vez, sentí mucha lástima de él. ¡Ah!, si las polillas tuvieran cuidado de evitar las velas, ¡qué pocas alas se quemarían!

Aquél era día de audiencia en la corte: las reinas se sentaban en el gran salón y recibían peticiones, discutían leyes, concedían dinero y todo lo demás, y allí fuimos poco después. En el camino se nos unió Good, que parecía extremadamente deprimido.

Cuando llegamos al salón, Nyleptha estaba ya en su trono y había comenzado a despachar los asuntos como siempre, rodeada de cancilleres, cortesanos, abogados, sacerdotes y una guardia más nutrida que de costumbre. Sin embargo, era fácil detectar un ambiente de inquietud y expectación en los rostros de todos los presentes, que no prestaban atención a los asuntos del día, ya que lo que les preocupaba era el inminente anuncio de guerra civil. Saludamos a Nyleptha, ocupamos nuestros lugares acostumbrados y durante cierto tiempo todo se desarrolló con normalidad. Pero, de pronto, las trompetas sonaron fuera del palacio y, de entre la gran multitud que allí se arremolinaba esperando que ocurriera algo repentino, se alzó un gran grito: «¡Sorais, Sorais!».

Después se escuchó el rodar de muchos carruajes y poco después las cortinas de fondo del salón se abrieron y entró la «Dama de la Noche» en persona. No venía sola. La seguía Agon, el sumo sacerdote, vestido con sus mejores y más lujosas galas, y le acompañaban otros sacerdotes. La razón de su presencia era obvia: Nyleptha cometería sacrilegio si trataba de detenerla ante los sacerdotes. También la acompañaba un gran número de grandes señores y un pequeño cuerpo de guardias selectos. El aspecto de Sorais bastaba para demostrar que su misión no era de paz, ya que en lugar de su kaf bordado en oro llevaba una túnica brillante de doradas escamas y sobre su cabeza un pequeño yelmo de oro. En su mano sostenía una espada en miniatura, hermosamente trabajada en plata maciza.

Avanzaba por el salón, como una leona consciente de su arrogancia y belleza y, mientras caminaba, los asistentes se apartaban inclinándose y abriéndole paso. Se detuvo ante la piedra sagrada y, descansando su mano sobre ella, se dirigió a Nyleptha con voz estentórea:

—¡Te saludo, oh reina!

—¡Te saludo, mi real hermana! —repuso Nyleptha—. Acércate más. No temas, te daré un salvoconducto.

Sorais respondió con una mirada soberbia y caminó por el salón hasta llegar justo ante los tronos.

—¡Vengo a solicitarte un favor, oh reina! —exclamó de nuevo.

—Habla, hermana mía; ¿qué es lo que puedo ofrecerte a ti que posees medio reino?

—Podrías decirme la verdad, a mí y al pueblo de Zu-Vendis. ¿Vas o no vas a tomar a uno de estos lobos extranjeros —y señaló a sir Henry con su espada— como esposo, y compartirás con él el lecho y el trono?

Curtis se estremeció ante aquellas palabras. Se volvió a Sorais y en voz baja le dijo:

—Ayer me llamabas de otra manera para atraerme a tu lado, ¡oh reina!

Y yo vi que ella se mordía el labio mientras, como una señal de peligro, la sangre acudía a su rostro. En cuanto a Nyleptha, que entre otras cualidades tenía también la de la sinceridad, y viendo que todo se sabía y que no ganaría nada ocultando el asunto, respondió a la pregunta de forma clara y efectiva, inspirada, según creo firmemente, por la coquetería y un deseo de triunfar sobre su rival.

Se puso en pie y, tras bajar del trono, se deslizó con todo el esplendor de su real gracia hasta donde se encontraba su amado. Se detuvo junto a él y desabrochó la serpiente de oro que adornaba su brazo. Luego obligó a sir Henry a arrodillarse, cosa que él hizo, y después, asiendo la serpiente de oro con ambas manos, se la colocó a Curtis alrededor del cuello, cerró el broche y, a continuación, le besó deliberadamente en la frente y le llamó «querido señor».

—Como ves —dijo, dirigiéndose a su hermana cuando cesó el inquietante murmullo del público y mientras sir Henry se ponía en pie—, he colocado mi brazalete alrededor del cuello «del lobo» y, ¡mira!, será mi perro guardián para siempre. Esta es mi respuesta, reina Sorais, hermana mía, para ti y para aquellos que te acompañan. No temas —continuó, sonriendo dulcemente a su amado y señalando a la serpiente de oro que había abrochado alrededor de su cuello—, si mi yugo es pesado, es de oro puro y no te fatigará.

Luego, volviéndose a su audiencia, continuó en un tono claro y orgulloso:

—Sí, «Dama de la Noche», señores, sacerdotes y pueblo que os halláis aquí reunidos: con este signo tomo al extranjero como esposo, ante la presencia de todos vosotros. ¿Qué reina sería yo si no tuviera derecho a elegir el hombre al que he de amar? Estaría por debajo de la más humilde muchacha de todas mis provincias. No, él ha ganado mi corazón y a él le concedo mi mano, el trono y todo lo que poseo. Aunque hubiera sido un mendigo en lugar del hombre más justo y más fuerte de todos los que se encuentran aquí, y con más sabiduría y conocimientos sobre extrañas cosas, le habría ofrecido todo, ¡así que cuánto más siendo lo que es!

Y cogió la mano de Curtis, le miró orgullosa y, sosteniéndola, permaneció allí en pie contemplando fijamente a la multitud. Y tal era su dulzura, el poder y dignidad de su persona, y estaba tan hermosa de la mano de su amado, tan segura de él y de ella misma, y tan dispuesta a arriesgarlo todo y a soportarlo todo por él, que la mayoría de aquellos que presenciaban la escena, que no olvidarán jamás, observaron el fuego que había en sus ojos y el animado color de su rostro arrebolado y estallaron en vítores. Fue una actuación muy valerosa la que hizo y debió poner en ella toda su imaginación; pero es que la naturaleza humana de los zu-vendi, como suele suceder en estos casos, ama el valor y no teme romper las reglas, y tiende a dejarse llevar por su vena poética.

La multitud gritó y gritó hasta que el techo llegó a resonar, pero Sorais de la Noche se mantenía de pie mirando al suelo, pues no soportaba presenciar el triunfo de su hermana, que le arrebataba al hombre que ella esperaba conseguir, y en la cumbre de su celosa rabia temblaba como un álamo al viento y palidecía por momentos. Creo que alguna vez he mencionado que Sorais me recordaba al mar en un día de calma, con su gran poder dormido en sus entrañas. Pues bien, en aquel momento esa fuerza se había despertado y, como la superficie de un furioso océano, causaba pavor y fascinaba a la vez. Una mujer verdaderamente hermosa, dominada por la cólera soberana, es siempre un bello espectáculo, pero jamás he visto combinadas una belleza y una furia tales y sólo puedo decir que el efecto que producían era digno de ambas.

Alzó su blanco rostro con las mandíbulas prietas y ofreciendo la fiera mirada de sus chispeantes ojos. Tres veces intentó hablar y otras tantas falló en su intento, pero por fin su voz sonó clara. Levantando su espada de plata, la sacudió y la luz resplandeció en ella y en las doradas láminas metálicas de su pectoral.

—¿Acaso piensas tú, Nyleptha —dijo en un tono que resonó por todo el gran salón como una trompeta—, que yo, Sorais, una de las reinas de los zu-vendi, permitiré a este miserable extranjero sentarse en el trono de mi padre y criar una generación de bastardos que ocupen el palacio de la Gran Casa de la Escalinata? ¡Nunca! ¡Nunca, mientras la vida palpite en mi pecho y haya un hombre que me siga y una espada con la que luchar! ¿Quién está de mi parte? ¿Quién?

»Entrega a ese lobo extranjero y a aquellos que llegaron hasta aquí para que sean arrojados a las llamas, pues ¿no han cometido pecado mortal contra el Sol? Nyleptha, te declararé la guerra, ¡una guerra sangrienta! Te aseguro que sembraré el camino de tu pasión con el incendio de tus ciudades y anegaré tus tierras con los ríos de la sangre de los que te apoyan. Sobre ti recaerá la responsabilidad de estos hechos y en tus oídos retumbarán los lamentos de los moribundos y los llantos de las viudas y de aquellos que quedarán huérfanos para siempre.

»Te anuncio, Nyleptha, Reina Blanca, que te arrojaré de ese trono y que caerás. ¡Ay, sí!, caerás desde el escalón más alto de la gran escalinata hasta el fondo del abismo, pues has cubierto con negra vergüenza el nombre de la casa de aquel que la construyó. Y a vosotros, extranjeros, a todos —salvo a ti, Bougwan, porque me serviste, y por ello te mantendré con vida si te alejas de esos hombres y me sigues (aquí el pobre Good sacudió la cabeza vigorosamente y exclamó: “Imposible”, en inglés)— os juro que os envolveré en sábanas de oro y os colgaré con cadenas de las trompetas doradas de los cuatro ángeles que ocupan los pináculos este, oeste, norte y sur del Templo, para que así sirváis de escarmiento y aviso a los demás. Y en cuanto a ti, Incubu, tendrás una muerte atroz de la que no te hablaré ahora».

Guardó silencio, respirando sofocadamente, pues la pasión se agitaba en su interior como una tempestad, y un murmullo de horror y admiración a la vez corrió por toda la sala. Entonces, Nyleptha respondió con serenidad y majestuoso porte:

—Dudosa sería mi posición y mi dignidad, ¡oh, hermana!, si hablara como hablas tú y si amenazara como tú amenazas. Sin embargo, si quieres hacerme la guerra, lucharé para defenderme de ti, pues si mi mano parece blanda, tú la encontrarás de hierro cuando se levante sobre tus ejércitos y los estrangule sin piedad. Sorais, no te temo. Lamento lo que vas a hacer a nuestro pueblo y a ti misma, pero, en cuanto a mí, no te temo. No obstante, tú, que ayer tratabas de arrebatarme a mi amado y señor, a quien hoy llamas “lobo extranjero”, para que fuera tuyo (y esto produjo una inmensa sensación en la sala), tú, que ayer noche, como me han confirmado hoy mismo, te deslizaste como una serpiente en mi dormitorio, sí, en secreto y al abrigo de las sombras, para asesinarme, tú, hermana mía, mientras yo dormía…

—¡Eso es una falsedad! —exclamaron Agon y otras voces.

No es falso —dije yo, y mostré la punta rota de la daga—. ¿Dónde tenéis la otra parte, Sorais?

—No es falso —exclamó Good, decidido por fin a actuar como un hombre leal—. Yo seguí a la Dama de la Noche hasta el lecho de la Reina Blanca y la daga se rompió en mi pecho.

—¿Quién está de mi parte? —exclamó Sorais, levantando su espada de plata, porque se daba cuenta de que estaba perdiendo la simpatía popular—. ¿Cómo, Bougwan? ¿No vienes? —dijo dirigiéndose en voz baja y recogida a Good, que se encontraba cerca de ella—. Necio, como recompensa habrías alimentado tu corazón con mi amor y, sin embargo, no estás satisfecho; ¡podrías haber sido mi esposo y soberano! Afortunadamente, estás atado a mí con unas cadenas que jamás podrás romper.

».¡Guerra! ¡Guerra! —exclamó—. Aquí, con mi mano sobre la sagrada piedra que durará, como dice la profecía, hasta que los zu-vendi se hallen bajo el yugo extranjero, yo te declaro la guerra hasta la muerte. ¿Quién sigue a Sorais de la Noche a la victoria y el honor?».

Al instante, los allí reunidos empezaron a moverse en una indescriptible confusión. Muchos de los congregados se apresuraron a unirse a los partidarios de la «Dama de la Noche», pero otros corrieron desde el fondo de la sala para mostrarnos su lealtad. Entre los primeros se encontraba un oficial de la propia guardia de Nyleptha, que de pronto se precipitó hacia la puerta por la que la gente de Sorais salía del palacio. Umslopogaas, que estaba presente y había sido testigo de toda la escena, considerando con admirable serenidad que si aquel soldado abandonaba a su señora otros podrían seguir su ejemplo, se lanzó contra el hombre, que había ya desenvainado su espada para atacarle. Entonces el zulú se apartó con un grito salvaje y, esquivando los mandobles de la espada, comenzó a golpear a su enemigo con su terrible hacha, hasta que a los pocos segundos el desgraciado, con estrépito, cayó herido mortalmente sobre el suelo de mármol.

Fue la primera sangre derramada en aquella guerra.

—¡Cerrad las puertas! —exclamé yo, pensando que así quizá podríamos atrapar a Sorais, sin que me preocupara lo más mínimo la idea de cometer sacrilegio.

Pero la orden llegó demasiado tarde; sus guardias ya habían salido y, poco después, las calles escuchaban el eco del furioso galopar de los caballos y el rodar de los carros.

Así pues, arrastrando con ella a la mitad de los presentes, Sorais pasó por la Ciudad del Ceño como un torbellino en su camino hacia su cuartel general en M’Arstuna, una fortaleza situada a unas ciento treinta millas al norte de Milosis.

Tras aquello, la ciudad se convirtió en un hervidero de tropas. Inmediatamente comenzamos los preparativos para la inminente guerra, y el viejo Umslopogaas, una vez más, se sentó al sol y se dispuso a afilar a Inkosi-kaas.