Estalla la tempestad
Y ocurrió un día que el problema, que al principio no había sido más que una nube del tamaño de una mano humana, comenzó a agrandarse y agitarse sobre nuestro horizonte. Estoy hablando de los sentimientos de Sorais hacia sir Henry. Yo veía cómo la tormenta se acercaba cada vez más, y lo mismo mi pobre amigo. Aquel cariño procedente de una mujer tan adorable y de rango tan alto no era cosa que pudiera considerarse una calamidad para ningún hombre, pero, en la posición de Curtis, era una dolorosa carga.
Para comenzar, Nylephta, aunque cariñosa, era, todo hay que decirlo, celosa y bastante dada a reprochar a su amante lo que Alphonse habría denominado la «distinguida consideración» con que su real hermana solía favorecerle. Hasta entonces, el forzado secreto de su relación con Nylephta había impedido a Curtis aprovechar la oportunidad para detener, o tratar de detener, aquel estado de cosas, contándole a Sorais, de forma llana pero confidencial, que deseaba casarse con su hermana. Una tercera sombra en la felicidad de sir Henry la constituía el saber que Good se sentía francamente atraído por la siniestra y al mismo tiempo arrebatadora Dama de la Noche. De hecho, el pobre Bougwan se estaba convirtiendo en la sombra del hombre rechoncho que había sido en los últimos meses, pues su rostro era ya tan delgado que el monóculo apenas se tenía en la órbita de su ojo; mientras ella, con una especie de despreocupada coquetería, le daba la suficiente cuerda como para mantenerle en vilo, pensando, sin duda, que podría serle de utilidad como hombre de paja. Intenté hacerle alguna observación, pero se ponía furioso y no me escuchaba, así que decidí dejarle en paz, por miedo a empeorar las cosas. Pobre Good, acabó realmente convirtiéndose en un hombre ridículo en su sufrimiento y llegó a hacer todo tipo de disparates, en la creencia de que avanzaba en sus propósitos. Uno de estos disparates fue la canción de amor que compuso en lengua zu-vendi —con la ayuda de uno de los más venerables y reverendos maestros que nos enseñaron y que, fuera cual fuese la medida de su erudición no entendía de versos—, cuyo estribillo, que se repetía hasta la saciedad, decía algo así: «Te besaré; ¡oh, sí, te besaré!». Entre los zu-vendi existe la sana e inofensiva costumbre de que los jóvenes ofrezcan serenatas a las muchachas por las noches, como en los países del sur de Europa, y que les canten todo tipo de canciones sin intención determinada. El joven puede hacerlo, o no, con propósito serio, pero no tiene intención de ofender ni ofende de hecho a nadie, incluso tratándose de mujeres de alta alcurnia, que aceptan todo aquello como una muchacha inglesa aceptaría un cumplido.
Conociendo esta costumbre, Good pensó ofrecer una serenata a Sorais, cuyas estancias privadas, junto con las de sus damas, se encontraban justo en la parte opuesta al lugar que ocupaban las nuestras, es decir, en la zona más lejana del estrecho patio que dividía una sección del gran palacio de la otra. De acuerdo con esto, después de hacerse con una cítara del país, que había aprendido a tocar con facilidad, ya que dominaba la guitarra, salió a media noche —la hora adecuada para este tipo de actividades— para estropearla con sus espantosos balidos de amor. Yo estaba profundamente dormido cuando éstos empezaron, pero me desperté de inmediato —ya que Good posee una voz tremenda y no tiene noción del tiempo— y corrí hacia mi ventana para descubrir qué pasaba. Y allí, erguido en mitad del patio iluminado por la luna, le vi, adornado con un tocado de plumas de avestruz y una túnica de seda, la indumentaria más apropiada para aquel tipo de ocasiones. Con voz estentórea cantaba la abominable canción que él y el anciano habían compuesto, con un acompañamiento irregular y algo estridente. De las habitaciones de las damas de honor llegó una sucesión de desmayadas y disimuladas risas, pero las estancias de Sorais —a la que yo compadecí con toda el alma si es que se encontraba en ellas— permanecían silenciosas como tumbas. Aquella horrorosa canción parecía no tener fin, con su eterno «¡Te besaré!», hasta que por fin ni yo ni sir Henry, a quien me había unido para disfrutar de la escena, pudimos soportarlo por más tiempo, así que saqué la cabeza por la ventana y grité:
—¡Por el amor de Dios, Good, no siga balando; bésela y déjenos dormir en paz!
Aquello debió dolerle y dejó de darnos la serenata.
Tal episodio se convirtió en un ridículo incidente dentro de un asunto trágico. ¡Cuán agradecidos debemos sentirnos cuando los temas más serios se ven aderezados por alguna broma! Si al menos la gente pudiera entenderlo… El sentido del humor es una valiosa posesión en la vida y debería ser cultivado en las escuelas de pupilos, especialmente en las de Escocia.
Bien, cuanto más se apartaba sir Henry de Sorais, más se le acercaba ella, comportamiento bastante frecuente en tales casos, hasta que al final todo comenzó a ser muy extraño. Evidentemente, por alguna curiosa perversidad de su mente, Sorais estaba ciega ante la verdad, y yo temía muchísimo el momento en que se despertara de su sueño. Sorais era un tipo de mujer con la que es peligroso relacionarse, tanto si ella consiente como si no. Al final llegó el desagradable momento, tal y como yo había previsto. Un hermoso día en que Good había salido de caza con los halcones, sir.
Henry y yo nos encontrábamos sentados charlando sobre el asunto, sobre todo con respecto a Sorais, cuando un mensajero de la corte apareció con una nota escrita, que desciframos con cierta dificultad, y que decía algo así como que la reina Sorais ordenaba la presencia del señor Incubu en sus habitaciones privadas, a donde debería ser conducido por el mensajero.
—¡Oh, por Dios! —gimió sir Henry—. ¿No puede ir usted en mi lugar, viejo amigo?
—No —repuse con firmeza—. Antes me presentaría ante un elefante herido de bala. Ocúpese de sus propios asuntos, muchacho. Si provoca tanta fascinación en las mujeres, tiene que afrontar las consecuencias. No me gustaría estar en su lugar ni por todo un imperio.
—Usted me recuerda la época en la que me pegaban en la escuela y los otros chicos me rodeaban para consolarme —dijo con tristeza—. ¿Qué derecho le ampara a esta reina para ordenar mi presencia? Me gustaría saberlo. No iré.
—Debe ir; es uno de sus oficiales y está obligado a obedecer sus órdenes, y ella lo sabe. Por lo demás, acabará muy pronto.
—Eso es justo lo que mis compañeros de escuela solían decirme —dijo de nuevo—. Sólo espero que no me aguarde con un puñal. Creo que es capaz de hacerlo.
Y se marchó con el corazón en un puño, no lo dudo.
Permanecí sentado y esperé; volvió a los cuarenta y cinco minutos, más triste que cuando se había marchado.
—Deme algo de beber —dijo con voz ronca.
Yo le ofrecí una copa de vino y le pregunté qué pasaba.
—¿Que qué pasa? Si alguna vez hemos tenido problemas, ahora es el momento. ¿Recuerda cuando le dejé? Bueno, me han conducido a las habitaciones privadas de Sorais, un lugar maravilloso, y allí estaba ella sentada, sola, sobre un sofá de seda al fondo de la habitación, tocando la cítara. Me quedé de pie
ante ella y durante cierto tiempo no advirtió mi presencia, sino que siguió tocando y canturreando una música muy dulce. Al final levantó la mirada y sonrió.
»—¿Así que has venido? —dijo—. Pensé que estarías ofreciendo algún servicio a la reina Nyleptha. Es lo que haces siempre y no dudo de que seas un buen y leal vasallo.
»Ante estas palabras tan sólo me incliné y le dije que me encontraba allí para atenderla.
»—Ah, sí, quería hablar contigo, pero siéntate. Me cansa mirar hacia arriba —y me hizo sitio junto a ella en el sofá, apoyando su espalda contra uno de los brazos del mueble para poder mirarme a la cara.
»—No está bien —dije yo— que iguale mi posición a la de la reina.
»—He dicho que te sientes —fue su respuesta, así que me senté y comenzó a mirarme con esos ojos oscuros que tiene. Allí sentada parecía la misma encarnación del espíritu de la belleza. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía era en voz baja y sin dejar de contemplarme. Llevaba una flor blanca prendida en su cabello negro y traté de mantener mis ojos fijos en ella y contar sus pétalos, pero no me sirvió de nada. Al final, no sé si por su mirada, el perfume de su cabello, o lo que fuera, me sentí como hipnotizado. Luego se puso en pie.
»—Incubu —dijo—, ¿amas el poder?
»Yo le respondí que suponía que a todos los hombres les gusta el poder, de una forma u otra.
»—Lo tendrás —dijo ella—. ¿Amas la riqueza?
»Le dije que yo amaba la riqueza por lo que ésta procura.
»—Serás rico —dijo—. ¿Y amas la belleza?
»A esto le respondí que me gustaba mucho la escultura y la arquitectura, o alguna tontería parecida, ante lo que ella frunció el ceño, y se produjo una pausa. Para entonces mis nervios estaban ya tan afectados que temblaba como una hoja. Sabía que algo horrible iba a suceder, pero ella me dominaba con una especie de encantamiento y no podía hacer nada.
»—Incubu —dijo al fin—, ¿te gustaría ser rey? Escucha, ¿te gustaría ser rey? Óyeme, extranjero, tengo la intención de hacerte rey de todo Zu-Vendis y esposo de Sorais de la Noche. No, tranquilízate y escúchame. A ningún hombre de mi pueblo le he abierto jamás mi secreto corazón, pero tú eres hombre de otras tierras y por lo tanto te hablo sin vergüenza, sabiendo todo lo que puedo ofrecerte y lo difícil que me ha resultado pedírtelo. Mira, una corona yace a mis pies, mi señor Incubu, y junto a esa fortuna una mujer a quien muchos han deseado cortejar. Ahora debes responderme, ¡oh, mi elegido!, y dulces serán tus palabras en mis oídos.
»—Oh, Sorais —dije yo—, habría deseado que no hablaseis así. —Como verá, no tuve tiempo ni de elegir las palabras—. Lo que me pedís es imposible. Estoy prometido con vuestra hermana Nyleptha, ¡oh, Sorais!, y la amo solamente a ella.
»Apenas estas palabras hubieron salido de mi boca me di cuenta de que había desvelado algo horrible y la miré para ver cuál había sido el efecto. El rostro de Sorais estaba oculto entre sus manos y, mientras mis palabras fluían, las fue apartando poco a poco y me hice a un lado con consternación. Estaba pálida como la cera y sus ojos lanzaban llamas. Se puso en pie y pareció ahogarse, pero lo más curioso fue que permaneció inmóvil. Entonces miró hacia una mesita, sobre la que había una daga, y luego a mí como si pensara matarme, pero no la cogió. Por fin dijo una palabra, una sola:
»—¡Fuera!
»Me marché y me alegro de haber salido de allí, y aquí estoy. Deme otra copa de vino. Usted que es un buen amigo, dígame, ¿qué debemos hacer?».
Yo sacudí la cabeza, ya que el asunto era muy serio. Como dijo uno de los poetas:
No hay en el infierno tanta furia como en una mujer despreciada,
sobre todo si la mujer es reina y se llama Sorais. Por supuesto, yo me temía lo peor, incluyendo un inminente peligro para todos nosotros.
—Nyleptha debe ser avisada de todo esto —dije—, y quizá deba decírselo yo mismo; si se lo cuenta usted, puede parecerle sospechoso. ¿Quién es el capitán de su guardia esta noche? —continué.
—Good.
—Muy bien; así nadie podrá llegar hasta ella. No se preocupe. No creo que su hermana sea capaz de tanto. Supongo que debemos contarle a Good lo que ha sucedido.
—Oh, no sé —dijo sir Henry—. Heriremos sus sentimientos, ¡pobre! Ya sabe que está muy interesado por Sorais.
—Eso es cierto; aunque, después de todo, quizá no haya necesidad de contárselo. Ahora, escuche bien mis palabras: Sorais se pondrá de parte de Nasta, que está atrincherándose en el noreste, y se va a desencadenar una guerra como jamás la ha habido en centurias en Zu-Vendis. ¡Mire! —y señalé a dos mensajeros de la corte que salían rápidamente de las estancias de Sorais—. Ahora sígame —y corrí por las escaleras hacia una torre de vigilancia que se levantaba sobre el tejado de nuestros apartamentos.
Una vez arriba, oteé la explanada exterior del palacio con los prismáticos y pude ver a uno de los mensajeros que se dirigía a toda prisa al templo llevando consigo sin duda alguna, el mensaje de la reina para el sumo sacerdote Agon. En cuando al otro, no vi rastro de él. Sin embargo, sí pude descubrir a un jinete que corría a galope tendido hacia la puerta norte de la ciudad y reconocí en él al otro mensajero[69].
—¡Ah! —dije—. Sorais es una mujer con agallas. Por fin está actuando y golpeará con rapidez y dureza. La ha insultado, muchacho, y la sangre correrá antes de que la ofensa sea lavada, y le matará, si puede ponerle las manos encima. Bueno, voy a ver a Nyleptha. Quédese donde está, viejo amigo, y trate de templar de nuevo sus nervios. Lo va a necesitar, se lo advierto, a menos que me haya pasado cincuenta años observando la naturaleza humana sin fruto alguno —y dicho aquello me marché.
Conseguí audiencia con la reina sin ninguna dificultad. Ella esperaba a Curtis y no se sintió complacida al ver mi rostro moreno en su lugar.
—¿Ocurre algo malo con mi señor, Macumazahn, para que no venga a visitarme? Dime, ¿está enfermo?
Yo le dije que se encontraba bien, y entonces, sin circunloquios, me zambullí en la historia y se la conté de principio a fin. ¡Qué furiosa se puso! Era un espectáculo contemplarla y su aspecto seguía siendo igual de adorable.
—¿Cómo te atreves a aparecer ante mí con ese cuento? —exclamó—. Es un embuste decir que mi señor ha estado haciéndole la corte a Sorais, mi hermana.
—Perdonadme, oh reina —repliqué—, he dicho que Sorais le ha hecho la corte a vuestro señor.
—No quiera confundir mi pensamiento con juegos de palabras. ¿Acaso no es una misma cosa? Uno da y el otro acepta: esos son los hechos, ¿qué importa quién es el más culpable de los dos? ¡Sorais! —¡oh, la odio!—. Sorais es una reina, ¡y hermana mía! No habría caído tan bajo si él no le hubiera dado pie. ¡Oh, qué razón tenía el poeta al decir que el hombre es una serpiente cuyo contacto envenena y a la que es imposible dominar!
—La cita, ¡oh reina!, es excelente, pero me parece que habéis malinterpretado al poeta. Nyleptha —continué—, sabéis bien que vuestras palabras son necias, y ahora no hay tiempo para necedades.
—¿Cómo te atreves? —exclamó dando una patada al suelo—. ¿Acaso te ha enviado mi falso señor para que me insultes de esta forma? ¿Quién eres tú, extranjero, para hablarme así, a mí, la reina? ¿Cómo te atreves?
—Sí, me atrevo. Escuchadme. Los instantes que perdéis con vuestra injustificada furia os pueden costar la corona y a todos nosotros la vida. Los jinetes de Sorais ya han salido para llamar a las armas. En tres días, Nasta se levantará en sus fortalezas como un león al atardecer y su rugido se oirá por todo el norte. La “Dama de la Noche” posee una dulce voz y no cantará en vano. Su estandarte será paseado de cordillera en cordillera y de valle en valle, y los guerreros saldrán a su paso como el polvo bajo un remolino de viento; la mitad del ejército se hará eco de su grito de guerra y en cada ciudad y en cada aldea de esta extensa tierra los sacerdotes arengarán contra los extranjeros y predicarán la causa de la reina Sorais como una guerra santa. ¡He dicho, oh reina!
Nyleptha se había tranquilizado; su celosa cólera había pasado y, arrinconando su carácter adorable pero algo testarudo, con la celeridad que la caracterizaba pasó a mostrar el de una reina, el de una mujer con poder de decisión. La transformación fue repentina pero completa.
—Tus palabras son muy sabias, Macumazahn. Perdona mi necedad. ¡Ah, qué reina sería si no tuviera corazón! Ser despiadada significa el poder para conquistarlo todo. La pasión es como un rayo: es hermoso y une la tierra con el cielo, ¡pero también deslumbra!
»Piensas que mi hermana Sorais me declarará la guerra. Que así sea. No me vencerá. Yo también tengo amigos y seguidores. Son muchos los que gritarán “¡Nyleptha!”, cuando mi pendón corra de pico en pico y la luz de los fanales de mis almenas vaya de risco en risco, portando el mensaje de la guerra. Quebraré sus fuerzas y dispersaré sus ejércitos. La noche eterna será todo lo que consiga Sorais de la Noche. Dame aquel pergamino y tinta. Bien. Ahora haz venir a mi oficial a la antesala. Es un hombre leal».
Hice lo que me ordenó y el hombre, un caballero de la guardia veterano y de aspecto sereno, llamado Kara, entró con una reverencia.
—Toma este pergamino —dijo Nyleptha—, es la orden de hacer guardia en las estancias de mi hermana Sorais, la «Dama de la Noche» y reina de Zu-Vendis. Que nadie entre o salga de ellas o lo pagarás con tu vida.
El hombre quedó atónito.
—Los deseos de la reina serán cumplidos —dijo tan sólo, y se marchó.
Entonces Nyleptha envió un mensajero a sir Henry y al poco tiempo apareció éste con expresión incómoda. Yo pensé que se produciría otra acalorada discusión, pero el comportamiento de las mujeres es digno de asombro: no dijo ni una palabra de Sorais y su supuesta infidelidad, sino que le saludó con un amistoso movimiento de cabeza y añadió simplemente que necesitaba su consejo sobre asuntos de mucha importancia. Sin embargo, en su mirada y en sus maneras escondía una energía reprimida que me hizo pensar que no había olvidado el incidente y que guardaba su ira para mejor ocasión.
Justo después de que llegara Curtis, apareció el oficial y nos contó que Sorais se había marchado. El pájaro había huido al Templo, afirmando que, como a veces era costumbre entre las damas nobles de Zu-Vendis, pasaría la noche meditando ante el altar. Todos nos miramos significativamente. Los acontecimientos se estaban desencadenando con rapidez fulminante.
Entonces nos pusimos a trabajar.
Se llamó a los generales en los que podíamos confiar y que se hallaban en sus cuarteles y, poniéndoles al corriente de todo aquello que se consideró importante para la seguridad del Estado, se les ordenó que agruparan todas sus fuerzas. Lo mismo se hizo con todos los nobles poderosos en los que Nyleptha podía confiar, muchos de los cuales se pusieron en camino aquel mismo día hacia distintas partes del país para reunir a sus gentes y a sus partidarios. Se despacharon órdenes selladas para los gobernadores de las ciudades lejanas y unos veinte mensajeros salieron antes del anochecer con instrucciones de cabalgar sin descanso hasta que llegaran hasta los lejanos jefes a los que iban dirigidas las cartas; también fueron movilizados muchos espías. Trabajamos toda la tarde, ayudados por algunos escribas de fiar. Nyleptha mostraba una energía y una resolución que me dejaron perplejo. A las ocho de la tarde todavía no nos habíamos retirado a nuestros aposentos. Una vez finalizada la sesión y en nuestras estancias, Alphonse nos dijo, además de que se encontraba profundamente dolido porque nuestra tardanza había estropeado su cena (pues había vuelto a convertirse en nuestro cocinero), que Good había regresado de la cacería y estaba de servicio. Como ya habían sido dadas instrucciones a los oficiales de la guardia exterior para que doblaran los centinelas de la puerta y como no teníamos razón alguna para temer un inminente peligro, no creímos necesario buscar a Good y contarle nada de lo que había sucedido, que en el mejor de los casos era, bajo aquellas particulares circunstancias, una de esas cosas que uno prefiere posponer; así que después de engullir la cena nos entregamos a un muy merecido descanso. Antes de hacerlo, sin embargo, se le ocurrió a Curtis decirle al viejo Umslopogaas que echara un vistazo por los alrededores de los aposentos privados de Nyleptha. Umslopogaas estaba familiarizado con el lugar y por orden de la reina tenía permiso para ir y venir por donde quisiera, autorización que solía aprovechar para merodear por el palacio por las noches cuando todo el mundo dormía, algo que suelen hacer por lo general los hombres de color, vestido de tal forma que nadie podía verle si él no quería. Su presencia en los corredores, por lo tanto, no merecería comentario alguno. Así que, sin cruzar palabra, el zulú tomó su hacha y salió, y nosotros nos metimos en la cama.
Me parecía haber dormido unos minutos, cuando me despertó una extraña sensación de incomodidad. Sentía que había alguien en la habitación que me miraba y, de inmediato, me incorporé. Para mi sorpresa vi que estaba amaneciendo y que allí, en pie ante mi lecho y con una mirada particularmente triste y severa bajo la tenue luz, se encontraba Umslopogaas.
—¿Cuánto tiempo llevas ahí? —pregunté con enojo, ya que no es agradable que le despierten a uno de aquella forma.
—Quizá media hora, Macumazahn. Tengo que decirte algo.
—Habla —dije completamente despierto.
—Como se me ordenó anoche, estuve en el palacio de la Reina Blanca y me escondí detrás de una columna de la segunda antesala, más allá de la cual se encuentra el dormitorio de la reina. Bougwan (Good) se encontraba en la primera antesala, solo, y ante la cortina de esa estancia había un centinela, pero yo tenía intención de pasar sin que me vieran, y lo hice, deslizándome detrás de ambos. Allí esperé durante muchas horas, hasta que de pronto percibí una oscura figura que se dirigía sigilosamente hacia mí. Se trataba de la silueta de una mujer y en su mano sostenía una daga. Detrás se deslizaba otra sombra invisible para la mujer. Se trataba de Bougwan, que le pisaba los talones. Se había descalzado y, a pesar de ser un hombre grueso, la seguía muy bien. La mujer me sobrepasó y la luz de las estrellas iluminó su rostro.
—¿Quién era? —pregunté impaciente.
—El rostro era el de la «Dama de la Noche», y en verdad que es un nombre apropiado para ella.
»Esperé y Bougwan pasó también ante mí. Luego le seguí. Así que lentamente y sin hacer ningún ruido avanzamos por la larga sala. Primero la mujer, luego Bougwan y por último yo; la mujer no veía a Bougwan y Bougwan no me veía a mí. Por fin la “Dama de la Noche” llegó a las cortinas que cerraban la habitación de la Reina Blanca y extendió su brazo izquierdo para separarlas. Las atravesó y lo mismo hicimos Bougwan y yo. Al fondo de la habitación se encontraba el lecho de la reina, que dormía profundamente. Yo podía escuchar su respiración y ver su blanco brazo descansando sobre la colcha como un rastro de nieve sobre la hierba verde. La “Dama de la Noche” se agachó y, con el largo cuchillo levantado, se acercó a la cama. Contemplaba tan fijamente a su víctima que no se le ocurrió mirar hacia atrás. Cuando estuvo bastante cerca, Bougwan la tocó en el brazo; ella dio un respingo y se volvió; vi cómo brillaba el cuchillo y oí un golpe. Menos mal que Bougwan llevaba su piel de acero, porque si no habría perecido. Entonces, por primera vez, reconoció a la mujer y sin mediar palabra se apartó de ella, aturdido e incapaz de hablar. Ella también estaba perpleja y no habló. De pronto se llevó un dedo a los labios, así, y caminó hacia la cortina y la atravesó de nuevo, y con ella salió Bougwan. Pasó tan cerca de mí que su vestido me rozó, pero no la maté. En la primera sala se dirigió a Bougwan en susurros y, uniendo sus manos, conversó con él, pero no sé lo que le dijo. Y pasaron a la segunda sala exterior, ella suplicándole y él sacudiendo la cabeza y diciendo: “No, no, no”. Y me pareció que él estaba a punto de llamar a la guardia, cuando ella se detuvo y le miró con sus enormes ojos, y advertí entonces que él estaba embrujado por su belleza. Luego le tendió la mano y él se la besó, y a partir de aquel momento me dispuse a atraparla, pues Bougwan se había convertido en una mujer y no sabía ya distinguir el bien del mal… ¡pero la mujer había desaparecido!».
—¡Desaparecido! —exclamé yo.
—¡Sí, había desaparecido!, y Bougwan se quedó allí mirando a la pared como si estuviera dormido; después se marchó también, y yo esperé un rato y luego hice lo mismo.
—¿Estás seguro, Umslopogaas, de que no has soñado esta noche?
Como respuesta extendió su mano izquierda y me mostró tres pulgadas de la hoja de una daga del más fino acero.
—Si lo he hecho, Macumazahn, fíjate lo que el sueño me ha dejado. El cuchillo se rompió en el pecho de Bougwan y cogí este trozo en el dormitorio de la Reina Blanca.