La canción de Sorais
Después de escapar de Agón y de su piadoso séquito, regresamos a nuestras estancias en el palacio y pasamos días deliciosos. Las dos reinas, los nobles y el pueblo competían unos con otros en hacernos honores y en ofrecernos regalos. En cuanto al pequeño incidente de los hipopótamos, se hundió en el olvido, cosa que nos alegró infinitamente. Cada día, embajadas y personas nos visitaban para examinar nuestros revólveres y nuestras ropas, nuestras cotas de malla y nuestros instrumentos, especialmente los relojes, con los que estaban encantados. En breve, nos convertimos en una moda, hasta tal punto que algunos de los jóvenes más nobles entre los Zu-Vendi comenzaron a copiar los cortes de nuestras ropas, sobre todo el de la cazadora de sir Henry. Un día, de hecho, nos visitó una embajada y, como de costumbre, Good se había vestido con su uniforme completo para la ocasión. Aquella embajada parecía de una clase social distinta a las que generalmente nos visitaban. Eran hombres insignificantes, de maneras excesivamente educadas, por no decir serviles. Su atención parecía concentrarse sobre todo en la observación de los detalles del uniforme de Good, del que tomaron infinitas notas y medidas. Good se sintió muy halagado entonces, sin sospechar que había tratado con los seis modistos más importantes de Milosis. Unas dos semanas después, sin embargo, cuando estábamos entre la corte, tuvo el placer de ver a siete u ocho «elegantes» zu-vendis vestidos con toda la pompa de una exacta copia de su uniforme, y tuvo que cambiar de opinión. Jamás olvidaré su rostro de perplejidad y disgusto. Así pues, decidimos adoptar el traje de los nativos para no llamar tanto la atención y para retirar nuestras ropas, que se estaban estropeando y que deseábamos conservar. Aquella indumentaria resultó ser muy cómoda, aunque debo decir que mi aspecto era ridículo, por no hablar del de Alphonse, que resultaba sorprendente. Pero Umslopogaas no dio su brazo a torcer. Cuando su moocha se gastó, el fiero y viejo zulú se hizo confeccionar una nueva, e iba por ahí despreocupado, con la misma ferocidad y desnudez de su hacha de guerra.
Mientras tanto insistimos en nuestro estudio de la lengua de forma continuada e hicimos muchos progresos. La mañana que siguió a nuestra aventura del templo, tres graves y dignos señores se presentaron cargados con una serie de manuscritos, cuernos con tinta y plumas de ave, y nos indicaron que habían sido enviados con la misión de enseñarnos. Así que, con la excepción de Umslopogaas, todos estudiamos con empeño, dedicándonos a ello cuatro horas diarias. Umslopogaas tampoco quiso aprender el idioma. No deseaba conocer aquella lengua de mujeres y, cuando uno de los profesores se le acercó con un libro y un tintero y le hizo un gesto de suave persuasión de la misma manera en que un acólito sacude el cepillo bajo la nariz de un rico pero avariento parroquiano, soltó un feroz juramento y puso a Inkosi-kaas ante los ojos de tan instruido amigo, y allí acabaron los intentos de enseñarle el zu-vendi.
Así transcurrían las mañanas en aquella útil ocupación que se hacía cada vez más interesante a medida que progresábamos, y las tardes las dedicábamos al recreo. Algunas veces hacíamos viajes, entre otros uno a las minas de oro y otro a las canteras de mármol, pero no cuento con espacio suficiente para describirlas. Otras veces salíamos a la caza del ciervo con perros entrenados para este deporte, que era excitante, ya que en el país había muchas fincas y nuestros caballos eran magníficos.
No hay nada de asombroso en esto, pues los establos reales estaban a nuestra disposición, amén de los cuatro caballos que nos había regalado la reina Nyleptha.
En ocasiones, practicábamos también la cetrería, un pasatiempo que goza de mucho favor entre los zu-vendi. Generalmente hacen que sus halcones persigan a cierta especie de perdiz, que se caracteriza por su rapidez y la potencia de su vuelo. Cuando el halcón la ataca, esta ave se pone nerviosa y, en lugar de buscar un lugar seguro, vuela muy alto y ofrece así un magnífico espectáculo deportivo. He visto con frecuencia a algunas de estas perdices volar tan alto que se pierden de vista cuando el halcón las persigue. Mejor espectáculo aún es el que ofrece una variedad de agachadiza solitaria tan grande como un pájaro carpintero, que abunda muchísimo en este país, y que puede ser perseguida con un halcón pequeño, ágil y muy entrenado, que se caracteriza por su cola casi toda roja. Los movimientos en zigzag de la gran agachadiza y su rapidez, junto al vertiginoso vuelo del halcón de cola roja, hacen de este pasatiempo un deporte delicioso. Otra variedad del mismo divertimento es la caza con águilas entrenadas de una pequeña especie de antílope. Constituye un maravilloso espectáculo contemplar a la gran rapaz ascender y ascender hasta que no es más que un punto negro en el cielo y, de pronto, precipitarse como una bala de cañón sobre algún atemorizado ciervo que se esconde de todo entre la hierba, excepto de ese ojo avizor. Todavía más emocionante resulta contemplar al águila cuando caza al ciervo en plena carrera.
Otros días visitábamos a los nobles en sus mansiones fortificadas y las aldeas que se apiñan detrás de sus muros. Allí contemplábamos las viñas, los maizales y los bien cuidados parques, con los que yo estaba particularmente encantado, pues me gustan los árboles. Se alzan fuertes, vigorosos y, ¡cuánta belleza hay en ellos! ¡Con qué orgullo yerguen su cabeza desnuda ante las tempestades del invierno y con qué corazón tan generoso se alegran de la llegada de la primavera! ¡Cuán grande es su voz cuando le hablan al viento! Ni un millar de arpas eólicas puede equipararse al canto de las hojas de un árbol. Este mira al sol durante todo el día y por la noche a las estrellas y así, desapasionado pero vital, soporta a través de los siglos el embate de las tormentas y la fuerza implacable del sol. Absorbe con fatiga su sustento del frío seno de la madre Tierra y, mientras los años pasan lentamente, aprende los grandes misterios de la vida y de la muerte. Así, generación tras generación, sobrevive a los individuos, a las costumbres, a las dinastías —a todo salvo al paisaje al que adorna y a la naturaleza humana—, hasta que llega el día en que el viento le vence en prolongada batalla, arrancándole de su preciada tierra, o bien la vejez le derrota por obra de sus hongos.
¡Ah, uno debería pensar siempre dos veces antes de cortar un árbol!
Por las tardes sir Henry, Good y yo teníamos la costumbre de cenar, o tomar algo ligero, con sus majestades… no todas las noches, de hecho, pero tres o cuatro veces a la semana, cuando ellas no tenían mucha compañía o los asuntos de Estado se lo permitían. Y debo decir que aquellas cenas frugales constituían los momentos más deliciosos que jamás he vivido. Cuán cierto es el dicho de que los más altos en rango son los más simples y amables. Es la clase media la que gusta de la pompa y la vulgaridad. Claro ejemplo de lo que digo lo encontramos en Inglaterra entre la antigua y arruinada familia del condado y los nuevos ricos que ocupan su lugar. Pienso que el gran encanto de Nyleptha era su adorable sencillez y su genuino interés por las pequeñas cosas. Era la mujer más sencilla que he conocido jamás y, siempre y cuando sus pasiones no aparecieran, una de las más dulces; sin embargo, podría parecer una reina cuando lo deseara y ser tan fiera como un salvaje.
Por ejemplo, nunca olvidaré la escena en la que me di cuenta por primera vez de que ella amaba a Curtís. Todo ocurrió a causa de la debilidad de Good con las mujeres. Después de haber empleado tres meses en el aprendizaje del zu-vendi, el maestro Good se dio cuenta de que se aburría del anciano caballero que nos hacía el honor de guiarnos en nuestro aprendizaje; así pues, decidió hablar, sin decirle nada a nadie, con nuestro maestro y le comunicó que ya no hacíamos más progresos. Por lo tanto sugería que desde aquel momento nos dieran las clases representantes del sexo opuesto, en concreto, jóvenes muchachas. Añadió que en nuestro país era habitual elegir a las más hermosas y encantadoras mujeres para instruir a los extranjeros, y etcétera, etcétera.
El anciano caballero escuchó su perorata con la boca abierta. Admitió que su propuesta no era del todo descabellada, ya que la contemplación de la belleza, tal y como enseñaba su filosofía, facilitaba la adquisición de conocimientos, de la misma forma que los cuerpos mejoran bajo la sana influencia del sol y el aire. En consecuencia, era probable que pudiéramos aprender la lengua zu-vendi con más rapidez si nos proporcionaban maestros acordes con nuestro nivel. Como el sexo femenino es por naturaleza muy locuaz, el ejercicio de la conversación y el diálogo resultaría una buena práctica en los exámenes orales de nuestros estudios.
Good asentía muy serio a sus palabras y el leído caballero se marchó, asegurándole que tenía orden de complacernos en todo.
Por lo tanto, imaginad mi sorpresa y mi disgusto —y juraría el de sir Henry— cuando, a la mañana siguiente, al entrar en la habitación en la que estábamos acostumbrados a estudiar, encontramos, en lugar de a nuestros venerables tutores, a tres de las más bellas muchachas de Milosis —y ya es decir bastante—, que se sonrojaron, sonrieron y nos saludaron con una fina reverencia y nos hicieron entender que estaban allí para ocuparse de nuestra instrucción. Entonces Good, mientras nos mirábamos los unos a los otros con perplejidad, nos explicó que el viejo instructor le había dicho la tarde anterior que era absolutamente necesario que lo que nos quedaba por aprender lo hiciéramos con representantes del otro sexo, y añadió que se le había olvidado decírnoslo el día anterior. Yo estaba superado por los acontecimientos y me dirigí a sir Henry para que nos aconsejara en tal situación de crisis.
—Bueno —dijo—, ya ve que las muchachas están aquí, ¿no? Si las hacemos marchar, ¿no cree que heriríamos sus sentimientos? Verá, yo no quisiera ser descortés; y se parecen a las «medias azules»[64], ¿no cree?
Para entonces, Good ya había comenzado sus lecciones con la más hermosa de las tres y, con un suspiro, cedí. Aquel día todo salió bien: las jóvenes eran muy listas y tan sólo sonreían cuando metíamos la pata. Nunca he visto a Good tan atento a sus libros como entonces, e incluso sir Henry parecía abordar el zu-vendi con renovado celo.
«Ah —pensé—, ¿será así con todo?».
Al día siguiente nos sentíamos más vitales y las clases se veían continuamente interrumpidas, sin que nos importara lo más mínimo, con preguntas sobre nuestro país de origen, sobre cómo eran las mujeres, etc., preguntas que contestamos lo mejor que pudimos en zu-vendi, y escuché a Good asegurando a su maestra que la comparación entre su belleza y la de las europeas podía equipararse a la del sol con la luna, a lo que ella respondió, con un pequeño movimiento de su cabeza, que no era más que una simple profesora y nada más, y que no estaba bien «engañar a una pobre muchacha». Después cantamos unas canciones y pasamos un rato verdaderamente encantador, pues surgió de forma natural y espontánea. Las canciones zu-vendi de amor son conmovedoras. El tercer día ya habíamos intimado. Good narraba algunos de sus amoríos a su bella profesora y estaban tan conmocionados que sus suspiros se escuchaban al unísono. Yo hablaba con la mía, una joven alegre de ojos azules, sobre el arte de zu-vendis y no me daba cuenta de que ella estaba esperando una oportunidad para arrojarme una cucaracha por la espalda. Mientras, en el rincón, sir Henry y su maestra parecían enfrascados en una lección sobre los grandes principios pedagógicos basados en el caballero Wackford Squeers[65], aunque algo modificados o, más bien, espiritualizados. La dama repitió dulcemente en zu-vendi la palabra «mano», y él se la cogió; «ojos», y él la miró a sus grandes ojos castaños; «labios», y… en aquel instante mi joven profesora me lanzó la cucaracha por la espalda y salió corriendo, riéndose a carcajadas. Si hay algo que realmente detesto en el mundo son las cucarachas y, furioso, aunque algo divertido por su imprudencia, le arrojé el cojín sobre el que ella había estado sentada. Imaginad mi vergüenza —mi horror, mi desolación— cuando la puerta se abrió entonces y, acompañada por dos guardias, entró Nyleptha. No podía recuperar el cojín (que no había alcanzado a la joven sino que golpeó a uno de los guardias en la cabeza), pero intenté inmediatamente y sin éxito fingir que no había sido yo el que lo había arrojado. Good abandonó sus suspiros y comenzó a hablar atropelladamente en zu-vendi en voz alta, mientras sir Henry silbaba y se hacía el tonto. En cuanto a las pobres muchachas, se quedaron completamente mudas.
Nyleptha se irguió hasta que su cuerpo pareció sobrepasar la altura de sus guardias y su rostro se tornó primero rojo y luego pálido como la muerte.
—Guardias —dijo con voz serenamente afectada, y señaló a la bella pero inconsciente discípula de Wackford Squeers—, matad a esa mujer.
Los hombres vacilaron, ¡y no me extraña!
—¿Vais a cumplir mi orden —dijo con el mismo tono de voz—, o no?
Entonces avanzaron hacia la joven con las espadas en alto. En aquel momento sir Henry recobró su aplomo y vio que lo que había comenzado como una broma iba a terminar en tragedia.
—No os acerquéis —dijo con voz de trueno y, al mismo tiempo, se colocó delante de la aterrorizada joven—. ¡Nyleptha! ¡No debéis matarla!
—Sin duda tienes buenas razones para protegerla. El honor te obliga —replicó la reina furiosa—, pero morirá, tiene que morir —y dio una patadita en el suelo.
—De acuerdo —repuso—, entonces moriré con ella. Soy tu siervo, oh reina; haced conmigo lo que os plazca —y se inclinó ante ella y fijó sus claros ojos con desprecio en su rostro.
—Podría ordenar tu muerte también —respondió ella—, ya que te has burlado de mí —y entonces, al advertir que la había derrotado, supongo que sin saber qué hacer, se echó a llorar a lágrima viva. Su aspecto era tan soberanamente encantador en su apasionado desconsuelo que, viejo como soy, debo decir que envidié a Curtis por gozar de la posibilidad de consolarla. Resultaba extraño ver cómo la sostenía en sus brazos, considerando lo que había sucedido, pensamiento que debió ocurrírsele a ella, ya que se apartó de él y salió de la sala muy trastornada.
Sin embargo, uno de los guardias regresó con un mensaje para las jóvenes en el que se les ordenaba abandonar la ciudad, bajo pena de muerte, y volver a sus hogares en el campo, donde no correrían peligro. Así pues, se marcharon; una de ellas señaló muy filosóficamente que nada podía remediarlo y que había sido un placer para ellas enseñarnos algo de zu-vendi. La mía era una joven encantadora y, olvidando el episodio de la cucaracha, le regalé mi moneda favorita de seis peniques con un agujero en el centro. Después, nuestros antiguos instructores volvieron a su tarea, y no hace falta decir que yo me alegré en extremo.
Aquella noche, cuando comparecimos a la hora de la cena con cierta aprensión, comprobamos que Nyleptha no apareció, aquejada de un gran dolor de cabeza. El dolor de cabeza le duró tres días enteros; pero al cuarto se presentó a cenar como siempre y, con su sonrisa más hermosa y dulce, tendió su mano a sir Henry para que la condujera a la mesa. No hizo alusión alguna al episodio descrito con anterioridad, aunque comentó con voz encantadora e inocente que, cuando aquel día nos había visitado para ver cómo iban nuestros estudios, le había sobrevenido un ataque de vértigo que no se le había pasado hasta entonces. Suponía, añadió con cierto sentido del humor, que la causa había sido vernos estudiar tanto.
En respuesta a aquello, sir Henry le dijo, secamente, que su explicación le alegraba, ya que la había encontrado muy rara aquel día. Nyleptha le dedicó una fulminante mirada que debió traspasar a sir Henry, pues era capaz de subyugar a cualquier hombre. El asunto se olvidó por completo. De hecho, después de la cena, Nyleptha aceptó hacernos un pequeño examen para ver lo que habíamos aprendido y tuvo la deferencia de expresar su satisfacción ante los resultados. Como colofón a su buen humor, decidió darnos ella misma una lección, especialmente a sir Henry, que resultó muy interesante.
Durante todo el tiempo que estuvimos hablando, o mejor dicho tratando de hablar, y riendo, Sorais se mantenía en su silla de marfil labrado mirándonos y leyendo en nuestros rostros como en un libro abierto, sólo hablaba de vez en cuando y sonreía de forma furtiva e inquietante, como el resplandor producido por el rayo en una negra tormenta de verano. Tan cerca de ella como le permitía el temor, se encontraba Good, adorándola a través de su monóculo, pues se estaba convirtiendo en un auténtico devoto de su belleza morena, que a mí, hablando claro, me aterrorizaba. La observé con detenimiento y pronto me di cuenta de que su aparente hieratismo no era más que la máscara de los celos que sentía hacia Nyleptha. Otra cosa que descubrí, y que me produjo mucha desazón, fue que ella también se estaba enamorando de sir Henry Curtís. Por supuesto que no estaba seguro, ya que no es fácil leer en el rostro de una mujer tan arrogante y fría, pero advertí un par de detalles que me hicieron pensar en que, como los cazadores de elefantes bien saben, la hierba seca indica por dónde ha soplado el viento.
Pasaron otros tres meses, tras los que habíamos conseguido un considerable dominio del zu-vendi, lengua que no fue tan fácil de aprender. Con el paso del tiempo nos ganamos las simpatías del pueblo e incluso de los cortesanos, y conseguimos una excelente reputación de hombres inteligentes porque, como creo que he dicho ya, sir Henry fue capaz de enseñarles a fabricar el cristal, que era una carencia nacional, y también, gracias a la ayuda de un «almanaque de veinte años»[66] que llevábamos con nosotros, pudimos hacer algunas predicciones que los astrónomos del país desconocían. Incluso tuvimos éxito al hacer una demostración del principio del motor de vapor ante un grupo de hombres de ciencia, que se quedaron boquiabiertos. Y así, poco a poco, las gentes de Zu-Vendis se fueron dando cuenta de que no se nos debía dejar marchar del país (lo que en verdad era imposible, aunque lo deseáramos). Nos rindieron muchos honores y nos nombraron oficiales del cuerpo de guardias privado de las reinas hermanas, y nos asignaron estancias permanentes en el palacio, requiriendo nuestra opinión para temas de política nacional.
Pero por despejado que pareciera el cielo, había una nube, y muy grande, en el horizonte. Desde luego, no habíamos vuelto a oír hablar de los malditos hipopótamos, pero no era por ellos por lo que no se había perdonado nuestra ofensa, sino por la enemistad que existía entre nosotros y la poderosa casta sacerdotal encabezada por Agón. La enemistad seguía viva con más virulencia, puesto que había sido reprimida, y lo que había comenzado quizá por intolerancia estaba coinvirtiéndose en un odio claro nacido de la envidia. Hasta entonces los sacerdotes habían sido los hombres sabios de aquella tierra y por esto, así como por otras razones debidas a la superstición, eran venerados con peculiar adoración. Pero nuestra llegada, con nuestra sabiduría extranjera, nuestras extrañas invenciones y nuestras alusiones a inimaginadas cosas, había asestado un duro golpe a la situación anterior y, entre los zu-vendis cultos, había ido mucho más allá, minando el prestigio de los sacerdotes. La afrenta peor para ellos fue, sin embargo, el favor con el que éramos tratados y la confianza que habían depositado en nosotros. Todas estas cosas tendían a convertirnos en seres odiosos para el gran clan sacerdotal, el más poderoso, ya que era el que más unido estaba en todo el reino.
Otra fuente de inminente peligro para nosotros era la envidia cada vez mayor de algunos grandes señores encabezados por Nasta, cuyo antagonismo se había mantenido oculto hasta entonces, pero que en aquellos momentos amenazaba ya con hacerse explícito. Nasta había sido durante años un candidato a la mano de Nyleptha y cuando aparecimos en escena creo, por lo que he podido averiguar, que aunque todavía había muchos obstáculos en su camino, el éxito no estaba del todo lejos de su alcance. Pero entonces las cosas cambiaron: la coqueta Nyleptha ya no le sonreía y él, que no era tonto, sabía perfectamente cuál era la causa. Furioso y alarmado, volvió su atención a Sorais, para encontrarse con otro muro infranqueable. Con una o dos bromas sobre su veleidad nacidas de su despecho, la puerta se le había cerrado para siempre. Así que Nasta recordó los treinta mil hombres armados que a una orden suya bajarían de las montañas y no dudarían en adornar las puertas de Milosis con nuestras cabezas.
Pero antes decidió, según supimos, intentarlo por última vez ante la corte, después de la ceremonia en la que las reinas firmaban las leyes que habían ido emitiendo durante el año.
Nyleptha había escuchado algún rumor al respecto y con la voz algo temblorosa nos informó de los planes de Nasta la noche anterior a la gran ceremonia.
Sir Henry se mordió el labio e hizo lo que pudo para controlar su agitación.
—¿Y cuál será la respuesta que su majestad le dará al gran señor? —pregunté en broma con excesiva reverencia.
—Macumazahn (ya que habíamos decidido hacernos conocer por nuestros nombres zulúes en Zu-Vendis) —dijo ella con un bonito encogimiento de sus hermosos y blancos hombros—, no lo sé; ¿qué puede hacer una pobre mujer cuando al galán le respaldan treinta mil espadas con las que conseguir su amor? —y sus ojos, bajo sus grandes pestañas, miraron a Curtis.
Justo entonces nos levantamos de la mesa para pasar a otra sala.
—Quatermain, tengo que decirle algo —me dijo sir Henry—. Escuche. Nunca le he hablado claramente de esto, pero seguramente lo habrá adivinado: amo a Nyleptha. ¿Qué debo hacer?
Afortunadamente yo ya había considerado más o menos aquella cuestión y, por lo tanto, estaba preparado para contestarle de la forma más prudente.
—Debe hablar con ella esta noche —dije—. Es su oportunidad, ahora o nunca. Escuche: siéntese cerca de ella y susúrrele que quiere verla a medianoche junto a la estatua de Rademas, al fondo del gran salón. Yo me encargaré de vigilar. Ahora o nunca, Curtis.
Pasamos a la otra habitación. Nyleptha estaba sentada, con las manos sobre su regazo y una inquieta expresión en su delicioso rostro. Un poco más lejos se encontraba Sorais, hablando con Good en su habitual tono felino.
El tiempo pasaba; yo sabía que transcurrido un cuarto de hora las reinas se retirarían. Por el momento sir Henry no había tenido oportunidad de decirle una palabra en privado; de hecho, aunque veíamos mucho a las dos hermanas no era fácil entrevistarse con una de ellas a solas. Me devané los sesos hasta que por fin se me ocurrió una idea.
—¿Le complacería a la reina —dije inclinándome delante de Sorais— cantar algo a sus súbditos? Nuestros corazones están tristes esta noche. Cantad para nosotros, ¡oh, Dama de la Noche! (este era el nombre favorito de Sorais entre el pueblo).
—Mis canciones, Macumazahn, no alegran el corazón, no obstante, os cantaré alguna si eso te place —respondió. Se levantó y caminó hacia una mesa en la que reposaba un instrumento parecido a una cítara, y tocó unos cuantos acordes.
Entonces, como las notas surgidas de la garganta de un mirlo, su voz sonó dulce y, a la vez, tan triste y misteriosa, que la sangre se nos heló en las venas. Las doradas notas se remontaban cada vez más altas y parecían fundirse muy lejos, cargadas con las penas del mundo y el llanto de los desesperados. La canción era maravillosa, pero no pude escucharla de forma apropiada. Sin embargo, después conseguí la letra y aquí traduzco su contenido al lector, en la medida en la que es posible hacerlo:
La canción de Sorais[67]
Como el ave desolada que ha perdido su camino en la oscuridad,
como la mano que en vano se alza contra la hoz de la Muerte,
¡así es la vida!, ay, la vida que presta la pasión y el aliento a mi canción.
Como el canto del ruiseñor, pleno de una dulzura nunca pronunciada,
como el espíritu que abre los portales de los cielos,
¡así es el amor!, ay, el amor que caerá cuando sus alas estén rotas.
Como los pasos de las legiones cuando las trompetas envían su desafío al viento,
como el grito del dios de la Tempestad cuando los relámpagos desgarran el negro cielo,
¡así es el poder!, ay, el poder que se hundirá en el polvo al final de los tiempos.
Corta es nuestra vida; sin embargo, en ella hay espacio para que todo lo que nos abandona,
una ilusión amarga, un sueño del que nada puede despertarnos,
hasta que los esquivos pasos de la Muerte al amanecer o al ocaso nos lleven.
Estribillo
¡Oh, el mundo es bello al amanecer, amanecer, amanecer!
¡Pero el rojo sol se ahoga en sangre… el rojo sol se ahoga en sangre!
Me gustaría haber podido transcribir también la música.
—Ahora, Curtis, ahora —susurré cuando ella comenzó el segundo verso, y le volví la espalda.
—Nyleptha —dijo él (yo, a pesar de mi nerviosismo, pude oír todo lo que le decía por encima de las divinas notas de Sorais)—, Nyleptha, debo hablar con vos esta noche, por mi vida que debo hacerlo. No me digas que no; ¡oh, no me digas que no!
—¿Cómo podremos hablar? —respondió ella, mirando fijamente al frente—. Las reinas no son como las personas. Estoy rodeada y me observan.
—Escucha, Nyleptha. Estaré ante la estatua de Rademas en el gran salón a medianoche. Tengo la contraseña y puedo pasar. Macumazahn estará por allí para vigilar con el zulú. Ven, oh mi reina, no me rechaces.
—No sé si podré —murmuró—, y mañana…
Justo entonces la música comenzó a perderse en el último acorde del estribillo y Sorais se volvió hacia nosotros lentamente.
—Allí estaré —dijo Nyleptha apresuradamente—, pero, por tu vida, no me falles.