La Ciudad del Ceño
Durante una hora o más estuve sentado esperando (ya que Umslopogaas se había quedado en aquel tiempo dormido) a que el este se volviera gris, y gigantescas masas de neblina se movían sobre la superficie del agua como fantasmas de antiguos y olvidados amaneceres. Eran los vapores que se elevaban de su lecho acuático para saludar al sol. Después el gris se fue convirtiendo en amarillo rojizo y éste se convirtió en rojo. Los rayos de luz recorrieron el cielo de oriente y como radiantes mensajeros del amanecer se abrieron paso cual flechas, esparciendo los fantasmagóricos vapores y despertando a las montañas con su beso, mientras volaban de cordillera en cordillera y de longitud en longitud. Unos segundos más tarde, las doradas puertas se abrieron y el sol apareció como una novia, solemne y majestuosa, con el resplandor de diez millones de lanzas; abrazó a la noche, la cubrió de luz y, entonces, se hizo el día.
Sin embargo, yo no podía ver más que el maravilloso cielo azul, ya que sobre el agua se extendía una densa capa de niebla, semejante a un mar de ondas de algodón. Poco a poco el sol fue absorbiendo la niebla y vi que nos deslizábamos sobre una hermosa superficie de aguas azules en las que no podía observar ninguna orilla. No obstante, a ocho o diez millas detrás de nosotros, se distinguía una línea en el horizonte marcada por unas colinas que formaban el muro de contención del lago, y no tuve la menor duda de que por alguna parte de aquellas montañas encontraba su salida el río subterráneo.
De hecho, más tarde comprobé que era así, y esto explica la extraordinaria fuerza de la corriente del misterioso río, pues la canoa, muy alejada ya de él, todavía seguía moviéndose por su impulso. Justo entonces, yo, o más bien, Umslopogaas, que se acababa de despertar en aquel instante, descubrió otra indicación, y bastante desagradable ésta. Percibió un objeto indefinido de color blanquecino que flotaba sobre el agua y llamó mi atención para que lo observara. Con unos cuantos golpes de remo llevamos la canoa hasta el lugar en el que flotaba el objeto, con lo que descubrimos que se trataba del cadáver de un hombre que flotaba boca abajo. Aquello ya era de por sí lo suficientemente desagradable en sí mismo, pero imaginad mi horror cuando Umslopogaas dio la vuelta al cuerpo con el remo y reconocimos en su rostro los rasgos de… ¿quién suponéis? Ni más ni menos que los del pobre sirviente que había sido engullido dos días antes por las aguas del río subterráneo. Aquello me produjo escalofríos. Creí que le habíamos dejado atrás para siempre, pero ¡fijaos!, había hecho el horroroso viaje con nosotros en brazos de la corriente, y con nosotros había llegado al final. Su aspecto era espantoso, pues tenía trazas de haber pasado junto al chorro de fuego: un brazo estaba completamente apergaminado y todo su pelo quemado. Las facciones, como he dicho antes, cubiertas por el agua, todavía conservaban la terrible expresión de angustia que habíamos contemplado antes de que se ahogara. En verdad, aquella visión me trastornó, débil y abatido como me sentía con todo lo que habíamos pasado, y me alegré de veras cuando, de pronto, el cuerpo comenzó a hundirse como si tras haber cumplido su misión se retirara para siempre: la razón era sin duda que, al darle la vuelta, se habían librado los gases y se hundió en las transparentes profundidades… pudimos seguir su rastro braza a braza hasta que al final sólo quedó un largo rosario de burbujas cuyas cuentas de aire chocaban unas con otras en la superficie. Por último también desaparecieron y aquel fue el final de nuestro pobre sirviente. Umslopogaas observó cómo se desvanecía el cuerpo, pensativo.
—¿Para qué nos seguía? —preguntó—. Este es un mal presagio para ti y para mí, Macumazahn —y se echó a reír.
Me volví hacia él con enfado, ya que no me gusta ese tipo de desagradables supersticiones. Si la gente tiene tales ideas, debería, por decencia, guardárselas para ella. Detesto a los individuos que le hacen a uno víctima de sus incómodos presentimientos o que, cuando sueñan, le ven a uno ahorcado como un delincuente común, o cualquier horror semejante, y luego insisten en contártelo en el desayuno, aunque tengan que madrugar para hacerlo.
Sin embargo, en aquel momento los demás se despertaron y mostraron su júbilo al darse cuenta de que habíamos salido del espantoso río y que una vez más nos encontrábamos bajo el cielo azul. Siguió un torbellino de conversaciones y sugerencias sobre lo que debíamos hacer, y al final, como teníamos un hambre desmesurada y no quedaba nada comestible a excepción de unos trozos de biltong [carne de caza seca], pues el resto de las provisiones las habíamos abandonado a los horribles cangrejos, decidimos navegar hacia la orilla. Pero surgió otra dificultad. No sabíamos dónde se encontraba la orilla y, con la excepción de las paredes de piedra por debajo de las cuales salía el río subterráneo, no podíamos distinguir otra cosa que el brillo de las azules aguas. No obstante, al observar que en sus largos vuelos las aves acuáticas se dirigían hacia la izquierda, nos dimos cuenta de que venían del lugar en el que se alimentaban y pasaban el día en el lago y, de acuerdo con esto, dirigimos la canoa hacia la zona de la que procedían y comenzamos a remar. Sin embargo, no habíamos avanzado mucho cuando se levantó una fuerte brisa, soplando justo en la dirección que nos interesaba, así que improvisamos una vela con una sábana y una vara. Una vez hecho esto, devoramos los restos de biltong, nos lavamos en las aguas del lago y luego encendimos las pipas a la espera de lo que pudiera suceder.
Habíamos navegado ya más de una hora, cuando Good, que no hacía más que buscar un horizonte terrestre con sus prismáticos, anunció de pronto con una explosión de alegría que veía tierra, y dijo que, por el cambio de color de las aguas, debíamos de estar aproximándonos a la desembocadura de algún río. Poco después avistamos una enorme cúpula dorada, no muy distinta de la catedral de San Pablo, que emergía entre las nieblas matinales, y mientras nos preguntábamos qué demonios podía ser, Good hizo un descubrimiento aún más importante: una pequeña barca avanzaba hacia nosotros. Aquella noticia, que no podíamos verificar con nuestros propios ojos, produjo un considerable revuelo a bordo. Que los nativos de un lago desconocido entendieran el arte de navegar sugería que poseían cierto grado de civilización. En pocos minutos se hizo evidente que el ocupante o los ocupantes de la barca que se acercaba nos habían descubierto. Durante unos segundos, se detuvo como dudando si avanzar más o no, y luego se aproximó dando bordadas con rapidez. En diez minutos estaba a unos cien metros y vimos que se trataba de una pequeña embarcación muy bonita, diferente de las canoas construidas con un tronco y fabricada más o menos a la europea, con tablas y un mástil demasiado largo para su tamaño. Pero nuestra atención pasó en seguida de la embarcación a la tripulación, que estaba compuesta por un hombre y una mujer, casi tan blancos como nosotros.
Nos quedamos mirándolos perplejos, pensando que debíamos estar delirando; pero no, no había duda. Aunque no eran rubios, los dos tripulantes de la barca se diferenciaban claramente de la raza negra; eran tan blancos como, por ejemplo, los españoles o los italianos. Era evidente. Así que, después de todo, era cierto lo que nos habían contado y, misteriosamente conducidos por un poder que sobrepasaba el nuestro, habíamos descubierto a aquella gente fabulosa. Yo me sentía tan feliz que podría haber saltado de alegría ante aquel descubrimiento milagroso; de hecho, estrechamos nuestras manos y nos felicitamos por el inesperado éxito de nuestra accidentada expedición. Toda mi vida había estado oyendo rumores sobre aquella raza blanca que habitaba en las tierras altas del interior de este enorme continente y había deseado comprobarlo. Y allí estaba, ante mis propios ojos. Me quedé boquiabierto. Verdaderamente, como dijo sir Henry, el antiguo romano[49] acertó al escribir: «Ex África semper aliquid novi», que nos tradujo como que en África siempre sucede algo nuevo.
El hombre de la barca, de rasgos aquilinos e inteligente expresión, poseía un físico correcto, aunque no particularmente hermoso, y su cabello era totalmente negro. Iba vestido con un traje marrón, parecido a una camisa de franela sin mangas, y un inequívoco kilt escocés del mismo material. Las piernas quedaban al descubierto e iba descalzo. Alrededor del brazo derecho y de la pierna izquierda llevaba gruesos brazaletes de un metal dorado que advertí era oro. La mujer tenía un rostro dulce, salvaje y tímido, los ojos grandes y el cabello castaño y ondulado. Su vestido estaba hecho del mismo material que el del hombre y consistía, como después descubrimos, en una combinación de lino que le caía hasta la rodilla, y sobre ella una pieza de tela, de un metro veinte de ancho por cuatro y medio de largo, que se ceñía al cuerpo con graciosos pliegues y que, finalmente, pasaba por encima del hombro izquierdo, de tal forma que su extremo, teñido de azul o púrpura o de otro color que podía indicar el rango del que lo llevaba, caía por el hombro derecho sobre el busto, que quedaba prácticamente desnudo. No se puede imaginar un atuendo más favorecedor, sobre todo cuando, como en aquel caso, se trataba de una mujer joven y bonita. Good (que tenía un ojo de lince para aquellas cosas) estaba bastante sorprendido, y yo igual. Era muy simple y a la vez tan efectivo…
En tanto, si nosotros nos habíamos quedado perplejos ante la aparición del hombre y la mujer, no había duda de que ellos lo estaban aún más. En cuanto al hombre, parecía sentirse sobrepasado por el temor y el asombro, pues durante cierto tiempo observó fijamente nuestra canoa, pero sin acercarse. Por último, sin embargo, llegó a situarse a la distancia de un saludo y nos llamó en una lengua que parecía dulce y agradable, pero de la que no pudimos entender ni una palabra. Así que le contestamos en inglés, francés, latín, griego, alemán, zulú, holandés, sisutu, kukuana y en un par dialectos que yo conocía. Sin embargo, nuestros visitantes no entendieron ninguna de las frases que les dirigimos y el hombre pareció el más desconcertado. En cuanto a la mujer, estaba tomando buena cuenta de cada uno de nosotros, y Good le respondió al cumplido mirándola fijamente a través de su monóculo, un procedimiento que pareció divertirla más que otra cosa. Al fin, el hombre, incapaz de descubrir nada más de nosotros, hizo virar la barca e inició el regreso a la orilla, y la barca se deslizó por las aguas como una saeta. Al pasar delante de nuestra proa, el hombre extendió la vela y Good aprovechó aquella oportunidad para enviarle un beso a la dama. Yo estaba horrorizado, tanto por sentido común como por si pudiera ofenderse la mujer, pero para mi tranquilidad ella no se sintió ofendida, ya que primero miró a su alrededor y a su marido, o hermano, o lo que fuera su acompañante, y luego devolvió el beso.
—¡Ah! —dije yo—. Parece que por fin hemos encontrado un lenguaje que entiende la gente de este pueblo.
—En cuyo caso —dijo sir Henry—, Good nos demostrará que es un magnífico intérprete.
Yo fruncí el ceño, ya que no aprobaba las frivolidades de Good, y él lo sabe, y cambié el tema de la conversación hacia asuntos más serios.
—Parece claro —dije— que ese hombre volverá con más de los suyos, así que debemos acordar la forma en que vamos a recibirles.
—La cuestión es cómo nos van a recibir ellos —dijo sir Henry.
En cuanto a Good, no hizo comentario alguno, sino que extrajo una caja de la pila que formaba el equipaje y que nos había acompañado durante toda la expedición. Habíamos protestado con frecuencia a propósito de aquella caja, ya que había sido un objeto incómodo de transportar, pero Good nunca nos había dado una explicación de su contenido, sino que siempre había insistido en conservarla y afirmando, con cierto misterio, que en algún momento nos sería de mucha utilidad.
—¿Qué demonios va a hacer, Good? —preguntó sir Henry.
—¿Hacer? ¡Vestirme, por supuesto! No esperarán que me presente en un país nuevo con estos harapos, ¿no? —y señaló sus ropas manchadas y estropeadas, que, sin embargo, como todo lo que pertenecía a Good, no tenían mal aspecto del todo y estaban muy bien remendadas.
Guardamos silencio y presenciamos lo que iba haciendo con un interés expectante. El primer paso fue utilizar a Alphonse, que parecía muy competente en aquellos asuntos, para que le cortara el pelo y la barba según la moda más rigurosa. Creo que si hubiera tenido agua caliente y un trozo de jabón se habría afeitado, pero no los tenía. Una vez hecho esto, sugirió que debíamos arriar la vela y darnos un baño, cosa que hizo él, para horror y estupor de Alphonse, quien levantó los brazos y exclamó que los ingleses eran en verdad gente asombrosa. Umslopogaas, que, como la mayoría de los zulúes de alta alcurnia, era extremadamente aseado, no le encontró la gracia a darse un baño en el lago, pero observó cómo lo hacíamos con cierta diversión. Volvimos a la canoa tonificados por las refrescantes aguas del lago y nos sentamos al sol, mientras Good sacaba el contenido de la caja: una camisa blanca y limpia, tal y como habría salido de una lavandería en Londres, y otras ropas envueltas primero en un papel marrón, luego en otro blanco y por fin en papel de plata. Le observamos con el más cariñoso interés y mucha especulación. Uno a uno Good deshizo todos los bultos, que escondían ropas perfectamente dobladas; por último, con toda la majestad de sus charreteras de oro, la corbata y los botones, sacó un uniforme completo de comandante de la Marina Real, junto con una espada, un sombrero de tres picos, un par de botas de cuero muy brillantes y todo lo demás. Nos quedamos boquiabiertos.
—¡Pero cómo! —dijimos todos—. ¿Es que va a ponerse todo eso?
—Por supuesto —respondió sosegadamente—. Ya saben que la primera impresión es muy importante, en especial —añadió— después de comprobar que hay damas por estos contornos. Al menos uno de nosotros tiene que ir vestido de forma apropiada.
No dijimos ni una palabra más, pues nos había dejado pasmados, sobre todo por la maña que se había dado en ocultarnos el contenido de aquella caja durante meses. Sólo le hicimos una sugerencia: debía llevar su cota de malla debajo del uniforme. Contestó que temía que le estropeara sus vestimentas, por entonces extendidas con sumo cuidado al sol para que desaparecieran las arrugas, pero al final consintió en tomar aquella medida de precaución. Lo más divertido del caso fue, sin embargo, ver el asombro del viejo Umslopogaas y el placer de Alphonse ante la transformación de Good. Cuando por fin se levantó con todo el esplendor de su atuendo, incluso con las medallas en el pecho, y se contempló en las aguas del lago, como el caballerete de la historia antigua, el zulú no pudo reprimir por más tiempo sus sentimientos.
—¡Oh, Bougwan! —dijo—. ¡Oh, Bougwan! Siempre he pensado que eras un hombrecillo feo y gordo… gordo como las vacas cuando llega la época de trasquilarlas; y ahora eres como un arrendajo azul cuando extiende su cola. De veras, Bougwan, casi me duelen los ojos al contemplarte.
A Good no le gustó la alusión a su gordura, que, a decir verdad, no se merecía, ya que el duro ejercicio le había hecho adelgazar notablemente, pero en general se quedó complacido con el cumplido de Umslopogaas. En cuanto a Alphonse, estaba encantado.
—¡Ah! Pero monsieur tiene un aspecto hermosísimo, el aspecto de un guerrero. Serán las mujeres las que se lo dirán cuando tomemos tierra. Monsieur está radiante; me recuerda a mi heroico abue…
En este punto detuvimos a Alphonse.
Después de contemplar la transformación de Good, un espíritu de emulación inundó nuestros corazones y nos pusimos manos a la obra para arreglarnos lo mejor posible. Sin embargo, todo lo que pudimos hacer fue vestirnos con nuestras ropas de cazadores, que cada uno guardaba, manteniendo las cotas de malla debajo. En cuanto a mi apariencia, ni la mejor ropa del mundo habría cambiado mi aspecto insignificante, pero sir Henry aparentaba lo que era, un hombre magnífico con su traje de tweed casi nuevo, sus polainas y sus botas. Alphonse también se arregló de forma impecable y se atusó dos veces el bigote. Incluso el viejo Umslopogaas, que no era dado a adornarse el cuerpo, cogió algo de aceite de la linterna y un poco de estopa y abrillantó la banda que llevaba en la cabeza hasta que relució como las botas de piel de Good. Luego se puso la cota de malla que sir Henry le había dado y su «moocha», y, después de limpiar a Inkosi-kaas, se dio por satisfecho.
Tras bañarnos, tendimos la vela y nos dirigimos a tierra, o mejor dicho hacia la desembocadura del río, a ritmo constante. Entonces —había transcurrido una hora y media desde que nuestros visitantes nos habían abandonado—, vimos aparecer por el río, o por el puerto, un gran número de embarcaciones de unas diez o veinte toneladas. Una de ellas era impulsada por veinticuatro remos, y la mayoría de las otras eran de vela. Observando a través de los prismáticos, nos dimos cuenta de que la embarcación de remos era un navío oficial, ya que su tripulación vestía una especie de uniforme. En la cubierta se erguía un hombre mayor de venerable aspecto, con una larga barba meciéndose al viento y una espada ajustada a su cintura, que, según su porte y atuendo, parecía ser el comandante de la nave. Las demás barcas estaban ocupadas por gentes atraídas por la curiosidad y avanzaban hacia nosotros, a remo o impulsadas por el viento, tan rápido como podían.
—Bien —dije yo—. ¿Qué apostamos? ¿Nos recibirán de forma amistosa o acabarán con nosotros?
Nadie podía responder a aquella incógnita y, como no nos gustaba mucho la apariencia guerrera del anciano con su espada, sentimos algo de desazón.
Justo entonces Good avistó una manada de hipopótamos en el agua a unos doscientos metros de nosotros, y sugirió que no sería una mala idea si tratábamos de impresionar a los nativos con una muestra de nuestro poder abatiendo a algunos de ellos. Aquello nos pareció una buena idea y cogimos nuestros rifles del calibre ocho, para los que aún nos quedaban algunos cartuchos, y nos preparamos para la acción. Había cuatro ejemplares, un gran macho, una hembra y dos cachorros, uno de ellos muy crecido. Nos acercamos sin dificultad; los enormes animales se hundieron en el agua y aparecieron unos cuantos metros más adelante. Su excesiva mansedumbre me dejó perplejo, pues era poco común. Cuando las embarcaciones se encontraban a unos quinientos metros de nosotros, sir Henry abrió fuego contra la cría más crecida. La bala se incrustó entre sus ojos y entró en su cerebro matando al animal, que se hundió dejando un largo rastro de sangre tras él. En el mismo momento, yo disparé a la hembra y Good al macho. Mi disparo alcanzó a la hembra, aunque no mortalmente, y ésta se hundió con violento chapoteo, para aparecer más tarde resoplando y gruñendo furiosamente; al fin, cuando la rematé con la única bala que me quedaba, tiñó de rojo el agua a su alrededor. Good, que es un excelente tirador, no dio en la cabeza del macho, sino que tan sólo le rozó la cabeza. Al mirar en dirección a las embarcaciones, después de mi segundo tiro, me di cuenta de que la gente entre la que habíamos ido a parar no sabía nada de armas de fuego, pues la consternación causada por los disparos y su efecto sobre los animales fue prodigiosa. Algunas de las tripulaciones comenzaron a gritar de horror; otras viraron y se alejaron de nosotros a toda velocidad y el anciano de la espada, perplejo y alarmado, detuvo su gran embarcación de remos. Sin embargo, no pudimos prestar mucha atención a aquella reacción, pues el hipopótamo macho, furioso por la herida que había recibido, salió a la superficie del agua a unos cuarenta metros, mirándonos de forma salvaje. Disparamos y le alcanzamos en varios puntos, por lo que se hundió muy mal herido. La curiosidad comenzó entonces a superar los temores de los que nos observaban y algunos se acercaron. Entre ellos, el hombre y la mujer que nos habían visto por primera vez un par de horas antes, que se situaron a nuestro lado. Entonces la gran bestia apareció de nuevo a unos diez metros de la canoa y, al momento, con un rugido de fiaría, atacó con la boca abierta. La mujer chilló y el hombre trató de hacer avanzar la barca, pero sin éxito. Poco después vi las enormes y coloradas mandíbulas y los brillantes marfiles cerrarse sobre la frágil barca, en un bocado que se llevó el costado de la embarcación y la hizo zozobrar, hundiéndola seguidamente y dejando a sus ocupantes forcejeando en el agua. Antes de que pudiéramos hacer nada para salvarlos, el enorme y furioso animal apareció de nuevo y se precipitó sobre la pobre chica con la boca abierta. Levanté mi rifle justo en el momento en que sus poderosas mandíbulas estaban a punto de cerrarse sobre la mujer y disparé apuntando a la garganta del hipopótamo. Este se revolvió y comenzó a dar vueltas y vueltas, bufando y expulsando ríos de sangre por las fosas nasales. Antes de que pudiera recobrarse, sin embargo, le alcancé con otro disparo a un lado del cuello y lo maté. No se movió más, sino que se hundió al instante. Nuestros siguientes esfuerzos se dirigieron a salvar a la mujer, pues el hombre había nadado hacia otra barca; y en esto tuvimos éxito, ya que la subimos a la canoa (entre las exclamaciones de los espectadores) considerablemente amedrentada y exhausta, aunque sana y salva.
Mientras tanto, las barcas se habían reunido todas a cierta distancia y podíamos ver a sus ocupantes, que evidentemente se encontraban atemorizados y deliberaban qué hacer. Sin darles tiempo para más discusiones, que podían resultar desfavorables para nosotros, tomamos nuestros remos y avanzamos hacia ellos, con Good en la proa mostrando una sonrisa dulce pero inteligente y saludando con el sombrero de tres picos, que agitaba en todas las direcciones. La mayoría de las embarcaciones se retiraban a nuestro paso, pero unas pocas mantuvieron su posición, mientras la gran barca de remos se acercaba para saludarnos. Poco después estábamos junto a ellos y pude ver que nuestro aspecto —sobre todo el de Good y el de Umslopogaas— llenaba de asombro, no exento de temor, al comandante. Este vestía como el primer hombre al que habíamos conocido, con la salvedad de que su camisa no estaba hecha de tela marrón, sino de puro lino blanco ribeteado en púrpura. El kilt, sin embargo, era idéntico, e iguales eran los anchos brazaletes de oro que tenía alrededor del brazo y bajo la rodilla izquierda. Los remeros llevaban tan sólo el kilt y sus cuerpos estaban desnudos hasta la cintura. Good se quitó el sombrero ante el anciano caballero con un ademán muy pomposo y le preguntó por su salud en el más puro inglés, a lo que él respondió extendiendo los dos primeros dedos de su mano derecha horizontalmente sobre sus labios y manteniéndolos allí durante unos segundos, lo que interpretamos como su forma de saludar. Luego nos dirigió también algunas palabras en aquel idioma suave que había utilizado nuestro primer visitante y nos vimos obligados a sacudir la cabeza y encogernos de hombros en señal de que no entendíamos, gestos que Alphonse, por su naturaleza y carácter, representó a la perfección y de forma tan educada que nadie se ofendió. Después llegó un compás de espera, hasta que yo, absolutamente hambriento, pensé que debía llamar la atención sobre ello y así lo hice: abrí la boca y la señalé con el dedo, y luego me froté el estómago. El anciano caballero entendió rápidamente aquellas señales, pues movió la cabeza vigorosamente y señaló en dirección al puerto, al tiempo que uno de los hombres de la barca nos lanzaba una cuerda y nos indicaba con gestos que la atáramos a nuestra embarcación, cosa que hicimos. La barca de remos nos arrastró y navegamos con rapidez hacia la desembocadura del río, acompañados por todas las otras barcas. En unos veinte minutos alcanzamos la entrada del puerto, que estaba ocupada por numerosas barcas repletas de gente que había salido para vernos. Observamos que todos los ocupantes eran más o menos del mismo tipo, aunque algunos eran más rubios que otros. De hecho, advertimos que ciertas mujeres tenían una piel asombrosamente pálida y que el color más oscuro era semejante al de la piel morena de los españoles. Tras una curva del río, de nuestras gargantas escaparon exclamaciones de asombro y maravilla al ver por primera vez el lugar del que más tarde supimos que se llamaba Milosis, o Ciudad del Ceño (de mi, que significa ciudad, y losis, ceño).
A una distancia de unos quinientos metros de la orilla del río se elevaba una alta pared de granito, de unos sesenta metros de altura, que sin duda había sido alguna vez el mismo borde del río; la zona intermedia de tierra, utilizada en aquellos momentos para embarcaderos y vías de acceso, se había ganado a las aguas a base de drenar el río y extraer tierra de él para formar bancos de arena.
En la parte superior de aquel precipicio se levantaba un gran edificio del mismo granito que formaba el acantilado,
construido con tres fachadas cerradas, a excepción de las troneras, y una cuarta que contaba con una pequeña puerta. Más tarde descubrimos que aquel lugar importante era el palacio de la reina o, mejor dicho, de las reinas. En la parte trasera del palacio se extendía la ciudad hasta otra colina, en cuya parte más elevada se erguía un radiante edificio de mármol blanco, coronado por una cúpula dorada que ya habíamos contemplado a mucha distancia. La ciudad estaba construida enteramente en granito rojo, a excepción de este edificio, y estaba organizada en manzanas regulares con espléndidas calles. Hasta donde nos alcanzaba la vista, las casas eran todas de un solo piso e individuales, con jardines a su alrededor, lo que hacía descansar la vista, abrumada por el granito rojo. En la parte trasera del palacio, una carretera de extraordinaria anchura subía por la colina durante milla y media y parecía terminar en un espacio abierto que rodeaba el edificio resplandeciente que coronaba el montículo. Pero justo frente a nosotros se levantaba la gloria y maravilla de Milosis: la gran escalinata del palacio, cuya magnificencia casi nos quitó el aliento. Dejemos que el lector se imagine, si puede, una espléndida escalinata, de unos veinte metros de balaustrada a balaustrada, formada por dos enormes tramos de escaleras, cada uno de ciento veinticinco escalones de veinte centímetros de altura por noventa de anchura, conectados ambos por un espacio de dieciocho metros de largo, que corría desde el muro del palacio sobre el borde mismo del precipicio hasta encontrarse con una vía de agua o canal junto al borde del río. La maravillosa escalera estaba suspendida sobre una enorme bóveda de granito, cuya parte superior cerraba un descansillo entre los dos tramos de escaleras. Del arco que formaba la bóveda partía otro subsidiario que parecía un arbotante por su forma y que ninguno de nosotros había visto nunca. Su belleza y maravilla sobrepasaban todo lo que pueda imaginarse. Con noventa metros de punto a punto y no menos de ciento setenta de curvatura, el medio arco se elevaba hasta tocar un puente que soportaba durante quince metros. Uno de sus extremos descansaba sobre él y se insertaba en el arco pariente, y el otro se incrustaba en el sólido granito de aquel precipicio.
La escalinata con sus soportes constituía un trabajo del que cualquier mortal debería sentirse satisfecho, tanto por su magnitud como por su incomparable belleza. Como después supimos, las obras habían sido interrumpidas cuatro veces y se habían iniciado en la más remota antigüedad. Fueron abandonadas durante tres siglos casi a medio terminar, hasta que apareció un joven ingeniero llamado Rademas, que aseguró poder acabarlas con éxito y prometió emplear su vida en ello. Si no lo conseguía, sería arrojado por el precipicio que se había propuesto escalar; si tenía éxito, se le recompensaría con la mano de la hija del rey. Le costó cinco años acabar la obra y una ilimitada cantidad de materiales y trabajo. El arco se desmoronó tres veces, hasta que por fin, viendo que el desastre era inevitable, decidió suicidarse la mañana del tercer derrumbamiento. Sin embargo, por la noche, una hermosa mujer se acercó a él en sus sueños y le tocó la frente. De repente tuvo la visión del arco terminado y la respuesta a las dificultades que hasta entonces habían desconcertado a su genio. Se levantó y comenzó de nuevo su labor, pero siguiendo un plan distinto, y ¡hete aquí!, lo consiguió. El último día de los cinco años de trabajo condujo a la princesa por la escalinata hasta el palacio. Y en su momento, fue rey gracias a su esposa y fundó la dinastía actual Zu-Vendi, que en nuestros días se denomina «Casa de la Escalinata», demostrando que la energía y el talento son los escalones naturales que conducen a la grandeza. Y para conmemorar aquel triunfo, hizo construir una estatua de sí mismo soñando y de la mujer rubia que le había tocado la frente, y la colocó en el gran vestíbulo del palacio, donde sigue todavía.
Así era la gran escalera de Milosis con la ciudad a sus pies. No es de extrañar que la denominaran la Ciudad del Ceño, ya que sus poderosos edificios de granito parecían, metafóricamente, fruncir su mirada sobre nuestra insignificancia en su sombrío esplendor. Tanto bajo la luz del sol, como cuando las nubes tormentosas se juntaban en su cresta, Milosis parecía más un lugar sobrenatural, o una urbe surgida de la mente de un poeta, de lo que era en realidad: una ciudad mortal excavada en el rojo silencio de la montaña gracias al paciente genio de los mortales.