La rosa de fuego
Continuamos yendo a la deriva, arrastrados por la poderosa corriente, hasta que por último me di cuenta de que el ruido del agua disminuía y llegué a la conclusión de que la caverna se había ensanchado y los ecos se dispersaban. Los aullidos de Alphonse se escuchaban con mayor nitidez y nos dimos cuenta de que balbuceaba una curiosa mezcla de invocaciones al Poder Supremo y el nombre de su bien amada Annette, que escapaban apenas de lo profano. Cogí un remo y me las ingenié para tocarle las costillas, y él, creyendo que había llegado su fin, aulló con más fuerza que antes. Luego, lentamente, me fui incorporando y, de rodillas, levanté los brazos, pero no toqué el techo. Acto seguido cogí el remo y lo levanté tan alto como pude, con el mismo resultado. Incluso lo coloqué de forma horizontal, pero no conseguí tocar nada excepto agua. Entonces recordé que en el bote, entre otras muchas cosas que nos quedaban, había una linterna de ojo de buey y una lata de aceite. Busqué a tientas y las encontré; encendí una de las cerillas que tenía en el bolsillo y, tan pronto como apareció la llama, prendí la mecha y lo primero que vi fue el rostro asustado de Alphonse, quien, pensando que todo había concluido y que estaba presenciando algún fenómeno celestial, gritó de forma terrorífica y se agarró torpemente al remo. En cuanto a los otros tres, Good estaba tumbado de espaldas, con el monóculo en su sitio y mirando ciegamente la oscuridad que nos rodeaba. Sir Henry tenía la cabeza reposando en la bancada de la canoa con la mano en el agua para comprobar la velocidad de la corriente. Pero cuando la luz iluminó al viejo Umslopogaas, casi podría haberme echado a reír. Creo que he señalado que habíamos colocado una arroba de antílope en la canoa. Bien, pues sucedió que cuando todos nos agachamos para evitar caer al agua y chocar contra el arco de piedra, Umslopogaas se puso muy cerca del antílope y, poco después de haberse repuesto del susto inicial, se dio cuenta de que tenía hambre. Por eso había cortado con toda flema un trozo de la carne, con la ayuda de Inkosi-kaas, y en aquellos momentos se lo estaba comiendo con todo deleite. Como más tarde explicó, pensó que iba a iniciar el largo viaje y prefirió iniciarlo con el estómago lleno.
Tan pronto como los demás vieron que había podido encender la lámpara de aceite, hicimos que Alphonse se sentara en uno de los extremos de la canoa, después de tranquilizarle con la amenaza de que si continuaba haciendo que la oscuridad pareciera más espantosa con sus gritos, le haríamos correr la misma suerte que al wakwafi, con lo que tendría que esperar a su Annette en el otro mundo. Tras esto comenzamos a discutir nuestra situación. Sin embargo, antes que nada, según una sugerencia de Good, atamos los dos remos en la proa como si fueran un mástil para que nos avisaran de un súbito descenso del techo de la cueva o túnel. Teníamos claro que nos encontrábamos en un río subterráneo o, como lo definió Alphonse, en un «gran sumidero», por el que se eliminaban las aguas sobrantes del gran lago. Es bien conocido que este tipo de ríos aparece en diversas partes del mundo, pero no es frecuente que la mala fortuna conduzca a los exploradores hasta ellos. Habíamos comprobado que el río era ancho, ya que la luz de la lámpara no alcanzaba las orillas, aunque ocasionalmente pudiéramos distinguir la pared de piedra del túnel, que parecía extenderse a unos siete u ocho metros por encima de nuestras cabezas. En cuanto a la corriente en sí misma, corría, según estimó Good, por lo menos a ocho nudos y, afortunadamente para nosotros, lo hacía, como suele ser habitual, con más violencia en la mitad del río. Sin embargo, lo primero que decidimos fue que uno de nosotros, con la linterna y una vara que había en la canoa, estuviera siempre en la proa preparado, por si acaso, para prevenir posibles choques contra uno de los lados de la cueva o contra cualquier roca que se nos viniera encima. Umslopogaas, que ya había cenado, se ocupó del primer turno. Aquello era todo lo que podíamos hacer por nuestra seguridad, a excepción de otra cosa: otro de nosotros debía mantenerse a popa con un remo a modo de timón para dirigir la canoa más o menos de tal forma que se mantuviera alejada de las paredes de la cueva. Después de haber solucionado esto, hicimos una comida frugal con la carne fría del antílope (ya que no sabíamos cuánto podía durarnos), y después, con el mejor ánimo, hice saber a los demás mi opinión que, aunque pesimista, no estaba exenta de cierta esperanza a pesar de la situación en la que estábamos, a menos que los nativos tuvieran razón y el río se dirigiera directamente a las entrañas de la tierra. Yo pensaba que lo lógico era que emergiera a la luz en alguna parte, probablemente al otro lado de las montañas, y en ese caso todo lo que teníamos que hacer era mantenernos vivos hasta que llegáramos a aquel punto, donde fuera que estuviese. Pero, por supuesto, como Good señaló con acento lúgubre, también podíamos morir víctimas de insospechados horrores, o el río podía seguir corriendo por el interior hasta secarse, en cuyo caso nuestro destino sería horrible.
—Bueno, debemos esperar lo mejor y prepararnos para lo peor —dijo sir Henry, que siempre era optimista e incluso animoso, una auténtica torre de fortaleza en momentos de peligro—. Hemos salido de tantos apuros juntos, que me atrevo a decir que saldremos también de éste —añadió.
Fue un excelente consejo y lo aceptamos interpretándolo cada uno según nuestra manera de ser —todos, excepto Alphonse, que había caído ya en una especie de aterrorizado estupor—. Good se encontraba en el timón y Umslopogaas en la proa, así que sir Henry y yo no podíamos hacer otra cosa que permanecer tumbados en la canoa pensando. Ciertamente aquella era una extraña situación, por no decir sobrenatural: deslizarse por las entrañas de la tierra, sobre las aguas de un Éstige, de la misma forma que las almas eran transportadas por Caronte, como dijo Curtís[44]. ¡Y qué oscuro estaba! El tenue rayo de luz de nuestra lámpara sólo servía para aclarar un poco las tinieblas. En la proa estaba sentado Umslopogaas, como el Placer en el poema [45*], alerta e infatigable, con la vara en su mano, y detrás, en las sombras, se podía tan sólo distinguir la forma de Good mirando hacia el rayo de luz para dirigir el remo que hacía las veces de timón, y que hundía una y otra vez en el agua.
«Bien, bien —pensé—. Has venido en busca de aventuras, Allan, hijo mío, y desde luego las has encontrado. ¡Y a tu edad! Deberías estar avergonzado de ti mismo, pero por alguna extraña razón no lo estás y, aunque esta situación es difícil, quizá salgas del apuro, y si no, bueno, no puedes hacer otra cosa, ¿no te parece? Y a fin de cuentas, un río subterráneo es un lugar muy apropiado para servir de sepultura».
Sin embargo, debo decir que la tensión que soportaba era muy grande. Es difícil que una persona fría y experimentada no se dé cuenta de que le quedan cinco minutos más de vida, pero no hay nada en este mundo a lo que uno no se acostumbre, y a su debido tiempo también nos habituamos a esto. Y, después de todo, nuestra angustia, aunque sin duda natural, era —estrictamente hablando— ilógica, pues nadie conoce lo que le tiene preparado el destino. Todo está dispuesto de antemano, hijos míos, ¿así que de qué preocuparnos?
Había sido cerca del mediodía cuando nos adentramos en la oscuridad y habíamos comenzado la primera guardia (Good y Umslopogaas) a las dos, después de acordar que debía durar unas cinco horas. A las siete, sir Henry y yo hicimos el relevo, sir Henry en la proa y yo en la popa, y los otros dos se tumbaron y se durmieron. Durante aquellas horas todo fue bien: sir Henry sólo creyó necesario apartarse de la pared una sola vez y yo apenas movía el timón, ya que la violenta corriente nos impulsaba hacia adelante, aunque de vez en cuando la canoa tendía a virar y a avanzar de lado. Lo que me sorprendió más que nada en aquel incomparable río fue lo siguiente: ¿cómo seguíamos teniendo aire? Era pesado y denso, sin duda, pero no lo suficiente como para hacerlo nocivo o desagradable en extremo. La única explicación que yo podía dar era que el agua del lago tenía el suficiente oxígeno como para impedir que la atmósfera del túnel se enrareciera, ya que aquel aire se distribuía por toda la larga caverna. Desde luego, aquella era la única explicación que se me ocurría para aclarar el misterio, que por la incertidumbre de nuestras circunstancias no nos aliviaba mucho.
Cuando había estado alrededor de tres horas en el timón, comencé a advertir un decidido cambio en la temperatura, que se hacía progresivamente más cálida. Al principio no lo había advertido, pero al cabo de otra media hora, cuando encontré que se tornaba cada vez más caliente, llamé a sir Henry y le pregunté si lo había notado, o si sólo era mi imaginación.
—¡Lo he notado! —respondió—; pensé que estaba en una especie de baño turco.
Entonces los otros despertaron, jadeando, y se vieron obligados a quitarse las ropas. Aquí Umslopogaas tenía ventaja, pues no usaba nada de que hablar, salvo una moocha[46].
Cada vez hacía más calor y la temperatura subió rápidamente hasta llegar a un punto en que apenas podíamos respirar y comenzamos a sudar. Media hora más tarde, y aunque nos habíamos desnudado casi por completo, no podíamos soportarlo ya. El lugar era como la antecámara de las regiones infernales. Metí la mano en el agua y la saqué inmediatamente casi con un alarido; estaba ardiendo. Consultamos un pequeño termómetro que teníamos y el mercurio señaló los 123° F [51° C]. De la superficie del agua ascendían densas nubes de vapor. Alphonse dijo balbuciente que aquello debía de ser el purgatorio, afirmación no muy alejada de la realidad, aunque no en el sentido que él le daba. Sir Henry sugirió que debíamos de estar pasando cerca del seno de algún volcán sumergido, y yo me incliné a pensar, especialmente a la luz de lo que ocurrió poco después, que estaba en lo cierto. Más tarde nuestros sufrimientos sobrepasaron toda posible descripción. Ya no sudábamos, pues habíamos perdido casi toda el agua de nuestros cuerpos. Tumbados en el fondo de la canoa, que éramos incapaces de dirigir, al sentirnos como brasas ardientes, y me imaginaba la agonía de los pobres peces cuando mueren en sobre la tierra… digamos que por asfixia lenta. Nuestras pieles comenzaron a cuartearse y la sangre palpitaba en nuestras sienes como una bomba de vapor.
Aquello continuó por algún tiempo, hasta que, de pronto, el río comenzó a hacerse cada vez más estrecho y oí a sir Henry gritar algo desde la proa con voz cascada; mirando hacia arriba, vimos algo maravilloso a la vez que terrible. A media milla delante de nosotros y algo hacia la izquierda del centro de la corriente, que en aquellos momentos debía de medir unos treinta metros de anchura, un enorme chorro de blancas llamas nacía de la superficie del agua y era propulsado a unos quince metros de altura, donde chocaba contra el techo y se precipitaba en un círculo de unos doce metros, cayendo en onduladas sábanas de fuego e imitando los pétalos de una rosa en su esplendor. De hecho, aquella horrible llama parecía una gran flor de fuego que saliera de las tenebrosas aguas. Sosteniendo el temible capullo, se erguía el tallo, de un pie más o menos de ancho. ¿Y cómo describir su horripilante, feroz y escalofriante belleza? Es imposible hacerlo. Aunque en aquellos momentos nos encontrábamos a unos quinientas metros y a pesar del vapor, iluminaba la caverna como si lo hiciera la luz del día y distinguimos el techo a unos doce metros sobre nuestras cabezas; observé que en diversos puntos resplandecían unas grandes vetas doradas, aunque de un metal cuya naturaleza no pude identificar.
Continuamos acercándonos hacia este pilar de fuego, que ardía con más fuerza que cualquier horno jamás encendido por hombre alguno.
—¡Mantenga el bote a la derecha, Quatermain, a la derecha! —gritó sir Henry, y al minuto siguiente le vi caer hacia adelante sin conocimiento.
Alphonse ya lo había perdido. Good estaba a punto de hacerlo. Allí estaban tendidos como muertos: sólo Umslopogaas y yo permanecíamos conscientes. A unos cincuenta metros del chorro vi que la cabeza del zulú caía entre sus manos. También él se había desmayado, y quedé solo. No podía respirar y el terrible calor me estaba asando. Metros y metros alrededor de la gran rosa de fuego el techo de roca brillaba con un color rojo. La madera de la canoa estaba casi ardiendo. Vi cómo las plumas de uno de los cisnes muertos se incendiaban y se convertían en cenizas, pero no podía darme por vencido. Sabía que, si lo hacía, la canoa pasaría a unos tres o cuatro metros del chorro de fuego y pereceríamos de forma miserable. Coloqué el remo de tal forma que la canoa se alejara lo más posible y mantuve con todas mis fuerzas el timón.
Creí que se me iban a salir los ojos de las órbitas y, a través de los párpados entrecerrados, pude ver la violencia con que el chorro expulsaba el fuego. Se encontraba casi enfrente; rugía como las llamas del infierno y el agua hervía furiosamente en torno suyo. Cinco segundos más. Habíamos pasado; aliviado, escuché el rugido detrás de mí.
Entonces caí desvanecido. Lo siguiente que recuerdo fue la sensación de aire fresco en mi rostro. Mis ojos se abrieron con gran dificultad. Miré hacia arriba. Lejos, muy lejos por encima de mí, había luz, aunque a mi alrededor se cernían las sombras. En aquel momento recordé. La canoa seguía flotando en el río y en el fondo yacían todavía las formas desnudas de mis compañeros. «¿Estarían muertos? —me pregunté—. ¿Me había quedado solo en aquel espantoso lugar?». No lo sabía. Luego sentí que me moría de sed. Saqué la mano por la borda y la hundí en el agua, lanzando un grito de dolor: casi toda la piel de mi mano se había quemado. El agua, sin embargo, estaba fría, y bebí y bebí y me refresqué todo el cuerpo. Mi piel parecía absorber el líquido como hace un muro de ladrillos después de una lluvia torrencial, pero donde me había quemado me dolía intensamente. Entonces me acordé de los otros y me arrastré con dificultad hasta ellos. Los rocié con agua y, con alegría, vi que comenzaban a recuperarse —Umslopogaas primero, luego los demás—. Bebieron el agua como si fueran esponjas. Más tarde se sintieron helados —un extraño contraste tras nuestras anteriores sensaciones— y nos vestimos. Mientras lo hacíamos, Good señaló la portilla de la canoa: estaba totalmente abarquillada por el calor y en algunos puntos quemada. Si hubiera sido construida según las pautas del hombre civilizado, dijo Good, las tablas se habrían cuarteado y habrían dejado entrar tanta agua que nos habríamos hundido; pero, afortunadamente, estaba hecha de la madera flexible y esbelta de un solo árbol; en los lados tenía un grosor de unos ocho centímetros y en el fondo sobrepasaba los diez. Nunca descubrimos qué podría ser aquel gran chorro de fuego, pero supongo que en aquella parte del río habría una falla o un agujero por el que un gran volumen de gas encontraba una vía por la que escapar del lecho volcánico de las entrañas de la tierra hacia el exterior. Cómo se había producido es, desde luego, algo imposible de asegurar. Probablemente, se debía a la explosión espontánea de los gases mefíticos.
Tan pronto como nos hubimos vestido y tras desentumecer nuestros cuerpos, nos pusimos manos a la obra para descubrir qué lugar era aquél. Ya he dicho que se divisaba una luz por encima de nuestras cabezas y, al examinarla más despacio, nos dimos cuenta de que provenía del cielo. Nuestro río era, según sir Henry, una realización literal de la visión del poeta[47], y ahora discurría por una oscura vía, no a través de «cavernas ilimitadas para el hombre», sino entre dos escalofriantes muros de roca que no debían de tener menos de sesenta metros de altura. Tan alta era la grieta que, aunque el cielo se encontraba sobre nosotros, en el lugar reinaban las sombras… no la oscuridad, sino la penumbra de una habitación cerrada a la luz del día. A ambos lados se elevaban los enormes y perpendiculares acantilados, severos e imponentes, tan altos que uno se mareaba al contemplar su espeluznante majestad. Aquel pequeño espacio de cielo que remontaba las piedras era como un hilo azul sobre su inmensa negrura, que no estaba dulcificada por ningún árbol o arbusto. Por aquí y por allí, sin embargo, crecían fantasmagóricos brotes de un largo liquen gris, que colgaba inmóvil de la roca como la blanca barba de un hombre muerto. Parecía como si sólo los reflejos o las aristas más fuertes de la luz hubieran llegado hasta el fondo de aquel terrible lugar. Ningún alado rayo de sol podía llegar a aquella profundidad; moría en la altura.
En los bordes del río había una pequeña orilla formada por fragmentos de rocas erosionadas por la constante acción de las aguas y que daba un curioso aspecto al lugar, como si estuviera sembrado de miles de fósiles. Evidentemente, cuando las aguas del río subterráneo subían de nivel, quedaría poca o ninguna playa entre el borde del río y las paredes de piedra; probablemente, unos siete u ocho metros. Y allí, en aquella playa, decidimos bajar a tierra, para descansar un poco después de lo que habíamos padecido y estirar los músculos. Era un lugar espantoso, pero podríamos relajarnos tras los horrores pasados y volver a ordenar nuestra canoa. Elegimos para aquel propósito lo que parecía un lugar apropiado y conseguimos con cierta dificultad arribar a la playa y saltar sobre las inhóspitas piedras.
—¡Dios mío! —exclamó Good, que fue el primero en descender—. ¡Qué lugar tan espantoso! Es para darle a uno un ataque —y se echó a reír.
Al instante una voz atronadora se hizo eco de sus palabras, ampliándolas cientos de veces:
—¡Darle un ataque! ¡Jo, jo, jo!
—¡Darle un ataque! Jo, jo, jo! —respondió otra voz con salvajes acentos desde la parte alta de los inmensos muros de piedra— ¡un ataque!, ¡un ataque!, ¡un ataque! —resonó una voz tras otra, pasando las palabras de boca en boca con explosiones de espantosa risa en invisibles labios, hasta que en todo el lugar resonó el eco de aquellas palabras y de los estallidos de risa infernal, que al final cesaron tan bruscamente como habían comenzado.
—¡Oh, mon Dieu! —chilló Alphonse, que estaba ya fuera de sí.
—¡Mon Dieu! ¡Mon Dieu! ¡Mon Dieu! —retumbaron los titánicos ecos, gritando y lloriqueando en todos los tonos imaginables.
—Ah —dijo Umslopogaas con tranquilidad—. Veo claramente que los demonios viven aquí. En fin, el lugar parece sitio adecuado para ellos.
Traté de explicarle que la causa de aquel confuso ruido de voces era un notable e interesante ejemplo de eco, pero no me creyó.
—Ah —dijo—. Reconozco un eco cuando lo oigo. Había uno viviendo frente a mi kraal en Zululandia y las intombis [doncellas] solían a hablar con él. Pero si lo que estamos oyendo es un eco de un adulto, el que yo escuchaba en casa debía de ser de un niño. No, no, hay demonios ahí arriba. Sin embargo, no creo que sean muchos —añadió aspirando un poco de tabaco en polvo—. Pueden copiar lo que uno dice, pero no parecen capaces de hablar por ellos mismos y, desde luego, no se atreven a mostrar sus rostros —guardó silencio y dejó de prestar atención a aquellos demonios del tres al cuarto.
Nos dimos cuenta de que era necesario hablar en susurros, pues era insoportable escuchar una palabra repetida una y otra vez como si pasara de una parte del precipicio a otra, igual que una pelota de tenis.
Pero incluso los murmullos recorrían las rocas como un misterioso río de susurros, hasta que el último de ellos moría en largos suspiros. Los ecos son algo delicioso y romántico, pero ya nos habíamos hartado de escucharlos en aquel espantoso lugar.
Tan pronto como nos acomodamos sobre las redondeadas piedras, comenzamos a lavar y curar nuestras quemaduras como pudimos. Como teníamos poco aceite para la linterna, no lo utilizamos para las quemaduras, así que desollamos uno de los cisnes y usamos la grasa del pecho, que resultó ser un sustituto magnífico. Luego reorganizamos la carga en la canoa y por último comimos algo, cosa que no hará falta decir que nos era absolutamente necesaria, ya que nuestra pérdida de conocimiento había durado horas y, según nuestros relojes, era ya medio día. De modo que nos sentamos en círculo y devoramos la carne fría con tanta avidez y apresuramiento como nuestras mandíbulas lo permitían, que, en mi caso, no fue mucho, pues me sentía débil y desmayado tras los sufrimientos de la noche anterior y, además, me dolía extremadamente la cabeza. Fue un almuerzo curioso. La penumbra era tan intensa que apenas podíamos ver cómo cortábamos la carne y nos la llevábamos a la boca. No obstante, todo se desarrolló con normalidad, a pesar de que la carne estaba algo pasada por el calor, hasta que se me ocurrió mirar detrás de mí, pues había escuchado un ruido extraño, como de algo que se arrastrara sobre las piedras. Y así era: en la roca que había justo a mi espalda descubrí un enorme ejemplar de cangrejo negro de río, que medía cinco veces más que uno normal. Aquel horrible y repugnante animal tenía ojos saltones, mirada penetrante, largas y flexibles antenas o palpos, y gigantescas tenazas. No me sentí muy tranquilo con su compañía, sobre todo cuando por todas partes comenzaron a salir aquellos horribles animales de entre las rocas y los huecos de las paredes, atraídos, supongo, por el olor de la carne. Alguno de ellos estaba muy cerca de nosotros. Yo me quedé mirándolos perplejo, como fascinado por aquel espectáculo tan inesperado y, mientras lo hacía, vi que uno de los cangrejos alargaba su tenaza y mordía al despreocupado Good en la espalda. Este saltó repentinamente con un aullido y los «salvajes ecos volaron»[48] con soberbia intensidad. Justo entonces, otro cangrejo enorme cogió la pierna de Alphonse y se negó a soltarla, con lo cual, como podrá imaginarse, se produjo una increíble escena. Umslopogaas cogió su hacha y la hundió en el caparazón de uno de los cangrejos, tras lo cual el animal emitió un ruido espantoso y los ecos se multiplicaron a miles; comenzó a echar espuma por la boca y aquello hizo que salieran más crustáceos de sus insospechados agujeros y rincones. Los demás, al percatarse de que su compañero estaba herido, se precipitaron sobre él como los acreedores en una bancarrota, literalmente lo despedazaron miembro a miembro con sus magníficas tenazas y lo devoraron, utilizando sus pinzas para llevarse a la boca los pedazos. Nosotros nos hicimos con las armas que teníamos a mano, como algunas piedras y los remos, y comenzamos una guerra contra aquellos monstruos… cuyo número se iba incrementando por momentos y cuyo hedor era imposible de aguantar. Tan pronto como rompíamos los caparazones de algunos, otros capturaban al herido y lo devoraban, echando espuma por la boca y emitiendo unos agudos chillidos mientras lo engullían. No se detuvieron allí. Cuando podían nos mordían, y era horrible, o trataban de robarnos la carne. Un ejemplar enorme consiguió coger al cisne que habíamos pelado y comenzó a arrastrarlo. Al instante una veintena de ellos se precipitó sobre la presa y dieron lugar a una horripilante y desagradable escena. ¡Cómo echaban espuma por la boca y chillaban; cómo devoraban la carne y se destrozaban unos a otros! La escena era escalofriante, de las que uno no olvida hasta el día de su muerte, en aquella tiniebla colmada por los enervantes ecos de mil tonos distintos. Aunque pueda parecer extraño, había algo sorprendentemente humano en aquellas diabólicas criaturas, como si todas las bajas pasiones y deseos del hombre se hubieran acumulado bajo los caparazones de aquellos gigantescos cangrejos y como si éstos se hubieran vuelto locos. Tenían un coraje terrible e inteligente y se comportaban como si les moviera algún tipo de razón. Aquel episodio podría haber inspirado otro canto del Infierno de Dante, como dijo Curtís.
—Os digo, compañeros, que más nos vale salir de aquí o nos volveremos locos —dijo Good; y no tardamos mucho en obedecerle.
Empujamos la canoa, alrededor de la cual los cangrejos se acumulaban a cientos tratando en vano de trepar, y nos subimos en ella, tras llevarla hasta la mitad de la corriente. Detrás de nosotros dejamos los restos de nuestra comida y la pestilente masa de monstruos con sus chillidos y espumarajos.
—Estos son los demonios del lugar —dijo Umslopogaas con el aire de quien ha resuelto un problema, cosa que yo me prestaba a reconocer como cierta.
Las afirmaciones de Umslopogaas eran como el filo de su hacha, bastante certeras.
—¿Qué haremos ahora? —dijo sir Henry desorientado.
—Navegar, supongo —respondí. Y eso fue lo que hicimos.
Durante toda la tarde y bien entrada la noche seguimos deslizándonos por aquella negrura bajo la lejana línea del cielo, sin saber apenas cuándo terminaba el día y cuándo comenzaba la noche, ya que en el fondo de aquella enorme grieta no se advertía la diferencia, hasta que por fin Good señaló una estrella justo sobre nuestras cabezas y, como no teníamos otra cosa que hacer, la contemplamos con inusitado interés. De pronto, se desvaneció, la oscuridad se tornó intensa y un murmullo muy familiar llenó el espacio.
—Bajo tierra de nuevo —dije con un gemido, levantando la linterna.
Sí, no había duda. Se podía distinguir el techo. La grieta había terminado y comenzaba otra vez el túnel. Y así empezó otra larga noche de peligro y horror. Describir todos los particulares sería tarea harto aburrida, así que diré simplemente que hacia la medianoche topamos con una roca plana que sobresalía en mitad de la corriente y que casi nos hizo volcar. Sin embargo, pudimos estabilizarnos y continuamos nuestro accidentado camino. Y así pasaron las horas hasta que llegaron las tres de la mañana. Sir Henry, Good y Alphonse dormían, completamente exhaustos. Umslopogaas se encontraba en la proa y yo llevaba el timón, cuando me di cuenta de que el ritmo al que nos movíamos se había incrementado considerablemente. De pronto, oí que Umslopogaas decía algunas palabras ininteligibles y al instante se produjo un crujido, como de ramas al romperse, y pude darme cuenta de que la canoa estaba atravesando unos arbustos colgantes o enredaderas. Poco después, una bocanada de aire fresco sacudió mi rostro y sentí que habíamos salido del túnel y que navegábamos en aguas abiertas. Y digo sentí, porque no veía nada, la oscuridad era tan negra como la brea, tal y como suele ocurrir antes del amanecer. Pero ni tan siquiera aquello podía ensombrecer mi alegría. Habíamos salido del espantoso río y, donde quiera que estuviéramos, era de agradecer. Me senté y respiré el dulce aire nocturno y esperé el amanecer con toda la paciencia que era capaz de sentir.