CAPÍTULO IX

Hacia lo desconocido

Había pasado una semana y nos encontrábamos cenando en el comedor de la misión, con el ánimo decaído porque debíamos despedirnos de nuestros amables amigos los Mackenzie y partir al amanecer. No habíamos vuelto a oír ni a ver a los masai, y salvo por una lanza o dos que quedaban sobre la hierba, o los cartuchos vacíos en la parte exterior del muro del kraal, nadie podría imaginar que tan sangrienta batalla había tenido lugar en aquel antiguo campamento. Mackenzie, gracias a su naturaleza de hombre bien templado, se recuperaba rápidamente de sus heridas y podía caminar por los alrededores ayudado de un par de muletas. Y en cuanto a los demás heridos, uno murió de gangrena y el resto se recuperó con facilidad. La caravana del señor Mackenzie también regresó de la costa, de tal forma que la misión estaba fuertemente guardada.

A pesar de las cálidas e insistentes invitaciones a que nos quedáramos, en aquellas circunstancias decidimos partir hacia el monte Kenya, y de allí hacia lo desconocido, en busca de la misteriosa raza blanca que nos habíamos propuesto descubrir. En esta ocasión decidimos utilizar como medio de transporte el humilde pero útil burro, del que nos pertrechamos en número de una docena, para cargar con todos nuestros enseres y, en caso necesario, con nosotros mismos. Sólo nos quedaban dos wakwafis como sirvientes y fue imposible hacernos con más nativos, ya que no pudimos convencerles de que se aventuraran en las zonas desconocidas que nos proponíamos explorar, y no se les podía culpar. Después de todo, como dijo el señor Mackenzie, era una locura que tres hombres, que tenían todo lo que hace que la vida merezca la pena —salud, riquezas suficientes, posición, etc— se embarcaron en una empresa desatinada por propia voluntad, en la cual las probabilidades de regresar eran casi nulas. Pero así es como somos los ingleses, aventureros hasta la médula; y toda nuestra magnífica lista de colonias, cada una de las cuales se convertirá en una gran nación, es el testimonio del extraordinario valor del espíritu de aventura que a primera vista puede parecer una especie de manía lunática. «Aventurero»: aquel que va al encuentro de lo que la vida ponga en su camino. Más o menos, esto es lo que todos hacemos en el mundo de un forma u otra y, hablando por mí, estoy orgulloso de ese calificativo, porque implica un corazón valeroso y una gran confianza en la Providencia. Además, cuando muchos notables Cresos, a los que la gente adora, y muchos ilustres políticos contemporáneos son olvidados, los nombres de aquellos viejos aventureros de altas miras que han hecho de Inglaterra lo que es, serán recordados y sus figuras presentadas con amor y orgullo a los niños cuyos espíritus vírgenes todavía duermen en el seno de los siglos venideros. No es que nosotros tres pudiéramos esperar algo así, pero sí podíamos hacer algo suficiente, quizá, para cubrir la desnudez de nuestra locura.

Aquella tarde, mientras estábamos sentados en la galería, fumando una pipa, se acercó a nosotros Alphonse y, con una magnífica reverencia, anunció su deseo de hablar. Después de invitarle a que «desembuchara», nos explicó con muchos rodeos que quería unirse a nuestro grupo, un deseo que me sorprendió no poco, ya que todos sabíamos que era un cobarde. La razón, sin embargo, nos fue pronto desvelada. El señor Mackenzie se dirigiría hacia la costa y de allí a Inglaterra. Alphonse estaba convencido de que, si le acompañaba, pronto sería capturado, extraditado y enviado a Francia, país en el que tendría que ingresar en un penal. Aquella era la idea que le rondaba por la mente, como la cabeza del rey Carlos le rondaba al señor Dick[42], y le dio tantas vueltas que al final su imaginación exageró el peligro en diez veces. De hecho, era muy probable que su violación de la ley hubiera sido olvidada tiempo atrás, y con toda seguridad podía vivir en cualquier país sin ser molestado, a excepción de Francia, pero fue imposible hacerle ver esto. Una naturaleza cobarde como la suya prefería antes enfrentarse a una expedición como la nuestra que exponerse, a pesar de sus deseos por retornar a su patria, a un posible examen de un oficial de policía, que después de todo no era sino otra ejemplificación de una gran verdad que se cumple para la mayoría de los hombres: un peligro, remoto y avistado con antelación, aunque incierto, produce más terror que la más cercana y seria amenaza. Después de escuchar lo que tenía que decirnos, lo discutimos entre nosotros y finalmente llegamos a un acuerdo con el conocimiento y consentimiento del señor Mackenzie, y aceptamos su ofrecimiento. Para comenzar, no disponíamos de mucha gente y Alphonse era rápido y activo y podía echar una mano en cualquier labor, y cocinar, ¡ah , podía cocinar! Creo que podría haber hecho un plato delicioso con las polainas de su heroico abuelo, de las que estaba tan orgulloso. Además, era un hombre de buen carácter y alegre como un mono, su pomposa y rimbombante conversación era una fuente de diversión infinita para nosotros y, lo más importante, nunca tenía mala intención. Desde luego, su naturaleza tan cobarde era una desventaja terrible, pero como conocíamos su debilidad podíamos, por lo menos, guardarnos de ella. Así que, después de advertirle de los inevitables peligros a los que se iba a exponer, le dijimos que le aceptábamos a condición de que nos prometiera que obedecería nuestras órdenes. También le prometimos diez libras al mes si alguna vez regresábamos a un país civilizado en el que poder entregárselas. Aceptó todas estas condiciones con presteza y se retiró para escribirle una carta a su Annette, que el señor Mackenzie se comprometió a enviar en cuanto saliera de la selva. Más tarde nos la leyó, mientras sir Henry nos la traducía, y era realmente hermosa. Estoy seguro de que la profundidad de su amor y la narración de sus sufrimientos en un país salvaje, «lejos, lejos de ti, Annette adorada, por quien estoy soportando toda esta pena», podrían llegar al fondo del corazón más frío.

Bien, llegó la mañana y a las siete los burros ya estaban cargados y la hora de partir se acercaba. Fueron unos momentos muy tristes, sobre todo al despedirnos de Flossie. Ella y yo nos habíamos hecho grandes amigos y solíamos charlar juntos, pero sus nervios no se habían recobrado de su secuestro a manos de los sanguinarios masai.

—¡Oh, señor Quatermain! —exclamó y se echó en mis brazos y me rodeó el cuello con los ojos llenos de lágrimas—. No puedo soportar tener que decirle adiós. ¿Cuándo nos volveremos a ver?

—No lo sé, querida niña —dije—. Yo estoy en uno de los extremos de la vida y tú en el otro. Me queda poco tiempo y la mayoría de mi existencia yace en el pasado, sin embargo, espero que a ti te queden todavía largos y felices años y que el futuro te depare muchos bienes. Poco a poco te convertirás en una mujer muy bella, Flossie, y toda esta vida en la selva te parecerá como un sueño. Aunque no volvamos a encontrarnos más, confío en que pienses en tu viejo amigo y que recuerdes mis palabras. Trata siempre de ser buena y de hacer lo que está bien, más que lo que te produzca placer, ya que al final, por mucho que diga la gente, lo que es bueno y lo que produce felicidad es lo mismo. No seas egoísta y, siempre que puedas, ayuda a los demás… pues el mundo está lleno de sufrimiento, querida niña, y aliviarlo es el camino más noble que podemos tomar. Si actúas de esta forma te convertirás en una dulce criatura temerosa de Dios y harás que la vida de otras personas brille más, y así no habrás vivido en balde. Comprendo que estos son consejos pasados de moda y por eso te voy a dar algo que los suavice. Ves este trozo de papel, ¿verdad? Es lo que se llama un cheque. Cuando nos hayamos ido, dáselo a tu padre con esta nota, pero no antes, recuérdalo. Algún día te casarás, querida Flossie, y el cheque es para comprarte un regalo de boda, que llevarás tú primero y luego tu hija, si tienes alguna, y así recordarás al señor Quatermain.

La pobre y pequeña Flossie lloró mucho y me regaló un mechón de sus cabellos rubios, que todavía conservo. El cheque que le di era de mil libras (que he podido pagar gracias a que ahora me encuentro en buena situación económica y no tengo otras obligaciones que las de la caridad) y en la nota le decía a su padre que las invirtiera para ella en bonos del gobierno y que, cuando se casara o se hiciera mayor de edad, le comprara un collar de diamantes con aquella cantidad y los intereses que se hubieran acumulado. Pensé en los diamantes porque ahora que las minas del rey Salomón están perdidas para el mundo, su precio nunca será tan bajo como en los días que corren y, si en días venideros pasa apuros económicos, podrá convertirlos en mucho dinero.

Por fin partimos tras estrechar todas las manos, levantar los sombreros e, incluso, despedirnos de los nativos. Alphonse lloró en abundancia (ya que era de corazón tierno) al separarse de su señor y de su señora, y yo lo sentí mucho, ya que odiaba las despedidas. Quizá lo más entrañable fue presenciar la tristeza de Umslopogaas al decir adiós a Flossie, por quien el terrible y viejo guerrero abrigaba un sincero afecto. Solía decir que contemplarla era tan dulce como observar una única estrella en el cielo nocturno y que jamás se cansaría de congratularse consigo mismo por haber abatido al Lygonani que había amenazado con matarla. Y aquel fue nuestro último contacto —pues la misión era un verdadero oasis en el desierto— con la civilización europea. Sin embargo, pienso con frecuencia en los Mackenzie, me pregunto cómo llegarían a la costa, si en este momento estarán a salvo en Inglaterra, y si alguna vez leerán estas líneas. ¡Querida Flossie! Me pregunto también cómo le irá en aquellas tierras en las que no hay personas de color que hagan su voluntad, y en cuyos cielos no pueden verse las nieves del monte Kenya al levantarse por las mañanas. Adiós, Flossie.

Después de abandonar la casa-misión, continuamos nuestro camino y pasamos con relativa facilidad junto a la base del monte Kenya, que los masai llaman «Donyo Egere», o «la montaña moteada», por las zonas negras de roca que aparecen en su poderoso capitel, cuya forma es tan escarpada que la nieve no puede descansar en él. Después, al pasar el solitario lago Baringo, uno de los wakwafi que nos quedaban murió por la picadura de una serpiente, sin que pudiéramos hacer nada por él. A continuación, caminamos unas ciento cincuenta millas hacia otra magnífica montaña cubierta por las nieves, llamada Lekakisera, que nunca, según mis conocimientos, había sido visitada por un europeo, pero en cuya descripción no me puedo detener. Allí descansamos quince días y después iniciamos el camino por una selva virgen y solitaria en el extenso distrito llamado Elgumi. Sólo en esta selva hay más elefantes que los que yo haya podido ver o escuchar alguna vez en relatos. Estos poderosos mamíferos proliferan en manadas sin ser molestados por el hombre, y sólo son abatidos por la ley natural, que evita así un crecimiento desmesurado por encima de la capacidad del terreno para albergarlos. No hace falta decir, sin embargo, que no disparamos; en primer lugar porque no podíamos permitirnos el gasto de municiones, de las que estábamos cada vez más escasos, ya que habíamos perdido el burro que cargaba con ellas al cruzar un río desbordado; y en segundo lugar, porque no podíamos cargar con el marfil y no deseábamos matar por el puro placer de hacerlo. Así que dejamos en paz a los animales y sólo disparamos a uno o dos para protegernos. En aquella zona los elefantes, que no están acostumbrados a los cazadores y a sus amables favores, dejan que el hombre se acerque a tan sólo veinte metros de ellos en campo abierto, mientras se quedan parados con sus grandes orejas levantadas y miran perplejos al nuevo y extraordinario fenómeno que es el hombre. De vez en cuando, si la inspección no resulta satisfactoria, la observación termina con un resoplido de su trompa y una carga contra el presunto enemigo, pero esto no suele ocurrir. Cuando sucedía, teníamos que usar nuestros rifles. Pero no sólo eran los elefantes las únicas criaturas salvajes de la gran selva de Elgumi. Abundaba todo tipo de caza, incluyendo los leones… ¡Dios los confunda! Odio ver al león desde que uno me mordió en una pierna y me dejó cojo para toda la vida. Otra criatura que abundaba era la temible mosca tsé-tsé, cuya picadura produce la muerte a los animales domésticos. Los burros, y los hombres, poseen una peculiar inmunidad contra sus ataques, pero tengo que decir, no sé si por su lamentable condición, o porque en aquellos lugares la mosca era más venenosa, que murieron todos. Afortunadamente, sin embargo, esto no ocurrió sino dos meses después de haber sufrido las picaduras: al cabo de dos días de una lluvia helada, cayeron muertos y al observar su piel encontré unas vetas de color amarillo que son característica de la muerte por picadura de tsé-tsé, y que señalan el lugar en el que la mosca ha infiltrado su trompa. Al salir de la gran selva de Elgumi, continuamos hacia el norte de acuerdo con la información que el señor Mackenzie había obtenido del desgraciado vagabundo que murió tan trágicamente y llegamos a otro gran lago, llamado Laga por los nativos, que tiene unas cincuenta millas de largo por veinte de ancho, y del que, según recuerdo, hizo mención. Desde allí caminamos durante un mes por una gran meseta ondulada, algo parecida a la de Transvaal[43], pero salpicada de arbustos.

Durante todo aquel tiempo ascendimos constantemente a una media de unos treinta metros cada diez millas. Desde luego, aquella zona parecía subir hasta una cordillera de montañas cubiertas de nieve a la que nos dirigíamos y donde encontraríamos el segundo lago que el vagabundo había descrito como sin fondo. Por fin llegamos, y, después de asegurarnos de que realmente existía un gran lago en la cumbre de las montañas, ascendimos unos noventa metros más hasta que alcanzamos un escarpado precipicio y encontramos una extensión de agua de unas veinte millas cuadradas de superficie que se extendía a unos cuatrocientos cincuenta metros bajo nosotros. Evidentemente ocupaba un antiguo cráter volcánico de grandes proporciones. Al observar que había aldeas en las orillas, descendimos con gran dificultad a través de bosques de coníferas, que cubrían las escarpadas vertientes del cráter, y fuimos bien recibidos por sus gentes, pueblos sencillos y pacíficos, que jamás habían visto u oído nada sobre el hombre blanco. Nos trataron con mucho respeto y amabilidad y nos ofrecieron alimentos y leche en tanta cantidad como pudimos tomar y beber. Este maravilloso y hermoso lago se encontraba, de acuerdo con nuestro altímetro, a una altura unos tres mil quinientos metros sobre el nivel del mar, y su clima era bastante frío y no muy distinto al de Inglaterra. De hecho, durante los tres días que estuvimos allí apenas vimos el paisaje, debido a una niebla que se parecía a la escocesa. Fue aquella lluvia la que hizo que el veneno de las moscas tsé-tsé produjese efecto en los burros, que murieron por ello.

Aquel desastre nos redujo a una precaria condición, ya que no teníamos otros medios de transporte, aunque, por otra parte, tampoco nos quedaba mucho que transportar. La munición también escaseaba y se reducía a un centenar y medio de cartuchos para los rifles y medio centenar para los revólveres. Cómo íbamos a continuar, no lo sabíamos; de hecho parecía que habíamos llegado al fin de nuestro camino. Incluso si nos inclinábamos a abandonar nuestra expedición, que no era el caso, era ridículo pensar que podríamos alcanzar la costa, a unas setecientas millas, en aquellas condiciones. Así que llegamos a la conclusión de que lo único que podíamos hacer era detenernos en aquel lugar —puesto que los nativos estaban dispuestos a facilitarnos alimentos en abundancia—, enfrentarnos a los hechos y tratar de recoger información sobre lo que había más allá.

De acuerdo con esto, después de comprar al jefe de la aldea en la que morábamos una canoa de troncos lo suficientemente grande para transportar nuestro equipaje y a nosotros mismos, a cambio de tres cajas de latón vacías donde habíamos llevado las municiones y con las que el jefe quedó absolutamente encantado, partimos para explorar el lago y ver si podíamos encontrar un lugar favorable en el que montar un campamento. Como no sabíamos si íbamos a regresar a aquella aldea, colocamos todos nuestros enseres en la canoa, y también una arroba de carne cocida de antílope, que es deliciosa cuando el animal es joven, y salimos después de que algunos nativos se nos adelantaran con ligeras canoas para avisar a los habitantes de otras aldeas próximas.

Mientras remábamos tranquilamente, Good nos hizo notar el extraordinario color azul del agua y dijo que los nativos le habían contado, pues eran grandes pescadores —el pescado era su alimento principal—, que el lago era profundísimo y que tenía un agujero en el fondo por donde el agua se escapaba y apagaba el gran fuego que ardía más abajo.

Comenté que se trataría probablemente de una leyenda nacida de una tradición que se remontaba a los tiempos en los que los cráteres del extinto volcán estaban en actividad. Observamos en las orillas del lago muchos que, sin duda, habían estado en erupción tiempo después de que muriera el cráter central del volcán, que formaba el lecho del lago. Cuando por fin se extinguió, la gente debió de imaginar que el agua del lago se filtraba y apagaba el fuego interior, sobre todo porque, aunque constantemente era alimentado por las corrientes que caían de las montañas con los deshielos, no se veía salida alguna del agua.

Llegamos a la parte más lejana del lago y, al aproximarnos, descubrimos un vasto muro de piedra perpendicular que contenía el agua, sin orilla como en el resto del lago. Remamos paralelamente a esta pared a una distancia de unos cien pasos, en dirección a una gran aldea que sabíamos se encontraba por aquella zona.

De pronto comenzamos a deslizamos entre una considerable acumulación de juncos, malas hierbas, arbustos y otros hierbajos que, como dijo Good, debían de haber llegado hasta allí empujados por alguna corriente, lo cual le dejó perplejo. Mientras pensábamos en ello, sir Henry advirtió la presencia de un grupo de cisnes blancos un poco alejados de nosotros. Antes había visto cisnes volando en la dirección del lago y, como nunca había contemplado a aquellos animales en África, estaba ilusionado con la idea de atrapar algún ejemplar. Les había preguntado a los nativos y me habían dicho que procedían del otro lado de la montaña, y que siempre llegaban en determinados períodos del año a primeras horas de la mañana, momento en el que era fácil atraparlos, pues estaban cansados del largo viaje. También les pregunté de qué país procedían; se encogieron de hombros y dijeron que venían de la otra parte del gran precipicio negro, tierra inhóspita. Más allá había montañas nevadas repletas de bestias salvajes, en las que no vivía nadie, y detrás, cientos de millas de densos bosques de espinos, tan espesos que ni siquiera los elefantes podrían entrar, y mucho menos un hombre. Después pregunté si habían oído alguna vez que gente blanca como nosotros viviera en la parte más alejada de las montañas y de los bosques, y ante aquella pregunta se echaron a reír. Pero después una anciana se acercó y me dijo que, de niña, su abuelo le había contado que en su juventud él había cruzado el desierto y las montañas y había alcanzado el bosque de espinos y había visto gente blanca que vivía en kraals de piedra. Desde luego, como el relato se remontaba a unos doscientos cincuenta años atrás, era bastante incierto; sin embargo, de nuevo nos topábamos con aquel rumor y, reflexionando, me convencí de que alguna verdad habría en él, así que decidí resolver aquel misterio. No podía adivinar de qué milagrosa forma mi deseo se vería recompensado.

Nos pusimos manos a la obra para cazar los cisnes, que se deslizaban sobre el agua mientras comían, cada vez más cerca del muro, y por fin colocamos la canoa al abrigo de una corriente que pasaba a unos cuarenta metros de ellos. Sir Henry tenía un arma cargada con perdigones y, esperando su oportunidad, dos se le pusieron a tiro y, disparando a sus cuellos, los derribó. Los demás, unos treinta, levantaron el vuelo con poderoso batir de alas y, cuando lo hicieron, les propinamos otra descarga. Abatimos a uno, al que rompimos un ala y vi caer la pata de otro y unas cuantas plumas desprendidas de su lomo; pero continuó el vuelo con vigor. Se elevaron, dibujando círculos cada vez más altos, hasta que se convirtieron en puntos sobre el precipicio, luego se agruparon en un triángulo y desaparecieron por el desconocido noroeste. Mientras tanto recogimos a los animales muertos, que eran muy hermosos y pesaban no menos de treinta libras cada uno, y tratamos de recoger al que tenía el ala rota, que había caído sobre un montón de hierbajos que la corriente llevaba hasta una pileta de aguas más limpias. Como encontramos serias dificultades para hacer avanzar la canoa por aquella agua llena de hierbas, le dije al wakwafi que nos quedaba, de quien sabía era un excelente nadador, que saltara, buceara por la corriente y lo atrapara, pues como no había cocodrilos no podía sucederle nada malo. El hombre obedeció divertido y pronto le vimos nadar tras el cisne con depurado estilo, cada vez más cerca de la pared de roca contra la que batían las olas que producían los movimientos de su cuerpo.

Entonces, de repente, dejó de nadar y nos dijo a gritos que algo le arrastraba; y, de hecho, vimos cómo, aunque nadaba con todas sus fuerzas hacia nosotros, poco a poco era atraído hacia la roca. Remamos desesperadamente hacia la corriente y de allí hacia el wakwafi, pero, por rápidos que fuéramos, era arrastrado con más fuerza hacia el muro. De pronto vi que ante nosotros, elevándose a medio metro de la superficie del lago, se abría lo que parecía la parte alta del arco de entrada a una cueva sumergida o túnel. A juzgar por la marca del agua en la roca, que estaba situada algo más arriba, la cueva solía estar completamente oculta, pero como la temporada había sido seca y el frío había impedido que la nieve se derritiera, el nivel del lago era más bajo y se veía el arco. Hacia aquel arco se precipitaba nuestro pobre sirviente con una rapidez escalofriante. Estaba a unos quince metros y nosotros a unos treinta cuando volvimos a verle y con ayuda de la canoa nos dirigimos hacia él. Luchaba bravamente y yo pensé que podíamos salvarle, pero de pronto advertí la expresión de pánico en su rostro y allí, ante nuestros ojos, fue succionado por aquel torbellino de aguas azules y desapareció. En aquel mismo instante sentí que nuestra canoa era atrapada como por una mano poderosa y catapultada con una fuerza desmesurada hacia el muro.

Nos dimos cuenta del peligro que corríamos y remábamos, o mejor, paleábamos furiosamente en nuestro intento de alejarnos. En vano: nos precipitábamos directamente hacia la cueva como una flecha y pensé que estábamos perdidos. Por suerte, mantuve la suficiente presencia de ánimo como para gritar:

«¡Al suelo, al suelo!», y me tumbé en el fondo de la canoa; los demás obedecieron al instante. Entonces algo rechinó y la canoa fue arrastrada hasta que el agua comenzó a entrar por los bordes del bote. Pensé que había llegado nuestro fin. Pero no; de pronto el ruido cesó y pudimos sentir que la canoa volvía a flotar sin que nada la arrastrara. Levanté tímidamente los ojos, ya que no me atrevía a levantar la cabeza, y miré a nuestro alrededor. Por la débil luz que aún nos llegaba, pude darme cuenta de que lo que teníamos encima era el arco de piedra. Sin embargo, poco después no pude distinguir ni tan siquiera aquello, pues la penumbra se había convertido en tinieblas y las sombras habían sido engullidas por la oscuridad más completa y absoluta.

Durante más o menos una hora permanecimos así, sin atrevernos a levantar la cabeza por miedo a chocar contra el techo, y sin hablar, ya que el ruido del agua era ensordecedor. Tampoco teníamos muchas ganas de conversar, puesto que habíamos enmudecido de espanto ante aquella situación y nos embargaba el pánico a una muerte instantánea, bien por colisión contra alguna pared de la caverna, bien ahogados en la violenta corriente, o quizás asfixiados por falta de aire. Todas estas formas y otras muchas más de muerte se nos ocurrieron mientras yacíamos en el fondo de la canoa, escuchando el remolino de las aguas que corrían hacia no sabíamos dónde. Pero lo que de veras me desesperaba era el intermitente aullido de terror de Alphonse, que parecía provenir de ultratumba. De hecho, todo aquello superaba mi inteligencia y comencé a creer que estaba siendo víctima de una horripilante pesadilla.