Las explicaciones de Alphonse
Y la lucha dio fin. De pronto, al terminar tan escalofriante escena, me di cuenta de que no había visto a Alphonse desde el momento, hacía unos veinte minutos —pues, aunque me he extendido al describir la batalla, en realidad no había durado tanto—, cuando me vi forzado a golpearle en el plexo, con el resultado de que casi me mata de un disparo. Temiendo que el pobre hombre hubiera perecido en la batalla, comencé a buscar su cuerpo entre los cadáveres, pero al no verle ni oírle, llegué a la conclusión de que debía de haber sobrevivido y, caminando por uno de los extremos del kraal donde habíamos comenzado el ataque, le llamé a grandes voces. A unos quince pasos del lugar en el que me encontraba junto al muro se levantaba un viejo árbol, un baniano. Tan viejo era que todo su interior había desaparecido con el paso de los años y sólo quedaba la corteza.
—Alphonse —llamé mientras caminaba a lo largo del muro—, ¡Alphonse!
—Oui, monsieur —respondió una voz—. Aquí estoy.
Miré a mi alrededor, pero no le vi.
—¿Dónde? —exclamé.
—Aquí estoy, monsieur, en el árbol.
Miré y allí, mirando hacia afuera por un orificio del hueco tronco del baniano, a unos pies del suelo, contemplé un rostro pálido y un par de enormes mostachos, uno cortado y el otro, lamentablemente, sin el rizo característico, colgando como la cola de un doguillo recién vapuleado. Entonces, por primera vez, advertí lo que había sospechado antes… es decir, que Alphonse era un consumado cobarde. Caminé hacia él.
—Sal de ese agujero —dije.
—¿Ha terminado todo, monsieur? —preguntó con ansiedad—. ¿Ha terminado ya? ¡Ah, los horrores por los que he pasado y las plegarias que he rezado!
—Sal de ahí, canalla —dije yo, pues no sentía simpatía hacia él—. Todo ha terminado.
—Así que, monsieur, ¿mis plegarias se han cumplido? Ahora salgo —y lo hizo.
Mientras caminábamos los dos para unirnos a los demás, agrupados ya en la gran entrada del kraal, que en aquellos momentos parecía un verdadero osario, un masai, que había escapado y que se encontraba escondido tras un arbusto, saltó de improviso y se lanzó contra nosotros lleno de furia. Alphonse salió huyendo con un alarido de terror y detrás de él corrió el masai, llevado por el ansia de matar a alguien antes de morir. Pronto alcanzó al pequeño francés, y le habría matado allí mismo si yo, justo en el instante en que Alphonse trataba de esquivar la punta de metal que brillaba detrás de él, no hubiese disparado una bala que se incrustó entre los anchos hombros del elmoran, lo cual hizo que los acontecimientos desembocaran en una favorable conclusión en lo que concernía al francés. Pero, entonces, tropezó y cayó cuan largo era, y el cuerpo del masai se desplomó sobre él, moviéndose convulsivamente en su lucha con la muerte. A partir de aquel momento oímos tales aullidos que pensé que el elmoran antes de morir había logrado acuchillar al pobre Alphonse. Corrí como una exhalación y le quité al masai de encima, y allí yacía Alphonse cubierto de sangre, moviéndose como una rana galvanizada. «¡Pobre tipo!», pensé, y aunque estaba rendido, arrodillándome ante él comencé a buscar la herida en la medida en que sus bruscos movimientos me lo permitían.
—¡Oh, tengo un agujero en la espalda! —exclamó—. Me ha matado. Estoy muerto. ¡Oh, Annette!
Le examiné de nuevo, pero no pude verle la herida. Entonces me di cuenta de la verdad: el hombre estaba aterrorizado, no herido.
—¡Levántate! —grité—. Levántate. ¿No estás avergonzado de tu actitud? No te ha tocado.
Entonces se levantó.
—Pero, monsieur, yo pensé que sí —dijo como disculpa—. No sabía que había vencido —tras sus palabras le dio una patada al cuerpo del masai y exclamó triunfante—: ¡Ah, perro salvaje, estás muerto; qué victoria!
Profundamente disgustado, dejé que Alphonse cuidara de sí mismo, lo que hizo siguiéndome como una sombra, y fui a reunirme con los demás en la entrada. Al primero que vi fue a Mackenzie, sentado sobre un piedra con un pañuelo anudado al muslo, que sangraba abundantemente, ya que había recibido un lanzazo que se lo había atravesado. Todavía sostenía en su mano el cuchillo de trinchar, doblado, por lo que deduje que le había sido muy útil en su pelea con el elmoran.
—¡Ah, Quatermain! —dijo con voz temblorosa y agitada—. Hemos vencido; pero esta es una visión lamentable, una visión lamentable —y luego, en escocés, y mirando fijamente a su doblado cuchillo—: Me molesta decir que he doblado mi mejor cuchillo en el pecho de un salvaje —y se echó a reír de forma histérica. ¡Pobre hombre, entre su herida y la angustia mortal, sus nervios habían sobrepasado el límite de su resistencia, sin duda alguna! Es duro para un hombre de paz y de corazón tierno verse obligado a participar en un asunto tan horripilante. ¡Pero el destino nos coloca en situaciones irónicas!
Lo que contemplé a la entrada del kraal era horrible. La matanza había terminado y a los hombres heridos se les libró de su dolor, pues no se dio cuartel. La entrada, antes tapada por arbustos, estaba despejada, y en el lugar de éstos se amontonaban los cadáveres. Hombres muertos, por todas partes; amontonados unos, dispersos otros por los espacios abiertos, solos o en parejas, en todas las posturas imaginables, como las gentes que se tumban al sol en los parques de Londres en un agosto particularmente caluroso. Frente a la entrada, en un espacio que había sido despejado de cadáveres y de los escudos y las lanzas que había por todas partes, de pie o tumbados, se encontraban los supervivientes de aquella terrible batalla, y a sus pies había cuatro hombres heridos. Habíamos participado treinta fuertes hombres en la batalla; de los treinta, sólo quince quedábamos vivos, y cinco de estos quince (incluido el señor Mackenzie) estaban heridos, dos mortalmente. De los que se habían ocupado de la entrada, quedaban Curtis y el zulú. Good había perdido cinco hombres, yo dos y Mackenzie no menos de cinco de los seis que le habían acompañado. En cuanto a los supervivientes, excluyéndome a mí, que no había luchado cuerpo a cuerpo, se encontraban cubiertos de sangre de pies a cabeza —la cota de malla de sir Henry parecía pintada de rojo— y totalmente extenuados, menos Umslopogaas, quien, erguido sobre un pequeño montículo de cadáveres, apoyado como de costumbre sobre su hacha, no parecía especialmente agotado, si bien la piel que cubría la hendidura en su cráneo palpitaba con violencia.
—¡Ah, Macumazahn! —me dijo mientras yo caminaba vacilante, sintiéndome enfermo—. Ya te dije que ésta sería una gran batalla, y lo ha sido. Y en cuanto a la camisa de acero, no dudo de que esté «tagati» [embrujada]: nada puede penetrarla. Si no llega a ser por ella, estaría allí —añadió, y señaló la gran pila de cadáveres a sus pies.
—Te la regalo, eres un hombre formidable —dijo sir Henry, parco en palabras.
—¡Koos! —respondió el zulú, complacido tanto por el regalo como por el piropo—. Tú también, Incubu, te has comportado como un hombre, pero he de darte algunas lecciones sobre el manejo del hacha; malgastas tu fuerza.
Entonces, Mackenzie preguntó por Flossie, y todos nos sentimos aliviados cuando uno de los hombres dijo que la había visto huir con el ama hacia la casa. Después iniciamos nuestro retorno a la misión con aquellos heridos que podían moverse. El retorno fue difícil, aunque la satisfacción de la victoria compensaba el agotamiento de la jornada. Habíamos salvado la vida de la pequeña doncella y les habíamos dado a los masai una lección que no olvidarían en muchos años, ¡pero a qué precio!
Con esfuerzo subimos la colina que tan sólo una hora antes habíamos bajado en tan diferentes circunstancias. En la puerta de la muralla se encontraba la señora Mackenzie, esperándonos. Cuando sus ojos nos divisaron, se le escapó un gemido y se cubrió el rostro con las manos, mientras exclamaba: «¡Qué horror! ¡Qué horror!». Sus temores no disminuyeron cuando descubrió que su valeroso marido venía en una improvisada camilla; sin embargo, al comprobar la naturaleza de sus heridas, se tranquilizó. Luego, cuando en pocas palabras, le conté cómo se había desarrollado la batalla (de la que Flossie, que había llegado sana y salva, ya había podido explicarle algo), se acercó a mí y me besó en la frente.
—Que Dios le bendiga, señor Quatermain, ha salvado la vida de mi hija —dijo con sencillez.
Luego entramos en la casa, nos quitamos la ropa y examinamos nuestras heridas; me alegro de poder decir que yo no tenía ninguna, y las de sir Henry y Good, gracias a las cotas de malla, tampoco revestían importancia y podían curarse con unos cuantos puntos y una vendas. Las de Mackenzie, sin embargo, sí eran serias, aunque, afortunadamente, la lanza no había seccionado ninguna arteria importante. Después de haber tomado un baño —¡y qué maravilloso fue!— y de habernos vestido con nuestras ropas habituales, nos reunimos en el comedor, donde el desayuno estaba preparado como de costumbre. Resultaba extraño encontrarnos bebiendo té y comiendo tostadas según la más arraigada tradición del siglo XIX, horas después de haber mantenido una encarnizada batalla más propia de tiempos medievales. Como dijo Good, todo aquello parecía más una terrible pesadilla que una hazaña. Cuando estábamos a punto de finalizar nuestro desayuno, la puerta se abrió y entró la pequeña Flossie, muy pálida y vacilante, pero sin ninguna herida. Nos besó uno a uno y nos dio las gracias. Yo la felicité por la presencia de ánimo que había demostrado al disparar contra el masai con la pistola Derringer y así salvar su vida.
—¡Oh, no hable de eso! —dijo, y comenzó a llorar de forma casi histérica—. Nunca olvidaré su cara al caer… es como si lo viera ahora mismo…
Le aconsejé que se marchara a la cama para descansar y me hizo caso. A la mañana siguiente se levantó casi completamente recuperada, al menos en cuanto a sus fuerzas físicas se refiere. Me sorprendió mucho advertir que una niña que había tenido el coraje de disparar contra aquel gigante negro, que se aprestaba a matarla con su lanza, se encontrara después tan afectada por el recuerdo; sin embargo, después de todo, es característico de su sexo. ¡Pobre Flossie! Me temo que en mucho tiempo no habrá podido recuperar su anterior tranquilidad después de aquella noche en el campamento masai. Más tarde me contó que lo más terrible había sido la espera; toda la noche sentada, hora tras hora, sin saber si íbamos a hacer algún intento por rescatarla. Me dijo que no había confiado en que lo hiciéramos, pues sabía que éramos pocos y muy numerosos los masai, quienes, además, se habían acercado continuamente para contemplarla, ya que la mayoría de ellos no habían visto nunca a una persona blanca, y le habían tocado las manos y los cabellos con sus manazas sucias. También dijo que había decidido suicidarse con la pistola si con los primeros rayos del sol que alcanzaran el kraal no recibían socorro, pues el ama había oído que el Lygonani había dicho que las torturarían hasta la muerte si cuando amaneciera no aparecía el blanco que habían pedido como rescate. Aquella había sido una cruel decisión, pero su intención había sido justa, y a mí no me cabía duda de que lo habría hecho. Aunque estaba en la edad en que las niñas en Inglaterra van a la escuela, aquella «hija de la selva» poseía más coraje, discreción y fortaleza que la mayoría de las mujeres maduras criadas en el ocio y el lujo, con mentes cuidadosamente cultivadas y educadas sin la originalidad o la resolución que la naturaleza podría haberles dado.
Cuando el desayuno terminó, nos retiramos para dormir y nos despertamos a la hora de cenar; después de la cena volvimos a reunimos con la gente que había sobrevivido: hombres, mujeres, jóvenes y niños, y nos encaminamos al sitio donde había tenido lugar la batalla, con el objetivo de enterrar a nuestros muertos y desembarazarnos de los masai echándolos a las aguas del río Tana, que corría a unos cincuenta metros del kraal. Al llegar al lugar, tuvimos que espantar a miles y miles de buitres y a una especie de águila parda que había olido la sangre a muchas millas. He visto a estas repulsivas aves en múltiples ocasiones y me he maravillado otras tantas de la rapidez con que aparecen en la escena de una matanza. Un animal cae bajo tu rifle y en un minuto, en el cielo azul, aparece una mota negra que poco a poco se va convirtiendo en un buitre, luego otro, y luego otro más. He escuchado muchas teorías sobre el magnífico poder de percepción con que la naturaleza ha dotado a estas aves. La mía propia, fundada en la observación, es que los buitres, que poseen un sentido de la vista mucho más desarrollado que los ojos humanos ayudados por los prismáticos más potentes, se dividen el espacio del cielo entre ellos y planean a gran altura —probablemente a dos o tres millas de la tierra—, y cada uno vigila su parte del terreno. Al final, uno cualquiera encuentra alimento e inmediatamente se precipita sobre él. A partir de ahí, su vecino en las alturas, que planeaba tranquilo en la inmensidad azul a una distancia de varias millas, sigue su mismo ejemplo, al darse cuenta de que el otro ha avistado alimento. Va hacia abajo y todos los buitres cercanos a él le siguen también, y así sucesivamente. De esta forma, los buitres que planean a unas veinte millas a la redonda pueden llegar a reunirse en un festín de carroña en pocos minutos.
Enterramos a nuestros muertos en solemne silencio y elegimos a Good para que realizara el servicio funerario (en ausencia del señor Mackenzie, confinado a su cama), ya que él era el que mejor voz tenía y el que actuaba de forma más apropiada. Fue una ceremonia muy triste, pero, como dijo Good, podía haber sido peor si nos hubiéramos tenido que enterrar nosotros mismos. Yo pensé que aquello habría sido algo imposible, pero entendí lo que quería decir.
Después nos pusimos a cargar los cadáveres de los masai en una carreta que habíamos llevado desde la misión, tras haber recogido las lanzas, los escudos y otras armas. Cinco veces cargamos el carro, con cincuenta cadáveres en cada viaje, y los echamos al río Tana. Pocos serían los masai que escaparon al terrible castigo de las aguas. Los cocodrilos cenarían bien aquella noche. Uno de los últimos cadáveres fue el del centinela que se había apostado en la parte alta del kraal. Le pregunté a Good cómo había hecho para matarle y me contó que se había arrastrado por el suelo como Umslopogaas y le había golpeado con su espada. Gimió bastante, pero afortunadamente nadie le oyó. Como dijo Good, fue algo horrible que no tuvo más remedio que hacer, y tan desagradable como un asesinato a sangre fría.
Y así, con el último cuerpo deslizándose río abajo por la corriente del Tana, finalizó nuestro ataque al campamento masai. Las lanzas, los escudos y las demás armas nos las llevamos a la misión, donde ocuparon todo un cobertizo. Sin embargo, todavía me queda mencionar otro incidente. Cuando regresábamos de ofrecer las exequias a nuestros amigos masai, pasamos cerca del árbol hueco donde se había ocultado Alphonse durante la batalla. Curiosamente, el hombrecillo nos había acompañado en la desagradable tarea con mejor voluntad de la que había mostrado cuando vivían los masai. De hecho, por cada hombre que lanzábamos al agua, él siempre encontraba un sarcasmo con que despedirle. El Alphonse que arrojaba a los masai muertos al río era bien distinto del que había huido para salvar su vida de la lanza de un masai vivo. Estaba contento y alegre, batía palmas y canturreaba canciones francesas mientras los tétricos cuerpos de los guerreros muertos caían a las aguas para llevar el mensaje de la muerte a sus parientes cientos de millas río abajo. Por ello, convencido de que había que bajarle los humos, sugerí que debíamos someterle a un consejo de guerra por su conducta.
Le condujimos hasta el árbol en el que se había escondido y procedimos a juzgarle. Sir Henry le explicó en su mejor francés lo inaudito de su cobardía y la trascendencia de su conducta, sobre todo al dejar caer el trapo de su boca y poner alerta con su disparo a todo el campamento masai, echando casi a perder nuestro plan, y concluyó pidiéndole explicaciones por su conducta.
Pero si esperábamos encontrar un Alphonse perplejo y avergonzado públicamente, nos equivocamos totalmente. Se inclinó, se rascó, sonrió y reconoció que su actuación podía haber parecido a simple vista extraña, pero que realmente no lo era, ya que sus dientes no habían tiritado de miedo —¡oh, no, queridos, desde luego que no!; estaba asombrado de que los «messieurs» pudieran pensar tal cosa—, sino por el aire frío de la mañana. En cuanto al trapo, si monsieur hubiera probado su endemoniado sabor, mezcla de parafina rancia, grasa y pólvora, monsieur mismo lo habría escupido. Sin embargo, no hizo nada de eso; decidió mantenerlo en la boca hasta que, ¡ay!, su estómago se sintió «revuelto» y el trapo fue expulsado en un acceso de involuntaria náusea.
—¿Y qué me dices de tu escondite en el árbol? —preguntó sir Henry, que mantenía una expresión severa con cierta dificultad.
—Pero, monsieur, la explicación es sencilla; ¡oh, muy sencilla! Ocurrió así: estuve allí, en el muro del kraal, y el monsieur de pelo gris me golpeó en el estómago de tal forma que se me disparó el rifle y comenzó la batalla. Yo observaba mientras me recuperaba del duro golpe, messieurs, y sentí la heroica sangre de mi abuelo hirviendo en mis venas. Lo que vieron mis ojos me volvió loco. ¡Apreté los dientes! ¡De mis ojos salían rayos de fuego! Grité: ¡En avant!, y deseé matar. Ante mí se levantaba la visión de mi heroico abuelo. ¡Al poco rato, estaba enloquecido! ¡Yo era también un guerrero! Pero entonces, en mi corazón, escuché una vocecilla que me dijo: «¡Alphonse, refrénate, Alphonse! ¡No te dejes arrastrar por esta mala pasión! Esos hombres, aunque negros, son tus hermanos, y ¿vas a matarlos? ¡Alphonse, cruel!». La voz estaba en lo cierto, yo lo sabía; estaba a punto de perpetrar las más horribles crueldades: ¡herir!, ¡masacrar!, ¡desgarrar miembros de otros miembros! ¿Y cómo iba a refrenarme? Miré a mi alrededor, vi el árbol y descubrí el agujero. «¡Ocúltate! —dijo la voz—, ¡y no te muevas! Así podrás vencer por fuerza a la tentación». Fue duro, justo cuando la sangre de mi heroico abuelo hervía de la forma más fiera, ¡pero obedecí! Arrastré mi reticente cuerpo y me oculté. A través del agujero observaba la batalla, ¡profería maldiciones y desafiaba al enemigo! Contemplaba con satisfacción cómo caía. ¿Por qué no? No era yo el que le quitaba la vida. Su sangre no se cernía sobre mi conciencia. La sangre de mi heroico…
—¡Oh, para de decir bobadas, canalla! —exclamó sir Henry con una carcajada, y le dio a Alphonse una buena patada que le hizo salir corriendo con el rostro compungido.
Por la tarde tuve una entrevista con el señor Mackenzie, quien sufría mucho por las heridas, que Good, que era muy hábil, aunque no estuviera cualificado como médico, le estaba tratando. Me dijo que todo aquel episodio le había hecho reflexionar y que había decidido que, si se recuperaba de las heridas, cedería la misión a un hombre más joven que ya estaba en camino, y que regresaría a Inglaterra.
—¿Sabe, Quatermain? —dijo—. Lo he decidido esta misma mañana, cuando nos deslizábamos en silencio hacia esos salvajes ignorantes. «Si vivimos y logramos rescatar a Flossie con vida —me dije—, volveré a Inglaterra; ya he tenido bastante de salvajes». Bueno, la verdad es que no pensaba que sobreviviéramos todos; pero gracias a Dios y a ustedes cuatro, lo hemos hecho y sigo fiel a mi decisión, a menos que nos suceda una cosa peor. Otro acontecimiento como éste mataría a mi esposa. Y además, Quatermain, entre usted y yo, tengo dinero suficiente, unas treinta mil libras, y cada cuarto de penique lo he ganado con el comercio honrado y con mis ahorros en el banco de Zanzíbar, ya que vivir aquí apenas cuesta nada. Y aunque sea difícil dejar este lugar, que he hecho florecer como una rosa en mitad de la selva, y más duro aún dejar a las personas a las que he enseñado, debo marcharme.
—Le felicito por su decisión —respondí—, por dos razones. La primera es que se debe a su mujer y a su hija, sobre todo a esta última, que tendría que recibir alguna formación y la posibilidad de tratar con niñas de su propia raza; de otra forma crecerá salvaje, volviendo la espalda a los suyos. La otra es que tan seguro como que estoy aquí de pie, más tarde o más temprano los masai tratarán de vengar las muertes que han sufrido. Los dos o tres hombres que han logrado escapar en la confusión contarán la historia a su pueblo y como resultado enviarán una gran expedición contra ustedes. Puede tardar un año, pero tarde o temprano llegará. Por ello, aunque sólo fuera por esta razón, yo me marcharía. Una vez que se hayan enterado de que usted no está aquí, puede que no se acuerden más de este lugar[41*].
—Está en lo cierto —respondió el pastor—. Me marcharé dentro de un mes. Pero me causará un gran dolor, un gran dolor.