CAPÍTULO V

Umslopogaas hace una promesa

A la mañana siguiente, durante el desayuno, eché de menos a Flossie y pregunté dónde se encontraba.

—Bueno —dijo su madre—, cuando nos levantamos esta mañana encontré una nota en la puerta de mi cuarto en la que… pero aquí la tienen, pueden leerla ustedes mismos —y me entregó un trozo de papel en el que estaba escrito lo siguiente:

«Querida M…, está amaneciendo y me marcho a las colinas a buscar para el señor Q*** una flor de lirio que desea, así que no me esperéis hasta que no me veáis. Me llevo el burrito blanco, al ama y a un par de muchachos, también algo de comer, ya que estaré fuera todo el día, puesto que estoy decidida a encontrar el lirio aunque tenga que caminar veinte millas. —Flossie».

—Espero que se encuentre bien —dije yo con ligera ansiedad—. Nunca pretendí que se molestara por la flor.

—Ah, Flossie puede cuidar de sí misma —dijo su madre—, sale con frecuencia de esta forma como si fuera una auténtica hija de la selva.

Pero el señor Mackenzie, que entró en aquel momento y vio la nota, pareció adoptar una actitud grave aunque no dijo nada.

Una vez terminado el desayuno me lo llevé aparte y le pregunté si no sería posible salir detrás de la niña y traerla de vuelta, ya que todavía existía la posibilidad de que rondara algún masai y pudiera correr algún riesgo.

—Me temo que no serviría de nada —respondió—. Puede que ya se encuentre a más de quince millas y es imposible adivinar el camino que habrá tomado. Allí están las colinas —y señaló una larga cordillera que se elevaba casi paralela al curso del río Tana, aunque gradualmente descendía hacia una planicie de arbustos a unas cinco millas de la casa.

Sugerí que podíamos trepar al gran árbol que dominaba la casa y escudriñar el campo con los prismáticos, y así lo hicimos, después de que el señor Mackenzie hubo dado algunas órdenes a su gente para que intentaran seguir el rastro de Flossie.

La ascensión al poderoso árbol fue empresa algo arriesgada, a pesar de la ayuda de una sólida escala de cuerdas sujeta en ambos extremos; sin embargo, Good subió como si fuera un farolero.

Al alcanzar la altura en la que crecían las primeras ramas con forma de helecho, pasamos sin ninguna dificultad a una plataforma construida con tablas, que cubría la distancia entre una rama y otra y que tenía la suficiente extensión como para acomodar a una docena de personas. En cuanto al panorama que se divisaba desde allí, era glorioso. En todas direcciones los arbustos se mecían en grandes oleadas durante millas y millas, tan lejos como los prismáticos nos permitían ver, interrumpidas tan sólo en algunas zonas por los intensos verdes de los terrenos cultivados o por las relucientes superficies de los lagos. Hacia el noroeste, el monte Kenya alzaba su noble cabeza y podíamos seguir el rastro del río Tana serpenteando como un plateado reptil casi a sus pies, alejándose de nosotros hacia el océano. La tierra era magnífica y sólo pedía la mano del hombre para convertirla en una de las más productivas.

Pero, incluso desde allí, no descubrimos señal alguna de Flossie y de su burro, así que bajamos contrariados. Al llegar a la galería encontré a Umslopogaas sentado, afilando lenta y ágilmente su hacha con una pequeña piedra de amolar que siempre llevaba con él.

—¿Qué haces, Umslopogaas? —pregunté.

—Huelo a sangre —fue su respuesta, y no pude conseguir otra respuesta.

Después de la cena volvimos a subir al árbol y oteamos los campos de los alrededores con los prismáticos sin ningún resultado. Cuando bajamos, Umslopogaas estaba todavía afilando a Inkosi-kaas, aunque el hacha tenía ya el filo de una navaja. De pie frente a él y contemplándole con una mezcla de miedo y fascinación, se encontraba Alphonse. Y desde luego, Umslopogaas tenía un aspecto aterrador, sentado allí, al modo zulú, en cuclillas, con una mirada feroz y a la vez pensativa en su rostro, afilando, afilando el hacha de aspecto asesino.

—¡Oh, qué monstruo, qué hombre tan horrible! —dijo el pequeño cocinero francés levantando las manos con asombro—. ¡Mirad la hendidura de su frente; la piel palpita como la de un bebé! ¿Quién podría cuidar un bebé así? —y se echó a reír estrepitosamente ante esta ocurrencia.

Durante un instante Umslopogaas levantó la mirada de su tarea y una especie de luz demoníaca apareció en sus negros ojos.

—¿Qué es lo que dice la pequeña «vaquilla de búfalo» (así le llamaba Umslopogaas por sus bigotes y su apariencia femenina)? Más vale que seas prudente o te cortaré los cuernos. ¡Cuidado, pequeño simio, cuidado!

Desgraciadamente, Alphonse, que estaba superando el miedo que sentía por Umslopogaas, continuó riéndose de ce dróle d’un monsieur noir. Cuando iba a advertirle de que desistiera, el enorme zulú saltó de pronto de la galería al espacio abierto en el que se encontraba Alphonse, con las facciones encendidas por una especie de malicioso entusiasmo, y comenzó a balancear el hacha alrededor de la cabeza del francés.

—Quieto —grité—. No te muevas si valoras en algo tu vida; no te hará daño.

Pero dudo mucho que Alphonse escuchara mis palabras, puesto que, afortunadamente para él, se encontraba petrificado de horror. Luego Umslopogaas hizo la demostración de esgrima, o, mejor, de destreza con el hacha, más extraordinaria que yo haya visto jamás. El arma daba vueltas alrededor de la cabeza de Alphonse en furioso torbellino, con tal inusitada rapidez que parecía una pieza continua de acero, acercándose más y más al desgraciado cráneo del cocinero, hasta que al final le rozó. Entonces, de pronto, el movimiento varió y el hacha pareció volar arriba y abajo por su cuerpo y sus miembros a unos milímetros de él, sin rozarlo siquiera. Era un maravilloso espectáculo ver a aquel hombre inmóvil, consciente de que estaba corriendo peligro de muerte, mientras su torturador se alzaba ante él y le encerraba en los rápidos movimientos del hacha. Durante un minuto más o menos aquello continuó, hasta que de pronto vi que un brillante resplandor descendía por uno de los perfiles de Alphonse para detenerse después. Después, un trozo de algo negro cayó al suelo; era el extremo de uno de los largos y rizados bigotes del pequeño francés.

Umslopogaas se apoyó sobre el mango de Inkosi-kaas y profirió una larga y grave carcajada, y Alphonse, sobrecogido por el terror, tuvo que sentarse en el suelo, mientras los demás nos sentíamos aturdidos ante aquella exhibición de maestría y destreza casi sobrehumanas.

—Inkosi-kaas está lo suficientemente afilada —gritó—, el golpe que ha cortado el cuerno de la «vaquilla de búfalo» podría partir en dos a un hombre desde la cabeza hasta la barbilla. Pocos podrían haberlo hecho sino yo; nadie podría haberlo hecho sin llevarse a la vez también el hombro. ¡Mira, tú, pequeña vaquilla! Has estado separado de la muerte el espacio que ocupa un pelo. No vuelvas a reírte otra vez de mí si no quieres morir. He dicho.

—¿Qué te propones con estos trucos de loco? —le pregunté a Umslopogaas indignado—. Estás completamente loco. Has estado a punto de matarle.

—Y sin embargo, Macumazahn, no lo he hecho. Mientras Inkosi-kaas volaba, tres veces me han entrado deseos de matarle y golpear su cráneo, pero no lo he hecho. No, no ha sido más que una broma; pero dile al «vaquilla» que no es conveniente que se burle de alguien como yo. Y ahora voy a prepararme un escudo, pues huelo a sangre, Macumazahn… de verdad que huelo a sangre. Antes de la batalla, ¿no has visto que de pronto los buitres aparecen en gran número en el cielo? Ellos huelen la sangre, Macumazahn, y mi olfato está más desarrollado que el de ellos. Allá abajo hay una piel de buey seca; voy a hacerme un escudo.

—Este servidor suyo es un tanto incómodo —dijo el señor Mackenzie, que había presenciado aquella extraordinaria escena—. Ha asustado del todo a Alphonse, ¡mire! —y señaló al francés, quien, con el rostro pálido por el miedo y los miembros temblorosos, se retiraba al interior de la casa—. No creo que vuelva a reírse de «le monsieur noir».

—Sí —respondí—. No es muy acertado mofarse de alguien como él. Cuando se enfurece es como un demonio y, sin embargo, tiene un buen corazón dentro de su naturaleza feroz. Recuerdo que hace años le vi cuidar a un niño enfermo durante una semana. Tiene un carácter extraño, pero auténtico como el acero, y es una gran ayuda en los momentos de peligro.

—Ha dicho que huele a sangre —dijo el señor Mackenzie—. Sólo espero que no esté en lo cierto. Estoy empezando a preocuparme por mi pequeña niña. Ha debido alejarse mucho o ya habría vuelto a casa. Son más de las tres y media.

Le indiqué que se había pertrechado de alimentos y que, seguramente, no regresaría hasta el anochecer si las cosas se desarrollaban con normalidad; pero yo mismo me sentía angustiado y temía que mi angustia me traicionara.

Poco después, las gentes que el señor Mackenzie había enviado en busca de Flossie regresaron, afirmando que habían seguido el rastro del burro durante dos millas, que lo habían perdido luego en un terreno pedregoso, y que no lo habían podido retomar después. Sin embargo, habían registrado el campo de forma intensa, aunque sin éxito.

La tarde se alargó terriblemente hasta la noche, momento en el que todavía no había noticias de Flossie y entonces nuestra angustia se hizo mayor. En cuanto a la pobre madre, se encontraba paralizada por sus temores, y con razón, pero el padre mantuvo la cabeza en su sitio de forma admirable. Todo lo que podía hacerse ya se había hecho: se había enviado gente en todas direcciones, se habían hecho disparos y se mantenía una vigilancia constante desde el árbol, pero sin resultado.

Y entonces, por fin, se hizo de noche sin señales de la pequeña y rubia Flossie.

A las ocho cenamos. Fue una cena pesarosa y la señora Mackenzie no apareció. Nosotros tres guardamos absoluto silencio, ya que además de nuestra angustia por la suerte que hubiera corrido la niña, estábamos apesadumbrados por la sensación de que habíamos llevado la turbación a la mente de nuestro amable anfitrión. A punto de finalizar la cena, me excusé para dejar la mesa. Deseaba salir fuera y reflexionar sobre la situación. Caminé por la galería y, después de encender mi pipa, me senté en una silla que había en el extremo derecho de la galería, que se encontraba, como el lector recordará, exactamente en frente de la estrecha puerta de la muralla protectora que rodeaba la casa y el jardín de flores. Llevaba sentado unos seis o siete minutos cuando me pareció que la puerta se movía. Miré en aquella dirección y agucé el oído, pero, al no percibir nada, pensé que me habría equivocado. La noche era oscura y la luna aún no había aparecido en el cielo.

Transcurrió otro minuto y de repente algo cayó al suelo de piedra de la galería con un ruido apagado, pero contundente, y pasó delante de mí rodando. Durante unos instantes no me levanté, preguntándome qué podría ser. Finalmente, pensé que se trataría de algún animal. Sin embargo, justo entonces, otra idea sacudió mi mente y me levanté con la suficiente celeridad. El objeto yacía inmóvil a mis pies. Alargué la mano y no se movió: claramente, no se trataba de un animal. Mi mano lo tocó. Era blando, cálido y pesado. Lo cogí y lo sostuve bajo la débil luz de las estrellas.

¡Era la cabeza recién cortada de un hombre!

Soy hombre viejo y no me asusto con facilidad, pero reconozco que aquella horripilante visión me hizo sentir enfermo. ¿Cómo había llegado aquello hasta allí? ¿De quién era? La dejé en el suelo y corrí hacia la angosta entrada de la muralla. No podía ver a nadie ni oír nada. Estuve a punto de aventurarme en la oscuridad, pero recordando que hacer tal cosa sería exponerme al peligro de ser apuñalado, me retiré, cerré la puerta y eché el pestillo. Luego regresé a la galería y con la voz más despreocupada que pude fingir llamé a Curtís. Temí, no obstante, que mi tono me hubiera traicionado, ya que no sólo sir Henry, sino también Good y Mackenzie se levantaron de la mesa y salieron corriendo.

—¿Qué pasa? —dijo el pastor angustiado.

Entonces no tuve más remedio que contarles lo sucedido.

El señor Mackenzie palideció intensamente bajo su tez sonrosada. Nos encontrábamos frente a la puerta del salón, por donde salía la luz, que le iluminó el rostro. Cogió la cabeza por el pelo y la alzó hacia la luz.

—Es la cabeza de uno de los hombres que acompañaban a Flossie —dijo sin resuello—. ¡Gracias a Dios que no es la de ella!

Todos nos quedamos inmóviles y nos miramos los unos a los otros. ¿Qué debíamos hacer?

En aquel momento se oyó un golpe en la puerta que yo había cerrado y una voz que gritaba:

—¡Abre, padre mío, abre!

Abrimos y entró un hombre aterrorizado. Era uno de los sirvientes que habían salido en busca de Flossie.

—Padre mío —lloró—, ¡los masai nos persiguen! Un grupo numeroso de ellos ha rodeado la colina y se dirige hacia el viejo kraal de piedra por el arroyo. ¡Padre mío, fortalece tu corazón! En medio de ellos vi el burro blanco y sobre él montaba Nenúfar [Flossie]. Un elmoran [joven guerrero] conducía el asno y junto a él iba llorando el ama. A los hombres que salieron con ella por la mañana no les he visto.

—¿Estaba viva la niña? —preguntó el señor Mackenzie con voz ronca.

—Tan blanca como la nieve, pero se encontraba bien, padre mío. Pasaron bastante cerca de mí y mirando desde el lugar en el que permanecía escondido pude ver su rostro contra el cielo.

—¡Que Dios la ayude y nos ayude a nosotros! —gimió el pastor.

—¿Cuántos eran? —pregunté yo.

—Más de doscientos… eran alrededor de doscientos cincuenta.

Una vez más nos miramos todos. ¿Qué debíamos hacer? Justo entonces oímos una voz que hablaba fuerte e insistentemente desde el otro lado de la muralla.

—¡Abre la puerta, hombre blanco, abre la puerta! Un mensajero es quien habla contigo —gritaba la voz.

Umslopogaas corrió hasta el muro y, alcanzando con sus largos brazos la parte alta, asomó la cabeza por encima.

—No veo más que a un hombre —dijo—. Va armado y lleva una cesta en la mano.

—Abrid la puerta —dije yo—. Umslopogaas, coge tu hacha y quédate cerca. Deja que pase un hombre. Si le sigue otro, mátalo.

Abrieron la puerta. En la sombra que proyectaba el muro se quedó Umslopogaas, con el hacha sobre su cabeza asida entre sus manos y preparada para golpear. Justo en aquel instante apareció la luna. Se produjo un momento de espera y luego entró caminando un masai elmoran vestido con el atuendo de guerra que ya he descrito, pero con una gran cesta en una mano. La luz de la luna iluminó su enorme lanza al entrar. Físicamente era un ejemplar espléndido, de unos treinta y cinco años. De hecho, ninguno de los masai que yo he visto medía menos de uno ochenta, aunque la mayoría eran bastantes jóvenes. Cuando se hubo situado frente a nosotros, se detuvo y hundió la punta de su lanza en el suelo, de tal forma que quedó vertical.

—Hablemos —dijo—. El primer mensajero que os enviamos no puede hablar —y señaló la cabeza que yacía sobre el suelo de la terraza: una visión horripilante bajo la luz de la luna—; pero tengo palabras que decir si tú tienes oídos para escuchar. Incluso traigo regalos —señaló la cesta y se echó a reír con un aire de jactanciosa insolencia que es imposible de describir y que, sin embargo, uno no puede sino admirar, pues estaba rodeado por enemigos.

—Continúa —dijo el señor Mackenzie.

—Yo soy el «Lygonani» [capitán de guerra] de un grupo masai de Guasa Amboni. Yo y mis hombres hemos seguido a esos tres blancos —y señaló a sir Henry, a Good y a mí—, pero fueron demasiado listos para nosotros y escaparon hasta aquí. Tuvimos una escaramuza con ellos, y vamos a matarlos.

«¿De veras, amigo?», dije yo para mis adentros.

—Mientras los perseguíamos, capturamos a dos negros esta mañana, a una mujer negra, a una niña blanca y un asno blanco. Matamos a uno de los negros… allí está su cabeza sobre el suelo; el otro huyó. La negra, la niñita blanca y el asno blanco están en nuestro poder. Como prueba de ello he traído esta cesta. ¿No es la cesta de tu hija?

El señor Mackenzie asintió con un movimiento de cabeza.

—¡Bien! Contigo y con tu hija no tenemos enemistad, ni queremos causarte daño, excepto por lo que respecta a tu ganado, del que ya nos hemos adueñado: doscientas cuarenta cabezas, una bestia por cada padre[36*].

Ante aquellas palabras el señor Mackenzie gimió, ya que el rebaño de ganado era de gran valor, pues lo había criado con mucho cariño y esfuerzo.

—Así que, excepto por el ganado, no sufrirás daño, sobre todo porque este lugar —añadió con franqueza mirando a la muralla— es muy difícil de tomar. Sin embargo, en cuanto a estos hombres, el asunto es distinto; les hemos seguido durante noches y días, y debemos matarlos. Si volvemos a nuestro kraal sin haberlo hecho, las mujeres se reirán de nosotros. Así que, por muy penoso que sea, deben morir.

»Ahora tengo que hacer una proposición para que la oigan vuestros oídos. No haremos ningún daño a la pequeña, que, además, tiene un espíritu bravío. Danos a uno de estos tres hombres —una vida a cambio de otra vida— y la dejaremos marchar con la mujer negra. Es un trato justo, hombre blanco. Sólo pedimos uno, no los tres; ya tendremos una segunda oportunidad para matar a los otros dos. Ni siquiera elegiré al hombre, aunque preferiría al más grande —dijo señalando a sir Henry—; parece fuerte y moriría más lentamente».

—¿Y si digo que no cederé a ninguno? —dijo el señor Mackenzie.

—No, no digas eso, hombre blanco —contestó el masai—, porque entonces tu hija morirá al amanecer y la mujer que la acompaña dice que no tienes otro hijo. Si fuera algo mayor la tomaría como esclava, pero al ser tan joven la mataré con mi propia mano… ay, con esta misma lanza. Puedes venir y verlo y perderás el ánimo. Te daré un salvoconducto —dijo y el demonio se echó a reír ante su broma brutal.

Mientras tanto yo me había puesto a pensar con rapidez, como uno hace en las situaciones de emergencia, y llegué a la conclusión de que debía ser yo quien me cambiara por Flossie. No deseaba mencionarlo para que no se me malentendiera. Ruego que nadie crea que existía algo de heroísmo en esta conducta o alguna otra tontería. Era tan sólo una cuestión de sentido común y de justicia. Yo era ya viejo y mi vida carecía de valor; la de ella era joven y valiosa. Su muerte acabaría con su padre y su madre, mientras que nadie se preocuparía demasiado por la mía; en realidad, varias instituciones de caridad tendrían argumentos para rechazarme. Yo era el responsable, aunque de forma indirecta, de que la pobre criatura se encontrara en aquella situación. Por último, un hombre siempre está más preparado para enfrentarse con una muerte tan terrible que una dulce niña. Sin embargo, no estaba dispuesto a que aquellas gentes me torturaran hasta la muerte… soy demasiado cobarde como para soportar eso, siendo como soy un hombre retraído; mi plan consistía en ver a la niña a salvo y después pegarme un tiro, esperando que el Todopoderoso tomara en consideración aquellas peculiares circunstancias y me perdonara. Todo aquello y mucho más pasó por mi mente en pocos segundos.

—De acuerdo, Mackenzie —dije yo—, puedes decirle al hombre que seré yo quien me cambie por Flossie; sólo quiero dejar bien claro que ella deberá estar sana y salva aquí antes de que me maten.

—¿Eh? —exclamaron sir Henry y Good al mismo tiempo—. No hará eso.

—No, no —dijo el señor Mackenzie—. No quiero sangre de ningún hombre en mis manos. Si Dios quiere que mi hija muera de manera tan terrible, que su voluntad se cumpla. Es usted un hombre de mucho valor, no así yo, y muy noble, Quatermain, pero no se marchará.

—Si no se nos ocurre otra cosa, me iré —dije con decisión.

—Este es un asunto de suma importancia —dijo Mackenzie, dirigiéndose al Lygonani— y debemos reflexionar. Tendréis una respuesta al amanecer.

—Muy bien, hombre blanco —respondió el salvaje con indiferencia—; recuerda tan sólo que si tu respuesta llega tarde, tu pequeño y blanco capullo no llegará a convertirse en flor, eso es todo, porque la mataré con esto —y tocó su lanza—; debería pensar que podrías jugármela atacándonos esta noche, pero sé por la mujer que acompaña a la niña que tus hombres están en la costa y que no tienes más que veinte hombres aquí. No es prudente, hombre blanco —añadió con una carcajada—, mantener tan pocos guerreros para proteger tu «boma» [kraal]. Bien, buenas noches, y buenas noches también a los demás blancos, cuyos párpados pronto cerraré para siempre. Al amanecer espero tener noticias tuyas. Si no es así, recuerda que haré lo que te he dicho —luego, se volvió hacia Umslopogaas, que había estado todo el tiempo detrás de él vigilándole—: Abre la puerta, hombre, rápido.

Aquello fue demasiado para la paciencia del viejo jefe. Durante los últimos diez minutos se había estado relamiendo ante la visión del masai Lygonani y aquella despedida no la pudo soportar. Poniendo su larga mano sobre el hombro del elmoran, lo agarró y lo hizo girar con tal fuerza que de un solo movimiento lo colocó frente a él. Entonces, situó su fiero rostro a unos centímetros de las demoniacas facciones del masai y le dijo con voz susurrante:

—¿Me ves?

—Sí, hombre, te veo.

—¿Y ves esto? —y sostuvo a Inkosi-kaas ante sus ojos.

—Sí, hombre, veo tu juguete; ¿qué pasa con él?

—Tú, perro masai, tú, bolsa de aire jactanciosa, tú, raptor de niñas, con este «juguete» te voy a partir en dos, miembro a miembro. Menos mal que eres un mensajero, porque si no esparciría tus restos por la hierba.

El masai sacudió su gran lanza y rio largo y tendido mientras contestaba:

—Me gustaría que te enfrentaras a mí, de hombre a hombre, y ya veríamos —y de nuevo inició su retirada todavía riendo.

—Te enfrentarás a mí de hombre a hombre, no temas —replicó Umslopogaas en el mismo tono amenazador—. Te encontrarás cara a cara con Umslopogaas, el de la sangre de Chaka, del pueblo amazulú[37], capitán en el regimiento de Nkomabakosi, como muchos otros han hecho antes, y te doblegarás ante Inkosi-kaas, como han debido hacer muchos otros. ¡Ay, sigue riendo, sigue riendo! Mañana por la noche los chacales serán los que rían mientras trituran tus costillas.

Cuando el Lygonani se hubo marchado, uno de nosotros decidió abrir la cesta que había traído para contemplar la prueba que demostraba que Flossie era su prisionera. Al levantar la tapa vimos que contenía un bello ejemplar del bulbo y la flor del lirio Goya, que anteriormente he descrito, florecida y casi sin haber sufrido daño alguno, y lo que parecía ser una nota escrita con lápiz por la mano infantil de Flossie sobre un papel grasiento que había sido utilizado para envolver la comida:

«Queridos padre y madre —decía la nota—: Los masai nos han capturado cuando volvíamos a casa con el lirio. Traté de escapar pero no pude. Mataron a Tom y el otro hombre huyó. No nos han hecho daño ni al ama ni a mí, pero dicen que quieren intercambiarnos por alguien del grupo del señor Quatermain. No lo hagáis en absoluto. Que nadie ofrezca su vida por mí. Intentad atacarles por la noche; van a preparar un festín con tres novillos que han robado y matado. Yo sigo teniendo mi pistola, y si no recibimos ayuda al amanecer, me pegaré un tiro. Ellos no me matarán. Si así sucede, recordadme siempre, queridos padre y madre. Estoy muy asustada, pero confío en Dios. No me atrevo a escribiros más, pues se están dando cuenta. Adiós. —Flossie».

Unos garabatos cruzaban de un extremo a otro el papel por el envés: «Recuerdos al señor Quatermain. Se van a llevar la cesta, así que tendrá su lirio».

Cuando leí aquellas palabras, escritas por aquella niña tan valiente en momentos de un peligro tal que habría sido suficiente como para destrozar el espíritu de un hombre fuerte, reconozco que lloré, y una vez más, en mi corazón, juré que ella no moriría mientras mi vida pudiera valer para salvarla.

Entonces, con angustia, precipitación y casi con furia, nos pusimos a discutir la situación. Yo reiteré de nuevo que debía marchar y el señor Mackenzie volvió a negarse, y Curtís y Good, como auténticos hombres que eran, juraron que, si lo hacía, mal conmigo y morirían junto a mí.

—Es absolutamente necesario —dije yo por fin— que hagamos algo antes de que amanezca.

—Entonces ataquémosles con todas las fuerzas que podamos reunir, y corramos nuestra suerte —dijo sir Henry.

—Ay, ay —gruñó Umslopogaas en zulú—, has hablado como un hombre, Incubu. ¿Qué es lo que tememos? ¡Doscientos cincuenta masai, caramba! ¿Cuántos somos nosotros? El jefe [el señor Mackenzie] tiene veinte hombres, y tú, Macumazahn, tienes cinco, y también hay cinco blancos… esto hace treinta hombres en total… es suficiente, suficiente. Escúchame, Macumazahn, eres muy listo y experto en combates. ¿Qué dice la doncella? Estos hombres van a comer y a hacer una fiesta; hagamos que sea la fiesta de su funeral. ¿Qué dijo el perro al que espero poder partir en dos al amanecer? Que no temía que les atacáramos porque somos muy pocos. ¿Conoces el viejo kraal dónde han acampado? Yo lo vi esta mañana y es así —y dibujó un óvalo en el suelo—; aquí está la gran entrada, cubierta de arbustos espinosos y que se abre a una escarpada elevación. ¡Animo, Incubu, tú y yo armados de hachas podremos enfrentarnos a un centenar de hombres si tratan de salir! Escucha: así debe comenzar la batalla. Justo en el momento en que la luz comience a brillar sobre los cuernos de los bueyes, no antes, pues estaría demasiado oscuro, y no más tarde, pues se estarían levantando y advertirían nuestra presencia, haremos que Bougwan se acerque hasta allí con diez hombres, hasta la parte alta del kraal, donde se encuentra la entrada estrecha. Démosles tiempo a matar en silencio al centinela, para que de esta forma no haga ruido, y que nos esperen preparados. Luego, Incubu, tú, yo y uno de los askari, el que tiene el pecho más ancho, que es un hombre bravo, llegaremos hasta la entrada grande que está flanqueada por los arbustos de espino, mataremos también al centinela y, armados con las hachas de guerra, tomaremos posiciones uno a cada lado de la entrada y el askari un poco más atrás por si alguien consigue pasar la barrera. Será ahí donde se produzca el ataque. Seremos entonces dieciséis hombres, que dividiremos en dos grupos; con uno de ellos irás tú, Macumazahn, y con el otro el «hombre de los rezos» [el señor Mackenzie], y, todos armados con rifles, unos se moverán hacia la parte derecha del kraal y los otros hacia la parte izquierda; y entonces tú, Macumazahn, y los tuyos abriréis fuego sobre los hombres que duermen, teniendo cuidado de no disparar sobre la pequeña doncella. Entonces, Bougwan por su parte y sus diez hombres lanzarán su grito de guerra y, saltando el muro, pasarán a los masai por el acero. Y sucederá así, ya que se encontrarán pesados por el sueño y la comida, y sorprendidos por los disparos, la muerte de sus hombres y las lanzas de Bougwan, los guerreros se levantarán y se precipitarán sobre la entrada cerrada con espinos, y allí las balas de ambos lados penetrarán en sus cuerpos, y allí Incubu y el askari y yo esperaremos a aquellos que lo atraviesen. Tal es mi plan, Macumazahn; si tú tienes uno mejor, dilo.

Cuando guardó silencio, yo expliqué a los demás aquellas partes de su plan que no habían entendido, y todos coincidieron conmigo en expresar una gran admiración por la astucia y habilidad del viejo zulú, quien era de hecho, en su forma salvaje, el mejor general que jamás conocí. Después de alguna discusión, decidimos aceptar el plan, ya que era la única posibilidad que teníamos en aquellas circunstancias y nuestra única esperanza de éxito, la cual, sin embargo, considerando la enorme ventaja y el carácter de nuestros enemigos, no era muy grande.

—¡Ah, viejo león! —dije a Umslopogaas—. Sabes cómo mantenerte a la espera tan bien como morder, dónde agarrar tanto como dónde colgar.

—Ay, ay, Macumazahn —respondió él—; durante treinta años he sido un guerrero y he visto muchas cosas. Será una buena batalla. Huelo a sangre, te lo digo yo, huelo a sangre.