CAPÍTULO IV

Alphonse y su Annette

Después de la cena inspeccionamos en profundidad los cobertizos y las tierras de la misión, que considero el lugar más hermoso que haya visto jamás en África. Luego, volvimos a la galería, donde encontramos a Umslopogaas aprovechando aquella estupenda oportunidad para limpiar todos los rifles. Aquel era el único trabajo que sabía hacer o que se le había pedido que hiciera, pues para un jefe zulú el trabajo está por debajo de su dignidad; pero aunque así fuera, lo hacía muy bien. Resultaba curioso ver al gran zulú sentado en el suelo, con su hacha descansando en la pared, mientras sus largas y aristocráticas manos se empleaban a fondo, con delicadeza y esmero, en limpiar el mecanismo de las armas de retrocarga. Había puesto un nombre a cada rifle. Uno, el que pertenecía a sir Henry, era el Atronador; otro, mi 500 Express, que disparaba con un ruido penetrante y agudo, el «pequeño que habla como un látigo»; los Winchester de repetición eran «las mujeres que hablan tan deprisa que no puedes contar sus palabras por separado»; los seis Martinis eran «la gente corriente», y así, todos los demás. Era muy gracioso oírle nombrar a los rifles, mientras los limpiaba, como si fueran individuos. Había hecho lo mismo con su hacha de guerra, a la que parecía mirar como si se tratara de un amigo íntimo, y a la que hablaba de vez en cuando, recordándole todas las viejas aventuras que habían pasado juntos. La había bautizado con el nombre de «Inkosi-kaas» con cierta nota de humor, ya que la palabra es zulú y designa al cacique de sexo femenino. Durante mucho tiempo no pude descubrir por qué le había dado tal nombre y un día se lo pregunté. Me contó que aquella hacha era sin duda alguna femenina, por su costumbre de entrometerse en todas las cosas, y que era cacique, pues todos los hombres caían bajo su poder, atónitos al contemplar su belleza y fuerza. De la misma manera, consultaba a «Inkosi-kaas» cuando se encontraba ante algún dilema y cuando le pregunté por qué hacía tal cosa, me contó que era porque ella debía de ser sabia, ya que había abierto muchos cerebros.

Cogí el hacha y examiné minuciosamente esta formidable arma. Era, tal y como he dicho, una verdadera arma de guerra. El mango, hecho de un enorme cuerno de rinoceronte, medía casi un metro de largo y alrededor de tres centímetros de espesor, y tenía una empuñadura tan grande como una naranja maltesa, que impedía que la mano se escurriera. Este mango de cuerno, aunque muy sólido, era tan flexible como una caña y prácticamente irrompible; para garantizarlo, estaba rodeado a intervalos de unos cuantos centímetros con alambre de cobre, en todas las partes donde se afirma la mano. Justo sobre la parte donde el mango se insertaba en la cabeza, había una serie de pequeñas muescas, que representaban a los hombres que habían caído bajo su fuerza. El arma en sí misma estaba fabricada del más hermoso metal y parecía ser de manufactura europea, aunque Umslopogaas no sabía de dónde procedía, ya que se la había arrebatado al cacique al que había matado muchos años atrás. La cabeza pesaba unas dos libras y media, por lo que era ligera, al menos por lo que pude juzgar. La parte del filo tenía una forma ligeramente cóncava —no convexa, como es el caso general de las hachas de guerra— y tan afilada como una navaja, medía unos quince centímetros en la parte más ancha. De la zona trasera sobresalía una punta maciza de diez centímetros de largo, dos de las cuales, al menos, eran huecas, y que era un auténtico punzón de cuero, con una abertura para que nada forzara al hueco de la punta a ser impulsado hacia arriba… de hecho, se parecía a una hachuela de carnicero. Era con ese punzón, como descubrimos más tarde, con el que Umslopogaas solía golpear a sus víctimas, produciendo un limpio agujero circular en los cráneos de sus enemigos, y sólo utilizaba el filo del hacha para los movimientos circulares del brazo o en una lucha cuerpo a cuerpo. Creo que consideraba el punzón más limpio y más honesto para matar. Por su costumbre de «picotear» a sus enemigos se le había dado el nombre de «Picamaderos» y, ciertamente, en sus manos aquella era un arma mortífera.

Tal era el hacha de Umslopogaas, Inkosi-kaas, el arma más notable y peligrosa que he visto y a la que quería más que a su propia vida. Apenas abandonaba su mano, excepto cuando comía, y entonces la colocaba siembre bajo su pierna.

En el momento en que devolvía su hacha a Umslopogaas apareció Flossie y me llevó con ella para que viera su colección de flores, lirios africanos y arbustos en flor, algunos de los cuales eran muy bellos. Otras variedades me eran desconocidas no sólo a mí, sino también a la botánica. Le pregunté si había visto alguna vez el lirio «Goya», o si había oído hablar de él; otros exploradores del África central me habían contado que lo habían encontrado por casualidad y su maravillosa belleza les había dejado atónitos. Este lirio, que los nativos dicen que sólo florece una vez cada diez años, crece en los suelos más áridos. Comparada con el tamaño del capullo, la raíz es pequeña y generalmente pesa alrededor de cuatro libras. En cuanto a la flor (que después vi por primera vez en circunstancias tales que no podré olvidar en la vida), no sé cómo describirla, por su hermosura y por la dulzura de su perfume. La flor —ya que sólo tiene un capullo— surge del bulbo como un tallo carnoso y delgado; el ejemplar que vi medía más de treinta centímetros de diámetro y tenía una forma similar a una trompeta, como el capullo del longiflorum ordinario, que crece verticalmente. En primer lugar se encuentra la vaina verde, que en su estadio más temprano no es diferente a la del nenúfar, pero que en cuanto el capullo se abre se divide en cuatro sépalos que se curvan hacia el tallo. Luego, el propio capullo, un único y deslumbrante arco blanco que encierra otra corola del más vivo y aterciopelado carmesí, de cuyo corazón asciende un pistilo dorado. Jamás he visto nada semejante a esta flor en hermosura y fragancia y, como según creo es poco conocida, me he tomado la libertad de describirla con detalle. Al verla por vez primera, recuerdo muy bien que pensé en lo mucho que del Hacedor hay hasta en una flor. Cuando Flossie me dijo que ella conocía bien aquella flor y que había tratado de hacerla crecer en su jardín, aunque sin éxito, me alegré mucho de que supiera de su existencia. Sin embargo, añadió que por aquella época estaría sin duda en flor, por lo que trataría de conseguirme un ejemplar.

Después se me ocurrió preguntarle si no se sentía sola al vivir allí entre salvajes y sin compañeras de su misma edad.

—¿Sola? —dijo—. ¡Oh, por supuesto que no! Soy feliz a todas horas y, además, tengo mis propios amigos. ¡Odiaría enterrarme con una multitud de muchachas blancas entre las que nadie podría establecer diferencias! Aquí —dijo inclinando levemente la cabeza— yo soy yo y cualquier nativo a varias millas a la redonda sabe quién es «Nenúfar», ya que por tal me conocen, y están dispuestos a hacer lo que quiera, pero en los libros que he leído sobre las niñas en Inglaterra no sucede así. Todos piensan que son un problema y tienen que obedecer a sus profesoras. ¡Oh! Se me rompería el corazón si me encarcelaran de esa forma y no fuera libre, tan libre como el aire.

—¿No te gustaría aprender? —pregunté.

—Ya aprendo. Mi padre me enseña latín, francés y aritmética.

—¿Y nunca tienes miedo entre tanto hombre salvaje?

—¿Miedo? ¡Oh, no! Nunca se meten conmigo. Creo que piensan que soy un «Ngai» (perteneciente a la Divinidad) porque soy blanca y tengo el pelo rubio. Y mira esto —e introduciendo su manita en el corpiño de su vestido extrajo una Derringer niquelada de cañón doble—, siempre la llevo cargada y si alguien intentara tocarme dispararía. Una vez disparé a un leopardo que saltó sobre mi burro mientras iba montada en él. Me asustó mucho, pero le disparé en la oreja y cayó muerto, y ahora tengo su piel sobre mi cama. ¡Mira allí! —continuó con la voz alterada; me tocó el brazo y señaló un objeto lejano—. Te he dicho que tenía amigos, allí está uno de ellos.

Yo miré y por primera vez apareció ante mis ojos el glorioso monte Kenya. Hasta entonces la montaña había estado siempre cubierta por la niebla, pero en aquel momento su radiante belleza quedó descubierta en varios cientos de metros, aunque su base todavía se encontraba atrapada entre las nieblas, de tal forma que el encumbrado pico o columna, alzándose a más de cinco mil metros hacia el cielo, parecía una visión suspendida entre la tierra y el cielo y con la base entre las nubes. La solemne majestad y belleza de su blanca cresta está por encima del poder descriptivo de mi pobre pluma. Allí se erguía recta y escarpada, una reluciente gloria blanca, oteando el azul intenso del firmamento. Mientras lo contemplaba con la pequeña, sentí que una indescriptible emoción traspasaba mi corazón y, por un instante, grandes y maravillosos pensamientos parecieron abrirse paso en mi mente, como las saetas del sol poniente rompían las nieves del monte Kenya. Los nativos del señor Mackenzie llamaban a la montaña el «Dedo de Dios» y a mí me transmitía una paz inmortal y el sosiego más puro que debe existir sobre este mundo enloquecido. En alguna parte había escuchado el siguiente verso:

Un objeto bello es una alegría eterna[34], que recordé en aquellos momentos y, por vez primera, entendí a la perfección su significado. Simple sería el hombre que contemplando aquel poderoso pilar coronado por las nieves —aquella lápida sepulcral de los años—, no sienta su propia y terrible insignificancia y, como quiera que le llame, no adore a Dios en su corazón. Tales parajes son visiones del alma; abren de par en par las ventanas de nuestro egoísmo y dejan así entrar un soplo de ese aire que corre alrededor de las esferas rodantes y que durante un instante ilumina nuestra oscuridad con un remoto destello de la blanca luz que palpita en el Trono.

Sí, tales objetos de belleza son desde luego una alegría eterna y bien puedo entender lo que Flossie quería decir cuando hablaba del monte Kenya como de su compañero. Umslopogaas, el viejo y salvaje zulú, dijo cuando le señalé el picacho suspendido en el aire resplandeciente: «Un hombre puede quedarse contemplándolo durante miles de años y, sin embargo, seguir hambriento de contemplación». Pero añadió a su poética idea otro matiz al afirmar, como en una especie de canto y con un toque de esa extraña imaginación que tiene el hombre, que cuando muriera quería que su espíritu se sentara sobre el pico cubierto de nieve y luego se precipitara por las escarpadas y blancas vertientes en el aliento del viento o sobre un destello de luz, y «matar y matar y matar».

—¿Matar qué, viejo sediento de sangre? —pregunté.

Aquello le confundió, pero al final respondió:

—A las demás sombras.

—¿Así que continuarías asesinando incluso después de muerto? —dije.

—Yo no asesino —contestó acalorado—. Yo mato en justa lucha. El hombre ha nacido para matar. Aquel que mata cuando su sangre no hierve es la mujer, y no el hombre. La gente que no mata es porque es esclava. Yo digo que mato en justa lucha; y cuando esté «en las sombras», como decís vosotros los hombres blancos, espero poder seguir matando en justo combate. ¡Qué mi alma sea maldita y congelada hasta los huesos y para siempre si mata como un bosquimano con sus flechas envenenadas! —y comenzó a caminar con paso majestuoso y mucha dignidad, y me dejó allí riendo.

Justo entonces regresaron los espías que nuestro anfitrión había enviado por la mañana para descubrir si había algún rastro de nuestros amigos los masai, y nos contaron que habían cubierto quince millas a la redonda sin haber visto un solo elmoran y que creían que aquella gente había cesado en su persecución y había regresado al lugar del que procedía. El señor Mackenzie suspiró con alivio al escuchar aquello, y lo mismo hicimos nosotros, pues no deseábamos ver a un masai durante mucho tiempo. La opinión general era que, al descubrir que habíamos alcanzado la misión sanos y salvos, se habían dado por vencidos, ya que sabían que era un lugar fuerte. Las consecuencias de aquel precipitado juicio se verían más tarde.

Cuando los espías se hubieron marchado y después de que la señora Mackenzie y Flossie se retiraran para acostarse, Alphonse, el pequeño francés, apareció, y sir Henry, que es un buen estudioso de lo francés, le convenció para que nos contara cómo había llegado a visitar África central, lo que hizo de manera tan extraordinaria, que es imposible de reproducir en su mayor parte.

—Mi abuelo —comenzó— era un soldado de la guardia y sirvió bajo las órdenes de Napoleón. Participó en la retirada de Moscú y vivió diez días alimentándose de sus propias polainas y de otras que le robó a un camarada. Solía emborracharse, murió borracho, y recuerdo cómo jugué a que tocaba el tambor sobre su ataúd. Mi padre…

En aquel punto le dijimos que podía pasar por alto sus ancestros e ir al grano.

—¡Bien, messieurs! —replicó aquel cómico hombrecillo con una reverencia de cortesía—. Tan sólo quiero demostrar que los principios militares no son hereditarios. Mi abuelo era un hombre espléndido, más de un metro ochenta de alto, de gran des proporciones, un devorador de fuego y polainas. También era notable su bigote. Yo recuerdo su bigote y… muy poco más.

»Yo, messieurs, soy cocinero y nací en Marsella. En esa encantadora ciudad pasé mi feliz juventud. Durante años y años fregué platos en el Hotel Continental. ¡Ah, aquellos años dorados! —y suspiró—. Soy francés. No necesito decir, messieurs, que admiro la belleza. No, adoro la hermosura. Messieurs, nosotros admiramos todas las rosas del jardín, pero escogemos una. Yo escogí una y, ¡ay!, messieurs, me pinchó el dedo. Se trataba de una doncella de habitaciones, su nombre, Annette, su cuerpo, arrebatador, su rostro, el de un ángel, su corazón (messieurs, ¡tenía que adueñarme de él!), negro y resbaladizo como un botín de charol. La amaba con desesperación, la adoraba hasta la locura. Ella me transportaba en todos los sentidos, me inspiraba. Nunca he cocinado como entonces (ya que me ascendieron en el hotel), como cuando Annette, mi adorada Annette, me sonreía. Nunca —y su voz se quebró en un sollozo—, nunca más cocinaré de aquella forma».

En aquel punto se echó a llorar.

—Vamos, ¡anímate! —dijo sir Henry en francés, dándole repetidamente palmadas en la espalda—. Nunca hay forma de saber lo que puede pasar, ¿sabes? A juzgar por tu cena de hoy, yo diría que estás en el buen camino.

Alphonse dejó de llorar y comenzó a rascarse la espalda.

—Monsieur —dijo—, seguramente ha tratado de consolarme, pero su mano es pesada. Continuando: nos amamos y fuimos felices con el amor que nos teníamos el uno al otro. Los pájaros en su pequeño nido no podían ser más dichosos que Alphonse y su Annette. Entonces llegó el golpe, ¡sapristi!, cuando pienso en ello. Messieurs, perdonarán si dejo escapar alguna lágrima. El mío fue un número malo; me arrastraron al servicio militar. El destino se vengaría de mí por haber conquistado el corazón de Annette.

»Llegó el momento fatídico: tenía que partir. Traté de huir, pero me atraparon unos soldados brutales que me golpearon con las culatas de sus mosquetes hasta que mis bigotes se arrugaron por el miedo. Yo tenía un primo, un lencero, acomodado, pero muy feo. A él le había tocado un buen número y se compadeció de mí cuando vio que me daban aquella paliza.

»—A ti, primo mío —dije yo—, a ti, en cuyas venas corre la sangre azul de nuestro heroico abuelo, a ti te confío a Annette. Cuídala mientras yo voy en busca de la gloria en el campo de batalla.

»—Tranquilízate —dijo él—, lo haré.

»¡Y como luego se demostró, así lo hizo!

»Me fui. Sobreviví en barracones gracias a una sopa negra. Yo soy hombre refinado y poeta por naturaleza, y sufría la tortura de los brutales horrores que me rodeaban. Había allí un sargento de instrucción que tenía una vara. ¡Ah, aquella vara, cómo se doblaba! ¡Ay, nunca podré olvidarla!

»Una mañana llegaron noticias; mi batallón debía ir a Tonquín. El sargento de instrucción y otros monstruos se regocijaron. Yo hice mis averiguaciones con respecto a Tonquín. No fueron satisfactorias. En Tonquín hay chinos salvajes que te abren en canal. Mi artístico gusto, pues también soy artista, me hacía retroceder espantado ante la idea de que me abrieran en canal. El hombre grande toma decisiones con rapidez y yo decidí que no me abrirían en canal. Deserté.

»Llegué a Marsella disfrazado de viejo. Fui a casa de mi primo —por quien corría la sangre heroica de mi abuelo— y allí estaba Annette sentada. Era la temporada de las cerezas. Tenían tallos dobles. De cada extremo colgaba una cereza. Mi primo se llevó una a la boca, Annette se llevó la otra a la suya. Luego fueron mordiendo los tallos hasta que sus labios se unieron y —ay, ay, me duele decirlo— se besaron. El juego era bonito, pero me llenó de furia. La heroica sangre de mi abuelo hirvió dentro de mí. Corrí a la cocina. Golpeé a mi primo con la muleta de mi disfraz de viejo. Cayó… yo le había asesinado. ¡Ay de mí!, creo que le asesiné. Annette gritó. Los gendarmes llegaron. Yo huí. Llegué al puerto. Me escondí en un navío. El navío se echó a la mar. El capitán me encontró y me golpeó. Aprovechó la oportunidad. Envió una carta desde un puerto extranjero a la policía. No me dejó en tierra porque cocinaba muy bien. Cociné para él todo el viaje hasta Zanzíbar. Cuando le pedí que me pagara, me dio una patada. La sangre de mi heroico abuelo hirvió dentro de mí, y le sacudí en el rostro con el puño y juré tomar venganza. Me volvió a dar otra patada. En Zanzíbar estaba esperando un telegrama. Maldije al hombre que los inventó. Ahora también lo maldigo. Debía ser arrestado por deserción, por asesinato, ¿qué sais-je? Me escapé de la prisión. Huí, me moría de hambre. Conocí a los hombres de Monsieur le Curé. Ellos me trajeron aquí. Y aquí estoy lleno de aflicción. Pero no regresaré a Francia. Prefiero arriesgar mi vida en estos horribles parajes antes de conocer le Bagne[35]».

Se detuvo y estuvimos a punto de echarnos a reír, por lo que desviamos la mirada.

—¡Ah!, lloran ustedes, messieurs —dijo él—. No hay duda, esta es una triste historia.

—Quizá —dijo sir Henry— la heroica sangre de tu abuelo triunfe después de todo; quizá todavía puedas ser grande. De todos modos, lo veremos. Y ahora propongo que nos vayamos a dormir. Estoy agotado; la otra noche apenas pudimos dormir en aquella roca.

Así lo hicimos y las habitaciones recogidas y las sábanas blancas y limpias nos parecieron extrañas después de nuestras recientes experiencias.