La misión
Anudamos los restos de nuestra cuerda a la otra embarcación y nos quedamos sentados esperando el amanecer y felicitándonos por nuestra milagrosa escapada, que realmente parecía más el resultado de un favor especial de la Providencia que de nuestra prudencia y destreza. Por fin amaneció, y nunca he estado más agradecido al ver la luz del sol, aunque la pobre canoa presentaba un aspecto horrible. En el fondo de la pequeña barca yacía el desafortunado askari, la sima o espada corta en su pecho y la mano amputada asida al mango. No pude soportar aquella visión, así que levantando la piedra que había servido de ancla en la otra canoa, la atamos al hombre asesinado y lo lanzamos por la borda, y al fondo se fue, dejando tras de sí tan sólo un rastro de burbujas. ¡Ay! Cuando llega nuestra hora, la mayoría de nosotros, como el askari muerto, nada deja excepto un rosario de burbujas que se disuelven al contacto con la superficie de las aguas. La mano de su asesino la lanzamos al río, en el que se hundió lentamente. La espada, cuyo mango era de marfil engastado en oro (evidentemente un trabajo árabe), la conservé y utilicé como cuchillo de caza, y probó ser muy útil.
Entonces, después de pasar un hombre a mi canoa, reanudamos el viaje una vez más con los ánimos debilitados y no sintiéndonos muy cómodos al pensar en el futuro, pero esperando con toda el alma llegar aquella noche a la misión The Highlands. Para empeorar las cosas, una hora después del amanecer cayó una lluvia torrencial, que nos empapó hasta los huesos. Necesitamos incluso achicar el agua de las canoas y, como la lluvia había hecho desaparecer el viento, tuvimos que continuar como pudimos con nuestros remos.
A las once nos detuvimos en la orilla izquierda del río y, con la lluvia algo apaciguada, fuimos capaces de encender fuego y pescar y asar algún pez, ya que no nos atrevimos a alejarnos en busca de caza. A las dos salimos de nuevo, llevando con nosotros una provisión de pescado asado y, un poco después, volvió a llover más fuerte que antes. También el río comenzó a ponerse extremadamente difícil de navegar debido a las numerosas rocas, tramos de aguas poco profundas y la violencia de la corriente, así que pronto nos dimos cuenta de que no podríamos alcanzar el hospitalario techo del reverendo Mackenzie aquella noche, una perspectiva que no ayudó a nuestros ánimos. Agotados como estábamos, no podíamos sobrepasar la media de una milla a la hora, y a las cinco de la tarde (momento en el que ya estábamos rendidos) comprobamos que nos encontrábamos a casi diez millas del puesto. Siendo esto así, nos pusimos a trabajar para pasar la noche lo mejor posible. Después de nuestra reciente experiencia no nos atrevíamos a bajar a tierra, sobre todo porque las orillas del Tana estaban cubiertas de densos arbustos que podrían haber dado cobijo a cinco mil masai, y al principio pensamos que tendríamos que pasar otra noche en las canoas. Afortunadamente, divisamos una pequeña isla rocosa, de no más de quince metros de superficie, situada cerca de la mitad del río. Remamos hasta ella y, después de amarrar las canoas, bajamos y nos acomodamos en la medida en que las circunstancias lo permitían, que no era mucho, en verdad. En cuanto al tiempo, continuó siendo catastrófico: la lluvia caía sin cesar y casi nos impidió encender una hoguera. Sin embargo, teníamos una ventaja: nuestros askari declararon que nada induciría a los masai a atacarnos, pues no les gustaba moverse bajo la lluvia, quizá, como sugirió Good, porque odiaban la idea de lavarse. Tomamos algo de pescado frío, insípido y empapado en agua, con la excepción de Umslopogaas, quien como muchos zulúes no lo soporta. Bebimos un trago de brandy, del cual, también afortunadamente, nos quedaban unas cuantas botellas, y así comenzó una de las noches más duras que he pasado en mis innumerables viajes, con la sola excepción del que realizamos los tres bajo las nieves de los Pechos de Saba en Kukuanalandia[30]. Me pareció interminable y una o dos veces temí que dos de los askari murieran a causa de la humedad, el frío y la intemperie. Desde luego, si no llega a ser por las periódicas dosis de brandy, estoy seguro de que habrían muerto, pues ningún pueblo africano puede aguantar durante mucho tiempo la intemperie, que primero les paraliza y luego les mata. Comprobé que incluso el viejo guerrero de hierro, Umslopogaas, se resentía por las inclemencias del tiempo, aunque, a diferencia de los wakwafis, jamás escuché de él una palabra de queja. Alrededor de la una de la madrugada, volvimos a escuchar el silbido amenazador del búho y tuvimos que prepararnos para otro ataque, si bien, en caso de haberlo intentado, no habríamos podido enfrentarnos a los masai y salir bien parados. Pero o el búho era auténtico, o los masai se encontraban en una situación demasiado precaria como para pensar en una operación ofensiva. En cualquier caso, no les vimos.
Por fin llegó el amanecer reluciendo sobre las aguas, envuelto en espirales de niebla fantasmal y, con la luz del día, la lluvia cesó. Entonces salió el sol, que engulló las neblinas y calentó el aire helado. Entumecidos y absolutamente agotados, nos pusimos en pie casi a rastras y nos bañamos en los brillantes rayos. Puedo entender por qué los pueblos primitivos se convierten en adoradores del sol, especialmente si sus condiciones de vida les obligan a vivir a la intemperie.
Al cabo de media hora nos encontrábamos de nuevo haciendo considerables progresos con la ayuda de un viento favorable. Nuestro ánimo había vuelto con el sol y estábamos en disposición de reírnos de las dificultades y peligros que casi nos habían aniquilado el día anterior.
Y así continuamos alegremente hasta más o menos las once. Justo en el momento en que pensábamos hacer la parada habitual para descansar y tratar de cazar algo, una curva del cauce nos permitió divisar una casa de aspecto semejante a las europeas situada en lo más alto de una colina y circundada por un elevado muro de piedra con un foso en la parte externa. En frente, y haciendo sombra sobre la casa, se erguía un enorme pino, cuya copa habíamos podido divisar gracias a los prismáticos días atrás, y que no habíamos relacionado con la misión. Era la primera vez que avistábamos la casa y nos alegramos muchísimo de verla. Entonces, nadie quiso detener la marcha de las canoas; continuamos remando con fuerza, pues desgraciadamente, aunque parecía encontrarse muy cerca, la casa estaba todavía a bastante distancia. Al fin, a la una, llegamos a la base de la colina en la que se levantaba el edificio. Tras llevar las canoas hasta la orilla y mientras las amarrábamos, vimos que tres figuras vestidas con ropas inglesas se acercaban corriendo hasta nosotros.
—Un caballero, una mujer y una niña —exclamó Good después de identificar al trío con los prismáticos—. Caminan de forma civilizada a través de un jardín civilizado para encontrarse con nosotros en este lugar. ¡Qué me ahorquen si esto no es lo más extraño que hemos visto hasta ahora!
Good estaba en lo cierto; todo parecía más una escena extraída de un sueño o de una ópera italiana que un hecho real y tangible. La sensación de irrealidad no disminuyó cuando oímos que se dirigían a nosotros con claro acento escocés que, sin embargo, no puedo reproducir.
—¿Cómo están, señores? —dijo el señor Mackenzie, un hombre cano y de facciones angulosas, con expresión amable y mejillas arreboladas—; espero que bien. Mis nativos me dijeron hace una hora que venían río arriba, así que hemos bajado para recibirlos.
—Permítanme decirles que nos agrada muchísimo ver un rostro blanco —dijo la señora, una persona agradable y de aspecto refinado.
Nos descubrimos en reconocimiento y comenzamos las presentaciones.
—Y ahora —dijo Mackenzie—, deben estar todos ustedes hambrientos y agotados, así que vengan, caballeros, vamos. Nos alegra mucho verles. El último blanco que nos visitó fue Alphonse —ahora le conocerán— y eso fue ya hace un año.
Mientras tanto, ya habíamos echado a ascender la falda de la colina, cuya parte baja estaba cercada, a veces con quince cercas y algunas veces con muros de piedra, hacia los huertos de los kaffir[31], rebosantes de cultivos de maíz, calabazas, patatas, etc. En las esquinas de aquellos huertos había grupos de chozas con forma de seta, ocupadas por los nativos de la misión del señor Mackenzie. Mujeres y niños salían a recibirnos a nuestro paso. Atravesando el centro de los huertos, serpenteaba el camino por el que avanzábamos. Lo bordeaban a cada lado naranjos que, aunque llevaban plantados sólo diez años, en el suave clima de las tierras bajo el monte Kenya, cuya base se encuentra a menos de mil quinientos metros sobre el nivel del mar, habían crecido hasta alcanzar una dimensión asombrosa y ya se engalanaban con doradas frutas. Después de una fuerte subida de un cuarto de milla más o menos —pues la colina era muy empinada—, llegamos a una espléndida cerca, también cubierta de frutos, que encerraba, según nos contó el señor Mackenzie, una superficie de cuatro acres de tierra en la que se hallaban sus huertos privados, la casa, la iglesia y los cobertizos. Todo aquello ocupaba lo que era la cresta de la colina. ¡Y qué huertos aquéllos! Siempre me han gustado los buenos huertos, y el del señor Mackenzie no tenía parangón. Había hileras e hileras de árboles frutales europeos, todos injertados, pues en la parte más alta de la colina el clima era tan templado que casi todas las verduras inglesas, los árboles y las flores crecían en abundancia, incluso muchas variedades de manzanos, que, generalmente, proporcionan mucha madera en las regiones cálidas aunque se resisten con obstinación a dar fruta. Había también fresas y tomates (¡qué tomates!), melones y pepinos, y, por supuesto, toda clase de vegetales y otras frutas.
—¡Vaya, tiene usted un hermoso huerto! —dije vencido por una admiración no exenta de envidia.
—Sí —respondió el misionero—, es un buen huerto y ha recompensado con creces mis sudores; pero es al clima al que se lo tengo que agradecer. Si planto una semilla de melocotón, dará fruta al cuarto año, y un esqueje de rosal florecerá en un año. Es un clima benigno.
Justo entonces llegamos al foso, que tendría tres metros de ancho y estaba lleno de agua. Al otro lado había una pared de piedra de unos dos metros y medio de altura, con una tronera y afilados pedernales colocados en la parte superior del muro.
—Aquello —dijo el señor Mackenzie, señalando el foso y el muro— es mi magnun opus; nos costó a mí y a veinte nativos unos dos años, pero nunca me he sentido tan seguro como cuando lo terminamos. Ahora puede desafiar a todos los salvajes de África, ya que el arroyo que hace de foso corre también dentro de la muralla y mana en la zona más alta de la colina, tanto en invierno como en verano, y siempre mantengo un almacén con provisiones para cuatro meses dentro de la casa.
Cruzamos el puente y, a través de una entrada muy estrecha en la muralla, penetramos en lo que la señora Mackenzie llamaba sus dominios, sobre todo el jardín de flores, cuya belleza era tal que me es imposible describirlo. Creo que jamás he visto rosas semejantes, ni gardenias, ni camelias (todas procedentes de semillas o injertos enviados desde Inglaterra). También tenían una parcela dedicada a cultivar una colección de raíces bulbosas, la mayoría reunidas por la señorita Flossie, la hija del misionero, de los campos vecinos, algunas de las cuales eran sorprendentemente hermosas. En mitad del jardín y justo frente a la galería de la casa, un bello manantial de aguas limpias surgía del mismo suelo y caía sobre una pila de piedra labrada que había sido cuidadosamente trabajada para recibirlas. De la pila, las aguas se deslizaban hacia el foso que rodeaba la muralla exterior. El foso servía a su vez de reserva de agua y era fuente de riego para los campos exteriores. La casa, por su parte, un sólido edificio de una sola planta, tenía por techo losas de piedra y poseía una preciosa galería en la fachada principal y en dos de las laterales. La cuarta estaba dedicada a las cocinas, que permanecían separadas de la casa: una medida muy inteligente en un país caluroso. Frente al edificio se erguía el objeto más significativo de todos los que habíamos visto en la misión: la solitaria conífera, cuyas variedades crecen libremente en las zonas altas de África. Aquel espléndido árbol, que el señor Mackenzie nos dijo que constituía un punto de referencia a unas cincuenta millas a la redonda y que nosotros mismos habíamos divisado durante las últimas cuarenta millas de viaje, debía tener unos noventa metros de altura; el tronco medía unos cinco de diámetro a un metro del suelo. Durante unos veinte metros ascendía el hermoso pilar cónico desnudo, pero después nacían espléndidas ramas de color verde oscuro que, miradas desde abajo, tenían la apariencia de gigantescas hojas de helecho, brotando horizontalmente del tronco, que se proyectaban sobre la casa y el jardín de flores, a los que otorgaba una agradable proporción de sombra, sin —siendo tan alto— ofrecer ningún impedimento al pasaje de la luz y el aire.
—¡Qué árbol tan magnífico! —exclamó sir Henry.
—Está usted en lo cierto, es un ejemplar maravilloso. No hay otro igual en toda la comarca que nos rodea, que yo sepa —dijo el señor Mackenzie—. Yo lo llamo mi torre de vigilancia. Como pueden ver, tengo una escala atada a la rama más baja y si quiero divisar algo que esté ocurriendo a unas quince millas, todo lo que tengo que hacer es subir por ella con unos prismáticos. Pero deben estar hambrientos y estoy seguro de que la comida estará preparada. Entren, amigos míos, este es un lugar rústico, pero suficientemente acogedor en estos salvajes contornos. Además, puedo anunciarles que tenemos un cocinero francés.
Y nos condujo hacia la galería.
Mientras le seguía y pensaba qué demonios podía significar lo del cocinero francés, apareció de pronto, a través de la puerta que se abría a la galería desde la casa, un hombre pulcro y menudo, vestido con una limpia camisa de algodón azul, con zapatos de cuero curtido, y destacable por su aire inquieto y sus enormes mostachos negros, con las puntas curvadas sobre los labios como cuernos de búfalo.
—La señora me ha ordenado anunciarles que la mesa está servida. Messieurs, mis felicitaciones por haber llegado hasta aquí —y luego, al percibir la presencia de Umslopogaas, que iba detrás de nosotros jugando con su hacha de guerra, se llevó las manos a la cabeza lleno de asombro—. ¡Ah, mais quel homme! —exclamó en francés—. ¡Quel sauvage affreux! ¡Miren su gran hacha y la enorme depresión de su frente!
—¡Ay! —dijo el señor Mackenzie—. ¿De quién hablas, Alphonse?
—¿Que de quién hablo? —replicó el pequeño francés con los ojos fijos en Umslopogaas, cuya apariencia parecía fascinarle—. Hablo de él —y le señaló con desparpajo—. De monsieur noir.
Ante aquellas palabras todos nos echamos a reír y Umslopogaas, advirtiendo que estaba siendo objeto de burlas, frunció el ceño con ferocidad, pues poseía una altiva aversión por todo lo que se asemejara a una agresión contra la libertad personal.
—¡Parbleu! —dijo Alphonse—, se ha enfadado —e hizo una mueca—. No me gusta su talante. Me esfumo —y lo hizo con rapidez considerable.
El señor Mackenzie se echó a reír estrepitosamente.
—Tiene un carácter extraño este Alphonse —dijo—. Luego les contaré su historia; mientras tanto probemos sus platos.
—¿Puedo preguntarle —dijo sir Henry, después de haber comido la mayor parte de las excelentes viandas— cómo es que tiene un cocinero francés en estas tierras salvajes?
—Oh —respondió la señora Mackenzie—, llegó aquí hace un año por su propio pie y nos pidió que le tomáramos a nuestro servicio. Se había metido en algún lío en Francia y huyó a Zanzíbar, donde se encontró con una orden del gobierno francés para extraditarle. Así que huyó por los campos hasta que fue a dar, casi al borde de la inanición, con la caravana de hombres que nos aprovisiona de víveres anualmente y fue traído hasta aquí. Deberían pedirle que les contara la historia.
Cuando dimos por terminada la cena, encendimos nuestras pipas y sir Henry procedió a contarle a nuestro anfitrión el viaje que habíamos hecho hasta allí.
—Creo —dijo— que esos masai los están siguiendo y estoy contentísimo de que hayan podido llegar hasta aquí sin daño. No creo que se atrevan a atacarnos. Sin embargo, es una desgracia que casi todos mis hombres hayan bajado hacia la costa con marfil y otros objetos. Hay doscientos en la caravana y por eso no cuento más que con veinte en la misión. Pero todavía puedo dar unas cuantas órdenes —y llamó a un hombre de color que estaba merodeando en el jardín. Se acercó a la ventana y se dirigió a él en dialecto swahili[32]. El hombre le escuchó, nos saludó y desapareció en los campos.
—Espero que no le hayamos traído ninguna calamidad —dije cuando hubo tomado asiento de nuevo—. Antes de atraer aquí a esos villanos sedientos de sangre, nos marcharemos y correremos nuestra suerte.
—No harán nada de eso. Si vienen los masai, que vengan, y aquí encontrarán su fin. Creo que podremos darles una calurosa bienvenida. Ningún masai hará que enseñe la puerta a hombre alguno.
—Eso me recuerda —dije— que el cónsul de Lamu confesó haber recibido una carta suya, en la que le contaba la llegada hasta aquí de un hombre que había encontrado gente blanca en el interior. ¿Cree que hay algo de verdad en esa historia? Se lo pregunto porque he oído una o dos veces rumores sobre nativos que han hablado de la existencia de una raza blanca en el lejano norte.
El señor Mackenzie, por toda contestación, salió de la sala y volvió con una curiosa espada. Era larga, gruesa y pesada. Todo el filo, hasta unos milímetros del mismo borde, estaba trabajado con un modelo ornamental, exactamente como nosotros trabajamos la blanda madera con una sierra de calar, pero el metal, sin embargo, estaba taladrado de tal manera que no disminuía la resistencia del arma. Ya de aquella forma era lo suficientemente particular como para ser un objeto de museo, pero lo más asombroso aún era que los orificios de los espacios huecos cortados a través de la sustancia de la espada estaban incrustados en oro, de una forma que no puede comprender como se había soldado al acero[33*].
—Y bien —dijo el señor Mackenzie—, ¿han visto alguna vez una espada como ésta?
Todos la examinamos e hicimos un movimiento negativo de cabeza.
—Bien, tengo el placer de mostrársela, porque esto es lo que trajo el hombre que dijo haber visto gente blanca, y porque ofrece más o menos una prueba de la verdad de lo que de otra forma se habría considerado una falacia. Les contaré todo lo que sé del asunto, que no es mucho. Una tarde, justo antes del atardecer, yo estaba sentado en la galería y un pobre hombre abatido y hambriento apareció cojeando y se sentó en cuclillas ante mí. Le pregunté de dónde venía y qué quería de nosotros. Entonces comenzó una narración confusa sobre su pertenencia a una tribu lejana del norte, y de cómo esta tribu fue destruida por otra. Él y otros supervivientes habían huido más al norte cruzando un lago llamado Laga. Desde allí, parecía que se habían abierto camino hasta otro lago que existe en las montañas, «un lago sin fondo» lo llamó, donde su mujer y su hermano murieron de una enfermedad infecciosa, probablemente la viruela. Por causa de esta enfermedad la gente le expulsó de las aldeas a las selvas, donde el pobre desdichado vagó por las montañas durante diez días, al cabo de los cuales llegó a un bosque de espinos muy denso. Entonces fue encontrado por unos hombres blancos que estaban cazando y que le llevaron a un lugar en el que la gente era blanca y vivía en casas de piedra. Allí permaneció durante una semana encerrado en una casa, hasta que una noche un blanco con barba cana, al que él denominó el «hombre-medicina», llegó y le examinó, tras lo que fue expulsado de nuevo. Le condujeron a través del bosque de espinos hasta los confines de las tierras salvajes y le dieron alimentos y esta espada (por lo menos eso dijo), y luego volvió a perderse.
—Bien —dijo sir Henry, que había estado escuchando muy interesado—, ¿y qué hizo entonces?
—¡Oh! Parecía, según su relato, que había pasado por innumerables sufrimientos y fatigas y que había vivido durante semanas de raíces y bayas y de todo aquello que podía coger y matar. Pero de alguna forma sobrevivió y, por fin, caminando despacio, consiguió avanzar hacia el sur y llegar a este lugar. Los detalles de su viaje nunca los supe, pues le dije que debía marcharse por la mañana y ordené que uno de mis jefes le cuidara durante la noche. Éste se lo llevó, pero el pobre tenía una comezón tan grande que la mujer del jefe no quiso albergarle en la choza por miedo a que los contagiara, así que le dieron una manta y le dijeron que durmiera fuera. Desgraciadamente, por los alrededores merodeaba un león, que olfateó al infortunado vagabundo y saltó sobre él. Le arrancó la cabeza de cuajo sin que la gente de la choza se diera cuenta y ése fue su fin y el de la historia del pueblo blanco. Si es o no es verdadera, no puedo asegurarlo. ¿Qué piensa usted, señor Quatermain?
Yo sacudí la cabeza y respondí:
—No lo sé. Hay tantas cosas misteriosas escondidas en el corazón de este gran continente que sentiría mucho tener que decirle que no hay nada de verdad en ello. De cualquier forma, nos proponemos intentarlo y averiguarlo. Tenemos la intención de viajar hasta Lekakisera y de allí, si vivimos para llegar más lejos, hasta ese lago Laga; y, si hay gentes blancas, haremos lo posible por encontrarlas.
—Son ustedes personas muy arriesgadas —dijo el señor Mackenzie con una sonrisa, y cambiamos de tema.