CAPÍTULO II

La mano negra

Poco tiempo después, abandonamos Lamu y en diez días nos encontramos en un lugar llamado Charra, en el río Tana, tras pasar algunas aventuras que no es necesario recoger aquí. Entre otras cosas, visitamos una ciudad en ruinas, una de tantas en aquellas costas que, a juzgar por los restos de mezquitas y casas de piedra, debieron de ser lugares muy poblados. Estas ciudades fantasmales son de una antigüedad extrema y fueron probablemente centros de riqueza en la época del Antiguo Testamento, escalas en el comercio con la India y otros lugares. Pero la gloria las había abandonado —el comercio de esclavos había acabado con ellas—, y donde una vez ricos mercaderes procedentes de todos los rincones del entonces mundo civilizado ocuparon los concurridos mercados ahora el león tiene su corte nocturna y en lugar de las conversaciones de los esclavos y de las voces acaloradas de los postores se escucha un terrible rugido por los corredores en ruinas. En aquella ciudad descubrimos, sobre un promontorio cubierto de exuberante vegetación y basura, dos de las puertas de piedra más bellas que es posible concebir. Sus relieves eran sencillamente exquisitos y lo único que siento es no haber dispuesto de medios para poder llevarme alguna. Sin duda en su día daban acceso a un palacio, del cual, sin embargo, no había ni rastro, aunque probablemente sus ruinas descansen bajo el montículo.

¡Desaparecido! ¡Totalmente desaparecido! Todo desaparece y se pierde en la noche de los tiempos. Como los nobles y las damas que vivieron entre sus muros, estas ciudades han tenido su día, y ahora son como Babilonia o Nínive, como en el futuro lo serán Londres o París; imperios y ciudades, tronos, personalidades y poderes, montañas, ríos y mares jamás surcados, mundos, espacios y universos, a todos les llegará su fin y desaparecerán. En aquel lugar de ruinas y olvido, el moralista encuentra un claro ejemplo del destino universal. Ya que nuestro universo no permite la existencia eterna, nada ni nadie puede permanecer en el camino y presenciar por los siglos infinitos el nacimiento y la muerte de los seres y los objetos. El hado inexorable nos zarandea y no hay descanso para el caminante fatigado, hasta que al final el abismo nos engulle y desde las orillas de lo temporal somos arrojados al mar de la eternidad.

En Charra tuvimos una violenta disputa con el jefe de los porteadores que habíamos contratado para llegar hasta aquel punto y que nos exigió entonces una cantidad extra excesiva. Al final amenazó con indisponer a los masai contra nosotros. Aquella noche, él y todos los porteadores contratados huyeron, llevándose la mayoría de los bienes que se les habían confiado. Por suerte, no se les ocurrió robar los rifles, la munición y nuestros efectos personales; y no por delicadeza, sino porque eran responsabilidad de los cinco wakwafi. Después de aquello, decidimos que no volveríamos a viajar con porteadores ni en caravana. Tampoco nos quedaba mucho que transportar. No obstante, ¿cómo íbamos a continuar? Fue Good quien resolvió la cuestión.

—Aquí hay agua —dijo señalando el río Tana—, y ayer vi un grupo de nativos cazando hipopótamos en canoas. Creo que la misión de ese señor Mackenzie se encuentra en el río. ¿Por qué no nos hacemos con unas cuantas canoas y remamos hasta allí?

Esta brillante sugerencia fue, no hace falta decirlo, recibida con entusiasmo, e instantáneamente nos pusimos manos a la obra para comprar a los nativos de la zona unas canoas apropiadas. Conseguí, después de tres días, dos grandes, construidas con un par de troncos de madera ligera y capaces de transportar a seis personas con equipaje. Por aquellas dos canoas tuvimos que pagar con casi todas las ropas que nos quedaban y con otros muchos objetos.

Al día siguiente, efectuamos la salida. En la primera canoa iban Good, sir Henry y tres de nuestros servidores wakwafi. Como nuestro trayecto era río arriba, tuvimos que utilizar cuatro remos en cada canoa, lo que significaba que todos nosotros, excepto Good, teníamos que remar como galeotes; y el trabajo resultó ser realmente agotador. He dicho todos excepto Good porque, por supuesto, en el momento en que subió a una de las canoas se encontró en su verdadero hogar y se hizo con el mando del grupo. Y desde luego nos hizo trabajar de lo lindo. En tierra, Good es un hombre afable, de maneras suaves y muy bromista, pero, como descubrimos a costa nuestra, en una embarcación era un perfecto demonio. Para empezar, conocía todo lo relacionado con este arte y nosotros no. En todos los temas náuticos, desde la colocación de los torpedos en un buque de guerra hasta la mejor forma de remar en una canoa africana, era una fuente perfecta de información. También sus ideas de la disciplina eran de lo más estricto y, en breve, se convirtió en un auténtico oficial de la Marina Real. Pero, por otra parte, debo decir que dirigió las embarcaciones de forma admirable.

Después del primer día, Good consiguió, con la ayuda de algunos trapos y un par de palos, colocar una vela en cada canoa, lo cual alivió nuestros esfuerzos en no poco. Pero el río bajaba con mucha fuerza y, en el mejor de los casos, no fuimos capaces de hacer más de veinte millas al día. Nuestro plan consistía en comenzar al amanecer y remar hasta las diez y media aproximadamente, hora en la que el sol calentaba demasiado para continuar. Entonces amarrábamos las canoas en la orilla y tomábamos una comida frugal; después, alrededor de las tres, volvíamos a iniciar nuestro camino y remábamos hasta un poco antes de la puesta del sol. Al bajar a tierra por la tarde, Good se ponía manos a la obra, con la ayuda de los askari, para construir un pequeño «scherm», o reducido espacio rodeado por arbustos espinosos, y encendía la hoguera. Yo, con sir Henry y Umslopogaas, salía en busca de alimento para la olla. Generalmente era tarea fácil, pues a orillas del Tana abundaba la caza. Una noche, sir Henry abatió una jirafa joven, cuya médula ósea es excelente; otra, conseguí una pareja de aves acuáticas, y en otra ocasión, Umslopogaas (quien como la mayoría de los zulúes era un mal cazador con rifle) se las ingenió para atrapar un gordo antílope con un Martini que yo le había dejado. Había veces que variábamos nuestra dieta al cazar alguna pintada o una avutarda (paau), ambas muy abundantes, o cuando nos hacíamos con un buen número de los hermosos peces que plagaban las aguas del Tana y que son, creo yo, uno de los principales alimentos de los cocodrilos.

Tres días después del comienzo de nuestro viaje tuvo lugar un amenazador incidente. Nos dirigíamos a la orilla para preparar el campamento como todas las noches, cuando divisamos una figura sobre un pequeño montículo a no más de cuarenta metros, que observaba nuestros movimientos. Una mirada fue suficiente —aunque yo no conocía personalmente a aquella tribu— para reconocer a un masai elmoran o joven guerrero. Desde luego, si hubiera albergado alguna duda, ésta se habría disipado rápidamente ante la terrible exclamación de «¡masai!» que salió de los labios de nuestros wakwafi, quienes son, como recuerdo haber dicho, masai bastardos.

¡Y qué presencia la suya allí en pie con su salvaje atuendo de guerra! Acostumbrado como estoy a los nativos, creo que no he visto jamás algo tan feroz o que inspire tanto pavor. Para empezar, el hombre era extremadamente alto, casi tanto como Umslopogaas, y de hermosa planta, aunque algo delgado. Pero su rostro era el de un demonio. En su mano derecha sostenía una lanza de más de un metro y medio de longitud con un filo de setenta centímetros de largo y más de cinco de ancho. La punta, muy afilada, medía más de treinta centímetros. Protegía su brazo izquierdo con un escudo grande y de forma elíptica de piel de búfalo en el que había dibujadas extrañas formas similares a las heráldicas. Sobre sus hombros llevaba una gran capa de plumas de halcón y rodeando su cuello un «naibere», o cinta de algodón, de unos cinco metros de longitud y cuatro o cinco centímetros de anchura, con una banda de color en medio. El vestido de piel de cabra curtida, que constituía su atuendo ordinario en tiempos de paz, estaba ligeramente ceñido alrededor de la cintura y sostenía, a derecha e izquierda respectivamente, una pequeña sima, o espada con forma de pera, hecha de una sola pieza de metal, dentro de una funda de lana, y una enorme knobkerrie[28]. Pero quizás el objeto más llamativo de su atuendo fuera el penacho de plumas de avestruz con que adornaba su cabeza, ajustado por la barbilla, que pasaba sobre las orejas hasta la frente y que, con forma de elipse, daba completamente forma a la cara, de tal manera que el diabólico rostro parecía proyectarse desde una especie de pantalla de fuego de plumas. Alrededor de los tobillos llevaba negros mechones de pelo y, colgando de la parte superior de sus pantorrillas, largas espuelas como púas, de las que caían también mechones de un hermoso, negro y ondulado pelo de mono colobus. Tal era la elaborada indumentaria del masai elmoran, que permanecía en pie observando cómo nos acercábamos en nuestras dos canoas, pero que para ser apreciado ha de ser visto, aunque muy pocos han sobrevivido a esta visión. Desde luego, yo no pude distinguir todos aquellos detalles cuando lo vi por primera vez, ya que estaba aterrorizado por su aspecto. Sin embargo, posteriormente he tenido ocasión de conocer cada uno de los objetos que componen su atavío.

Mientras dudábamos sobre lo que debíamos hacer, el guerrero masai se irguió de forma digna, agitó su enorme lanza y, volviéndose, desapareció por la loma.

—¡Hola! —gritó sir Henry desde la canoa—. Nuestro amigo el líder de la caravana ha cumplido su palabra y ha puesto a los masai tras de nosotros. ¿Crees que es prudente acercarse a tierra?

No creí que lo fuera, pero, por otra parte, no teníamos forma de cocinar en las canoas y nada que pudiéramos comer crudo; así pues, era difícil saber qué hacer. Al final, Umslopogaas simplificó las cosas al ofrecerse voluntariamente a ir y reconocer el terreno, lo que hizo arrastrándose entre los arbustos como una serpiente, mientras nosotros permanecíamos en el río esperándole. Regresó al cabo de media hora y nos dijo que no había masai por los alrededores, pero que había descubierto el lugar donde habían acampado hacía poco tiempo y que, por varios indicios, opinaba que debían haberse movido hacía una media hora más o menos; el hombre que vimos había quedado, sin duda, retrasado para informar de nuestros movimientos.

Por ello, amarramos allí mismo y, después de apostar un centinela, nos pusimos a preparar nuestra cena. Tras reponer fuerzas, consideramos más seriamente la situación. Desde luego, era posible que la aparición del guerrero masai no tuviera nada que ver con nosotros, que fuera tan sólo el miembro de un grupo que formara una expedición intrusa y criminal contra otra tribu. Nuestro amigo el cónsul nos había dicho que tales expediciones eran frecuentes por los alrededores. Pero cuando nos acordamos de la amenaza del jefe de la caravana y reflexionamos sobre la forma en que el guerrero había agitado su lanza, que nada bueno auspiciaba, no nos sentimos tan seguros. Por el contrario, lo que parecía más probable era que el grupo nos persiguiera a nosotros, esperando una ocasión favorable para atacarnos. Siendo esto así, sólo podíamos hacer dos cosas: o continuar, o retroceder. La segunda, sin embargo, fue rechazada, ya que era obvio que podíamos encontrarnos con tantos peligros retrocediendo como avanzando; y, además, nos habíamos hecho el firme propósito de viajar siempre hacia adelante a cualquier precio. Bajo estas circunstancias, no consideramos seguro dormir en tierra, así que volvimos a nuestras canoas y, remando hasta el centro de la corriente, que no era muy rápida en aquel punto, pudimos anclarlas por medio de grandes piedras sujetas con cuerdas de fibra de coco, de las que llevábamos buena provisión.

Allí los mosquitos casi nos devoraron vivos y esto, junto con la desazón de nuestra posición, hizo que no pudiera dormir como los demás, a pesar de haberme acostumbrado a los ataques ya mencionados de los mosquitos del Tana. Y así yací despierto, fumando y reflexionando sobre muchas cosas, pero dado que soy un hombre práctico, pensé sobre todo en cómo podríamos darle esquinazo a aquellos masai. Era una hermosa noche de luna y, a pesar de los mosquitos y del gran riesgo que corríamos de contraer fiebres durmiendo en aquel lugar, y olvidando los calambres de mi pierna derecha entumecida y el horrible olor del wakwafi que dormía a mi lado, comencé a disfrutar del silencio y de la calma nocturnos. Los rayos de la luna jugaban en la superficie del caudal que corría sin cesar hacia el mar como las vidas de los hombres hacia la muerte, y el agua brillaba como una gran sábana de plata en aquellos lugares en los que las sombras de los árboles se lo permitían. Cerca de las orillas, no obstante, era oscura y el viento de la noche suspiraba tristemente entre los juncos. A nuestra izquierda, en la parte más lejana del río, había una pequeña bahía de arena fina, despejada de árboles, y allí pude distinguir las siluetas de varios antílopes que avanzaban hacia el agua. Pero de pronto se escuchó un terrorífico rugido, tras el que salieron huyendo espantados. Después vi la impresionante figura de Su Majestad el León, bajando para apagar su sed después del banquete. Luego desapareció, pero se produjo otro rumor entre los juncos, unos quince metros por encima de nosotros, y pocos minutos más tarde una enorme masa negra emergió de las aguas, a unos veinte metros de mí, y bufó. Era la cabeza de un hipopótamo. Se sumergió sin ruido, para aparecer de nuevo a sólo unos cinco metros de donde estaba sentado. Esta distancia era demasiado corta como para que me sintiera cómodo, sobre todo porque el hipopótamo se veía evidentemente animado por la intensa curiosidad de saber qué demonios eran nuestras canoas. Abrió la enorme boca y vi sus colmillos; no pude dejar de pensar en la facilidad con que podría engullirnos con un simple bocado. Estuve a punto de meterle una bala de plomo, pero después pensé que era mejor dejar a la criatura en paz a menos que embistiera la canoa. Poco después volvió a hundirse tan silenciosamente como antes y no volví a verle. Justo entonces, al mirar hacia la orilla que quedaba a nuestra derecha, distinguí otra silueta oscura pasando rápidamente entre los troncos de los árboles. Mi vista es muy buena y estaba casi seguro de haber observado algo, pero no podía decir si se trataba de un pájaro, de una bestia o de un hombre. Sin embargo, cuando quise cerciorarme, una nube oscura ocultó la luna y perdí su pista. A continuación, aunque todos los demás ruidos de la selva habían cesado, un búho comenzó a silbar con gran insistencia. Después de esto, salvo por el susurro de los árboles y los juncos ante la caricia del viento, se hizo un completo silencio.

Pero, sin saber por qué, me puse nervioso. No había razón concreta para estarlo, más allá de las razones habituales que rondan al viajero por África central, y, sin embargo, lo estaba. Si existe una cosa por la que sienta el más completo y absoluto desprecio es por los presentimientos, y aun así, allí me encontraba poseído por la sensación de que algún peligro nos acechaba. No me abandoné a mis temores y, aunque sentía que un sudor frío recorría mi frente, no despertaría a los demás. Cada vez me iba poniendo peor, mi pulso palpitaba como el de un moribundo, mis nervios se iban crispando poco a poco, atenazados por la horrible sensación de terror impotente, como en una pesadilla. Pero, todavía, mi voluntad triunfaba sobre mis temores y permanecí en silencio (medio sentado, medio recostado, en la proa de la canoa), observando a Umslopogaas y a los wakwafi que dormían echados junto a mí.

En la distancia escuché vagamente al hipopótamo chapotear, luego el búho silbó de nuevo con un grito extraño[29*], y el viento comenzó a gemir lastimero entre los árboles, componiendo una música que encogía el corazón. Sobre mí se extendía el negro vientre de la nube y, debajo, las tenebrosas aguas. Me sentí como si la muerte y yo estuviéramos solos entre el cielo y la tierra. Era muy desolador.

De pronto, la sangre se me heló en las venas y mi corazón se detuvo. ¿Era una imaginación o nos estábamos moviendo? Volví la vista para divisar a la otra canoa que debía encontrarse junto a la nuestra. No pude verla, pero sí advertí la presencia de una mano negra elevándose sobre el borde de la pequeña embarcación. ¡Se trataba de una pesadilla con toda seguridad! En ese mismo instante, un rostro envuelto en tinieblas pero de aspecto diabólico apareció sobre las aguas y, luego, se produjo una sacudida en la canoa. Al instante, vi un cuchillo y escuché un sobresalto y el terrible grito del wakwafi que se encontraba durmiendo a mi lado (el mismo pobre hombre cuyo olor me había estado molestando). Algo cálido me saltó al rostro. El hechizo se rompió y supe que no había sido una pesadilla sino que estábamos siendo atacados por nadadores masai. Cogiendo apresuradamente la primera arma a mi alcance, el hacha de guerra de Umslopogaas, golpeé con toda mi fuerza en la dirección en la que había visto el destello del cuchillo. El golpe cayó sobre la mano de un hombre y, aplastándola contra el grueso borde de la canoa, la separó del cuerpo justo a la altura de la muñeca. En cuanto a su propietario, no dijo ni media palabra. Como un fantasma llegó y como un fantasma se fue, dejando tras él una mano ensangrentada que todavía sostenía el gran cuchillo o, más bien, la espada corta que se había hundido en el corazón de nuestro pobre servidor.

Entonces, se produjo gran revuelo y confusión; creí ver, con razón o sin ella, varias oscuras cabezas deslizándose hacia la orilla derecha, mientras nosotros nos movíamos hacia ella, pues la cuerda con la que estábamos anclados había sido cortada. Tan pronto como me di cuenta de este hecho, comprendí también que el plan de los masai había consistido en dejar la canoa a la deriva de tal forma que se deslizara hacia la orilla derecha (lo que había hecho siguiendo la corriente), donde sin duda alguna el grupo nos esperaba para clavar sus lanzas en nuestros cuerpos. Haciéndome con un remo, le dije a Umslopogaas que cogiera otro (ya que el askari que quedaba estaba demasiado asustado y aturdido para ser de utilidad) y juntos remamos con fuerza hasta la mitad del cauce; si hubiéramos esperado un poco más, habríamos tocado tierra y allí habríamos encontrado la muerte.

Tan pronto como estuvimos lejos, nos pusimos a remar río arriba hasta donde la otra canoa estaba anclada. Aquella labor en la oscuridad fue trabajosa y no exenta de peligros. Good daba voces para que no perdiéramos la orientación, como si se tratara del sonido del cuerno en un mar de niebla. Pero por fin lo conseguimos y nos alegramos de comprobar que no habían sufrido ningún mal. No había duda de que el dueño de la mano que había cortado nuestra cuerda habría hecho lo mismo con la otra canoa, pero fue detenido por la irresistible inclinación del hombre a matar cuando tiene la menor oportunidad y que, aunque a nosotros nos costó un hombre y a ellos una mano, nos había salvado de la masacre. Si no hubiera sido por aquella aparición fantasmal, que jamás olvidaré, indudablemente la canoa habría sido arrastrada hasta la orilla antes de que yo me hubiera dado cuenta de lo que ocurría, y no podría haber escrito nunca esta historia.